«Cualquier paseante en medio urbano se habrá dado cuenta de un fenómeno que viene produciéndose en todas las ciudades del mundo. Un fenómeno que, a pesar de ser preocupante, no ha conseguido atraer la atención de las autoridades. ¿Recuerdan que hace años en las plazas más emblemáticas de nuestras ciudades revoloteaban cientos de palomas blancas? Del Vaticano a la Plaza de Cataluña, los niños correteaban tras las pacientes palomas, les daban de comer, se familiarizaban con esas aves simbólicas, materializaciones de la paz y del Espíritu Santo. Pues bien, ¿dónde están? Hoy sólo encontramos rarísimos ejemplares aislados en enormes bandadas de palomas grises.

»¿Han sido víctimas de una mutación casual? ¿O se equivocaba Darwin y han ido operando una adaptación al medio para no ser reconocidas por los animales de presa? De ser así, se trataría de una adaptación errada puesto que, al apenas distinguirse del asfalto, tienen más probabilidades de ser atropelladas por sus auténticos depredadores, los automóviles.

»Por supuesto, no nos encontramos ante una mutación ni una adaptación al medio. Sencillamente, los genes de las palomas grises dominan sobre los de las palomas blancas, por lo que los cruces repetidos entre individuos de ambos colores han llevado a la imposición del color gris, y a la desaparición del blanco, lo que lleva consigo una lamentable reducción de la biodiversidad y, lo que es más grave, al aborrecimiento de un animal antes venerado. Su multiplicación y su monocromía las convierten en animales que a nadie en su sano juicio se le ocurriría proteger: la vida de cada una tiene tan poco valor como la de una sardina o la de un mosquito.

»La humanidad se encuentra actualmente en una situación similar a la de las palomas. Pero aún estamos a tiempo de evitar males mayores. La globalización, de por sí sin duda benéfica, ha traído consigo una multiplicación exponencial de los contactos entre los distintos grupos humanos. El precio reducido del transporte, la creación de focos de riqueza y de grandes áreas de pobreza llevan consigo movimientos de pueblos que antes precisaban siglos y hoy tienen lugar en meses. Las ciudades europeas son una mezcla de razas que aportan colorido y diversidad al paisaje urbano. Sí, pero ¿por cuánto tiempo? Entre los seres humanos sucederá lo mismo que ha sucedido a las palomas. Dentro de unas décadas ya no habrá blancos y negros y amarillos. No habrá pueblos diferentes, sino que el mestizaje sin freno habrá creado un ser humano uniforme, de piel ligeramente oscura y ojos algo rasgados. Ese ser humano que hoy nos resulta tan atractivo será, debido a su abundancia excesiva, vulgar, de poco valor, prescindible.

»Por eso es imperativo aplicar desde hoy rigurosas políticas de apartheid que impidan la mezcla de genes de las distintas razas. Deberá prohibirse el contacto sexual entre individuos de raza diversa y cuando, a pesar de dicha prohibición, la sociedad se encuentre con frutos de contactos ilícitos, la legislación deberá contemplar medidas eugénicas que impidan el crecimiento y la llegada a la madurez de los hijos de tales uniones; o, si estas medidas parecen demasiado drásticas, quizá baste en un primer momento con la esterilización de los niños ilegalmente concebidos y sólo se recurra a medidas extremas cuando la población sea más consciente del peligro que la acecha. (Es sabido, por ejemplo, que la tortura se considera indecente en situación de paz pero la mayoría la acepta como mal menor cuando el enemigo se convierte en una amenaza seria).

»Estas medidas humanitarias son la única manera de defender la biodiversidad: en estos años en los que hemos descubierto, porque es un bien escaso, el valor de la naturaleza, defendemos la conservación de cada especie y cada variedad, y nos parece un crimen la desaparición de la ballena morro de botella o del sapo cornudo, sería absurdo no defender la conservación de la raza caucásica o de la pigmea; además, sólo así, mediante la pervivencia de distintos grupos con costumbres y rasgos diferentes, evitaremos la devaluación del ser humano hasta convertirlo en una paloma gris.

»Es labor entonces de nuestros gobiernos promulgar, por desprestigiadas que estén, leyes raciales que nos protejan: frente a las falsas promesas del mestizaje y del multiculturalismo, los valores raciales deben ser enseñados en los colegios y concienciar así a los ciudadanos, desde muy niños, de la importancia de una política de defensa de la diversidad humana. La segregación racial —que tendrá que ir de la mano de una segregación social si queremos ser realistas (esta cuestión será objeto de un estudio aparte)— es nuestra única esperanza. Por ello deberá imponerse por medios violentos si por desgracia, como es de prever en estos tiempos de ñoñería ideológica y de infantilización de la sociedad, no contase con el apoyo de la mayoría».

La directora del instituto tenía una mirada que no se sabía si era amable o sencillamente desprovista de certezas. A Claudio le parecía que una mujer así no debía ser directora de nada, sino más bien esclava o como mucho criada. Por algún extraño motivo, casi todos los padres le tenían simpatía. Les parecía, según expresión de la madre de Claudio, una mujer muy humana. Y los alumnos se alegraban de tenerla como directora porque no era temible. Claudio hubiese preferido un contrincante más digno, pero a él nadie le había preguntado antes de nombrarla.

Ya era significativo que le hubiese leído en voz alta, de principio a fin, el trabajo que Claudio había escrito para la clase de filosofía —tema: aplicar un imperativo moral a una cuestión social—, acentuando durante la lectura las frases más reprobables. Quizás esperaba que ni siquiera fuese necesaria una discusión; en su ingenuidad angelical consideraría que Claudio, al escuchar de otros labios lo que él mismo había escrito, abjuraría de sus errores y expresaría contrición y propósito de enmienda.

La directora depositó los tres folios sobre el escritorio, empujó con un dedo las gafas hasta acabalgarlas sobre el centro de la nariz y le observó por encima de la montura con expresión monjil. Sin duda aguardaba excusas, al menos una explicación. Pero todo lo que Claudio había querido decir ya lo había puesto por escrito.

—Tu profesor de filosofía me ha entregado este trabajo.

Claudio había aprendido a eliminar toda expresión de su rostro. Para ello era necesario relajar los músculos faciales —la boca se abría ligeramente por el propio peso del maxilar— y, mirando a la cara al interlocutor, enfocar algún objeto que se encontrase un par de metros por detrás de él.

—¿Se lo has enseñado a tus padres?

—Lamento decepcionarla, pero a mis padres no les interesa la política.

—¿Tú entiendes por qué te he mandado llamar?

—No.

La directora se quitó las gafas y las metió en un estuche de metal que había encima de la mesa. Golpeó con el índice varias veces seguidas los folios que acababa de leer.

—Necesito que me digas una cosa: ¿crees de verdad lo que has escrito, o es una manera de provocar a tu profesor?

—Esos renglones son resultado de una larga reflexión. Entiendo que necesite usted tiempo para asimilar el mensaje, dado que es muy novedoso. Por ello, sería más conveniente continuar esta conversación cuando haya meditado usted sobre ellos.

—Sabes que soy una persona conciliadora —el teléfono sonó en ese momento; la directora pulso el botón para comunicar y lo volvió a pulsar para cortar la llamada—. Si hay algo que no deseo es la expulsión de un alumno. No creo que sea una medida útil para nadie.

A pesar de los cristales dobles, desde el despacho se oía el bullicio que montaban los alumnos que salían en ese momento. Voces estridentes de niños y otras más roncas de adolescentes. Claudio miró involuntariamente por la ventana, no porque desease estar allá afuera con sus compañeros, sino para quitarse de delante el gesto severo y a la vez noble de la directora. Sólo necesitaba hacer una mínima concesión, darle a entender que reflexionaría sobre la propia conducta, para que ella encontrase una vía de escape, alguna componenda que no la empujase a tomar una decisión drástica. Claudio asintió, rebuscó en los bolsillos y sacó un llavero linterna. SOS, pulsó en morse contra la puntera de un zapato.

—Date cuenta de que no puedo aceptar ideas racistas en mi instituto. Piénsalo.

—Lo que no puede aceptar son ideas de ningún tipo, tan sólo que repitamos como loros los valores que nos imponen. Lo que yo no puedo aceptar es la censura.

—No es censura, Claudio. Son normas básicas…

—Es impedirme que exprese libremente mis opiniones.

—No tergiverses las cosas.

—Me está amenazando para que no escriba lo que pienso.

—No voy a discutir, Claudio. Hay cosas inaceptables sobre las que no es posible el debate. Y el racismo es una de ellas.

—Me insulta usted. Yo no soy racista, al contrario. Me encantan las razas: por eso quiero conservarlas.

La directora tomó un bolígrafo con propaganda de una constructora de piscinas de encima del escritorio y Claudio aguardó con curiosidad su siguiente acción. ¿Se atrevería por fin a expulsarle? ¿Le amenazaría con llamar a sus padres? ¿Qué iba a hacer con el bolígrafo: firmar algún documento sancionador que había preparado previamente? La directora dejó de nuevo el bolígrafo sobre el escritorio. Suspiró.

—Tienes dos días. Si dentro de dos días no has retirado este escrito tendré que tomar una decisión. Te recomiendo que hables con tu profesor de latín.

—¿Qué tiene que ver Nico en esto?

—Me ha pedido que no te expulse. Nico te aprecia mucho, y tiene confianza en ti. Cosa que no puede decirse de otros profesores tuyos. ¿De qué te ríes?

—Es un buen hombre, Nico.

—No sé si pretendes ser irónico.

—Para nada.

—Pero, efectivamente, es una excelente persona. Y un profesor magnífico.

—Estoy convencido de ello. Es un hombre con una misión.

—¿Y tienes tú una misión, un objetivo?

—Sí, lo tengo —Claudio se levantó bruscamente. No le apetecía iniciar otra conversación. En efecto, tenía un objetivo y no deseaba perder más tiempo. Tendió la mano a la directora, quien la estrechó un tanto confusa—. Gracias por esta conversación. Ha sido muy útil —ella también se levantó, fue a rodear el escritorio, pero Claudio la detuvo alzando la mano como un guardia de tráfico. Se dirigió a la salida a grandes zancadas. No necesitaba volverse para saber qué cara de idiota se le había quedado a la directora.

A la salida del instituto se sumó un grupo de alumnos que admiraba las proezas de uno de sus compañeros de clase. Pretendía recorrer de un extremo a otro la valla del cementerio sólo sobre la rueda trasera de la moto. También se sumó a quienes corrieron a felicitarle cuando hubo logrado la hazaña y al séquito que le acompañó durante su regreso triunfal. El compañero apagó el motor, guardó la llave en el bolsillo de la cazadora y colgó ésta en el ropero; estaba tan orgulloso que no se sorprendió de que Claudio lo siguiera, deshaciéndose en elogios.

—¿A ti también te gustaría, verdad, ectoplasma?

—Primero tengo que hacerme con una moto.

—No te aconsejo que lo intentes. A no ser que quieras acabar al otro lado de la valla.

Claudio respondió con una carcajada. Se sentía verdaderamente feliz.