El llanto de Berta atravesaba las paredes como el ruido de una taladradora. No había ningún lugar en la casa en el que aislarse de su desconsolado reclamo.

—Nicoooooo, yo quiero que venga papááááááááá.

Nico leía en un sillón del salón, por enésima vez, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano: pero leía sin saber lo que leía. Se estaba conteniendo para no levantar los ojos, porque sabía que se encontraría con los de Carmela, severos, cargados de advertencias y reproches.

En los últimos tiempos Berta tenía problemas para conciliar el sueño y buscaba cualquier excusa para retrasar la hora de dormir. A Nico no le importaba pasar un buen rato con ella todas las noches. Le leía algún libro, conversaban, como podrían conversar dos personas adultas: Nico le contaba lo que había hecho por el día, y Berta le hablaba del colegio, de otros niños, de lo que se le pasaba por la cabeza. Nico pensaba que si la niña no dormía era porque estaba descubriendo el mundo: las imágenes nuevas, las situaciones inesperadas, la necesidad de interpretar cada acontecimiento, mantenían en actividad su pequeño cerebro: tenía que procesar las cantidades ingentes de información que recibía, y sólo por la noche tenía el tiempo y la oportunidad de hacerlo.

Carmela no le discutía que fuese ésa la razón de las dificultades de Berta para dormir, pero con su insuperable falta de lógica, insistía en que la niña tenía que irse a la cama a más tardar a las ocho. Porque si no, en su opinión, estaba cansada al día siguiente, y de ahí su mal humor, su fragilidad, sus ganas de llorar por nada; el cansancio le impedía disfrutar del día. Así que Carmela, después de leer un libro sobre técnicas para que los niños duerman mejor, había impuesto un método que a Nico se le hacía casi insoportable.

Se había dejado convencer, no porque creyese que Carmela tenía razón, sino porque sabía que no habría sido capaz de oponer suficientes argumentos y que si lo hubiera conseguido, de todas formas, Carmela habría vuelto una y otra vez a la carga hasta salirse con la suya. Así que las últimas noches seguían ese método cruel: acostar a la niña a la misma hora, apagar la luz, dejarla llorar, pero acudiendo a calmarla cada diez minutos. Eso sí, sin dejarse manipular ni chantajear; palabras de Carmela, porque para Nico un niño no manipulaba ni chantajeaba, sencillamente expresaba sus necesidades mediante el llanto, incapaz de articularlas de otra forma.

Los dígitos del reloj cambiaban con lentitud exasperante. Sólo habían pasado cuatro minutos —Nico lo vio con el rabillo del ojo—, pero el desconsuelo en el llanto de Berta había alcanzado un nivel de desesperación insoportable.

—Son ya seis minutos… ¿No crees?

—Cuatro.

—Por mi reloj…

—Cuatro.

—No sé cómo puedes…

—No puedo. Me duele tanto como a ti. Pero yo sé que si ahora la volvemos a sacar de la cama, mañana la niña está destrozada.

—Ahora también.

—Pero ahora es un rato. Y si me ayudas, en una o dos semanas se habrá habituado y se acabó el problema. ¿A qué hora se fue anoche a acostar?

—¿Anoche? No sé, como hoy, más o menos.

—No me mientas, Nico. Anoche estuvisteis leyendo hasta las tantas, luego se levantó y estuvo contigo aquí en el salón, después la llevaste a la cama, lloró y volviste a sacarla.

—¿Te lo ha dicho?

—¿Tú te crees que me hace falta que me lo diga? En lugar de ayudarme, me saboteas a mis espaldas.

—Nicooooooo, por favor, por favor.

—Para ti es más fácil, porque es a mí a quien llama.

—Porque eres tú quien cede, ¿o te crees que es tonta Berta? —Nico se levantó—. Ni se te ocurra.

—Que no, que voy a la cocina.

—No salgas ahora, por Dios. Si te oye ahora en el pasillo es peor.

—Es que no lo aguanto, de verdad.

Nico paseó por el salón sintiéndose vigilado.

—A ver, qué tengo que hacer para distraerte.

—¿Cómo quieres que me distraiga?

—A mí se me ocurre una manera.

—No estarás pensando…

—Tú al parecer sí.

A Nico le fascinaba que Carmela pudiera cambiar tan rápidamente de humor. Se le pasaban los enfados sin dejar residuos. De la ira a la alegría, de la tristeza a la ternura. On/off. Era como una radio en la que se pudiera ir de una emisora a otra sin pasar por estaciones con mala recepción. Mientras que a él le sucedía lo contrario: sus estados de ánimo eran como esas frecuencias en las que se confunden voces de varias emisoras, ruido de electricidad estática, alteraciones en el volumen. Él le envidiaba esa claridad. Y se sentía culpable porque a veces, después de una discusión, cuando Carmela de repente se ponía cariñosa, él aún le guardaba rencor, su cuerpo se negaba a aceptar su cercanía, su rostro a reflejar la sonrisa de Carmela, pero se esforzaba en ello porque se sentía mezquino frente a alguien capaz de perdonar o al menos de olvidar tan rápidamente.

—Diez. Yo voy —dijo Carmela—. No te muevas de aquí.

Nico escuchó a Carmela hablar con Berta, aunque no entendía lo que le decía. Tampoco lo que respondía la niña. De repente se sentía excitado. Habían pasado semanas, quizá más de un mes desde la última vez que hicieron el amor. Nico casi había renunciado a insinuar su necesidad. No es que no fuese afectuosa con él, a ratos al menos. Pero tenía la impresión de que el afecto de Carmela era sólo una manera de tranquilizar su mala conciencia, igual que hablas con cariño al perro que has dejado encerrado en casa todo el día, pero a él esa ternura le parecía ya un prodigio. Conocía a tantas parejas en las que la frialdad, incluso un deje de desprecio o irritación había sustituido al cariño.

Sólo que casi nunca hacían el amor. La pasión de Carmela se había extinguido hacía tiempo. Y la necesidad física probablemente quedaba saciada con sus relaciones esporádicas. Por eso él sentía como si la acosara cuando intentaba seducirla para hacer el amor.

Y de repente Carmela pretendía…

Nico aguardó su regreso tumbado en el sofá, luchando contra la excitación; tardaba más de lo habitual. ¿Se habría ablandado y estaba a la cabecera de la cama de Berta contándole un cuento? ¿O se habría quedado de pie en el pasillo, escuchando en silencio, como él tantas veces, para asegurarse de que la niña dormía? Aun así, no fue a cerciorarse para no provocar un nuevo enfado. La aguardaría allí, fantaseando lo que iba a suceder un momento más tarde. Una pena que la chimenea estuviese apagada. ¿Por qué tardaba…? Cuando escuchó el chirrido del grifo del bidé se tranquilizó. Pero la niña comenzaba otra vez a lloriquear.

Carmela entró, ya desnuda, con una sonrisa en los labios.

—Vas a ver como se te pasan muy deprisa los diez minutos.

Nico fue a incorporarse, pero ella le puso una mano en el pecho. Se arrodilló en el suelo junto al sofá. Le abrió la bragueta.

—Nicooooo, tengo seeeeeed.

Nico escuchaba las llamadas de Berta, la reanudación de su llanto, y sí, se sentía culpable. Le parecía que no era momento de hacer lo que estaban haciendo. Que el llanto de Berta producía una interferencia en sus sentimientos, otra vez una emisora que se iba y se venía, una confusión de sonidos, un no saber si estás en un sitio o en otro, pero Carmela, al parecer, no tenía ningún problema, su atención no estaba dividida. Nico escuchaba la voz de Berta y su vocecita le decía que debía levantarse, ir a consolarla, se sentía sucio, tumbado en el sofá, debería…, sí, pero mmmmm, aaaaah, ¿cómo…?, aún una imagen de la niña llorando, que se desvaneció con rapidez, desapareció incluso su llanto, mientras Nico cerraba los ojos y empujaba rítmicamente la nuca de Carmela.