El conductor del autobús echaba el cuerpo hacia atrás, como queriendo escapar de su cubículo por la ventanilla, pero no cedía en sus exigencias. Probablemente insistía porque pasarse la vida aferrado a un volante y cobrando billetes le hace a uno sentirse superfluo, intercambiable, no un individuo sino un replicante hecho con un solo objetivo, y para colmo no iba a dejarse chulear por un adolescente, todos los fines de semana la misma mierda, esos niñatos que se creen que el mundo les pertenece porque pertenece a sus papás.
—Que sólo son dos paradas, tío. Podría ir andando.
—Pues vaya andando. A mí qué me importa.
Y sin embargo era fácil imaginárselo fuera del trabajo sometido a una existencia que no era fruto de una elección sino de un destino de clase, de educación, de entorno, de coeficiente intelectual; los domingos levantarse tarde, pelearse con los hijos adolescentes, irse a tomar unas cañas con los amigos antes de comer, volverse a pelear con los hijos en la sobremesa y a la mujer un tú te callas cada vez que intente intervenir, una siesta de ronquidos y mal sabor de boca, un anís para quitarlo, la televisión, si no hay visitas —si nadie cumple años ni se casa ni se muere ni cae enfermo—, más televisión hasta la noche, cena hecha de silencios y masticados ruidosos, y los chicos qué, que tampoco vienen a cenar esta noche, una existencia hecha de derrotas tan continuas que no se diferencian unas de otras.
—He visto a esos amigos y he subido, pero no voy a pagar por dos paradas.
—Pues entonces se baja.
Del fondo del autobús llegaron carcajadas, palabras de aliento, algún insulto para el conductor, la propuesta de pegarle dos hostias. Quizá porque no iban más pasajeros, aparte de Claudio, se sentían dueños y señores del vehículo.
—No llevo dinero.
—O paga o se baja.
El autobús, al abrirse sus puertas, pareció resoplar tan harto como el propio conductor.
—Me estás rayando cantidad. ¿Qué pasa, que el autobús es tuyo? Pero si eres un empleadillo de tres al cuarto, la última cagarruta de la empresa —al conductor se le puso roja repentinamente la cabeza, desde el cuello a la calva coronilla. Pero no respondió. El chico sacó unas monedas del bolsillo y las tiró de mala manera sobre el pequeño mostrador que le separaba del conductor—. Venga, dame mi billete.
Hubo abucheos, carcajadas, un inicio de pataleo rítmico que no tuvo seguidores. El chico estrujó el billete, se lo restregó meticulosamente por el culo antes de guardarlo en un bolsillo trasero del pantalón. Al pasar junto a Claudio, de camino hacia el fondo del autobús, desde donde ya le aclamaban gritándole pringao y loser, le dio un capón no muy violento.
—Qué pasa, ectoplasma.
Y lanzó un gargajo contra una de las ventanillas. Claudio se concentró en leer los mensajes obscenos que la punta de una o varias navajas, posiblemente pertenecientes a compañeros suyos, habían dejado en los respaldos que tenía delante. Cuando esta civilización esté destruida y sólo sobrevivan al azar algunos vestigios de nuestras opiniones; cuando, tras un colapso informático, se hayan volatilizado los archivos electrónicos; cuando hayan ardido las bibliotecas, y libros y cuadernos hayan sido empleados para calentarse al fuego, quizá alguna de esas primitivas incisiones sea la única pista para averiguar la mentalidad de ese mundo desaparecido. ¿Qué pensarán de nosotros las generaciones futuras? Claudio se contempló en el vidrio, su imagen verdosa atravesada por ráfagas de luz y de oscuridad. Echó vaho sobre el cristal hasta casi borrarse del mundo. Las generaciones futuras no pensarán.
El resto del trayecto lo pasó intentando añadir más detalles a la vida que acababa de inventar para el conductor: probablemente su hermana tenía cáncer, a la esposa le habían extirpado los ovarios, el mayor de los chicos iba aprobando por los pelos, y la pequeña estaba muerta de preocupación porque no le había bajado la regla.
Alguien pulsó el botón de parada. Claudio se alegraba de quitarse a sus compañeros de las espaldas, de dejar de oír sus risotadas vulgares, de evitar ese peligro que, aunque mínimo, porque nunca le dedicaban mucha atención, siempre estaba ahí.
—¡Que pares, cagarruta!
El conductor buscó en el retrovisor —el pescuezo y la calva aún rojos de ira— a quien le chillaba. Frenó violentamente. Se volvió murmurando insultos que Claudio no pudo oír. Los cinco compañeros se levantaron. En lugar de bajarse por la puerta trasera se dirigieron al frente del autobús. Cada uno cumplió con su deber de dar una colleja a Claudio acompañada de un adiós, ectoplasma, sin obtener respuesta alguna. Luego marcharon pasillo adelante dándose empujones supuestamente amistosos. Uno, el que no había querido pagar, dio una patada al respaldo de un asiento.
—Eh, tú. ¿Es así como te comportas en tu casa?
Probablemente el conductor habría querido pronunciar un discurso sobre la buena educación, los jóvenes que no respetan nada, el mundo de hoy que ya no es como antes…, pero un golpe propinado con una revista enrollada le sacó una salpicadura de sangre de un labio y le extirpó la oratoria. Luego hubo un apelotonamiento de cuerpos a su alrededor, unos le golpeaban con la mano desnuda, otro con la revista, que se iba deshaciendo a cada impacto, otro con una mochila de contenido probablemente sólido, aquel que no encontraba hueco para golpear o no quería comprometerse demasiado pateaba el vidrio que separaba al conductor de la primera fila de asientos. La agresión fue sorprendentemente inarticulada: ni ruegos ni amenazas, ni insultos ni explicaciones ni justificación alguna. Hasta que brazos y piernas fueron cansándose, hubo quien perdió el resuello, y quizá la falta de resistencia aburrió finalmente a los agresores, que se quedaron mirando el cuerpo inanimado: no te jode, resumió uno. La mochila trazó una elaborada rúbrica por los aires antes de caer una última vez sobre la cabeza. Y en el breve silencio se escuchó la música que salía de un auricular que se había desprendido de la oreja del conductor.
—Alejandro Sanz; te cagas.
Las risas ahogaron la música. El más listo abrió la puerta metiendo la mano en la cabina del conductor. Fueron bajando vociferantes. Y cada uno, como si lo hubiesen ensayado, dirigió una mirada de advertencia a Claudio. Sólo el último decidió dejar explícito el significado:
—Tú no has visto nada, ectoplasma. ¿O sí?
Claudio dominaba el arte de los mimos callejeros que se disfrazan de estatuas. Ni un milímetro de su exterior cambió de postura. Y aunque su cabeza estaba dirigida al frente nadie habría podido decir si veía algo o se había muerto así, sentado, con una mano sobre el respaldo delantero, el meñique ligeramente levantado, la boca entreabierta.
Descendió el último de sus compañeros. Claudio se preguntó por qué no recordaba el nombre de ninguno de ellos. No sabía cuándo se había apagado el ruido del motor. ¿Le habría quitado la llave del contacto el que también abrió la puerta? Sonaba de fondo una tonta musiquilla. Claudio volvió a mirarse en el cristal. Siempre le había gustado llevar el pelo largo porque sus orejas de soplillo le daban un aire desvalido que detestaba. Afuera todo estaba oscuro, o, más bien, no estaba. Sólo existía el interior iluminado del autobús, la musiquilla, el olor a plástico y a gasolina, la respiración de Claudio. A veces, si se concentraba mucho en sus propios pensamientos, ni siquiera eso.
Se levantó al cabo de unos minutos. Iba a tener que ir a pie hasta la última parada.