El recibidor estaba tan ordenado como lo había dejado ella el viernes anterior. Los abrigos colgados en sus perchas, los zapatos en fila debajo del pequeño aparador, el escobón en el rincón junto a la ventana, las llaves todas en la concha que habían traído de no sabía qué viaje. No había barro ni arena en el suelo, la bayeta alineada con la puerta de entrada, los cajones y las puertas cerrados. Quizá Nico había cambiado de opinión y se había ido con ellas diciendo en el instituto que estaba enfermo; igual que hacían con Bertita.
En cuanto Carmela le dijo que Nico no se marchaba con ellas y le sugirió que pasara con él el fin de semana, ella se puso tan nerviosa que pensó que se le iba a notar. Porque sabía que si se quedaban solos iba a pasar algo. Y ella quería y no quería que pasara ese algo, y ni siquiera estaba segura de saber con exactitud qué iba a ser. Estaba dispuesta a ceder un poco, pero no pensaba que fuese capaz, aunque a ratos lo desease, de meterse con un hombre en la cama. Y eso que con Nico sería más fácil que con otro. Pero Dios no podía mirar con buenos ojos lo que iban a hacer, o lo que podía que hiciera con un hombre casado, aunque, al mismo tiempo, hasta Carmela parecía querer que sucediese. Y Jenny decía que los pobres no pecan porque no pueden elegir.
Así que no sabía si se sentía aliviada o decepcionada al descubrir el orden inusual en el recibidor. Nico solía dejarlo todo por medio: el abrigo no lo colgaba sino que lo echaba encima del aparador, la bayeta quedaba hecha un guiñapo después de restregar en ella los zapatos, los cuales quedaban allí donde se había descalzado, cada uno apuntando en una dirección, y las llaves del coche las dejaba distraído en cualquier sitio; tan en cualquier sitio que luego se pasaba media vida buscándolas.
También en la cocina el orden era perfecto: ni un cacharro sucio en el fregadero, ni migas en la mesa, ni fruta a medio comer ni una cazuela con sobras. Olivia recorrió silenciosamente el pasillo, pegó el oído a la puerta del dormitorio principal y, aunque no se atrevió a abrir, estaba convencida de que Nico no se encontraba en el interior. Así que se había marchado también.
Pero entonces tampoco iban a hablar del dinero. ¿O se había arrepentido de su promesa y se había marchado para no cumplirla? Eso ni pensarlo, volver a encontrarse como al principio, con Julián exigiéndole y ella sin otra salida que la que le propondría Julián. Prefería hacerle a Nico cualquier cosa, mejor él que cualquier desconocido. Le daría menos pena. Sólo que si se había ido… Hubo ruidos en el baño: la cisterna, un grifo, chapoteo, el tintineo de frascos.
Cuando Nico salió del baño, Olivia estaba ya en la cocina, preparando la cena. Oyó los pasos de Nico a sus espaldas, pero no se volvió.
—Buenos días.
—Buenos días. Al final sólo se fueron Berta y Carmela.
—Claro, ya te lo había dicho.
—Qué bien.
—¿Te alegras?
—No, sí, quiero decir, qué bien que se tomen unos días, ¿no? A Bertita la veía medio cansada.
Nico se paró a sus espaldas, la besó en la nuca y el cuello y a ella se le puso la carne de gallina.
—Yo sí me alegro. También de que estés aquí.
Olivia se puso a temblar como una tonta. Le había pasado siempre; cuando tenía catorce años fue por primera vez a un baile, en las fiestas de Coca, porque coincidió que había ido allí con su mamá a comprar provisiones y se quedaron dos noches en casa de una tía; la prima, dos años más mayor, la convenció para ir a las fiestas, y había música, y los chicos estaban bebidos pero a la prima y sus amigas ni les importaba, y era de noche y se perdían bailando entre la multitud, de la que regresaban mucho tiempo después sudorosas y sonrojadas; Olivia rechazó las invitaciones a bailar hasta que un chico casi la arrastró de la mano hasta la pista, y por mucho que ella dijo que no sabía bailar, de nada le sirvió: pues ahora vas a aprender conmigo, verás qué buen profesor. Todo fue muy bien con los vallenatos y la salsa y de verdad que estaba aprendiendo, y descubrió que se le daba, no era difícil, pero de repente la música como que dio un frenazo, las parejas se quedaron unos segundos en suspenso, mirándose o mirando un poco de lado, y los cuerpos se acercaron despacito, que es cuando Olivia se dio cuenta de que tenía al chico a dos centímetros, e incluso esos dos centímetros desaparecieron cuando él le pasó el brazo por la espalda; bastó un leve tirón y ya sentía el corazón de él contra el seno derecho, las dos mejillas encabalgadas, y la lentitud de los movimientos le daba más vértigo que la velocidad previa; la música no era ya un remolino que ascendía en el aire, sino un pozo que la atraía hacia un fondo oscuro y tibio. Entonces llegó ese temblor, que no sabía cómo parar, y desde luego no ayudaba que el chico hubiese comenzado a darle mordisquitos en el cuello. Él, aunque no decía nada, tenía que estarse dando cuenta, qué tonta, cómo estaba quedando en ridículo, así que de pronto se zafó del abrazo. Por suerte lo pilló desprevenido y no acertó a sujetarla, y ella corrió sorteando esos bultos que parecían fundidos y ya no se sabía quién era quién. Luego lo volvió a ver esa noche, hablando con sus amigos, y estaba segura de que se refería a ella cuando les comentó entre risas: yo creo que se vino en mis brazos. Hubieran visto cómo se estremecía toda.
—Déjame que ponga el agua a hervir.
Nico se separó de ella. Sus pasos recorrieron varias veces la cocina.
—He quedado con Carmela en que te ayudaríamos con el dinero. Pero me tienes que contar cómo están las cosas. Porque no nos has dicho la verdad. ¿O sí?
—Te juro que os lo habría devuelto todo.
—Estamos seguros. Es por tu madre, ¿verdad? Tú habías dicho hace tiempo que estaba enferma.
Era verdad que el problema era su mamá, porque sin su enfermedad ella habría devuelto el dinero. Así que no le pareció mentira cuando dijo, sí, lo necesito para mi mamá, que está muy mal. Mejor no contarles que el dinero era para pagar la deuda, no fuera que lo relacionasen con la muerte de la perra.
—Eso había pensado Carmela. Y me dijo que le parecía bien ayudarte.
—Gracias. Qué buena es.
—Sí, es muy buena.
—O sea, tú también. Qué buenos son, quiero decir.
—En todo caso quieres decir «qué buenos sois», pero no hace falta que lo digas. Voy a cerrar el grifo.
—¿Qué grifo?
—El de la bañera. Me voy a dar un baño.
—¿Y la cena?
—Después —Nico había vuelto a acercarse a sus espaldas. La abrazó, dudando de dónde poner las manos. Al final se las puso en el vientre—. ¿Quieres bañarte tú también?
—Yo ya me duché.
—Quiero decir conmigo.
—¿Los dos, en la misma bañera? ¿Al mismo tiempo?
Nico soltó una carcajada que sonó falsa.
—Tú me lavas a mí y yo a ti. Como los romanos.
Olivia no conocía las costumbres de los romanos, pero la idea de meterse en la misma bañera que Nico le parecía de lo más indecente. Prefería irse a la cama directamente con él, pero tampoco sabía cómo tomar la iniciativa para hacer algo así.
—Mira, para que no te dé tanta vergüenza, te metes tú primero en la bañera y cuando estés dentro, debajo de la espuma, me llamas.
No estaba bien. Para él sería todo tan normal, y a lo mejor esas cosas eran normales en España, y por eso se contaba que muchas de las chicas que iban a trabajar a Europa se volvían putas, quizá era de lo más corriente que la gente se bañase junta y se metiesen en la cama unos con otros, y las mujeres tuviesen amantes. Pero ella no se habituaba a esas costumbres. Y cuando Nico subió las manos y se las puso sobre los pechos tuvo que contenerse para no soltar un chillido, para no forcejear y salir huyendo. Al fin y al cabo era el único que se había preocupado por ella. Ningún hombre, ni siquiera el Pastor, había movido un dedo por sacarla de apuros. ¿Cómo no estarle agradecida? Y si él quería eso, pues ella podía hacer un esfuerzo a cambio. Por eso le dejó seguir manoseándola, y, aunque ligeramente rígida, tampoco ofreció mucha resistencia a los besos en la nuca, en la cara y, tras hacerla girarse, en la boca. Olivia incluso comenzó a devolverle el beso.
—Esto no está bien —se le escapó, sin embargo, cuando él retiró la lengua.
—No te preocupes. Sí está bien. A Carmela no le importa, de verdad. Y yo te quiero mucho.
—Y yo también te tengo mucho cariño, pero no puedo…
—Claro que puedes; mujer, por una vez disfruta, no andes siempre preocupándote por todo.
Nico le hurgó otra vez con la lengua por todos los rincones de la boca mientras la mano se colaba como una culebra entre los botones de la blusa.
—Espera. No es sólo Carmela, es que no está bien. Hacer las cosas así…
—Déjame a mí la responsabilidad. Te pasas la vida trabajando, dentro de poco también estudiando, porque lo de los estudios sigue en pie. En serio, disfruta, no pasa nada, lo que vamos a hacer no es malo. El placer no es malo. Vas a ver como…
—Bueno, pero no entres en el baño hasta que te llame.
Nico volvió a besarla, esa vez sin lengua, mientras una de sus manos le acariciaba el interior de los muslos.
—Me gustas mucho —le susurró.
—Pero no entras…
—Que no, te lo prometo —respondió, le dio otro beso y se marchó al salón. Olivia escuchó una música que no habría sabido cómo bailar. Titubeó aún un rato, sacó dos tazas de un armario, no supo qué hacer con ellas, las volvió a guardar y se dirigió al cuarto de baño. La bañera estaba llena de agua cubierta de espuma. No sabía si iba a ser capaz, meterse con Nico ahí dentro, los dos desnudos, y seguro que él entonces le empezaría… ¿a qué? No es que no supiese todo lo necesario sobre la reproducción y el acoplamiento, no era una niña, pero sabía que había más, prácticas que ella desconocía y de las que había oído hablar aunque no acertaba a imaginar cómo sería hacerlo, y sobre todo, qué era lo que él querría hacerle. Se desnudó. Fue a tocar el radiador porque tiritaba de frío. Estaba encendido.
Dios Salvador, ayúdame. Olivia metió un pie en la bañera, luego el otro; se quedó un momento de pie abrazada a sí misma. Sentía escalofríos cada vez más intensos. Ay, Dios, dijo, y buscó un asidero al que agarrarse.