La noche había sido un horror. Se la había pasado dando vueltas en la cama, agotado pero incapaz de dormirse. A su lado Carmela no había abierto los ojos ni una sola vez; roncaba apaciblemente, como si de verdad no le preocupase en absoluto lo que pudiera suceder en su ausencia.

La noche entera imaginando cómo discurrirían los días siguientes, cómo se acercaría a Olivia, si opondría alguna resistencia o si también estaba deseando lo inevitable. Había una obvia atracción de los cuerpos; el de Olivia era un imán; cuando se acercaba a él nacía una fuerza que le obligaba a buscar cualquier excusa para tocarla: un roce al pasar a su lado, una mano puesta amistosamente sobre el hombro o el brazo, y en los últimos tiempos alguna caricia. En un par de ocasiones un beso. Y, si la niña no hubiese llamado, Olivia ya se habría entregado a él en el sofá el día que mataron a Laika. Por supuesto, por culpa de una educación beata, ella nunca habría tomado la iniciativa, incluso fingía sentirse incómoda con la intimidad que le ofrecía; pero estaba convencido de que lo deseaba tanto como él. Y sentía curiosidad por saber cómo se le ofrecería. Con qué gestos, con qué palabras, con qué sobreentendidos, con qué caricias.

Imaginando esas cosas se había pasado la noche en vela.

La mañana del sábado, Nico fingió no haber despertado aún mientras Berta y Carmela hacían los preparativos para el viaje. Sabía que se sentiría incómodo hablando con Carmela; aunque no tuviera mala conciencia por sus intenciones, prefería evitar que fuese algo demasiado explícito. Sólo cuando ya habían hecho las maletas y estaban dispuestas a partir salió Nico del dormitorio, dio unos achuchones a Berta, que en el último momento se puso a lloriquear para que las acompañara, un beso a Carmela, y ella tuvo el buen gusto de no hacer ninguna referencia al tiempo en que se iba a quedar solo. Cogió a la niña en brazos —las maletas ya las había llevado al coche— y se marcharon, sonriente Carmela, con algún puchero Berta; apenas oyó el coche alejándose cuesta arriba, Nico volvió a meterse en la cama con la vana esperanza de dormir unas horas, no tanto por cansancio como por abreviar la espera.

El día fue lento como una convalecencia. Intentó acortar la tarde viendo una comedia de Billy Wilder, pero debía de haber perdido el sentido del humor, porque apenas consiguió arrancarle una sonrisa. Parecía haber entrado en una nueva dimensión temporal en la que los segundos se estiraban hasta convertirse en minutos, y los minutos en horas. Ni siquiera tuvo el consuelo de chatear con Ladydi, que no se conectó por mucho que Nico le enviara un mensaje tras otro. Le habría venido tan bien poder conversar con ella…

Sin embargo, después de una nueva noche de insomnio, la mañana del domingo acabó por llegar. Nico se levantó temprano, recorrió cada habitación comprobando innecesariamente que estaba ordenada —a eso había dedicado parte de su espera—. Pasó el resto de la mañana corrigiendo unos cuantos trabajos de sus alumnos y traduciendo, aunque le costó más de lo habitual, unas páginas de Virgilio. Por la tarde se afeitó, anticipando ya el roce de sus mejillas con las de Olivia, que no debía provocar irritación alguna. Aunque prefería la ducha al baño, buscó en el armarito de espejo un frasco de gel de baño; le parecía que sería bueno propiciar el acercamiento de manera lúdica, sin prisas, que permitiese a Olivia ir superando una a una las barreras de sus prejuicios. Pobrecilla; acosada por la pobreza y por la superstición no había tenido posibilidad de disfrutar mucho la vida. Nico estaba dispuesto a ayudarla a ir descubriendo el placer físico, la alegría sin remordimientos, y hacerla sentir que, por una vez, ella no estaba al servicio de nadie, sino que había un hombre dispuesto a adorarla y a procurarle placer sin pedirle nada a cambio.

Iba a abrir el grifo de la bañera cuando oyó la puerta de la calle. Nico se quedó en silencio, aguardando que pasaran un par de minutos antes de salir del baño, para que no pareciese que la había estado acechando. Tiró de la cadena para justificar su silenciosa estancia en el baño y abrió el grifo del agua caliente.

Encontró a Olivia en la cocina, de espaldas; ella no se volvió, sin duda esperando que fuese él quien se acercara y la abrazase. Había inclinado levemente la cabeza, dejando al descubierto la nuca atravesada por una filigrana de cabellos negros, invitándole, casi obligándole, a besarla. Nico le dio los buenos días y mientras comentaban cosas sin sustancia se aproximó a ella despacio, sonriente, seguro de sí mismo, y acercó los labios a la nuca desprotegida pero confiada de Olivia.