—Mamá, ven.
La niña apenas podía aguantar los nervios. Balanceaba las caderas muy deprisa, y sólo detenía el movimiento para pasar varias veces seguidas el peso de un pie a otro. Nico escuchaba los pasos de Carmela en el dormitorio, pero los pasos no se acercaban al salón, así que Nico hizo un gesto a Berta desde su escondite para que volviera a llamar.
—Mamá, que vengas.
—Ya voy, mi amor. Termino de guardar las cosas en el frigo y ya mismo voy.
A Nico se le seguía haciendo raro que Carmela llamase a la niña así. «Mi amor» era lo que le decía a él, años atrás, cuando estaba de ánimo tierno o la conmovía algo que Nico había dicho o justo en el momento en el que entraba en su cuerpo, y cada vez que lo hacía Nico la miraba a la cara para ver ese instante casi milagroso en el que ella, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y un rictus de levísimo dolor, en voz tan baja que era casi un susurro, un suspiro articulado, una oración, decía: mi amor.
Pero poco a poco el significado de las dos palabras había ido desplazándose, manifestando su polisemia, ya no pertenecían al mismo campo semántico que Nico, marido, esposo, pareja, amado, pues entraron a formar parte de otro en el que también cabían bebé, Berta, Tita, niña, hija, Ber. Y en su contexto semántico ya no se encontraban palabras como deseo, desnuda, fóllame o así, sustituidas por biberón, cinco lobitos, ajito o, más recientemente, orinal. Quizá la única palabra que compartían ambos contextos era «pechos», un mismo significante para dos significados totalmente diversos.
Y sin embargo, aunque sabía que «mi amor» no era ya un apelativo destinado a él, cada vez que lo escuchaba, reaccionaba pavloviano: de inmediato se producía una cierta tensión en las ingles, el sexo manifestaba su presencia, y los labios se estiraban levemente, como para dibujar una sonrisa.
Nico, escondido detrás de la puerta, hizo señas a Berta para que esperase aún un momento. La niña se dobló, metió los puñitos entre las piernas, como si contuviese las ganas de hacer pis, y dio una carcajada nerviosa.
—Mamá.
—Voy, Bertita. Ya acabé.
Entonces sí se escucharon los pasos que anunciaban la llegada de Carmela. Berta se enderezó, contuvo la sonrisa y alzó un brazo como un tribuno dirigiéndose al senado.
—Vivite concordes et nostrum discite munus; oscula mille sonent; livescant brachia nexu; labra ligent animas.
Desde detrás de la puerta, Nico veía a Berta, aún con el brazo levantado, solemne y expectante; y a través de la rendija formada con el marco, la nuca y la espalda de Carmela, inmóvil, como esperando la continuación del discurso. Pero enseguida fue evidente que el resultado no iba a ser el esperado. Berta bajó el brazo despacio mientras la expresión solemne dejaba paso a una de confusión. La niña se volvió hacia él como buscando apoyo y Nico decidió salir a ofrecérselo.
—¡Dios! —nada más asomar y ver la cara de Carmela quedó claro el porqué de la inseguridad de Bertita—. Dios —repitió Carmela, aún más airada al descubrir a Nico.
—¿Has visto? La niña habla latín. Lo hemos estado aprendiendo en secreto. Era una sorpresa, ¿verdad, Berta?
Pero Berta había empezado a llorar muy bajito, segregando inmediatamente lagrimones y mocos, como solía llorar ella, casi en silencio, toda la expresión de su dolor concentrada en los hombros curvados, la cabeza gacha, la mueca triste, las secreciones.
—No, mi amor, no llores. Perdona a mamá. Es que…, Nico, te juro que a veces no sé si estás en tus cabales. Tiene cinco años. Lo has hecho muy bien, bonita, ¿cómo te has aprendido todo eso? ¿Tú te crees que es normal que la niña…? ¿Lo has aprendido todo con papá? A ver, repítemelo ahora que estoy preparada. Es que me ha cogido de sorpresa.
Pero la niña necesitó varios minutos de consuelo para volver a recitar las frases, y sólo se decidió a hacerlo, con menos convicción, y con algún suspiro de pesar entremedias, cuando Carmela llamó a Olivia para que también escuchase la alocución.
—¿Qué habla?
—Latín, hija. Este ganso…
—¿A ti sí te ha gustado, Oli?
—Mucho, reina mía. Eres más lista que nadie. No he entendido nada pero era muy bonito.
—Va a aprender latín conmigo, ¿verdad, Berta? Y dentro de poco leeremos juntos La Guerra de las Galias.
—¿Para qué sirve el latín?
—Gracias a Dios, una persona sensata en esta casa.
—No sirve para nada; es hermoso, es hablar como hablaban los tribunos romanos, la lengua del mundo antiguo; la música tampoco sirve para nada.
—Para bailar sí que sirve, ¿verdad, Bertita? ¿Les has enseñado el baile que has aprendido? Conmigo aprende vallenato colombiano y reguetón.
Olivia se puso a cantar una melodía pegadiza y Berta hizo un par de movimientos ajenos al ritmo, que no obstante arrancaron aplausos. La niña fue a refugiarse de su propia timidez entre las piernas de Olivia. Ambas se fueron al cuarto de jugar.
—La vas a volver una repipi.
—¿Por aprender latín? Ya quisiera yo haberlo aprendido a su edad. También le estoy enseñando a calcular de memoria.
—Mira, haz lo que quieras. Ahora no tengo tiempo de discutir. Le he dejado dicho a Olivia lo que puede cocinar hoy a mediodía. Tú no vas al instituto, ¿no?
—Será mejor si aprende latín que si aprende a jugar con la consola.
—Por la tarde va a llamar el fontanero. Le dices un día para arreglar la cisterna. Lleva un mes goteando.
—¿Vuelves a cenar?
—Creo que sí. Pero a lo mejor no. Depende.
—¿De qué?
—Ahora no tengo tiempo, de verdad, luego te cuento, o mañana. Si no he llegado, empezáis sin mí y ya está.
Carmela le dio un beso en la mejilla, buscó un momento en derredor, recordó que lo que buscaba, probablemente las llaves del coche, debía de encontrarse en otro sitio, y se despidió dirigiendo a sus espaldas un rápido revoloteo de los dedos.
Nico se quedó unos instantes en medio del cuarto, luego fue al pasillo para verla marcharse y cuando se cerró la puerta decidió dejar la corrección de los exámenes para la noche. En su despacho, encendió el ordenador.