El hielo, en capas tan delgadas que apenas resultaban visibles, se había desprendido de las orillas en las que daba el sol y se balanceaba sobre las aguas del embalse. A Claudio le parecía que podía verlo desaparecer, fundirse lentamente y regresar a su estado anterior, ser otra vez lo que lo rodeaba. Así imaginaba Claudio la muerte: si se pudiese mostrar todo el proceso con una cámara rápida, igual que en esos documentales en los que se ve abrirse una flor o brotar una planta en pocos segundos, la muerte perdería dramatismo: se apreciaría, sin tener que detenerse en los estadios más repugnantes, no tanto la podredumbre y la descomposición del cadáver como la transición de una forma a otra, la reintegración de las células a la naturaleza de la que salieron. Cuerpo → gusanos y escarabajos → huesos → polvo → humus → plantas → la mano que las cosecha → la boca que las devora → cuerpo…
El proceso sería algo diferente si Claudio se metiese en el embalse: intervendrían otros organismos, pero la muerte igualmente sería un regreso, la reincorporación de las células a una vida sin conciencia.
Dejó la mochila en el suelo y comenzó a quitarse la ropa. Aún habría podido dar marcha atrás y seguir siendo el hijo anormal que había sido siempre. Nadie le aseguraba que sería más feliz en otro lugar, y de hecho ni siquiera deseaba ser feliz. La felicidad es el estado más banal y simple en el que puede encontrarse el ser humano. La desesperación es mucho más compleja y por eso más difícil de comunicar. Sus padres tampoco eran felices, pero fingían serlo. Eso era lo que Claudio nunca podría perdonarles.
Sin embargo, habría deseado que alguien se acercase, le pusiera una mano en el hombro y dijera: aguarda, no lo hagas. Se giró hacia los árboles que tiritaban a sus espaldas. Árboles esqueléticos y pardos, mendigos ateridos. Claudio tenía ganas de llorar, así que cantó un momento, apenas audible, Obladi oblada, una canción que aborrecía.
Al quedar totalmente desnudo, tuvo la impresión de que su piel se volvía delgada y quebradiza como una hoja de gelatina. No sabía si sentía frío o si era calor lo que sacaba manchas rojas a sus miembros. Recogió la mochila, se aseguró por enésima vez de que había metido en ella todo lo que necesitaría y se la echó a la espalda. Después se acercó descalzo a la orilla, buscó una zona de sombra donde el hielo tuviese aún cierto espesor y pisó primero las briznas de hierba escarchadas, después el hielo, después hundió los pies en el barro sintiendo que le retorcían los tendones de las rodillas.
Vadeó tiritando pero alegrándose extrañamente de ese dolor en las piernas que le hacía sentirse vivo y le parecía un precio hermoso para sus propósitos —¿qué gran hazaña puede acometerse sin dolor?—, hasta que, cuando ya no soportaba más el frío, salió del agua. Había conseguido alejarse unos cientos de metros del punto de partida. Extrajo una toalla y ropa seca de la mochila, también zapatos. Alrededor nada se movía, como si el mundo estuviese conteniendo el aliento. Caminó campo a través a una hondonada que no se podía ver desde el embalse, donde le aguardaba la moto robada la víspera al idiota que en adelante tendría que batir sus récords sobre una escoba.
Un pedal se acciona imprimiendo un movimiento rotatorio hacia delante con el pie: piano, bicicleta, rueda de alfarero, máquina de coser. Pero para arrancar una motocicleta hay que efectuar un movimiento rotatorio antinatural, hacia atrás. ¿Por qué? ¿Por qué todos los fabricantes de motocicletas aplican el mismo sistema? Ya lo investigaría en otra ocasión.
Arrancó la moto con un pisotón más violento de lo necesario. El petardeo del motor sonó obsceno en ese mundo como detenido por un conjuro. Giró el acelerador. El olor a gasolina se le introdujo en las fosas nasales y se mezcló con su saliva. Escupió y carraspeó para quitarse el picor de garganta. Tres nubes viajaban hacia el este. Un pájaro o una rata levantaba un revuelo de hojas secas. Una rama se balanceaba como si acabara de liberarse de un peso. Claudio rechinó los dientes sin motivo alguno.
Se puso los guantes y el casco guardados bajo el asiento. La realidad perdió contraste, como una fotografía con exceso de exposición.
Los papeles le habían llegado con una celeridad inesperada. Pasaporte con el honroso nombre de Clodius Pulcher y tarjeta de crédito anónima. El móvil lo encargaría más tarde, y el carné de conducir ni siquiera estaba seguro de necesitarlo. No había tardado mucho en reunir el dinero necesario para pagar la documentación, pero no tuvo paciencia para esperar también a desplumar a la suficiente gente como para pagarse el viaje, la apertura de la cuenta opaca y los primeros gastos. A veces hay que darle un acelerón a la vida. El riesgo de atocinarse es muy elevado.
Así que la agenda de papá le había revelado todos sus secretos, incluso el bancario. Pagos en negro de los que mamá no sabía una palabra; una cuenta en Suiza para dejar la pasta fuera del alcance de las garras maternas si un día se divorciaban; o quizá para pagarse una amante, que es lo único que le faltaba para el proficiency en vulgaridad; y número PIN disfrazado entre números de teléfono. Parte del dinero que había robado a su padre lo dejó en el pantalón que quedaba a la orilla del pantano para que pensase que no se había marchado con el botín, sino que se había gastado una parte y después había intentado acallar su conciencia por inmersión.
Todo estaba listo.
¿Qué faltaba?
¿Se había olvidado de algo?
Lamentaba, sí, que Olivia no hubiese accedido a sus deseos. No era muy lista esa chica: él había estado dispuesto a poner a sus pies la mitad de su imperio pero ella prefería seguir sirviendo por una limosna. Y lamentaba más aún que nunca sabría si su venganza la habría alcanzado a ella también, aunque sólo fuese indirectamente. Es lo único malo de estar muerto: que ya no te enteras de nada.
No conseguía marcharse. Como si quedase algo por hacer y no supiera qué. Aunque no era prudente, regresó sobre sus pasos hasta llegar a un montículo desde el que se veía la superficie metálica del pantano. En el cieno del fondo podría yacer su propio cuerpo, y al pensarlo se imaginó con los ojos abiertos, desplazándose empujado por suaves corrientes provocadas por las diferentes temperaturas del agua, temperaturas que él no sentiría, porque no sentiría absolutamente nada, sería un objeto, una estatua caída allí siglos atrás, impasible e inerte, sin memoria, sin aliento. Miraba el pantano con la extrañeza y la fascinación con la que debe de mirar la luna un astronauta al poner el pie en ella. Claudio decidió que el motor en marcha podía acabar llamando la atención de alguien. Se apresuró a montar en la motocicleta y se dirigió hacia la carretera a través de un bosquecillo.
Alea jacta etcétera.
Mientras aceleraba sobre el asfalto lamentó no haber dirigido unas últimas palabras al cadáver de Claudio, no haberse despedido de sí mismo con algún acto solemne. Pero seguro que sus padres se encargarían de la solemnidad; y se abrazarían, por primera vez después de tantos años de vivir uno junto a otro sin tocarse y sin siquiera mirarse para expresarse entendimiento o enfado —cuando conversaban parecía más bien que lo hacían con un ser incorpóreo que no ocupaba un lugar determinado, como conversaría uno con Dios o con un difunto—, ante las aguas que ocultaban el cuerpo sin vida de su hijo juntarían sus temblores, no sabrían a quién pertenecían las lágrimas que mojaban sus mejillas apretadas una contra otra; la madre diría qué horror, y el padre diría qué desperdicio. Ella se preguntaría para que la desmintiesen si habían hecho algo mal, y el padre cumpliría con su obligación diciendo que habían hecho lo que habían podido, que fue un chico difícil desde el principio, que nadie sabe enfrentarse a un caso así.
Pero sin duda se sentirían secretamente aliviados. Ni siquiera se lo reconocerían a sí mismos precisamente para eludir cualquier culpa que pudiese tocarles, porque su máximo objetivo fue siempre no tener culpa de nada, aunque para ello tuviesen que no ser nada. Y Claudio se habría reconciliado con ambos de haber sabido que se abrazaban, pero no de pena, sino de felicidad ante su tumba acuática. Que daban saltos de alegría, que se reían como idiotas. Pero había perdido la esperanza de que le sorprendiesen con alguna reacción inteligente. Su esencia era la previsibilidad.
No ellos, que habrían sido incapaces de inventar o copiar un rito no sancionado socialmente, pero un profesor, la directora, alguna chica del instituto enamorada de los gestos románticos, clavaría en la orilla una cruz improvisada con dos ramas, o lanzaría al agua una corona de flores, o grabaría el nombre del compañero ahogado con una navaja en alguna de las piedras próximas. O quizá, también era posible, algunos de su clase irían a ver el lugar donde se había suicidado el ectoplasma, en parte porque la muerte de los demás nos hace sentirnos más vivos, en parte porque alguien que muere es más fácil de tolerar que en vida, sus defectos se convierten en materia de bromas, sus virtudes se exageran o se inventan, las anécdotas compartidas sobre el difunto intensifican los lazos entre los supervivientes, ah, y ese hermoso escalofrío de haber estado tan cerca de alguien que yace bajo las aguas.
Quizá, al principio, se reunirían allí de vez en cuando a beber, fumar y meterse mano. Una tarde, alguno escupiría despreocupadamente hacia el embalse, seguiría con la vista el arco trazado por el escupitajo y, al chocar la saliva contra el agua, caería en que estaba escupiendo sobre la tumba de Claudio. Y otro día, uno que habría bebido más de la cuenta, se plantaría en la orilla con los pies separados y orinaría placenteramente, incluso barrería con el chorro la superficie del agua. Entonces Claudio ya estaría muerto para todos.