—Deja, ya lo hago yo.
—¿Qué pasa, que te crees que yo no sé fregar cacharros?
A Nico le gustaba provocar la timidez de Olivia; toda su ingenuidad, su falta de doblez, se transmitía en esa sonrisa turbada, en su manera de bajar los ojos.
—Ay, si no es eso.
—Tú no conoces mis virtudes de amo de casa. Soy mejor partido de lo que piensas.
—Seguro que sí.
—Tú te ríes, pero ya quisieran muchas.
Olivia, aún riéndose, le quitó sin brusquedad el cueceleches de las manos. Nico aguardó a su lado mientras raspaba restos requemados de leche.
—Está todo arañado, el fondo. Por eso se pega.
—¿Sabes lo que me dijo Berta anoche?
—No, ¿qué dijo?
—No hace falta que lo seques. Dijo que le gustaría ser un muñeco.
—Qué ocurrencia. ¿Y por qué, para no ir a la escuela?
—No, porque los muñecos no se mueren. Y las personas sí.
—Qué gracia tiene.
—Lo decía llorando. Le ha empezado a dar miedo la muerte. Es muy raro. Habla de ella, pero no creo que pueda entenderla. Gracias, te hago también a ti un café. Hasta los seis o siete años los niños no pueden concebir la muerte.
—Y eso quién lo dice.
—Lo he leído en algún libro.
—Ah, los libros.
—¿Tú no lees nunca?
—Yo no tengo tiempo para leer.
—Para leer siempre…, por cierto, ¿lo has pensado?
—Qué.
—Lo de estudiar. Si quieres que te paguemos los estudios.
Olivia le devolvió el cueceleches y se secó las manos en el delantal.
—Sí. Algo he pensado. Me gustaría estudiar turismo. Para cuando vuelva.
—Me parece una buena idea.
—Para abrir una agencia de viajes en Quito.
Pobre chica; Nico tenía claro que la pobreza no era una cuestión puramente material, sino sobre todo espiritual. Haber nacido en un lugar cerrado, no física sino espiritualmente, impedía darse cuenta de cuándo se abría una puerta. Olivia tenía la posibilidad de conocer otros mundos pero sólo quería volver al suyo; no sirve de nada abrir la jaula a un ave que sólo conoce la cautividad.
—Excelente, Olivia. Excelente. Me alegra que aproveches la oportunidad.
—Lo que pasa…
—¿Te piden estudios, Bachillerato?
—Para la carrera sí, pero en escuela privada es más fácil. Me aceptarían los títulos de la escuela de allá. Lo que pasa es que es caro.
—Bueno. Ya te dije que te ayudaríamos.
—Es que son seis mil euros. Más ordenador, material escolar… Se pone en siete mil.
Dinero, siempre dinero. Esa chica nunca saldría de la miseria pensando así; bueno, de la miseria quizá; lograría alquilar un apartamento chiquitito, enviar unos dólares a casa para que pudiesen sobrevivir los familiares, regresaría con unos ahorrillos que se gastaría enseguida allá, se casaría con un hombre de la misma extracción que ella, con la misma estrechez de miras; tendría hijos, muchos, y ellos estarían condenados a repetir el ciclo atravesado por su madre. Por supuesto que se sintió tentado de ofrecerle un pequeño aumento de salario, pero no era ésa la solución. Enseñar a pescar, no regalar peces. Desde luego, acostumbrarla a las soluciones fáciles, que a la larga no son tales, no la sacaría de su rutina ni de su destino limitado.
A veces hay que ayudar a gente que no entiende que la estás ayudando. Como sus alumnos, siempre con esa pregunta tonta en los labios: para qué sirve el latín. Pero no lo sabrán hasta que no lo hayan aprendido; no basta con explicárselo. Sólo una vez que has descubierto su belleza, la hermosa disciplina de su sintaxis, entiendes que hay cosas que te hacen mejor sencillamente por haber pasado a formar parte de tu vida. Y ya nunca quisieras renunciar a ellas.
—Ya lo he hablado con Carmela. ¿Qué duran los estudios, tres años? —Olivia asintió—. Bueno, pues nosotros te pagamos la matrícula cada año. Una parte nos la devuelves en horas de canguro, y el resto te lo regalamos. Ordenador, yo te encuentro uno para el principio.
—Pero yo es que prefiero…
—Por cada asignatura que apruebes te disminuimos lo que nos debes; y si las vas aprobando todas cada año ni siquiera hace falta que hagas baby sitting. Es un buen incentivo, ¿no?
—Pero es que yo prefiero…
—Es sólo una idea. Algo que te compromete a ti y nos compromete a nosotros. Como si fuésemos un equipo. Si a ti se te ocurre otra forma…
—Yo prefiero que me den el dinero y yo lo administro.
—Siete mil euros, ¿así?
Olivia se había vuelto hacia el fregadero, cogido una sartén y comenzado a frotar el fondo con la esponja, todo el tiempo el mismo punto, como si hubiese allí una mancha difícil. Y mientras frotaba y frotaba, le temblaba la barbilla, emitía un leve carraspeo como aclarándose la voz, o asegurándose de que iba a ser capaz de hablar.
—Olivia, no es desconfianza. Yo sé que eres una chica honesta y que ibas a estudiar. Que no te lo ibas a gastar en la discoteca.
—Yo prefiero —en efecto, la voz temblaba igual que la barbilla— que me den el dinero y lo demás es responsabilidad mía. No soy una niña.
—Claro que no eres una niña. Nadie ha dicho eso, pero nos parecía que como incentivo…
—Yo así no estudio. Teniendo que enseñar las notas cada mes…
—Mujer, te he dicho que era una posibilidad, para animarte a estudiar, cada aprobado un regalo, pero habrá otras formas.
—Prefiero devolveros el dinero. No quiero regalos, sólo un préstamo. Me adelantáis los siete mil euros, y yo os los voy devolviendo poco a poco. No es problema.
—Pero si te digo que te lo regalamos. A plazos, pero…
—No quiero regalos.
Y de repente rompió a llorar. Salió de la cocina a toda prisa, echó a andar por un pasillo empujando su llanto, regresó en la otra dirección y Nico oyó lo que supuso la puerta del baño. No entendía; francamente, no entendía por qué se ponía así. Le estaban ofreciendo sufragarle los estudios, regalárselos, y ella era tan orgullosa que prefería un préstamo a un regalo. Todo para no rendir cuentas a nadie.
Había en ese rechazo algo conmovedor. Quizá una virtud arcaica, propia de poblaciones indígenas a las que habían robado todo salvo el orgullo. Pero tampoco podía darle siete mil euros así como así, Carmela nunca estaría de acuerdo —a ella se le ocurrió ese sistema de control que tanto ofendía a Olivia—, le darían quizá dos mil, y dos mil al año siguiente… Pero Olivia tenía que entender que…
Entretanto había llegado, embebido en sus pensamientos, hasta la puerta del baño. Del otro lado no se escuchaba nada, tampoco llanto, lo que alivió a Nico. Llamó a la puerta con los nudillos, sin respuesta. Repitió la llamada.
—¿Puedo entrar? Olivia, ¿puedo entrar?
Abrió despacio hasta descubrirla parada en medio del cuarto, con la cabeza ligeramente inclinada y la cara oculta por el cabello moreno; inmóvil, no se la oía ni respirar. Nico se acercó. No se le ocurrió otra cosa que acariciarle la cabeza, como hacía con Berta cuando algo la apenaba y como Carmela hacía con él cuando tenía un problema.
—Vamos a encontrar una solución, tú no te preocupes.
—Bueno —musitó.
—Aún no sé cuál, pero algo se nos va a ocurrir. Déjame hablar con Carmela. ¿Sí?
Olivia asintió. Levantó los ojos llorosos; Nico la atrajo hacia sí, y aunque ella se envaró ligeramente —siempre tan tímida, tan obsesionada por el decoro—, la abrazó.
Por fin comenzó a relajarse; apoyó la cabeza en el hombro de Nico. Y él siguió acariciándole el pelo con una mano, la espalda con la otra. Era conmovedora. Ah, él iba a ayudarla. Era lo mínimo que se podía hacer por alguien así. Al fin y al cabo, él y Carmela eran dos privilegiados. La estrechó un poco más fuerte, y notó avergonzado que estaba excitándose. Olivia retiró discretamente el vientre del suyo y Nico la soltó.
—Eeeh, ¿estás mejor?
—Sí, gracias. No sé qué me dio. Perdona.
—No te disculpes, tonta. Ya verás como se nos ocurre algo. Pero prométeme que vas a estudiar.
—Te lo prometo.
—Y cuando quieras yo te ayudo, con las matemáticas o lo que sea.
—Ahí sí que voy a necesitar ayuda. Porque no se me daban.
—Bueno, para eso estoy yo, ¿no?
—Disculpa.
—No, disculpa tú —Nico vio que los ojos de Olivia oteaban por encima de su hombro; le estaba bloqueando la salida. Y de todas formas era ligeramente ridículo seguir conversando en el baño—. Te estoy tapando…, espera, ya salgo. Perdona que haya entrado pero…
—Claro.
Olivia salió cabizbaja del baño. Diecinueve años, Dios mío, tantas posibilidades, el mundo aún por descubrir. Nico la observó mientras se alejaba hacia la cocina; no es que fuese una belleza, aunque tenía una expresión limpia y alegre, y unos ojos negros preciosos. Y, aunque eso cambiaba muy rápidamente en algunas razas, un cuerpo aún ligero pero con caderas y pechos muy marcados. Al menos la chica no había caído en la tentación de ganar dinero supuestamente rápido alquilando ese cuerpo aún joven, casi su único activo. Olivia seguro que no haría una cosa así. En eso habían tenido suerte: era una chica quizá no muy inteligente, pero sí muy honesta. Una mujer muy buena, les había dicho Julián, cuando le comentaron que necesitaban una chica para ocuparse de Bertita y él les propuso a Olivia: No van a tener ninguna queja.
Y verdaderamente no la habían tenido. Enseguida se había encariñado con Berta, y la niña con ella. Lo primero que preguntaba al despertar era dónde estaba Oli. Además, aunque tímida, tenía una franqueza que lo desarmaba a uno. Daban ganas de protegerla, de ayudarla, y a veces también de abrazarla y besarla, no tanto porque fuese una mujer seductora, sino por esa ingenuidad, ese… ¿qué era exactamente? ¿Por qué tenía uno que tomarle cariño de inmediato? ¿Quizá por eso, por su falta de artificio? ¿Porque uno podía imaginar una relación limpia con ella, clara, sin la menor perversión, sin manipulación ninguna?
Nico sólo habría permitido a una chica así pasar tanto tiempo con Berta.