El suelo estaba helado en aquel rincón del jardín, en el que las espesas arizónicas impedían que diese el sol incluso en verano; cada vez que Nico clavaba la pala en la tierra el golpe se transmitía por su cuerpo como una descarga eléctrica. A los pocos minutos estaba bañado en sudor, pero aun así sentía frío. Tampoco era un trabajo al que estuviese acostumbrado. Nico se apoyó en la pala unos momentos para recuperar el resuello. El cielo tenía un color blanquecino, pero no era un color turbio, sino que brillaba como si reflejase los rayos de un sol que, en realidad, no se veía por ningún sitio. Aunque era ya febrero, aún no había ningún indicio de que se aproximase la primavera. Hasta los pájaros habían desaparecido, como si prefiriesen no volar con aquel frío. Y luego hablaban del calentamiento del planeta; al menos a Pinilla no había llegado.

Tuvo que cavar más de una hora hasta conseguir un hoyo lo suficientemente grande. Se metió dentro y quedó satisfecho al comprobar que el borde le llegaba a la rodilla.

Tiró la pala sobre el montón de tierra y se dirigió a la caseta. Allí yacía aún Laika, rígida y cubierta por una fina capa de escarcha; recordaba las imágenes de exploradores que murieron en alguna ventisca en el Ártico; pero las patas cortadas dejaban claro que no había muerto congelada; para no tener que cargarla en brazos, tendió en el suelo una bolsa grande de basura, desplazó el cuerpo de la perra encima de la bolsa y la arrastró sobre el plástico hasta el hoyo. Le dio un último empujón y el animal chocó contra el fondo produciendo un ruido de objeto duro, como si se tratara de un bloque de hormigón. Después dio la vuelta a la casa y tomó, de detrás de la jardinera donde los había escondido para que no los viese Berta, los cuatro despojos de la perra. También estaban rígidos, aunque húmedos. Los depositó cuidadosamente sobre el cuerpo. Tuvo la sensación de que debía decir algo antes de cerrar la tumba, y de haber sido creyente habría pronunciado alguna oración, pero no sabía qué decir. Se volvió intuitivamente hacia la casa y, en efecto, Olivia, que había regresado de llevar a la niña al colegio, le observaba desde la ventana del salón. Nico le sonrió, hizo un amago de saludo con la mano y se sintió vagamente orgulloso, como pensó que se sentiría un labriego que acaba de arar sus campos cuando la mujer va a llevarle el almuerzo. Le hizo un gesto para que abriese la ventana y ella obedeció.

—¿Quieres despedirte de Laika?

Olivia cerró la ventana y a los pocos segundos apareció con bufanda, gorro y guantes, pero sin abrigo, y se paró junto a la tumba. Contempló el cadáver unos momentos.

—Pobrecita. Con lo buena que era.

—¿Quieres rezar algo?

—¿A una perra? No sé…

—Quizás haya un cielo para los perros —dijo Nico sintiéndose un poco estúpido.

—No, los perros se mueren y ya.

—Bueno, no podemos saberlo.

Olivia no respondió nada. Se agachó, tomó un puñado de tierra del montón y lo echó sobre Laika. Nico le pasó el brazo por encima de los hombros y, aunque ella se sobresaltó, enseguida pareció apreciar ese contacto y también que Nico la atrajese ligeramente hacia sí.

—¿Qué le vamos a decir a Berta?

—Que se escapó por la noche, quizá detrás de algún otro perro. Que seguro que va a volver. La niña la irá olvidando poco a poco. Los niños se olvidan de todo con el tiempo. ¿O te acuerdas tú de cuando eras muy pequeña?

—¿Y a Carmela?

—Lo mismo. Yo creo que es mejor. ¿Para qué vamos a asustarla inútilmente? Aunque no sé cómo lo voy a hacer. Por suerte, empieza a nevar de nuevo.

—¿Qué?

—Que nieva, así se tapan los rastros que hemos dejado. Y no se verá que he cavado aquí.

Olivia volvió a agacharse y a echar otro puñado de tierra a la tumba, como si tuviera prisa por enterrar al animal. Nico cogió la pala y empezó a cubrir el cuerpo.

—Vas a coger frío. Entra en casa.

—¿Entonces no le digo nada a Carmela?

—Yo me encargo. La niña tampoco vio nada al salir, ¿verdad?

—Iba casi dormidita, la criatura.

—Lo que no sé es si la policía querrá hablar con Carmela —Nico interrumpió el trabajo un instante; le costaba palear y hablar al mismo tiempo. Descubrió que Olivia tenía una expresión asustada—. No, mujer, no tengas miedo. Aquí la policía no es como allá. Quiero decir… —no sabía qué quería decir. Quizá que no había que sobornar a los policías, que ellos no te iban a maltratar, o sólo que los policías eran gente como otra cualquiera. Aunque ni él mismo tenía esa impresión, como si hubiese heredado de sus padres la prevención anacrónica que sentían ante cualquier uniforme y que probablemente sentiría cualquiera que hubiese vivido bajo una dictadura—. Cuando te contratamos, nos dijiste que tus papeles estarían en regla muy pronto. Sería verdad, ¿no?

—¿Mis papeles?

—Lo digo porque tú has encontrado a Laika. Van a querer hablar contigo.

—Ay, no. Yo no quiero hablar con la policía.

—Yo te acompaño. ¿Están o no están?

—Sí.

—Entonces no tienes por qué…

—Bueno, no del todo.

—¿No del todo en regla?

—No sé.

—Anda, entra en casa.

—No te enfades.

—No me enfado, pero vas a coger una pulmonía.

—Entonces…

—Luego hablamos.

Nico acabó de tapar el hoyo. Alisó bien el suelo. Se le estaba haciendo tarde; como Carmela no volvería hasta la noche, decidió dejar para el mediodía eliminar las manchas de sangre —tenía que comprar cal para cubrir las huellas sobre la tirolesa— y correr el cajón de compost para cubrir la tumba. Si Carmela le preguntaba por qué lo había corrido un par de metros, le diría que… ¿Qué demonios le iba a decir? Ensayó mentalmente: estaba ahí un poco en medio y estorba menos en el rincón. No muy convincente, pero de todas maneras a Carmela le parecían raras muchas de las cosas que hacía y no siempre las cuestionaba. A lo sumo elevaba la vista al cielo como pidiendo paciencia a un Dios en el que tampoco ella creía.

Guardó la pala en el cobertizo y entró en la casa. Olivia estaba arreglando el dormitorio, pero no se volvió cuando entró Nico para sacar del armario la ropa que necesitaba. Quizá le remordía la conciencia por no haberles dicho la verdad sobre su situación. De todas formas, Nico no la culpaba; cuando la contrataron aún no se conocían; para ella, Nico y Carmela no eran más que dos extraños en cuya casa iba a trabajar; en las condiciones tan precarias en las que vivían los inmigrantes era necesario ser prudente; no le vas contando a cualquiera tu situación real; y desde luego desconfías de la bondad de la gente. Eso Nico lo sabía de otras chicas que habían tenido en casa; nunca te hablan de sus planes, pero de la noche a la mañana se marchan porque les ha salido algo mejor y te dejan plantado con la niña. No es que las juzgase, porque, aunque Carmela y Nico les hiciesen regalos, se interesasen por ellas, las pagasen mejor que algunos vecinos, no dejaba de ser un trabajo sin futuro. Y esas chicas que escapaban de un pasado miserable tenían derecho a un futuro mejor. Lo que sí le dolía un poco era que no confiasen en él. Pero en fin, no le conocían. Y de todas formas, Olivia le parecía diferente. Seguro que ella no se marcharía de repente ni les sisaría, ni se llevaría sin decirlo comida del frigorífico. En los meses que llevaba con ellos jamás había desaparecido ni un yogurt. Hasta pedía permiso para abrir una botella de limonada.

Mientras se duchaba, Nico se dio cuenta, con sorpresa, de que no estaba muy asustado. Un acto tan bestial como el cometido con Laika le repugnaba, pero no se sentía realmente amenazado por él. Estaba convencido de que había sido un alumno, que ya estaría arrepentido o muerto de miedo. Quizá varios, envalentonándose unos a otros para darle su merecido al profesor de latín.

La primera cara que se le vino a la imaginación mientras se duchaba fue la de Claudio. Él conocía la casa, sabía que tenían perro y, como él mismo manifestaba, sentía una absoluta indiferencia hacia los animales. Pero era una suposición algo absurda: Nico nunca había suspendido a Claudio —al contrario, era su mejor alumno—, nunca se habían peleado, nunca le había ofendido ni desairado ante el resto de la clase. Si pensaba en él era tan sólo porque se trataba de un chico tan raro; y sin embargo Nico sabía que los raros de verdad son más difíciles de detectar; la extravagancia es una pose tras la que ocultar la propia normalidad.

Mientras se vestía, Nico pasó revista al resto de sus alumnos y varios de ellos le parecieron sospechosos perfectos; chicos mediocres que le guardaban rencor porque no sólo les suspendía sino que les confrontaba con su pereza, su desinterés, su incapacidad para pensar disciplinadamente. Y aunque no lo hacía para humillarlos, sino para espolearlos, era posible que alguno le aborreciese por ello.

Unos pobres chicos, pero de todas formas tenía que avisar a la policía. Les pediría, eso sí, que fuesen discretos… ¿Qué podía hacer con Olivia? No quería meterla en apuros. Si no tenía papeles la expulsarían del país. Y no quería renunciar a ella, por Bertita, sobre todo, pero también por él mismo; tenía unos sentimientos tan cálidos hacia ella que no se veía en el papel de delator.

Una manera de protegerla sería decir que él había encontrado la perra muerta. Aunque le iba a ser difícil explicar por qué había enterrado el cadáver en lugar de ir con él a la policía, y por qué había pisoteado todo ocultando cualquier huella. Había sido una reacción tan espontánea como absurda, dictada por el deseo de no asustar a su familia. Pero, una vez enterrada, no sabía por dónde continuar. De todas formas, lo más probable era que la policía no se interesase mucho por el caso aunque lo denunciara. No iban a enviar un forense y un equipo de investigadores para dilucidar el asesinato de un animal, ni les iban a poner protección a domicilio.

Probablemente no obtendría más que complicaciones para todos poniendo la denuncia. Lo mejor sería entonces aguardar un poco; ver si había alguna otra señal extraña, una nota con amenazas, alguna llamada telefónica peculiar, comprobar si sus alumnos se comportaban de forma anómala; si lo había hecho un grupo de ellos, seguro que acabaría saliendo a la luz: los alumnos casi nunca sabían mantener una fechoría en secreto porque, en el fondo, las cometían precisamente para ser descubiertos. Lo más probable era que hubieran grabado la salvajada en el móvil. Pero, aunque intentara tranquilizarse, se daba cuenta de que matar a una perra mutilándola iba mucho más allá de una gamberrada escolar. Tenía que ir a la policía.

Salió ya vestido del baño para no cruzarse en batín con Olivia. Unas semanas antes se le abrió el batín cuando no llevaba ni ropa interior debajo —fue por completo involuntario, no un acto de exhibicionismo—, y Olivia se dio cuenta. Nico tuvo una reacción sorprendente pero lógica: si se hubiese cerrado la bata habría dado a entender que sabía que Olivia le había visto los genitales, por lo que continuó conversando brevemente con ella sin cerrarla, para que pensara que él no era consciente de lo que estaba viendo y se sintiera menos avergonzada. Sabía por experiencia propia que a menudo no te avergüenzas de lo que haces, sino de que otros te vean haciéndolo.

Olivia le había preparado un bocadillo en la cocina —los que daban en la cantina del colegio eran incomibles.

—Me voy, Olivia.

Ella dejó lo que estaba haciendo para acompañarle hasta la puerta. Sí, estaba asustada. No se atrevía a preguntarle pero seguro que estaba pensando que iba a poner una denuncia y que la policía iría a buscarla.

—No te preocupes; todavía no voy a hacer nada. Pero luego tienes que contarme cómo está lo de tus papeles.

—Es que la visa caducó, pero estoy…

—Luego, que se me está haciendo tarde. Regreso a eso de las cuatro. Aprovecha cuando vayas a buscar a la niña para hacer algo de compra; hemos dejado el frigorífico vacío este fin de semana.

—Bueno.

—No te olvides de comprar jamón.

—Claro que no. Ya sé que le gusta mucho a Bertita.

—Y a mí también.

—Eso también lo sé.

—Eres un sol. Estate tranquila. Yo me ocupo de todo.

Nico recordó lo que había sucedido un par de horas antes en el sofá. La suave resistencia de Olivia, su conmovedora mezcla de deseo y rechazo. Antes de salir de casa, Nico se inclinó y dio a Olivia un breve beso en los labios. Ella lo aceptó con naturalidad.