La infancia era un lugar en el que coexistían universos paralelos. Recuerdo y experiencia eran lo mismo e imposible de separar; tampoco eran fácilmente diferenciables el futuro y el sueño; las palabras y las sensaciones podían existir de manera independiente; Claudio recordaba haber inventado sensaciones para dar sentido a palabras que acababa de descubrir; otras veces era al contrario. Y sabía que en su infancia se habían mezclado sin jerarquía alguna sueños, alucinaciones y realidad, si es que podía hablarse de realidad separada de sueños y alucinaciones: aquello a lo que temía convivía con él: los monstruos de las profundidades no eran diferentes en su consistencia de lo que era mamá al darle el beso de las buenas noches; y sólo su lógica de adulto se atrevía a decirle que los desconocidos que arrancaron el corazón a mamá y a papá y se lo ofrecieron a él para que lo devorara sólo cometían sus crímenes en los reinos de la pesadilla: qué angustia, cómo lloraba el niño y se debatía porque no quería comer aquello que le presentaban con una naturalidad increíble, qué incapacidad al mismo tiempo para protestar o acusar o chillar, qué agolpamiento de sensaciones dolorosas en el pecho y oídos y boca y ojos y estómago y en la torpeza de sus piernas que, por mucho que él quisiera correr, se negaban a dar siquiera un paso; y el hecho de que sus padres estuviesen vivos a la mañana siguiente y fingiesen no haber sido víctimas de la tragedia no probaba nada, porque la realidad era múltiple, sus apariencias se reproducían como en un laberinto de espejos. Y también eran reales, ciertos, peligrosos, malvados esos seres que se le acercaban en cualquier momento, le rozaban con una mano blanda, o se interponían en su camino, y después se desvanecían, sin que mamá o papá al parecer se apercibiesen, aunque Claudio comenzó a sospechar que tan sólo fingían no darse cuenta de la amenaza, que continuaban caminando como si no sucediese nada porque estaban tan aterrados como él.

Claudio sabía de aquella época en la que todo se mezclaba y confundía, en la que el antes y el después, el aquí y allí, lo real y lo imaginario no eran más que sonidos en boca de los adultos que no servían para narrar el mundo en el que él vivía. Y para él la transición a la edad adulta la marcaron precisamente unas palabras de su padre; una vez que las hubo escuchado comenzó su vida lineal y cronológica, desde ese momento había un antes y un después, un origen y una meta.

¿Por qué no podemos tener un hijo normal, como otros padres?

Susurradas en la intimidad del dormitorio, no estaban destinadas a él, pero Claudio las oyó de camino al cuarto de baño. Estaban comentando los resultados —que habían mantenido secretos para Claudio— de un test al que le habían sometido en el colegio como si fuera una rata de laboratorio.

¿Por qué no podemos tener un hijo normal?

Claudio declaró la guerra sin cuartel a su padre. ¿Cómo no aborrecer a un padre cuyo mayor deseo es tener un hijo normal? ¿Cómo obedecer o respetar a un progenitor que pretende condenarle a la normalidad, esto es, a la vulgaridad, esto es, a ser exactamente como todos los demás? ¿Significaba eso que su padre hubiera preferido un hijo cualquiera, igual que, una vez elegida la marca de una batidora, te es lo mismo que te den una o la de al lado? ¿Quería no un individuo, sino una media aritmética, no un genio, como decían los resultados del test por lo que había podido entrescuchar Claudio desde su puesto en el pasillo, no un superdotado, porque el precio de sus poderes eran ciertas peculiaridades que exigían atención especial? El padre quería un Ferrari que no consumiese más que seis litros a los cien kilómetros; un superman al que no afectase la kryptonita; un Alejandro Magno que viviera cien años. Y si no podía conseguirlo, si en su chalaneo con el destino no sacaba nada excepcional sin pagar por ello, prefería la mediocridad, el aburrimiento, lo previsible.

Para marcar simbólicamente el inicio de las hostilidades, Claudio abandonó la casa, se dirigió al arenero que aún ocupaba un rincón del jardín, para delicia de gatos errabundos, a pesar de que él hacía años que no lo utilizaba, tomó un puñado de tierra, fue al garaje, abrió sigilosamente el capó del Mercedes, orgullo de la familia desde hacía dos meses, desenroscó el tapón del depósito de aceite y fue dejando caer en él una fina lluvia de venganza. Después regresó a su habitación y, tras consultar concienzudamente su libro sobre los indios americanos, se embadurnó el rostro con los colores que indicarían a todos que Claudio se encontraba en pie de guerra. Y nadie, ni su madre ni mucho menos su padre, ni los profesores ni el director del colegio, consiguieron los meses siguientes que Claudio saliese de casa sin los orgullosos colores del guerrero que ha desenterrado el hacha con la que reventará los cráneos de sus enemigos.

Habían pasado años, pero la guerra continuaba sin cuartel, y continuaría hasta el exterminio de uno de los dos bandos. Pero su padre aún creía que la paz era posible. Que el indio besaría los pies del invasor. Y le sobornaba, ya que no con bebida de fuego, con un coche al cumplir los dieciocho, una televisión de plasma para su dormitorio y, no hacía mucho, con el estúpido señuelo de un año en Estados Unidos en la universidad que eligiera. Pero Claudio no veía la televisión, se desplazaba preferentemente en bicicleta, y había decidido que aprender latín en lugar de inglés era una forma de rebelión impecable; ¿quién podría reprochárselo? A lo sumo profesores y deudos dejaban caer una y otra vez frases como que «sin idiomas hoy no se llega a ningún sitio», o «un máster abre muchas puertas» o, incluso, pretendidamente sutil por parte de papá, «el inglés es el latín del mundo moderno». Claudio prefería de lejos las lenguas muertas a las vivas; como habría preferido la medicina forense a la cirugía, el embalsamamiento a la cosmética. Los cadáveres carecen de los amaneramientos de los vivos, no necesitan aprecio ni admiración, nunca son superficiales ni presuntuosos ni tienen ya posibilidad de ansiar el poder o la gloria. Una lengua muerta era un residuo sin nostalgia, un fósil, un ser de compleja inutilidad. El inglés, por el contrario, era un signo externo de riqueza o al menos de ambición, y la ambición era siempre una debilidad, el sometimiento a lo que los demás consideran bueno o útil o práctico.

—Hijo —había intercedido mamá ante el último desaire de Claudio—, es un regalo magnífico, no hagas ese desprecio a tu padre.

—¿Me hace un regalo para darme una alegría o para ser feliz él?

—A él le hace feliz regalarte cosas porque te quiere.

—Qué hábil eres, madre. Pero, si a mí no me hace feliz el regalo, ¿no es egoísta insistir en regalarme algo que me desagrada?

—No sé por qué tienes que complicar tanto las cosas.

—Las cosas son complicadas sin mi intervención.

—Bueno, dime qué te haría ilusión. ¿Habrá alguna cosa que te gustaría tener?

—La criada de Nico. Dile que me regale la criada de Nico y tendrá un hijo que respetará sus canas y lo honrará más allá de lo que exige el cuarto mandamiento.

—Vaya perra que has cogido con esa chica. No es para tanto.

—Precisamente. No será muy cara.

Mamá frunció la nariz. Se frotó la frente con el dorso de la mano y decidió repentinamente que el salón estaba desordenado. Guardó los CD sueltos en sus fundas, recogió el periódico desparramado sobre la mesa de cristal, ahuecó los cojines.

—Hijo, no sé qué vamos a hacer contigo.

—Ella siempre lleva a la niña al colegio. Y también va a recogerla. Todos los días. Y sé con qué autobús regresa a su reserva. ¿Prefieres hablar tú con ella o lo hago yo?

—¿Y qué hacemos con la señora Martina?

—¿A mí qué me importa la señora Martina?

—Eras un niño tan sensible.

—Lo sé. Lloraba con las películas del Pato Donald. Hoy también lloraría.

—¿No le tienes afecto? Te ha cuidado desde que naciste.

—La asiduidad no es una virtud.

—Te haces el duro, pero yo sé que te daría pena que se fuese. Anda, dame ese vaso. ¿Qué has estado bebiendo?

La madre le arrebató el vaso y se fue a la cocina. Abrió un grifo. Ruido de cacharros en el fregadero. Y luego un silencio sospechoso. Si su madre callaba significaba que la situación era grave. Últimamente sus viejos lloraban por cualquier cosa. Sí, eso había sido un vagido. Claudio abandonó sigilosamente el salón, abrió y cerró la puerta de la calle consiguiendo evitar el menor chirrido y se puso las botas sobre el felpudo. Nevaba otra vez. Levantó la cara hacia el cielo con la boca abierta. Los copos se le deshacían en la lengua. Cuando se cansó de comer nieve, atravesó el jardín; renunció a coger la bicicleta para no tener que abrir la ruidosa cancela, saltó la verja y se encaminó a casa de Nico, dispuesto a vigilar sus movimientos.