En las enormes gafas de Manuel, que parecían sacadas de una película de los años setenta, se reflejaban dos cuadrados verdes. Aunque fruncía el ceño fingiendo estar ocupado tras el ordenador, y si le preguntara hablaría de la lista de clientes o del baremo de precios, o de una carta de la API, Carmela sabía en qué pasaba las horas muertas, entregado a esa letargia sin emociones ni sobresaltos; a Carmela le parecía que la gente vivía en una especie de coma inducido por toda una serie de terminales electrónicas que, en lugar de reflejar las constantes vitales, las reducía a un mínimo imprescindible.
—¿Te va saliendo el solitario?
—¿Cuál? ¿Qué solitario? No, estaba…
No era mal tipo Manuel. Y quizá dejaba un resto de esperanza que le avergonzara ser sorprendido en ocupación tan banal. Al menos aún sabía que esos juegos estúpidos de ordenador tenían algo de indigno, de insuficiente, de ridículo, en un adulto.
Habían follado dos veces. Carmela no lo definía como hacer el amor —expresión que aplicaba a muy contadas ocasiones y siempre con la sensación de incurrir en una cursilería—, y no podía decir que habían estado dos veces en la cama juntos porque ninguna de ellas sucedió en un dormitorio. Una de las múltiples mañanas en las que no aparecía ningún cliente por la inmobiliaria, Carmela fingió no haberse dado cuenta de que él estaba lavándose las manos y entró en el baño, se quedó un momento ante la puerta abierta, como si estuviese pensando en algo concreto pero no se atreviese a formularlo —Manuel era uno de esos hombres que sin duda necesitaban la impresión de llevar la iniciativa, y un acto demasiado descarado de Carmela le habría puesto incómodo, como si más que una conquista se le echase en los brazos una prostituta—, le dio tiempo para decidirse y él la atrajo hacia sí, las manos de ambos multiplicaron su presencia, hubo un momento en el que el deseo pudo haberse transformado en pasión, y allí, de pie, apoyada ella sobre el mueble del lavabo, descubrieron que ambos habían necesitado hacer lo que estaban haciendo, pero que el resultado no justificaba el esfuerzo.
Repitieron sin embargo una vez, en el mismo lugar y la misma postura, como para asegurarse de que no se habían equivocado en la primera apreciación, o porque Manuel pensó que si no Carmela se iba a sentir decepcionada, como una mujer a la que utiliza un hombre para desahogarse y luego no quiere saber nada más de ella. En ninguna de las dos ocasiones fingió Carmela un orgasmo. Si él se sintió incómodo al darse cuenta de que no pasaría a los anales de la historia erótica de su empleada, lo olvidó muy pronto gracias a que Carmela le trataba con afecto pero manteniendo las distancias. Lo habían hecho, porque si no la posibilidad de hacerlo habría estado siempre entre ellos, la fantasía habría teñido cada gesto, cada conversación, cada mirada. Follar había sido una forma de eliminar la posibilidad de follar, y con ello de entablar una relación incómoda, llena para él de remordimientos de conciencia; por un lado había demostrado su capacidad de seducción, por otro, al no ir más allá de esas dos veces, no necesitaba sentir que engañaba a su mujer. Los dos actos sexuales habían quedado tan definitivamente archivados como el currículum que le entregó Carmela en la primera entrevista.
—¿Por qué no te vas a tomar un café? Si viene alguien, ya me ocupo. Y si aparece de pronto una oleada de clientes dispuestos a arrebatarnos de las manos todas nuestras ofertas te llamo al móvil.
—Si alguno quiere llevarse el chalé junto a la incineradora no me llames a mí, llama al psiquiátrico. Oye, ¿cómo demonios sabes que estoy haciendo un solitario? Desde tu mesa no puedes verlo.
—Ah. No esperarás que revele mis secretos.
Eso sí había quedado entre ellos: una cierta coquetería, pero tranquilizadora porque sabían que ninguno de los dos quería ir más allá. Y también había quedado la costumbre de saludarse y despedirse con un beso en la mejilla.
Manuel se acercó a darle uno y, ante el gesto extrañado de Carmela, aclaró:
—Ya que mi empleada me da la mañana libre, me voy a comer a casa. Vuelvo a las cinco. Acuérdate de llamar a la Caixa a ver si nos conceden por fin el crédito para lo de Guadarrama. Y si te dicen que no, mira si puedes seducir al calvigordo ese que han puesto de director.
—Tendrías que pagarme un plus de penosidad.
—¿Eso existe?
—Plus de peligrosidad, toxicidad y penosidad. Te lo juro.
—¿Estás estudiando la legislación laboral? Qué sanguijuela.
—Una asalariada debe conocer sus derechos.
—Ahora va a resultar que eres sindicalista. Bueno, que me largo. Ya hablaremos de tus reivindicaciones en otro momento.
Al salir se encontró con Julián en la puerta.
—Permiso.
Manuel se retiró para dejarle entrar, como habría hecho con cualquier cliente, pero en cuanto estuvo a su espalda hizo a Carmela un gesto, perfectamente traducible por «¿qué busca aquí éste?». Y se marchó cuando Carmela dijo «que sí» tras llevarse él una mano a la oreja como si empuñara un móvil.
Julián aguardó a que Manuel hubiese cerrado la puerta para acercarse al escritorio de Carmela.
—Buenos días, Julián.
—Buenos días, señora Carmela.
—¿En qué puedo servirte?
La carcajada dejó al descubierto dos mellas asimétricas en la dentadura de Julián.
—Usted servirme a mí no. Yo estoy a su servicio.
—¿No quieres sentarte? —Julián buscó a su alrededor como si no viera la silla que tenía al lado, trasladó el peso sucesivamente de uno a otro pie, y optó por permanecer en la misma posición—. Entonces, ¿en qué quieres servirme? ¿Te apetece un café?
—Sí, no sea malita. Un tinto.
—¿Vino a estas horas? De todas formas, no tengo. Café o agua.
—Eso mismo, tinto, o negro o como le llamen aquí.
—¿Solo?
—Justamente. No me salía.
Carmela le señaló una repisa con cafetera y tazas. Julián se sirvió el café con sumo cuidado para que no cayera ninguna gota sobre la moqueta, puso tres cucharadas de azúcar y regresó frente al escritorio, donde se quedó otra vez de pie, sorbiendo poco a poco el café. Cuando lo terminó dejó la taza en la mesa.
—¿Entonces?
—Me vine para acá para saber si están contentos.
Julián tenía aspecto de pobre hombre. No sólo por la ropa; llevaba un anorak de poliéster y su eterna sudadera con la cara del Che impresa, pantalones probablemente de tergal comprados en las rebajas de las rebajas, zapatos sin duda importados de China. Tampoco era culpa de las mellas en la dentadura —un incisivo y un canino—, ni del pelo mal cortado y peor peinado. Era, sobre todo, un problema de expresión: parecía necesitar constantemente la confirmación de que no había nada que reprocharle. Cada vez que terminaba una labor en el jardín, Nico o ella tenían que acudir a inspeccionarla para concederle la absolución: sí, las arizónicas estaban bien podadas, había arrancado todas las malas hierbas sin dejar ni una, el cantero para los rosales había quedado impecable. Y cuando Julián fumigó los frutales sin pedir permiso y Carmela le dijo que no pensaba comerse una fruta llena de veneno, y que podía tirarla o comérsela o hacer con ella lo que le diera la gana, Julián pareció sumirse en la depresión. Las semanas siguientes se disculpaba cada vez que se encontraba con ella, hasta que Carmela le pidió que, por el amor de Dios, se olvidase de una vez de los malditos frutales.
Y allí estaba, con esa cara de cocinero que da a probar un plato al crítico de una guía gastronómica y sospecha que no le está gustando.
—Siéntate, que me estás poniendo nerviosa —Julián obedeció después de limpiarse la trasera del pantalón de dos manotazos—. Contentos ¿con qué?
—Con Olivia. Porque, bueno, yo se la recomendé y me importa que estén ustedes satisfechos.
—Ah, Olivia. De maravilla. Bertita le ha cogido mucho cariño. Nosotros también. Se me olvidó darte las gracias por la recomendación.
—Qué bueno. Porque uno nunca sabe, recomienda a alguien que parece buena persona y luego resulta…
—Pues no te preocupes.
—… que por una cosa o por otra, y como Olivia tiene tantos problemas…, me dije, lo mismo descuida… Pero qué bien que no sea así.
—¿Qué problemas tiene?
—Bueno, quién no tiene problemas en estos días. Yo sólo quería saber…
—Dime; qué le pasa.
—Nada. O sea, plata. Digo, su mamá.
Carmela se acordó de que no había llamado al director de la Caixa. Pidió a Julián que la disculpase un segundo y llamó; mala señal: le dijeron que estaba ocupado y no podía ponerse. Colgó. Tendría que ir al banco en persona.
—Explícame un poco, porque no me he enterado de nada.
—Su mamá tiene cáncer.
—Vaya por Dios.
Entonces seguramente querría marcharse a casa. Y ella tendría que encontrar a otra chica para ocuparse de Berta, con lo complicado que era dar con una de fiar, y sobre todo a la que Berta pudiese coger cariño. Y aunque la encontrase, qué pereza todo el período de adaptación, explicarle cómo había que hacer las cosas, conseguir que Berta se quedase sola con ella…
—Sí, está muy mal.
—No nos ha dicho nada. Bueno, que estaba enferma, pero nada más. ¿Sabes si quiere regresar?
—¿Y cómo? Tiene que seguir trabajando. Además, que no ha podido ahorrar nada porque envía toda la plata allá para los tratamientos.
—¿Y qué se puede hacer?
Julián se encogió de hombros con resignación.
—Nada. Qué se va a poder hacer. Rezarle a San Sejodió, si me disculpa la expresión. Así es la vida de los pobres.
—Hablaré con ella a ver…
—Eso sí que le pido que no lo haga. Porque se va a molestar conmigo. Me hizo prometer que no le diría nada. Que los problemas de familia son asunto suyo.
—¿Seguro? A lo mejor hablando encontramos una solución.
—Guárdeme el secreto, no sea malita. Me busca un problema con ella. Me voy a ir si me disculpa. Tengo trabajo. Sólo quería saber si todo iba bien.
—Pásate en primavera para preparar el jardín.
—Cómo no.
—Nico quiere cultivar un huerto este año. No se te ocurrirá echarle alguno de tus venenos.
—No, señora Carmela. Yo ya me lo aprendí.
—Fíjate que estaba pensando en buscarte uno de estos días. A ver si tú tienes a alguien para un trabajo.
—Me decía que estaban contentos con Olivia.
—Es para que se ocupe de mi padre.
—¿Está enfermo el papá de usted?
—No, o sí: es alcohólico.
—Como mi papá, que en paz descanse.
—Hasta me da vergüenza que alguien lo vea en esas condiciones.
—Todos tenemos cosas que no queremos que los demás sepan, señora Carmela. Cada familia guarda sus basuritas.
—Alguien que le haga la compra, que limpie, pero también que mire cómo está, que se acerque una vez al día para asegurarse de que se levanta de la cama… —le costó continuar, pero se dio un empujón mental—, y de que no se queda tirado en el suelo en medio de…, bueno, para asegurarse de que está bien, dentro de lo que cabe.
—Claro que podría encontrar.
—Pero tendría que ser alguien de mucha confianza. Y dispuesto a hacer un trabajo desagradable. A veces no se cambia durante semanas, y bueno, creo que se hace cosas encima. Alguien con paciencia también. En realidad, lo que tendría que hacer es internarlo.
—Pero eso es muy duro, encerrar al papá. Si usted quiere, yo me hago cargo de él. Yo estoy todos los días de acá para allá, no me cuesta mirar de vez en cuando, ver que no haga tonterías, con perdón. Vive también en Pinilla, ¿verdad que sí?
—Sí, por desgracia.
—Pues usted quédese tranquila.
—Eres un sol. Toma las llaves de su piso. Yo me encargo de convencerle. ¿Te puedes pasar ya mañana por allí?
—Cómo no pues.
—Te pago por horas, ¿te parece?
—Yo, lo que usted crea justo.
Julián se levantó, hizo un amago de reverencia, colocó la silla paralela al escritorio.
—Oye, ¿no habrás visto a Laika? No la encontramos.
—¿Se escapó?
—Nos habremos dejado la puerta abierta. O se la han llevado.
—No, pero si la veo les digo. ¿Y quién iba a querer llevarse esa perra? Estaba ya revieja. Aunque era de raza, no es que fuese fea…
—Que sí, no des marcha atrás. Es un animal que ya nadie…, da igual, te preguntaba por si acaso.
—Preguntaré yo también por ahí. Saludos al señor Nico.
Julián salió y se quedó mirando unos momentos las fotos del escaparate, como si alguno de los chalés expuestos estuviera al alcance de su presupuesto. ¿Por qué le había contado lo de Olivia si luego le pedía que no hablase con ella? Seguro que se lo había dicho para que hiciese algo, pero sin implicarse él. Qué complicados eran a veces. No podían decir lo que querían ni lo que pensaban. Con ellos había que jugar a las adivinanzas. Al menos había aceptado ocuparse un poco de su padre. La casera le había dicho que se quedaba encerrado durante días, que tenía altercados con los vecinos, que olía, que cogía el coche cuando apenas se podía tener en pie… ¿Y si no aceptaba? Le amenazaría con internarle. Pero ¿podría internarle a la fuerza? Hay que fastidiarse: cuántas cosas tiene una que tener en la cabeza.