En lo alto de la cuesta se cruzó con una ambulancia. No supo si era buena o mala señal que no llevase la sirena encendida. Al descender por el camino de tierra, se fijó en que casi no había nieve. Se había derretido durante los dos días que había estado fuera. A pesar de la calefacción, le pareció que el frío de la noche se le metía en los huesos. Detuvo el coche delante de la casa. Al descender se giró con la sensación de que había alguien a sus espaldas. También, como siempre desde que desapareció Laika, se quedó un momento esperando el sonido familiar de sus patas delanteras arañando el portón metálico y sus quejidos impacientes, ese agitarse, esa especie de urgencia, ese deseo de abalanzarse como una loca sobre Carmela, mezcla de alegría por el reencuentro y de desesperación por la soledad previa. Pero no escuchó gemidos, ni el arañar de las uñas contra el hierro, ni el tamborileo del rabo, ni carreras, ni la respiración agitada.
Nada se movía en el jardín y también la casa parecía particularmente inerte, como por otra parte lo habría parecido cualquier noche a esas horas.
Carmela descorrió el cerrojo, atravesó el jardín hasta llegar a la puerta, se quedó escuchando el silencio que escapaba de la casa como un gas y abrió. Le pareció que entraba en un recinto abandonado hacía siglos. Un olor que no le resultaba familiar —como no resulta familiar el olor de las casas ajenas— la hizo titubear un momento. Olía a goma o al material sintético de algunos impermeables. Carmela cerró y de camino al dormitorio asomó la cabeza al salón aunque en realidad no esperaba encontrar a Nico allí.
Y sin embargo lo vio tumbado en el sofá, con los ojos abiertos vueltos hacia ella, inexpresivos primero, ausentes, hasta que se fue acercando y entonces los cerró con fuerza en un gesto dramático algo antinatural, quizá infantil, como fingiendo llanto.
—Nico.
No respondió. Continuó apretando los párpados con fuerza, y de pronto comenzó a mordisquearse el labio inferior. La crispación cedió cuando Carmela se arrodilló junto a él y le puso una mano en la frente como si le midiese la fiebre.
—Nico.
Él asintió con la cabeza.
—Ya se han ido —dijo; después respiró hondo dos veces. No había vuelto a abrir los ojos.
—¿Quién se ha ido?
—La policía, los médicos, o enfermeros o lo que sean. Olivia…
La miró entonces con la misma mirada inexpresiva que tenía unos minutos antes.
—¿Por qué se han ido?, quiero decir, ¿por qué han venido?
—Olivia ha tenido un…
—¿Sí?
—No sé.
—¿Qué no sabes, Nico?
—No sé. Se la han llevado.
—Me he cruzado con la ambulancia.
—Nunca la había visto desnuda.
—¿Está bien?
—¿Qué tonterías dices? ¿Bien? Por Dios, Carmela. Por qué preguntas idioteces. ¿Tú sabes lo que es eso?
—No te entiendo, Nico. Anda, cálmate. Haz un esfuerzo. Cuéntame lo que ha pasado.
—Menos mal que Berta no estaba en casa.
—Nico, dime por favor qué ha pasado.
Nico se incorporó tras apartar la mano de Carmela con brusquedad.
—No sé. Todo…, hicimos como habíamos acordado.
—Quién había acordado qué.
—No te hagas ahora de nuevas. A ti te parecía bien.
—Has dicho que le ha pasado algo a Olivia. Has dicho eso, ¿no?
—Estaba desnuda, en la bañera. Ha venido la policía. Y ¿qué les iba a decir? No habíamos hecho nada. Ahora se han ido todos.
—¿Ha muerto? —se le hizo muy rara la pregunta. La muerte era para Carmela algo lejano, que nunca se había acercado a ella. Y le parecía que no tenía el vocabulario preciso para hablar de muertos. Menos aún si se trataba de alguien como Olivia, de alguien que había vivido en su misma casa, cuya voz y cuyos gestos recordaba, cuando lo lógico habría sido encontrarla allí al regresar, tomar café juntos, hablar de cualquier tontería. Había pensado abrazarla en cuanto la viese para quitarle la mala conciencia. No había pasado nada, le diría: se había acostado con su marido, pero a ella no le importaba; al contrario, se alegraba por ambos. Nico aún no había respondido—. ¿Ha muerto o no? Dime algo, maldita sea.
—Te lo he dicho. Estaba en la bañera. No habíamos hecho nada. Pero la policía me ha preguntado, claro. Muerta en la bañera. Desnuda, ¿no?, la chica de la limpieza desnuda y muerta.
—Pero ¿cómo se ha muerto en la bañera? Era muy joven.
—Eso he dicho yo al médico… Yo qué sé. Decían que a lo mejor del corazón. Ella estaba nerviosa.
—Uno no se muere de nervios. ¿Estabas con ella?
—¿En la bañera?
—En la bañera, o en el baño, o donde sea. ¿Estabas o no estabas?
—Te digo que no habíamos hecho nada. Ella se dio un baño. Para tranquilizarse. Yo…
—¿Sí?
—Yo iba a entrar después, cuando la tapase la espuma, ya sabes.
—Y entraste.
—No. O sea, sí. Claro que entré. Y creí que estaba jugando. Sumergida bajo la espuma. Metí una mano en el agua. La toqué.
Y de pronto Nico tomó aire como si él mismo fuese a sumergirse, durante unos segundos lo contuvo en los pulmones, hasta que escapó violentamente con una especie de tos o llanto o las dos cosas. La toqué, repitió entre medias, la toqué. Carmela se sentó a su lado, lo abrazó, lo meció en silencio. Ya le preguntaría detalles más tarde. También era mala suerte que le pasase algo así, que se le muera la chica con la que va a hacer el amor, la única vía de escape para sus deseos reprimidos.
—No es culpa tuya —le susurró.
—Sí lo es —respondió doblado sobre sí mismo.
—No, no lo es, Nico. No es culpa de nadie.
—¿Te das cuenta de lo que es eso? ¿Te das cuenta? Sacarla de la bañera, ese cuerpo de alguien que conoces, y de pronto desnuda y muerta en tus brazos. Joder, Carmela…
—No pasa nada, Nico. Tranquilo.
—Y el policía, claro, haciendo preguntas. Y yo no podía quitarme su imagen de la cabeza. El tacto, Carmela. Su piel húmeda y blanda, caliente y yo creo que… cuando la saqué del agua me parece que tenía la carne de gallina.
Carmela siguió meciéndole. Él hablaba en voz baja, como si hubiese despertado por la noche de una pesadilla y le contase el sueño en la oscuridad.
—No es tu culpa, de verdad.
—Y no sabía qué hacer con ella. Empecé el boca a boca, ¿te imaginas?, hacerle el boca a boca a Olivia. Y ella no respondía, no…, la dejé en el suelo. Llamé a urgencias.
Carmela le limpió las lágrimas con la palma de la mano. Lo imaginó arrodillado junto a Olivia, haciéndole la respiración artificial, poniendo pudorosamente la mano entre los pechos y presionando rítmicamente para reanimarla. Cuando había pensado pasar la noche con ella. Besarla, acariciarla, abrazar su cuerpo joven. Pobre, pobre Nico.
—No pasa nada —repitió y, acunándole con más fuerza, volvió a decir—: No pasa nada.