Nico

Vivir oscuramente, retirado, satisfecho, sin abonar peajes a cambio de un lugar en el podio tambaleante del éxito, sin servidumbres en pago de privilegios, entregado a la reflexión y a la educación de los jóvenes.

Epicuro, si hubiese levantado la venerable cabeza, habría asentido con ella al contemplar su vida. Nada habría sabido objetar a esa vida resueltamente autoconfigurada: Nico podría, claro que sí, haberse doctorado, haber conquistado a codazos algún escalón del edificio académico y, desde ahí, ocupado algún puesto de utilidad más política que intelectual, frecuentado a los lacayos de los poderosos. Pero Nico no era un hombre ambicioso. O al menos no ambicionaba lo que era norte de tantas vidas: ni la acumulación ni el despilfarro, ni la influencia ni la visibilidad. Nico se había decidido por ser profesor de latín en una escuela secundaria en un pueblo. Educar a los jóvenes, por mucho que ellos se resistieran, acostumbrados a la pereza y a ver más premiada la pillería que el esfuerzo. Y retirarse a su cueva de eremita para trabajar en una traducción de las obras completas de Virgilio a la que había dedicado ya tres años; tras terminar las Geórgicas, llevaba ya avanzado el libro VIII de la Eneida. Y además, entregado también a las labores, más bien a los gozos, de la paternidad.

Berta era un milagro. Al contrario que otros padres, que se aburrían si tenían que estar más de una hora seguida con sus hijos, él podía pasarse las horas muertas: ya desde que Berta era un bebé le había fascinado la relación que la niña establecía con el mundo; cómo iba ampliando su campo de percepción, y a medida que crecían sus posibilidades de aprehenderlo, cómo diversificaba las herramientas para manejarlo: la sonrisa para ganarse la voluntad de quien la cuida, la palabra para mejorar la precisión de la respuesta a sus deseos, la traslación para obtener lo deseado sin intermediarios. Y después cómo, poco a poco, perfeccionaba su manejo del lenguaje, pasaba de lo inarticulado al sustantivo, del imperativo a la narración, de la descripción a la interpretación, del deseo sencillo a la manipulación del entorno a través de frases más elaboradas, que revelaban no sólo un mejor conocimiento del lenguaje, sino también que su cerebro iba descubriendo lo complejo de la realidad. Era fascinante asistir con Bertita a la recreación del universo.

Para llevar una vida irreprochable tan sólo faltaba el trabajo físico, una actividad que anclase a la tierra su tendencia a circular preferentemente por el éter. El proyecto de acondicionar él mismo un cuarto del sótano y convertirlo en bodega fracasó estrepitosamente ante la oposición de Carmela.

—Lo que faltaba. De verdad, lo único que faltaba para tener a mi padre otra vez aquí metido todos los días.

—A mí no me molestaba.

—A ti no. Pero a mí sí.

—Yo creo que está bien que quiera ver a la niña.

—Venía porque no tenía nada que hacer y ningún sitio al que ir.

—Por eso; hay que echarle una mano.

—Es lo último que necesita: que le echen una mano. Mientras no haga una cura, lo que tú y yo hagamos…

—Ha prometido…

—Nico, por Dios. ¿Cuántas cosas ha prometido? ¿Eh? ¿Y cuántas ha cumplido? Y ahora tú le pones una bodega. Es un alcohólico, Nico.

—Si quieres, ni se lo digo.

—Porque luego no eres tú quien tiene que ocuparse de él; ni le cambias tú la ropa meada.

—Hace mucho que tú tampoco lo haces.

—Pues entonces nada, invítale a beber. Una copita no hace daño.

Lo difícil de discutir con Carmela era que él no conseguía el mismo énfasis, la misma pasión, así que daba igual quién tuviera mejores o peores argumentos, nunca lograba parar todos los golpes, responder, esquivar; un par de intentos faltos de convicción y luego ir cediendo terreno, deponiendo resignado las armas, porque de nada servía prolongar la pelea. Además, discutir era una inútil pérdida de energía.

—Lo guardaré en secreto. Te lo aseguro.

—Haz lo que quieras.

Pero no lo hizo. Carmela tenía razón en que uno no podía fiarse de su padre. No es que mintiera deliberadamente, sino que era incapaz de cumplir sus promesas, porque quien las hacía era una persona distinta de quien las rompía. Y en esos momentos Carmela les había declarado la guerra a ambos. El hombre llamaba casi todos los días esperando que le levantasen la condena, pero Carmela era inflexible. Hablaba con él, discutía sus problemas, era incluso amable y paciente, a veces le visitaba brevemente, sin, como tiempo atrás, detenerse a ordenar su cuarto, ni a lavarle la ropa, ni siquiera a hacerle reproches; quizá esperaba que el deseo de ver a la niña le empujase de una vez a dar el paso que llevaba años posponiendo; ni los temblores de las manos, ni los desvanecimientos, ni los huecos en la memoria, ni siquiera haber recuperado la conciencia en un par de ocasiones en lugares a los que no sabía cómo había llegado, y tampoco los ruegos de su hija le habían empujado a hacerlo; pues bien, Carmela estaba dispuesta a recurrir al chantaje: no quería que la niña tuviese como principal recuerdo de su abuelo el de una persona de habla inconexa, de mirada ausente o, casi peor, de euforias sin causa.

Cierto, cierto, todo cierto. Carmela tenía razón, y sin embargo esa falta de flexibilidad, de compasión, le resultaba a Nico difícil de aceptar. Y por eso, a escondidas, y con el juramento solemne de Bertita de no contárselo a su madre, alguna vez había llevado a la niña a ver al abuelo al apartamento que tenía en el mismo pueblo desde que se mudó allí afirmando que quería estar cerca de su hija. Al menos en los últimos tiempos, había cumplido su palabra de no beber cuando sabía que iban a visitarlo, lo que convencía a Nico de que quizá había estrategias más fructíferas que la intransigencia.

De cualquier manera, tras renunciar a la bodega, Nico decidió cultivar un huerto, que, pensándolo bien, era un proyecto mejor: al aire libre, con el placer añadido de consumir el producto de las propias manos, y además era un trabajo que no tenía fin, al que podría entregarse cada año: cavar, plantar, regar, recolectar, adaptándose a las estaciones, a las características del suelo, a las necesidades.

Nico llevaba más de una hora tumbado en la cama meditando sobre su vida, satisfecho con ella, casi orgulloso. Eran las cuatro de la tarde de un sábado, Carmela había tenido que bajar a Madrid y habían pedido a Olivia que pasara el día con ellos para que Nico pudiera trabajar unas horas en la traducción. En realidad se había levantado del escritorio para ir a dar un paseo con la perra, pero se encontraba de ánimo soñador, distraído, ligeramente aletargado, y se había dejado caer en la cama para reposar unos instantes y disfrutar la atmósfera serena de la casa. Pero si no espabilaba se haría de noche y prefería aprovechar la luz de ese día de aire frío y transparente como un vidrio.

En cuanto Laika le vio ponerse el abrigo, salió disparada hacia la puerta. Le puso el bozal; aunque en casa era un animal muy tranquilo, casi abúlico, cuando salía se convertía en una buscapleitos que ladraba a las vacas, corría detrás de los coches si la dejaban e incluso se lanzaba contra los que iban despacio —ya había arañado la puerta de más de uno—, y se ponía como loca cuando se cruzaban con algún perro.

Antes de salir, Nico se asomó al salón. La chimenea estaba encendida; sobre el sofá, tapadas por la misma manta, Olivia y Berta miraban un libro. Olivia contaba la historia, poniendo distintas voces para cada personaje, y Berta pasaba las páginas cuando quería que sucediese algo nuevo, como un lector impaciente que se salta las descripciones demasiado largas o las sesudas reflexiones del autor, porque lo que quiere es acción.

Ese sosiego, esa paz que desprendían era el hogar. Él nunca quiso emociones fuertes, sino justo eso: la confiada tranquilidad que encarnaban la mujer y la niña leyendo un libro junto al fuego.

Salió a la calle. La temperatura había descendido varios grados desde el día anterior. El invierno había cubierto los campos de una nieve sin recuerdos; a Nico los paisajes nevados le producían una agradable sensación de intemporalidad; peñas, arbustos, incluso los árboles, perdían sus perfiles como cadáveres bajo una sábana. La nieve apenas cedía bajo sus pies: más que hundirse parecía quebrarse. Antes de salir al camino, puso la correa a Laika.

—Lo siento, querida, pero no tengo ganas de problemas.

Abrió la puerta de metal; el tintineo del cencerro quebró un silencio que, aunque ya pasaba del mediodía, era tan denso que sugería más una presencia que la falta de algo. Echaron a caminar hacia los prados, la perra olisqueando a cada momento rastros de otros perros o de animales mientras Nico respiraba hondo para saturarse del aire limpio.

—Ave, magister.

Nico se volvió buscando la procedencia del saludo. Ni siquiera Laika había descubierto, antes de escucharle, a Claudio sentado en una de las cercas de piedra.

—Ave, Claudius. ¿No tienes frío, ahí sentado?

—Ponte el jersey que te vas a constipar. Es lo que dice mi madre.

Nico admiraba a ese alumno; sin duda un superdotado y con las rarezas típicas de quien no se adapta a su entorno, porque sus compañeros e incluso sus profesores viven en un mundo más banal, con menos significado. Un chico con problemas que no se había buscado él, sino que se los había dejado en herencia la naturaleza, igual que a otros puede castigarles con una cojera o un tartamudeo; ser demasiado inteligente, más que una ventaja era una minusvalía.

—¿Qué haces?

—Estoy sentado, veo a las vacas rumiar, converso con mi profesor de latín y tengo cierto remordimiento de conciencia porque le había prometido ir a su casa a instalarle un programa, pero en lugar de eso estoy sentado, veo las vacas rumiar y converso con mi profesor de latín.

—¿Nos acompañas a dar un paseo?

—Nunca quise tener perro. Aunque mis padres insistían en regalarme uno.

—¿Para no sacarlo a pasear?

—Me parecía humillante tener que ser testigo de sus defecaciones. Seguirle, observarle para ver si por fin hacía de vientre; e incluso, si bajaba al pueblo con él, tener que recoger la deyección, como el siervo de un déspota.

—En una relación siempre hay alguna parte desagradable.

—Exactamente.

—¿Estarás aquí cuando regresemos?

Claudio meditó largo rato la respuesta.

—Mi padre me ha echado de casa.

—¿Para siempre?

—Eso sería ilegal. Aún soy menor. Me queda un mes. Luego a lo mejor sí me echa.

—¿Y por qué?

—La perra está cagando.

—Venga, dime por qué.

—¿Cito?

—Cita.

—«Mira, lárgate. Quítate de mi vista. No lo aguanto más, ¿entiendes? Estoy harto de verte paseando por la casa con esa cara de superioridad, como un fantasma, cada vez que dice o hace uno algo esa ceja levantada, ese gesto de desprecio. Todos somos unos imbéciles, tú el genio, y no puedo más, vete, vete a cualquier sitio, quítate de mi vista porque no respondo».

—¿Y es verdad?

—Que me caiga muerto. Textual.

—Quiero decir si es verdad que desprecias a tu padre.

Claudio volvió a meditar, la mirada en el horizonte, lo que hizo que Nico se sintiera algo ridículo, por su pregunta o por estar esperando una respuesta.

—Prefiero no hablar de mi padre —concluyó.

—Continúo mi camino.

—Gracias por la conversación.

—¿Estarás aquí cuando volvamos?

—Es sintácticamente discutible.

—¿Cómo?

—O sea, primero dices «continúo mi camino» y después «cuando volvamos»; sois un plural o eres un singular; es decir, ¿tiene una perra entidad suficiente para formar un plural contigo? No pareces haber resuelto ese dilema ontológico.

—Por supuesto que sí, los animales son como nosotros.

—No generalices. Además, seguro que no usarías el plural si llevases una araña en el hombro. Y un campesino que lleva una gallina viva a casa para cortarle el pescuezo y comérsela tampoco diría «nosotros». ¿Y si fueses montado a caballo: dirías «vamos a Sevilla»?

—Está bien, Claudio.

—Ah, no te interesa. A mí me parece un problema fascinante.

—Te juro que a veces me desconciertas.

—A mi padre le pasa lo mismo.

—¿Me echas una mano con el ordenador si todavía estás aquí cuando vuelva o volvamos?

—Si todavía estoy aquí, sí.

Era así; otros chicos de su edad buscaban la provocación, medir las fuerzas con la generación anterior, mediante el aspecto físico: piercings, cabellos teñidos, ombligos al aire, pantalones rotos. O mediante silencios malhumorados, o mediante su jerga excluyente. Claudio era quizá el único que, seguro de sus armas, buscaba la confrontación dialéctica. La mayoría de los profesores le encontraba insoportable, pero encontraba insoportables a todos los alumnos que no tenían una actitud mansa, de aceptación incondicional de las normas que les imponían la escuela, la familia, la sociedad. A Nico le interesaban mucho más los rebeldes, aunque los rebeldes no siempre valoraran ese interés: se reían de él, pero no le importaba.

Caminaron quizá una hora, Nico no llevaba reloj, y al regresar Claudio aún estaba sentado sobre la cerca, prácticamente en la misma posición, como si no se hubiese movido, o quizá era una más de sus representaciones, la sugerencia de que no se había movido en todo ese tiempo.

Cuando llegaron a su altura, Claudio descendió de la cerca de un salto, tomó un palo, lo arrojó tras agitarlo por encima de la nariz de Laika. Nico soltó la correa. La perra corrió a buscarlo, frenó en seco al llegar a donde había caído, se lo llevó a Claudio entre los dientes.

—¿Condicionamiento mutuo? No, querida —comentó Claudio, y pareció perder el interés por el animal.

—Nunca te veo con amigos. Tampoco en clase.

—Me tienen preocupado. Les ha salido a todos un bulto en los genitales.

—¿Qué dices?

—Un bulto enorme, y van a todas partes montados en él. Pudiera ser contagioso.

—No creas que a mí no me gusta la soledad.

—Por eso te casaste.

—Pero no es sano estar siempre solo. En serio. En realidad, yo creo que lo tuyo es timidez. Te haces el duro, pero porque te sientes inseguro —Claudio comenzó a canturrear—. Como quieras, pero deberías hacer un esfuerzo por salir de tu coraza.

El resto del camino, Nico se limitó a hablar de cosas intrascendentes relacionadas con la escuela. Tras quitarse los zapatos a la entrada, fueron directos al ordenador. Nico no conseguía instalar un programa de diseño de páginas web. Cuando escuchó sus explicaciones, Claudio hizo crujir los dedos de sus nudillos, y se sentó al teclado.

—¿Quieres beber algo?

—Un Martini seco, por favor. Agitado, no batido.

—No sé si queda vermú.

—Déjalo. No necesito nada. Esto te lo resuelvo en un momento. Vete a jugar un rato con la niña o con la perra.

Y Nico, como no se le ocurría qué decir, le hizo caso.