Nico

El lunes Nico no fue al instituto. Dejó un mensaje en los contestadores de la directora y del jefe de estudios explicando que por un asunto familiar grave le era imposible dar clase ese día. Tampoco Carmela fue a trabajar. Poco después de las diez de la mañana le llamaron de la comisaría pidiéndole que fuera para declarar. Carmela le preguntó si quería que le acompañara, pero él prefirió ir solo.

Nada más llegar a la comisaría le hicieron entrar en un despacho en el que un sargento estaba conversando por teléfono ante una mesa sobre la que se desparramaba una cantidad increíble de documentos. Un pisapapeles con la bandera de España apenas podía contener una mínima parte de esa cascada de hojas sueltas.

El sargento colgó, le dio la mano, le dijo que lamentaba lo sucedido. El tono de sus preguntas fue cortés, más el de quien solicita una información que el de un interrogatorio. De pasada comentó que no se había observado en el cadáver ningún signo de violencia, y que todo apuntaba a una muerte natural aunque, obviamente, prematura. Le pidió a Nico que le narrara el desarrollo de la velada. Nico explicó que, como su mujer se encontraba de viaje con la niña y él estaba atravesando un período de mucho trabajo, complicado con la desaparición de un alumno —el sargento asintió para indicar que estaba enterado—, había pedido a la asistenta que se quedase a dormir unos días. Así podría ocuparse de todas las comidas…

—Es decir, no era interna. ¿Sabe su domicilio? No lo hemos encontrado entre sus papeles.

Le tranquilizó darse cuenta de que al sargento no le interesaban las razones de que Olivia se encontrase en su casa por la noche y para colmo en la bañera. Probablemente se había hecho su composición de lugar, pero tenía el suficiente tacto para no mencionarlo ni para dejar traslucir la opinión que le merecía. A pesar de todo, Nico sentía cierto embarazo ante ese hombre tan serio y tan correcto.

—No. Por Cuatro Caminos, pero la dirección exacta no la sé.

—¿Teléfono?

—El móvil.

—Ya lo hemos comprobado. Pero la dirección que dio para el alta no es ya la suya. ¿Se le ocurre alguien que pueda darnos más información?

—Sí. El jardinero. Julián. Él nos la recomendó.

—¿Apellido? ¿O sabe dónde encontrarlo?

—Julián…, no, no sé el apellido. Pero va todas las tardes un rato a casa de mi suegro.

—A cuidar el jardín.

—No tiene jardín. Vive en un apartamento —el sargento aguardó una explicación, y por primera vez pareció sentir curiosidad por el caso.

—¿Entonces?

—Pasa todas las tardes para cerciorarse de que está bien.

—¿Se encuentra enfermo?

—Es alcohólico.

—Y el tal Julián controla que no ha hecho ninguna tontería, si come… esas cosas. Entendido —Nico interpretó el fugaz alzamiento de cejas del sargento como un juicio moral sobre él y su familia—. ¿Sabe su dirección?

Nico tampoco la sabía; sólo el número de teléfono. Se lo dio.

—Bueno, creo que es todo. Supongo que tampoco sabe cómo localizar a su familia, o si tiene familia en España.

—Es de cerca de Coca, en Ecuador. Creo que no tiene aquí a nadie; algunas amigas, me parece. Julián seguro que puede ayudarles.

—¿Sabe usted que se encontraba ilegalmente en España?

—A nosotros nos dijo…

—¿Me permite un consejo? Cuando le pregunten, diga que era su amante y que había ido a pasar la noche con usted.

—No sé si es muy conveniente. ¿Qué pensaría la gente, mis compañeros, mis alumnos?

—La alternativa es que cuando volvamos a llamarle…

—¿Para qué? Decía usted que ha sido muerte natural…

—Sí, y era una chica mayor de edad, diecinueve años, ¿lo sabía?, y nadie le va a acusar a usted de asesinato ni de abusos sexuales, ni siquiera de acoso laboral, tranquilo.

A Nico no le tranquilizó en absoluto escuchar esas palabras de boca del sargento; pensar que alguien pudiese mezclarle con conceptos de ese género le hizo sentirse repentinamente débil, al borde del mareo.

—Le aseguro que no ha sido nada de eso. Ella se estaba bañando, y nosotros la queríamos mucho, la niña…

—Ya le digo que no hay indicios de delito en ese ámbito. Le estoy hablando de cómo ahorrarse un montón de dinero. Escúcheme bien —el sargento aguardó a que Nico se serenase lo suficiente como para mantenerle la mirada, se inclinó un poco hacia delante, se lo pensó mejor y fue a cerciorarse de que la puerta estaba cerrada, se sentó de nuevo y recuperó la misma posición—. Que esa chica trabajaba ilegalmente en su casa es un hecho y es posible que le multen, pero también es posible que nadie se interese por el tema; yo, desde luego, no tengo intención de ponerme a perseguir a todos los habitantes de Pinilla que emplean a un inmigrante ilegal; sólo me faltaba eso. Pero si dice que esa chica había ido a trabajar el domingo por la noche puede meterse usted en un lío de cuidado.

—¿Por hacerla trabajar el domingo?

—No, hombre. Pero eso significaría que murió en el lugar de trabajo y seguramente no la tenía usted asegurada; ¿o me equivoco?

—Pensábamos asegurarla, lo había hablado varias veces con mi mujer. Pero, entre unas cosas y otras…

—Así que, aunque no sea culpa de usted, estamos ante un accidente laboral. ¿Se imagina la multa, y sobre todo la indemnización que tendría que pagar a la familia? Mientras que si declara que la chica era su amante, como era mayor de edad, nadie puede exigirle nada. Le advierto que le pueden buscar la ruina; y si usted se niega a pagar una cantidad exorbitante, lo más probable es que intenten sacar el caso por la tele, que se pongan en contacto con una ONG que les defienda… ¿Me sigue? La familia de la chica le va a exprimir.

Nico asintió pero no consiguió responder hasta unos segundos más tarde.

—Sí, me lo pensaré.

—Hágame caso: esa chica era su amante. Lo fuese o no lo fuese en realidad, cosa en la que yo no me meto. Si se lo explica bien, su mujer va a estar de acuerdo. Estamos hablando de cientos de miles de euros.

Nico tardó un buen rato en darse cuenta de que el móvil que estaba sonando era el suyo. El sargento le hizo un gesto para indicarle que aceptaba la interrupción. Era la directora: quería hablar con él urgentemente. ¿Podía pasar por el instituto esa misma mañana? No sonaba a pregunta, y de todas formas Nico no quería iniciar una conversación con ella en la comisaría. Dijo que iría enseguida y colgó.

El sargento se levantó, rodeó la mesa, le tendió una mano obligándole a levantarse también él e iniciar la despedida. Nico no prestó mucha atención a sus últimas palabras. Se sentía como si una apoplejía hubiera destrozado sus conexiones neuronales; no es que no pudiera pensar porque sintiera la mente vacía, al contrario, decenas de frases y de ideas se le agolpaban en el cerebro pero no lograba terminar ninguna, se mezclaban, lo llenaban todo, desorientándolo, y durante el trayecto en coche hasta el instituto se preguntó si conseguiría mantener el mínimo orden mental para articular frases comprensibles.

Por suerte, llegó cuando los alumnos estaban en las aulas, salvo un par de ellos que por alguna razón estaban sentados sobre la valla del cementerio; no hicieron nada por esconderse: se le quedaron mirando con una expresión que no supo interpretar, pero él no se sintió con fuerzas para interesarse por lo que hacían allí a esas horas. Se dirigió directamente al despacho de la directora. Entró en él después de llamar y se encontró con que estaba con ella el jefe de estudios. Tenían tan mal aspecto como debía de tener él mismo. Si había noticias de Claudio, seguro que no eran buenas. O quizá los padres habían cumplido la amenaza y demandado al instituto. Pero Nico no quería que lo metiesen en eso: bastante tenía él con lo suyo.

—Perdonad que os haya avisado con tan poco tiempo, pero ha sucedido una desgracia.

—Siéntate, Nico —la directora le mostró la silla vacía junto a la del jefe de estudios, quien, al ocuparla Nico, se levantó y se fue hacia la ventana.

—Nuestra asistenta ha tenido un accidente, ha muerto. En fin. Es un horror. Tenía diecinueve años —no le pareció que ninguno de los dos reaccionase debidamente a la noticia. No esperaba que le dieran el pésame, pero desde luego sí que mostraran algo de interés, aunque fuese por mera cortesía. Se limitaron a mirarlo en silencio como a un alumno que tiene que dar cuenta de alguna infracción—. ¿Hay novedades de Claudio?

—No estás al tanto, ¿verdad? —preguntó el jefe de estudios.

Nunca había congeniado con él. No por diferencias pedagógicas ni siquiera ideológicas, sino estrictamente personales. Era un hombre ya mayor, cercano a la jubilación, con el que Nico nunca había podido intercambiar más de tres frases sin que quedase patente que ambos hacían un esfuerzo para encontrar un tema de conversación que interesara a los dos.

—¿De qué no estoy al tanto? A veces pienso que creéis que soy un cómplice de Claudio o algo así, que me llama desde su escondite…

—No es eso. La directora te ha llamado…

—¿Entonces? ¿Ha dado señales de vida? O… no me digáis que también a él le ha ocurrido algo —la expresión seria de ambos y la mirada que intercambiaron le hicieron pensar que sí, que a Claudio le había sucedido algo muy grave—. Yo no puedo más, de verdad. Se ha muerto nuestra chica, la he encontrado yo, ayer mismo, no me digáis…

—Nico, que no es eso —la directora le hizo un gesto que no supo interpretar—. Ven de este lado del escritorio.

Ambos se levantaron a un tiempo. La directora pulsó algunas teclas del ordenador y señaló la pantalla mientras iba a reunirse con el jefe de estudios junto a la ventana.

En la pantalla se estaba cargando alguna aplicación. Nico esperó, cada vez más confuso, con la sensación que podría tener un actor que de pronto se da cuenta de que se ha metido en la obra equivocada, que dice su papel pero los demás, en lugar de seguirle en un diálogo, hablan de cosas para él desconocidas.

—Alguien lo colgó ayer en la página del instituto. Y el informático nos dice que lo han descargado más de veinte personas, algunos seguro que alumnos —dijo la directora sin entonación alguna, como si leyese en voz alta una lista de nombres o números.

Por fin se acabó de cargar la aplicación. En la pantalla se abrió otra más pequeña, en la cual Nico se vio a sí mismo aunque le llevó un momento aceptarlo. Se vio, sacudió la cabeza, quiso decir no, esto no es así, pero era así y no de otra manera. Era él ese hombre que se masturbaba de pie detrás de un escritorio mirando todo el tiempo hacia la cámara y haciendo gestos que Nico no reconocía como suyos. Era él ese hombre cada vez más frenético, que cerraba los ojos, aceleraba sus movimientos, se mordía los labios, abría la boca y, finalmente, justo antes de que se apagase la pequeña pantalla, ponía la otra mano por delante de su sexo para impedir que el semen cayera al suelo y, con él en la mano, volvía a abrir los ojos y sonreía con timidez.