Claudio

El ojo de Dios. Eso era, o más bien Dios representado por un ojo, como esos dibujos en los libros escolares antiguos en los que se veía un triángulo equilátero con un ojo en el centro: Dios = figura geométrica pura, omnisciente, omnividente. Pero en el iMac el ojo de Dios no estaba en el centro del triángulo, sino en el del borde superior de la pantalla, formando un triángulo con los dos vértices inferiores. El ojo que todo lo ve, también tus más negros pensamientos.

Claudio jamás tendría un Mac. Había comprado por veinte euros a un compañero de clase —¡valiente idiota!— un Commodore 64 de 1982 al que había conectado un interfaz que a su vez le permitía conectarse a Internet. Para jugar y los trabajos básicos le servía. Y cuando necesitaba realizar operaciones más complejas utilizaba otro Commodore del 86, por el que ni siquiera había tenido que pagar porque no funcionaba; lo había ido rellenando de los componentes necesarios para usar Linux y conectar diversos periféricos. Estaba particularmente orgulloso de la transformación a la que había sometido a su webcam: la había desmontado para retirar el filtro de color y lo había sustituido por un trozo de negativo velado: el resultado era que las imágenes propias que proyectaba al mundo exterior parecían tomadas por una cámara de infrarrojos.

No le sorprendía que Nico tuviese un Mac. Le pegaba. Y le pegaba también no saber utilizarlo. En realidad, no entendía por qué su profesor de latín se había dirigido a él para pedirle ayuda con un programa que, según él, no se instalaba. Sospechaba que era un señuelo: una manera de atraer al alumno díscolo a cierta intimidad, llevarlo a una posición desde la que poder iniciar conversaciones en principio alejadas del currículo escolar, conversaciones de amigos, de colegas, astutas maniobras cuyo fin era acabar empujándolo hacia al redil, para el posterior marcado y sacrificio; pero Nico, de lograrlo, no sentiría el menor remordimiento por su doblez, al contrario, se iría a la cama con el orgullo de haber devuelto a un alumno al buen camino.

Antes de entregarse a su tarea, Claudio hurgó entre los papeles desparramados por el escritorio, tan desordenado que reflejaba más coquetería que descuido, y proclamaba a los cuatro vientos que allí trabajaba un hombre olvidado del mundo y de sus pompas que prefería ocupar su tiempo en complicadas elucubraciones a dedicarlo a encontrar el lugar pertinente a cada objeto. Sobre la superficie de madera de cerezo se mezclaban facturas con hojas de traducciones, exámenes corregidos y sin corregir, libros, bolígrafos, notas diversas, tarjetas de crédito, billetes de autobús y un sinfín de documentos que habrían tenido quizá interés para un arqueólogo del futuro que deseara informarse sobre la vida cotidiana de sus antepasados, pero absolutamente anodinos para Claudio.

Al levantar la vista se convenció de que el desorden era una pose de sabio embebido en acertijos que sólo a él interesaban: en las estanterías que cubrían cada pared del despacho, del suelo al techo, salvo para dejar, y aun parecía que de mala gana, los huecos correspondientes a la puerta y las ventanas, miles de libros expresaban las convicciones del habitante de ese cuarto: ni cuadros, ni muebles ostentosos, ni objetos traídos de lugares exóticos; tan sólo libros, pero lo interesante no era tanto su presencia, propia de cualquier despacho de profesor de humanidades, sino el orden que Claudio descubrió sin necesidad de levantarse: no estaban ordenados por materias ni alfabéticamente, ni por idiomas ni por aficiones, sino de forma cronológica: Hamlet se codeaba sin remilgos principescos con los plebeyos Rinconete y Cortadillo y Lolita se frotaba viciosa contra el americano impasible, un Suetonio de lomos de cuero presumía junto a un Tácito de bolsillo, el pío Chateaubriand se asomaba timorato al infierno de Fausto, y Rimbaud hubiese podido sodomizar a Verlaine, igual que hiciera en vida.

El problema en el ordenador era obvio: el programa que quería instalar era demasiado antiguo y no corría con Tiger, pero a Nico no se le había ocurrido instalar una versión anterior del sistema operativo.

—¡Magister!

Nico apareció en el despacho tan deprisa que Claudio sospechó que había estado aguardando en el pasillo.

—¿Qué?

—Eureka.

—¿Lo resolviste?

—Lo encontré. Necesito que introduzcas tu clave de administrador; tengo que bajar un par de programas.

Claudio observó con el rabillo del ojo cómo su profesor tecleaba la contraseña; no le dio tiempo a interpretar cada movimiento de los dedos sobre el teclado, pero sí creyó haber visto las tres primeras letras: cat.

—Gracias, maestro.

—¿Quieres algo más?

—Recogimiento.

—Bueno, llámame si necesitas algo.

Al momento Claudio oyó su voz y la de la niña mezcladas, un diálogo lejano y casi incomprensible, más lejano a medida que se concentraba en su tarea. Bajó las distintas versiones de Mac OS 9 que necesitaba y a continuación instaló los programas.

—Terminé —dijo, pero nadie le oyó. Se escuchaba una música infantil, con coros cursis que hablaban de ratoncitos, y de corderitos y de otros muchos itos. Nico acompañaba las melodías sin mucho tino y la niña cantaba también los trozos que se sabía.

Se quedó unos segundos mirando el teclado. Pinchó el icono del Messenger: nico2005 era el nombre de usuario. Y la clave seguramente sería la misma que utilizaba para otros menesteres; salvo gente rara como él, casi todo el mundo usaba una sola clave por miedo a olvidarla.

cat

catedral, categoría, catequesis, cat2005.

En realidad, no la quería para nada. Mera curiosidad. Todos tenemos secretos. Nadie es lo que parece. Y la gente no es muy ocurrente: al no tener limitados los intentos, encontrar la contraseña era cuestión de inspiración y paciencia. Por cierto… Ah, Nico, Nico, ya te tengo. ¿Cuáles serán los genes que han hecho un genio de mí? Desde luego por parte materna, nada. Tendré que averiguar si en la rama paterna hubo algún elemento destacado.

Quosque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?

A que sí. A que te he pillado.

catilina

Al introducir la contraseña se abrió la ventana del Messenger con la lista de contactos. Casi todos eran, o eso parecían, identidades de mujeres. Mira qué pillín el Nico. Vio que lamaga estaba en línea.

—Hola —le escribió.

—Vaya, hacía un siglo que no dabas señales de vida.

—Estaba muy liado.

—También te echamos de menos en el chat.

Genial. Nico participaba en chats.

—Tengo que irme. Sólo quería enviarte un saludo.

—¿Sólo un saludo, antipático?

—También un beso.

—¿Dónde?

—Donde tú quieras.

—Ummmm, qué rico. Vuelve pronto, que necesito más.

Menuda gilipollas. Sigamos husmeando. Claudio abrió la ventana de cookies y enseguida le llamó la atención una dirección: suicidegirls.com.

Abrió Safari y entró en suicidegirls. Tatuajes sobre cuerpos desnudos, piercings en espaldas, orejas, lenguas, labios, sexos. Chicas que se muestran desnudas y te cuentan sus vidas en blogs inacabables: una adora los gatos, la otra se emborracha siempre que puede, aquélla dice que ha roto con su novio y que los hombres son una mierda. Habría podido entrar con el nombre de usuario y la contraseña de Nico para saber con cuál de ellas conversaba, de qué hablaban, si se había encontrado con alguna, aunque la mayoría eran yanquis y el inglés de Claudio no era muy sólido. Tampoco tenía mucho tiempo para indagar. Fue abriendo las páginas de chats en los que participaba Nico y creó y se autoenvió un documento en el que anotó las diferentes direcciones y los nombres de usuario.

Nico tocó a la puerta abierta con los nudillos como si se tratase del despacho de otro. Claudio aparentó estar embebido en lo que hacía hasta que hubo borrado del historial las páginas visitadas recientemente.

—¿Cómo vas?

—Bien, bien. Esto ya está.

Antes de que Nico diese la vuelta al escritorio, todas las ventanas estaban cerradas.

—¿Instalado?

—Tus deseos son órdenes.

—¿Te quieres quedar un rato? Mi mujer llegará enseguida.

—No veo la relación.

—¿Cómo?

—Nada, que me voy.

Al salir se encontró con la niña, que le sonrió tímidamente.

—Tú eres Berta.

Quizá porque el tono no fue de pregunta, la niña no respondió.

—Ven, vamos a acompañar a Claudio a la puerta. O prefieres que te lleve a casa.

—No, prefiero caminar.

—Bueno, gracias por todo.

Claudio salió al jardín, ignoró a la perra que saltaba y gemía y rabeaba y se humillaba desde detrás de una alambrada para conseguir una caricia o unas palabras amables.

La luz de las farolas teñía la nieve de naranja. En la oscuridad de los jardines vecinos se dibujaban rectángulos luminosos, como las luces de barcos extraviados en la niebla. Islas y mazmorras a la vez, cobijos y campos de internamiento. Claudio nunca viviría así. Entre exiliados de lujo que huían de la ciudad y se condenaban a convivir en familias frecuentemente mal avenidas como supervivientes de una catástrofe nuclear. Claudio detestaba la idea de volverse adulto, y se había prometido no casarse nunca, ni tener hijos ni perros, ni lavaría el coche los domingos, ni hablaría de política, ni —eso sí que nunca, nunca jamás— se haría entendido en vinos ni comentaría lo bien que se come en tal o cual restaurante.

Había empezado a subir la cuesta, pero se detuvo: un coche bajaba patinando, con el motor demasiado revolucionado, los faros bizqueando hacia todos lados como si buscasen algo. Claudio, instintivamente, se escondió detrás de un árbol; al apoyarse contra el tronco y dejar de reflexionar sobre el horror que le esperaba agazapado unos años más allá, se dio cuenta de que estaba tiritando de frío. El coche llegó a su altura, se deslizó en punto muerto lanzando guiños rojizos que convertían la nieve en una pista de discoteca, hasta que el parachoques delantero golpeó suavemente contra un árbol pegado a la valla del jardín, y se hizo el silencio. Durante unos segundos pareció un animal exhausto tras haber sobrevivido a una larga travesía. En silencio y oscuro, más bien como una cosa muerta. Enseguida salió de la concha el bicho que la habitaba: una mujer rubia, joven sería mucho decir pero que no aparentaba haber llegado a los cuarenta; después de salir volvió a asomarse a su habitáculo, hurgó en el interior dirigiendo las nalgas hacia Claudio; sus manos reaparecieron con abrigo, bufanda, bolso, etcétera. Cerró. Pulsó el mando a distancia y el coche se despidió de su ama con un feliz parpadeo y una llamada de cachorro de foca. Qué felicidad que los objetos nos quieran; también los ordenadores nos saludan, hablan con nosotros, fingen que verdaderamente nos estiman.

Debía de ser la mujer de Nico; tenía un buen culo, lo demás no podía apreciarlo Claudio desde donde estaba. Y a lo mejor tenía también el famoso sexto sentido, porque mientras descorría el cerrojo se volvió y su mirada se cruzó con la de Claudio. Él, por supuesto, no intentó esconderse: la miró fijamente y, al cabo de unos segundos, la saludó levantando la mano. Ella no respondió a su saludo, sino que se apresuró a entrar en el jardín y echar ruidosamente el cerrojo.

¿Habría sentido miedo de él?

Confortado con ese pensamiento, Claudio inició el camino hacia su casa. La nieve, bajo sus pies, le acompañaba haciendo chof chof, y a veces crunch. Claudio detestaba la nieve.