Lo malo de la espera es que llenas tu cabeza de pensamientos idiotas. Pensamientos como pompas de saliva que vas haciendo estallar con la punta de la médula espinal. Claudio, desde que inició sus labores de acecho y vigilancia, pasaba la mitad del tiempo aguardando a que sucediese algo y se le iba quedando cara de idiota. Si fuera una boa, pensó, cuyo cerebro de reptil no le permite conocer el aburrimiento ni la impaciencia, podría pasar una semana inmóvil, indiferente al paso del tiempo.
Nico había salido con su mujer y su hija, seguramente a hacer la compra, y Claudio, que se había pasado la tarde del sábado apostado en el interior de un edificio en obras situado casi enfrente de la casa de su profesor, aprovechó la ausencia para esconder entre unos matorrales cercanos un trípode con un puntero láser dirigido a la ventana del salón; había calculado el ángulo de incidencia de tal manera que la reflexión del rayo estuviese dirigida exactamente hasta su escondite; las conversaciones mantenidas en el interior producirían vibraciones en el vidrio de la ventana, se transmitirían al rayo reflejado y serían reconstruidas con un receptor-amplificador que Claudio había fabricado a partir de una radio de coche.
Aunque hacía ya tres semanas que, cuando los obreros terminaban su trabajo, Claudio pasaba sus ratos libres allí apostado, hasta ese sábado no había tenido la oportunidad de instalar el sistema de escucha. Pero las largas esperas no habían sido en vano: gracias a ellas había averiguado que la mujer de Nico salía los jueves y alguna que otra noche, que Olivia se quedaba a dormir allí algunas veces, y, aunque le costó pasar una noche casi entera en el puesto de observación, que la tal Carmela no siempre regresaba a dormir.
No estaba muy seguro de haber elegido la ventana correcta. ¿Qué harían Nico y Olivia cuando se quedaban solos? Si Nico y su potencial concubina se iban al dormitorio, o si, imitando hazañas amatorias aprendidas en el cine, decidían ayuntarse sobre la mesa de la cocina, el dispositivo no funcionaría o exigiría una manipulación que podría revelar la presencia del espía. ¿Por qué entonces el salón? Porque esperaba que tuviesen lugar allí las conversaciones más interesantes. Y quizá también algún que otro besuqueo y con suerte también algo más, si no se atrevían a mancillar el lecho matrimonial. De lo que sí estaba seguro era que entre la criada y el maestro había algo. Resultaba inimaginable que pasaran las noches solos —con la niña, lo que era lo mismo— y no ocurriese nada, que ni él aprovechara la situación ni ella quisiera venderle su carne. Así que con el aparato de escucha iba a enterarse exactamente de lo que sucedía tras la valla de arizónicas, el muro de hormigón, los buenos modales de su maestro. Porque Claudio sabía por experiencia que lo que se ve nunca es verdadero: sólo existe lo que está oculto.
Únicamente faltaba comprobar que los aparatos funcionaban debidamente. Pero Nico y su familia llevaban más de una hora fuera y Claudio pensaba y pensaba y no pensaba en nada. Ideas sin terminar, peleas contra enemigos imaginarios que, como un director de cine exigente, volvía a rodar una y otra vez en su cabeza: pateaba tripas, clavaba cuchillos, pegaba tiros, derribaba en un lento ballet a seis o siete u ocho asaltantes. Y Olivia veía todo aquello con admiración creciente. O ponía gesto de repugnancia. Una y otra vez repasaba las imágenes de la pelea: donde había dado un tajo cambiaba por un golpe certero en los testículos, esquivaba disparos y puñaladas en escenas en las que anteriormente había resultado herido y Olivia corría a ofrecer el mullido cojín de su vientre a la cabeza de Claudio; tonterías, una tras otra, peleas, escenas de amor, películas de serie B o, peor aún, mediocres guiones de Hollywood para ir rellenando la inaguantable espera.
¿Cómo podía un cerebro como el suyo producir tal detritus? ¿Serían todos los cerebros así: vivirían sus compañeros, sus profesores, sus padres, esas vidas de dibujos animados en las que se comportaban heroicamente, decían lo que jamás se habrían atrevido a decir en la realidad, desvirgaban doncellas, seducían sin esfuerzo a actrices y vecinas? Tenía que preguntarle a su padre si él también imaginaba idioteces de telenovela: sería al menos un rasgo común.
Claudio empezaba a no soportar más la espera. Era penoso estar tanto tiempo a solas consigo mismo sin poder ocupar la inteligencia en algo interesante. Según transcurría el tiempo, se iba cargando de rencor hacia quien le obligaba a pasar parte de su vida dedicado a una actividad tan imbécil como pescar con caña o hacer solitarios, y además con un frío de color gris que cubría Pinilla como una nube tóxica. Y habría desertado de su puesto de vigía al menos un rato para ir a tomar algo caliente a casa —al fin y al cabo podía regresar más tarde—, si no hubiese oído el sonido de un motor que era ya capaz de distinguir del de otros coches.
La familia descendió del vehículo parloteando alegremente, se cargaron de bolsas y paquetes, incluso la niña arrastraba una bolsa de plástico, y entraron en la casa sin mirar una sola vez a su alrededor. Claudio se puso los auriculares y se frotó las manos, no de frío sino de excitación.
Chasquidos. Murmullos. Interferencias. Estática.
Probablemente lo que oía era ruido de puertas, pasos, roces de ropas con muebles o paredes. Pero ¿por qué no hablaban?
Murmullos. Chasquidos. Nada más durante un buen rato. Luego, muy lejos, casi imperceptible a pesar de tener el volumen al máximo, algo que podría ser una voz, incomprensible, distorsionada, una vocal continua que va cambiando de tono, algo que podría no ser siquiera una voz humana. Se encendieron las luces del salón, pero siguió sin captar voces inteligibles.
¡Maldito cacharro! Y sin embargo, debería funcionar. O ¿era excesiva la distancia? ¿O no era adecuada la longitud de onda del láser? ¿O alteraba el doble vidrio las vibraciones?
Claudio continuó escuchando otros diez minutos esa serie de sonidos que para algunos habrían sido una prueba de que los espíritus de los muertos habitan junto a nosotros. Mensajes indescifrables del más allá, y un batir casi imperceptible que quizá tan sólo fuera música.
El fracaso le lamía los pies. La rabia le gateaba por el pecho. ¿Qué había hecho mal? ¿De verdad no iba a poder escuchar las secretas conversaciones del maestro y la salvaje? Había construido el receptor con sus propias manos. Uno más de los logros de su genio que habría dejado boquiabiertos e impotentes a sus profesores. Y él sabía que el método era correcto; como un Edison al que estallara la primera bombilla entre los dedos, sabía que, aunque el experimento hubiera fracasado, los principios eran atinados. ¿Dónde estaba el error?
Pero no tenía tiempo ni ganas de pasar semanas corrigiendo la construcción, experimentando con distintas frecuencias de láser, comprobando el efecto sobre diversos tipos de vidrio, porque el momento de la desaparición se acercaba y no tenía intención de postergarlo. Iba a tener que reducir la ambición de su objetivo. Tendría que conformarse con el plan B.