No sabía exactamente qué había soñado. La sensación al despertar era de bienestar, de una gran calma, así que probablemente había sido un sueño agradable. Y al final del sueño Olivia estaba presente: no la veía, pero lo llamaba, quería que estuviera con ella, aunque no recordaba en qué situación. ¿Estaban solos? ¿Dónde?

Nico se giró en la cama dispuesto a dormitar aún un rato acompañado de esas sensaciones placenteras, a fantasear con Olivia, que lo llamaba, que quería que estuviese con ella.

—¡Nico!

Tardó unos segundos en darse cuenta de que Olivia lo estaba llamando de verdad; su voz se habría infiltrado en sus sueños y era precisamente lo que le había sacado de ellos. Se sentó en la cama confuso. Le costaba tanto espabilarse por las mañanas. El médico de cabecera le había dicho que era porque tenía la tensión baja. Quiso averiguar qué tiempo hacía pero las persianas estaban bajadas.

—Ya voy —respondió. Carmela no había dormido a su lado. Estaría con el profesor de yoga, seguro. Le daban ganas de llamarle para comprobarlo. Hacía tiempo que había buscado su dirección y su teléfono en la agenda de Carmela.

—¡Nico!

Se levantó de un salto y corrió a la habitación de Bertita; como dormía con la cabeza bajo las sábanas tuvo que retirarlas para asegurarse de que estaba bien. Recorrió la casa; no encontró a Olivia por ningún lado. Se preguntó si había seguido soñando sin darse cuenta, pero al regresar al dormitorio volvió a oír la llamada. Olivia estaba delante de su ventana.

Subió la persiana y abrió la ventana. Descubrió a Olivia parada en el jardín, su cara oculta de manera intermitente por el vapor que salía de su boca jadeante.

—¿Ocurre algo?

En lugar de responderle, señaló vagamente hacia la nieve pisoteada. Nico estudió la nieve sin entender gran cosa. No veía la razón de que lo llamase a gritos a esas horas de la mañana. Se extrañó al descubrir lágrimas en los ojos de Olivia.

—Estás llorando —constató extrañado. Repasó las huellas. Le iba a proponer que entrase y le explicara el problema, pero de repente sintió como si alguien le empuñase los intestinos; la nieve estaba manchada de algo que podía ser sangre; y desde la ventana le pareció ver el cuerpo de Laika inmóvil delante de la caseta; Laika nunca se quedaría tumbada mientras ellos conversaban en el jardín: ya estaría dando saltos contra la valla metálica, que era su manera de pedir que la liberaran de su encierro. Nico se golpeó la nuca con el borde de la persiana al volver apresuradamente hacia el interior; antes de salir tomó un cuchillo del cajón de los cubiertos, lo cambió por otro algo más grande. Aunque aún en pijama y pantuflas no sintió el frío que sin duda hacía.

—¿Bertita? —le preguntó Olivia en cuanto llegó a su lado.

—Está en su cuarto. La perra.

—Ay, Dios.

Nico echó a andar con Olivia detrás; la puerta de la perrera estaba abierta. Laika seguía tumbada en el suelo, rodeada de manchas de sangre. La nieve alrededor de la alambrada que rodeaba la caseta también estaba llena de salpicaduras. Sin embargo, aún estaba viva. Tenía los ojos abiertos y respiraba muy rápidamente; un hilo de vómito le colgaba de la boca; había más vómito en el suelo; agotada o casi inconsciente, no hizo esfuerzo alguno por levantar la cabeza. Las cuatro patas sangraban por sus extremos, mutilados. De repente se contrajo, boqueó y sus ojos quedaron definitivamente fijos.

Nico buscó en derredor con el cuchillo empuñado. No había nadie. Lamentó haber pisoteado las huellas de quien había cometido esa salvajada. De pronto sí notó el frío, no tanto en la carne como en las vías respiratorias; parecía que el aire le arañara al entrar. Allí no podían hacer gran cosa. Olivia estaba ligeramente inclinada sobre el cadáver, tan inmóvil como la perra. Nunca había visto una cara de espanto como la de Olivia en ese momento. Quizá antes de llamar a la policía tendría que ocuparse de ella. Estaba casi en estado de shock. La tranquilizaría, le prepararía algo caliente. Se sintió mejor ante la idea de servirle de consuelo.

—Ven. Vamos a casa.