—Haz conmigo lo que quieras —y aunque Carmela dejó escapar la primera nota de una carcajada, la expresión infeliz y temerosa de Max la llevó a interrumpir su risa. Max hablaba en serio—. Por favor, haz conmigo lo que quieras.

Quizá entonces le vio por primera vez o por primera vez consiguió distinguir lo que era pose y lo que era personalidad, lo que era la imagen que deseaba que los demás tuviesen de él y lo que él era, fundamental y secretamente, y no deseaba que nadie supiera, salvo en ese momento del deseo y la entrega, en el que la exigencia tanto tiempo guardada en secreto eliminaba toda prudencia y toda vergüenza. Porque «haz conmigo lo que quieras» significaba «haz conmigo lo que quiero y nunca me he atrevido a pedir».

Tomó la mano que Max le había tendido segundos atrás y aún flotaba en el aire, indecisa, mendicante: vale, Max, ¿y qué quieres que quiera?

—¿Cómo?

—Sí, haré contigo lo que quiera, pero ayúdame, dame una pista. ¿Cómo quieres que lo haga?

Tiró de ella suavemente hacia el dormitorio, se desnudó vuelto hacia la pared, sacó del cajón cuatro cintas negras, su cuerpo formó una equis sobre la cama, y, sin alzar la vista, repitió dos veces lo que deseaba aunque era obvio. Carmela se desnudó también. Sentía más ternura que excitación. Ató a Max boca abajo de manos y pies —sí, estaba temblando—, y comenzó a arañarle cariñosamente la espalda, tranzando cinco caminos que se detenían una y otra vez sobre las nalgas, esas nalgas desprovistas de grasa pero también casi sin músculo, nalgas de adolescente enfermizo, y cada vez que sus dedos llegaban a ellas él gemía, la animaba con un suspiro que indicaba que era el camino adecuado.

—¿Qué?

Tuvo que acercar el oído a la boca de Max, que ya sólo hablaba en susurros, como si el deseo le arrebatara todas sus fuerzas.

—Las velas, utiliza las velas.

Dos velas de color granate ardían en un candelabro sobre la mesilla como única iluminación del cuarto; Carmela pasó revista a sus posibles usos sobre el cuerpo gustosamente crucificado que exigía una nueva forma de martirio.

—¿No querrás que te queme?

Con voz de moribundo que usa las últimas fuerzas para expresar su última voluntad, rogó:

—La cera. Las gotas de cera caliente.

Sonó el teléfono, pero ninguno de los dos le prestó atención. Las gotas de cera roja iban cayendo sobre la espalda de Max, a cada gota un estremecimiento, que ganaba intensidad a medida que la suave tortura descendía unos centímetros, y unos centímetros más, y otros más, provocando amortiguados chillidos al atravesar la frontera de la cintura.

—¿No te duele demasiado?

—Sigue, por favor.

Cautelosamente, como pidiendo permiso, Carmela fue vertiendo las gotas cada vez más cerca de la división de las nalgas, amontonó tres o cuatro sobre el hueso sacro.

—Aquí se encuentra el chacra Swadhisthana, asociado a la energía sexual. ¿Soy o no soy una buena alumna? —Carmela se inclinó para, tras darle un mordisco en el lóbulo, susurrarle al oído—: ¿Pasamos al siguiente chacra? —interpretó como un sí el estertor que escapó de los labios de Max—. Éste es el chacra Muladhara —recitó mientras vertía gotas de cera sobre el cóccix—. Su función es la de refinar la energía sexual. En él se unen la alegría física y la espiritual. ¿Cierto? —Max se retorció dificultando la puntería de Carmela—. Aunque algunos lo sitúan más abajo, junto al perineo. ¿Quieres que lo busque?

—Aaaah.

—Entonces lo busco. ¿Está aquí?

Max continuó gritando, cada vez más fuerte, según las gotas descendían entre sus nalgas, casi histérico cuando la primera acertó sobre el ano, algo más relajado segundos después, pasada la zona más sensible.

—Ahora te voy a dar la vuelta.

Sonó otra vez el teléfono. Carmela le tiró una almohada sin acertarle. Desligó los pies de Max y le obligó a girar sobre sí mismo, quedando sus brazos cruzados por encima de la cabeza. Ató los pies apretando con más fuerza que antes. Hazme daño. ¿No era eso lo que Max quería? ¿No era lo que le había pedido sin atreverse a pronunciarlo?

Se arrodilló entre sus piernas. Las primeras gotas cayeron sobre los pezones.

Berta estaría durmiendo a esas horas. La había dejado con la abuela para dar a Nico la oportunidad de quedarse a solas con Olivia. Y aunque seguramente la había vuelto loca, pidiéndole que le leyera cuentos, que llamase a mamá, que un ratito más levantada, sólo un ratito, y después tendría hambre, y después sed y después serían ganas de hacer pipí las que justificarían que volviera a salir de la cama —porque la abuela era incapaz de aplicar el método para acostarla y en general ningún tipo de disciplina—, ya se habría dormido de puro cansancio. Carmela había apagado el móvil y no dio a la abuela el teléfono de Max para evitar chantajes emocionales, porque Berta dominaba su propio cuerpo y lo obligaba a comportarse como exigían las circunstancias, provocándose repentinos dolores de tripa o mareos o vómitos. Berta. Bertita, qué pensaría si viese a mamá así, sentada sobre un señor desnudo y maniatado, vertiendo cera líquida sobre la piel de ese hombre que se retuerce y gime, qué pensaría si la viese haciendo el amor, sudorosa y jadeante también ella, con mirada enloquecida —según decía Nico—, o más bien, qué había pensado cuando abrió la puerta una vez y la vio a cuatro patas y Nico detrás de ella, los dos gimoteando como si les golpeasen, qué sintió para cerrar la puerta violentamente, correr por el pasillo, esconderse bajo las sábanas, llorar con tal desconsuelo. Bertita, no llores, papá y mamá sólo estaban jugando.

Carmela dejó caer un chorro de cera sobre el vientre de Max. ¿De verdad sería un dolor tan placentero? Quizá había llegado el momento de liberarle; encajó el cirio otra vez en el candelabro, se sentó sobre Max, manipuló hasta acoplarse sobre él, y ahí terminó todo: Max se arqueó, repentinamente silencioso, se sacudió como un caballo que quiere desmontar al jinete, se congeló un momento en una posición en la que daba la impresión de que las articulaciones se le habían roto —las corvas tensas, la coronilla clavada en la almohada y la barbilla apuntando al techo, los brazos retorcidos como lianas—, y sin embargo ni un ruido salía de su boca, hasta que sus extremidades parecieron quedarse sin músculo ni tendones, su vientre desinflarse, su rostro el de una persona dormida.

Sonó el teléfono.

—Qué mierda de aparato —exclamó Carmela, descabalgó, tropezó con los pantalones de Max, blasfemó bajito, pulsó el botón.

—No contestes —gimió Max sin detenerla.

—¡¿Qué?! —habría esperado que alguien preguntase por Max. Pero sólo oyó un sonido que podía ser aire, interferencias o cualquier cosa—. ¡¿Quién es?!

Y eso que había sido un ruido indescifrable que se fue revelando como un llanto casi silencioso, alguien quizá que buscaba la ayuda del maestro, alguien que esperaba un consuelo espiritual, la sabiduría del Tao o de los indios hopi o la comunión con Gaia o la pacífica resignación de Buda, porque Max tenía un remedio para cada necesidad, una mística para cada inquietud, sólo que quien estuviera al otro lado no pedía ni exigía que Max se pusiera, de hecho no pedía nada, lloraba y lloraba y Carmela empezaba a sentirse fascinada por esa persona al otro lado que tan sólo quería que alguien escuchara su llanto, aunque al momento tuvo que convencerse de que lo que sucedía era que no le salía la voz, pues sí se escucharon un par de intentos de pronunciar una palabra, y a Carmela le entraron escalofríos, porque bastaron esos dos sonidos inarticulados para que comprendiera, y sujetándose al aparador, aunque quiso decirlo en voz baja, casi gritó:

—Nico, ¿qué pasa? ¿Qué pasa?

—Cuelga —rogó Max—, cuelga a ese pesado.

Nico seguramente estaba pasando la noche con Olivia, y quizá lo que se anunciaba como una desgracia, y la más grave que se le ocurrió en aquellos pocos segundos fue un accidente de la niña, era tan sólo un fracaso erótico, o una escena de Olivia, o en el peor de los casos, curioso que se le pasase algo así por la cabeza aunque no tuviese otros datos que esas lágrimas que no podía ver, la amenaza de denunciarle por acoso, porque ya sabían que estaba necesitada de dinero y sería tan fácil convencer a un juez de que el patrón había querido abusar de ella, la había llamado a la casa con excusas pues esa noche nadie la necesitaba y el señor la había manoseado; no habría sido necesaria una acusación por violación que exigiría pruebas mucho más engorrosas, y probablemente Olivia ni siquiera pretendía llevar las cosas a los tribunales, pues bastaría con la amenaza: si Nico le había insistido en acostarse con ella, él ya se sentiría lo suficientemente culpable como para ceder a cualquier chantaje; no harían falta más que un par de lágrimas de Olivia para que él se viese como un latifundista que preña a las hijas de los aparceros, Nico y su mala conciencia de hombre, de blanco, de europeo, de persona de clase media, y en este caso podía elegir entre ese póquer de remordimientos, estaría dispuesto a arrepentirse durante meses de haber abusado de la pobre criada india.

—Nico, eh, Nico, no pasa nada. Cálmate.

Carmela tuvo que retirar el aparato del oído porque Nico prácticamente aullaba en el auricular cosas incomprensibles, sí, de un accidente, un accidente —de Olivia, gracias a Dios— y Carmela tenía que ir a toda prisa y ayudarle, por favor, Carmela, es horroroso, horroroso, y colgó antes de que Carmela pudiera indagar la naturaleza de la catástrofe. Arrojó el teléfono sobre el aparador, comenzó a vestirse apresuradamente sin hacer el menor caso a las protestas de Max —no te vayas ahora, ¿dónde vas?, pero ¿no te das cuenta de que sólo quiere estropearnos la noche?—, su atención dividida entre las especulaciones sobre lo sucedido y una pregunta que había ido a sumarse a éstas, a saber, de dónde habría sacado Nico el número de Max, si ella no se lo había dado nunca, y no creía haberle dicho tampoco su apellido, hasta qué punto se había dedicado a espiarlos sin que ella lo supiese, mucho más herido o inquieto de lo que imaginaba, pero no era quizá el momento de ofenderse por haber sido espiada, sino de salir corriendo, y como ya se había puesto los zapatos y cogido el bolso, nada le impedía marcharse, por lo que se encaminó hacia la puerta aún remetiéndose la blusa, y primero ni se volvió ante las llamadas de Max, incapaz el pobre de comprender que no era una cuestión de celos, sino que verdaderamente había ocurrido alguna desgracia, así que aunque le gritaba una y otra vez, ¡Carmela!, ¡Carmela!, ella habría salido del apartamento, pero tuvo que detenerse cuando comprendió que la de Max no era una llamada de amante herido, sino un grito desesperado, ¡Carmela, cojones, desátame!

Y a pesar de todo tuvo que reírse de la situación, imaginando que, de haber cerrado la puerta dos segundos antes, habría dejado a Max atado con sus ligaduras negras a las esquinas de la cama, su cuerpo cubierto de cera roja y esperma, y quizá lo habría encontrado así la mujer de la limpieza a la mañana siguiente.

—No tiene ni puta gracia —fue la opinión de Max mientras ella le desataba una mano.

—El resto puedes hacerlo tú.

Entonces sí, salió del apartamento a toda prisa. Más llamadas de Max, pero qué importaba: acababa de romper silenciosamente con él. Mientras bajaba en el ascensor ya había sacado las llaves del bolso. Corrió algo inestable sobre los tacones, entró en el coche, arrancó dando un acelerón que debió de despertar a buena parte del vecindario, se encaminó a casa, donde seguramente la esperaba alguna escena terrible pero no tanto, que exigiría de ella sus dotes de mujer sosegada, segura, en cierto sentido maternal, dispuesta a acariciar la cabeza de Nico hasta que se tranquilizara y se quedase dormido.

—Como un niño —dijo en voz alta. Y lo repitió porque le gustó el sonido de aquellas palabras en la soledad de la noche—. Como un niño.