Claudio se agarraba con la mano izquierda al abrigo de su madre. La otra mano, tendida al frente, palpaba el aire, tanteaba en busca de posibles obstáculos.

—Hijo, por Dios.

Desde que se apearon del todoterreno Claudio había insistido en caminar con los ojos cerrados, ciego sin bastón, y con madre en lugar de perro. La nieve había comenzado a derretirse formando un barrizal blanquimarrón en el que los pies de Claudio fangueaban, se movían indecisos y lentos, a pesar de los tirones de él que daba su madre.

—¿Dejarás de hacer el imbécil? Mira cómo te estás poniendo los zapatos. Justo para ir a la zapatería. Parece que lo haces a propósito.

—No puedo abrir los ojos, madre.

—Te dejo aquí, ¿eh? Me vuelvo a casa y te compras tú solo los zapatos.

—Por favor, no me hagas eso. ¿Cómo elegir entre los miles de modelos, materiales, colores, marcas, logotipos, estilos, con o sin cordones, elegantes o deportivos, ortopédicos, caros y baratos?

—Que siempre tienes que hacer lo mismo. Abre los ojos o te dejo aquí.

—Qué más quisiera yo que ser capaz de abrir los ojos.

—Cada día una nueva idiotez.

—Las calles están llenas de escaparates.

—Hijo mío, son tiendas. ¿Qué quieres, que las pongan en una cueva?

—Es que no me entiendes. Yo no puedo asomarme a un espejo ni a un escaparate. No puedo asomarme siquiera a un remanso de agua; por eso no voy a la piscina.

—No vas a la piscina porque eres un vago y un sucio. Hijo, ¿no ves qué tropezones das?

—Te agradezco que seas mi guía, madre. Eres Virgilio y yo soy Dante.

—Si no fueses así de desastrado podrías asomarte a cualquier espejo. Pero vas con esas pintas.

—¿Te imaginas? Asomarte a un espejo y no encontrarte. Me aterra la posibilidad.

—Mira, allí está la zapatería. Abre los ojos para cruzar, por Dios, cómo está el suelo. Y cada vez más tráfico en este pueblo.

—No me escuchas.

—Te escucho, pero me aburres.

—Te estaba diciendo: imagínate que te miras en un espejo y no te ves. ¿Te das cuenta del horror? ¿El vértigo? Deberías estar ahí, pero hay un vacío. Si lo pienso me parece que voy a desmayarme.

—Pues no lo pienses.

—Pero ¿cómo no voy a pensar en una posibilidad tan aterradora?

—No me digas que rompiste por eso el espejo de tu armario.

—Levantarme por las mañanas se había vuelto una tortura. No soportaba la incertidumbre mientras me vestía a ciegas: ¿habrá desaparecido mi reflejo?

—Hazme un favor, abre los ojos antes de entrar en la zapatería.

—Ahora no puedo, de verdad, me gustaría darte esa satisfacción, pero es imposible. Guíame al interior y los abriré, aunque te advierto que no levantaré la vista del suelo. Tampoco es necesario para comprar zapatos.

—Es la última vez que bajo contigo al pueblo. Buenos días, buscaba zapatos para mi hijo…

Los pies del dependiente estaban calzados con zapatos deportivos que le elevaban varios centímetros por encima del suelo, los de su madre con puntiagudas botas de color rosa ribeteadas de piel, probablemente de conejo. Podría ser interesante ir por el mundo mirando sólo los pies de la gente, hacerse una idea de su carácter, su historia, su estatus social, nivel de estudios, guiándose sólo por su voz y sus zapatos.

—¿No es ése tu profesor de latín?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

La madre le dio una fuerte sacudida de la parka emitiendo una especie de ronquido de impaciencia. Claudio levantó la cabeza con los ojos entrecerrados por si acaso.

—Sí, el profesor de latín con su fámula. ¿Por qué les saludas?

—Compórtate de manera normal si puedes. Buenos días, don… ay, disculpe.

—Nico. ¿Cómo está? ¿Qué tal, Claudio? Ah: Olivia: trabaja con nosotros. Estábamos comprando zapatos.

—Es lo lógico en una zapatería. ¿Tú también te haces acompañar para que alguien elija por ti, te parece insoportable la diversidad…?

—No; buscábamos unas botas para Olivia.

—Claro, el 0,7%.

—¡Claudio!

—No se preocupe, Claudio y yo nos entendemos.

—Pues no sabe qué alegría me da que le entienda alguien, porque lo que es yo… Qué tiempo más feo hace, ¿verdad? Y este barrizal por las calles…

El resto de la conversación Claudio lo pasó boqueando como un pez. Hablaban del tiempo, de cómo se había puesto el pueblo, de lo difícil que era aparcar, de los temas, en fin, favoritos de su madre.

—No te has traído a la perra —dijo Claudio tan sólo para interrumpirles, porque le parecía que la conversación podría alargarse eternamente, independizarse del mundo que la rodeaba, convertirse en una especie de limbo en el que para no sufrir ni gozar una banalidad se encadenara con la siguiente, por los siglos de los siglos.

—¿Y para qué se iba a traer la perra a una zapatería?

—Eso es verdad, madre. La perra no necesita zapatos.

Hubo, por fin lo consiguió, un silencio incómodo. Todos respiraron varias veces sin añadir una palabra. Se despidieron emitiendo sonidos. Al alejarse, Olivia se giró y lo examinó con la misma expresión que si fuera un animal cubierto de costras y, en voz no lo suficientemente baja, dijo: Qué muchacho tan extraño…, ¿tú crees…? Y el resto se perdió.

¿En qué sentido extraño? ¿Especial, original, atractivo por lo diferente? ¿Habría quedado fascinada por su fuerte personalidad? Lamentó no haber escuchado el final de la pregunta.

—Te encanta hacer el ridículo.

—Lo siento, madre.

—¿Qué pensarán de ti?

—¿Y de ti? Formulado de otra manera: ¿pensarán algo de ti?

—Mira qué bonitos esos zapatos. Yo creo que te irán bien.

—Comprémoslos.

—¿Qué te parecen esos otros? Son más modernos, ¿no?

—Perfectos. Comprémoslos.

—Joven, por favor. Nos trae éstos en una cuarenta y dos.

—¿Qué te ha parecido la fámula?

—¿La asistenta de tu profesor? ¿Qué me va a parecer, si no ha dicho una palabra? Será colombiana o algo así, ¿verdad? Ah, te ha gustado. Preferirías tener a una jovencita así a la señora Martina.

—Sí; tiene algo muy atractivo. ¿Sabes qué?

—Siempre te han gustado los pechos grandes.

A la madre le encantaba fingir una complicidad imposible con su hijo, era feliz si hablaban de temas que «casi ningún hijo comenta con su madre». Luego presumiría con sus amigas de la gran confianza que tenía con su chico. «Podemos hablar de cualquier cosa. Somos como dos buenos amigos».

—¿Y tú qué sabes qué mujeres me gustan? ¿Lo dices porque tú los tienes grandes?

La madre se rio a un volumen más alto de lo que justificaba la situación.

—Todas las chicas que cuelgas en tu habitación son tetonas.

—Eso no son chicas, son iconos. Podría colgar igual una Virgen con el Niño, un grupo de rock o una foto del Real Madrid. Es una forma de establecer un territorio simbólico y de reflejar una personalidad hacia el exterior, ya que mi carácter está en proceso de formación y aún no puedo…

—No empieces a decir cosas raras, que me aturdes.

—Lo que me gusta de esa chica, Olivia, es que tiene aire de víctima.

—Ahí llegan los zapatos.

—Casi dan ganas de hacerle daño para que cumpla su vocación. Esos ojos blandos, acostumbrados a soportar pruebas. Ese cuerpo sin usar debidamente. El gesto apacible, manso.

—A ver, pruébatelos. No le harán daño, ¿verdad?, porque a mí esas costuras en los lados enseguida me levantan ampollas. No, hijo, con el calzador. ¿Te gustan? Camina un poco.

—¿No podrías contratarla? Me encantaría tenerla en nuestra casa. En serio: me haría muy feliz.

—¿No te hacen daño?

—Hablaré con Nico, a ver si nos la vende. Vámonos. No aguanto más tiempo aquí.

—¿Ésos? ¿No quieres probarte otros?

Claudio cerró los ojos y se dirigió a la puerta con los brazos por delante.

—Qué cruz tener un hijo adolescente, de verdad se lo digo. Claudio, espera, que tengo que pagar. ¿Qué hago yo ahora con tus zapatos sucios?

Claudio se detuvo en medio de la zapatería. Oía voces, tan poco significativas como el ruido del tráfico. Olivia era un nombre bonito, como el de la novia de Popeye. Otra víctima perfecta, siempre a punto de ser violada y/o asesinada por Brutus. Por cierto, en el nombre de Olivia se escondía anagramáticamente la palabra «viola», aunque también coincidía en sus letras con «alivio». Olivia, no desesperes: seguro que Popeye te rescatará en el último momento. Pero tenía que decidir aún si él iba a ser el valiente marinero o Brutus. Sería los dos sucesivamente. ¿Era una casualidad que Brutus tuviera un nombre romano, además el nombre de un traidor? El parloteo de su madre, al parecer hondamente preocupada porque iba a manchar de barro los zapatos nuevos, le sacó de sus reflexiones. La tomó otra vez por el abrigo.

Un ciego guiando a otro ciego, fue lo último que pensó antes de salir de la tienda.