—Cariño.

Carmela tuvo la tentación de colgar inmediatamente, cerrar la entrada a esa voz como se apresuraría a taponar un escape de agua en una tubería con lo primero que encontrase a mano.

—Cariño, hola —y ya era demasiado tarde, no porque la voz tuviese auténtico poder; en todo caso el de un chamán borracho, a quien se le intuye un pasado en el que controlaba fuerzas misteriosas y conocía la vida secreta de las cosas aparentemente inertes, pero en el presente no puede más que apelar a algo ya inexistente, como un actor en declive mantendría una pose que ya no resulta imponente, sino un poco embarazosa. Pero tampoco le resultaba fácil colgar, afrontar luego los remordimientos, sentir la culpa cuando era él quien debiera sentirse culpable.

—Hola, papá —respondió, y se dejó caer en el sillón como para soportar mejor una mala noticia.

—Quería saber cómo estabais.

—Estamos bien, papá. ¿Y tú?

—Bien, bien. Con ganas de veros.

—¿Estás bebiendo?

—Qué va. Estoy aquí, en el juzgado, y pensé…

—No digo en este preciso instante. Digo en general.

—Mujer, alguna vez sí, pero ya sabes, en los últimos tiempos lo tengo muy controlado. Una cañita de vez en cuando. ¿Y cómo está mi nieta?

—Muy graciosa. Pero el colegio no le gusta nada.

—Porque es una niña inteligente.

—No, porque le cuesta hacer amigos.

—¿Y la morena esa de las trenzas…?

—Sonia. Se han peleado. Ahora Berta no quiere que vayamos…

—A ti tampoco te gustaba el colegio.

—Porque me llevabas a un colegio de monjas de lo más siniestro.

—Cosas de tu madre.

—Eso seguro. Tú no creo que te ocupases mucho del tema.

—A propósito de tu madre.

—Todo te parecía bien, o, lo que es lo mismo, todo te daba igual.

—¿Sabes que me ha denunciado?

—¿Cómo?

—Tu madre. Que me ha puesto una denuncia. ¿Qué te parece?

A Carmela la vida de sus padres le parecía una acumulación de años idénticos, con las mismas rencillas, los mismos rencores, las mismas frases; como si salirse del guión pudiese producir en ellos un pánico invencible. Carmela había creído que al separarse ambos obtendrían por fin la posibilidad de escapar al guión del que estaban presos y podrían inventar nuevas formas de vida, pero pronto descubrió que tan sólo introdujeron pequeñas variantes, y lo que era antes una escena con dos actores se transformó en dos monólogos, pero el contenido apenas cambió, las mismas quejas, la misma forma de interpretar la propia felicidad o la propia desgracia o las propias limitaciones o el desengaño propio en virtud del otro, incapaces de concebir la existencia sin su mirada omnisciente y omnipresente. ¿Llegaría ella también, algún día, a vivir con Nico en una obra de teatro con función diaria? ¿Llegarían a esa relación de siameses unidos por el esternón?

—¿No dices nada? ¿Qué te parece? Va y me denuncia.

—No sé si quiero saberlo, papá.

—Por amenazas. Tú sabes que yo sería incapaz de hacerle daño.

—Pues no me ha llamado. No me ha dicho nada.

—Se avergonzará de lo que ha hecho.

—Y te ha denunciado sin razón alguna. Tú no has hecho nada.

—Nada. Desde luego nada como para denunciarme.

—Papá, en serio, no quiero oírlo. Son cosas de mamá y tuyas.

—O sea, que no te interesa lo que pase entre tu madre y yo.

—Pero ¿por qué la visitas? Os habéis separado, ¿no?, ¿por qué no la dejas en paz?

—Porque hay cosas de las que hablar. Tenemos que ponernos de acuerdo, aún no hemos vendido la casa…

—Habías bebido.

—Tenemos que ir juntos al notario. Hay unos papeles, en fin, gestiones. Ya sabes.

—Habías bebido.

—Pero es que me saca de quicio. No puedes hablar con ella de las cosas, enseguida se pone, ¿sabes qué me dijo?, que no le extrañaba que no me dejases visitar a Berta. Y no es verdad. Por supuesto que puedo visitar a mi nieta. Tú y yo hemos llegado a un acuerdo, pero eso es otra cosa.

—¿Me vas a decir qué pasó o seguimos esta conversación de besugos?

—Tu madre, que se puso a llorar como una pánfila, total porque le dije no sé qué, alguna tontería, cosas que se dicen cuando uno se enfada. Y según salí de su casa llamó a la policía. Tú fíjate, a la policía. Y el juez ahora dice que ocho días de arresto domiciliario. A mí me da igual, yo sé que no he hecho nada malo. Es pura histeria.

—¿Desde cuándo?

—Desde ya. Estoy ahora en el juzgado.

—¿Y te vas a casa? ¿Quieres que te haga la compra?

—Pues es que estaba pensando que, imagínate, más de una semana encerrado en casa. Me puedo volver loco ahí metido. A tu madre no le importaría, de todas formas siempre ha sido una insociable, pero yo necesito ver gente.

—¿Quieres que te visitemos, Nico y yo, y, si me prometes que no bebes, la niña?

—Yo es que había pensado otra cosa. Y el juez está de acuerdo, incluso le pareció una excelente idea, así me lo dijo. No hay el menor problema. O sea, que si tú también…

—Un momento. ¿Con qué está de acuerdo el juez?

—Pues eso te estoy diciendo. A él con que le dé una dirección le basta. Y le parece una buena idea que pase el arresto en vuestra casa. Más controlado estoy.

—Papá, habíamos quedado en algo.

—Precisamente. Si estoy con vosotros no bebo ni una gota. Y así puedo estar con Berta, que se va a olvidar de mí.

—No, papá, ocho días con nosotros es mucho. No haríamos más que pelear.

—Echo de menos a la niña. Y sería una oportunidad para mí. Ya te digo que no bebo mucho, pero allí no bebería nada. Es eso lo que tú me dices siempre, ¿no? Que lo deje del todo. Bueno, pues después de ocho días sin beber me resultaría mucho más fácil.

—No, papá.

—Prefieres que siga bebiendo.

—No me líes. Lo que prefiero es que vengas cuando hayas dejado de beber. Y para eso necesitas internarte.

—¿Y si te prometo que lo dejo?

—Me lo has prometido ya muchas veces. No pienso regatear más. Sabes que si no te internas recaes a los dos días.

—Luego no me critiques. Mucho predicar, pero cuando se trata de ayudarme… Puedes tener una perra en casa pero no a tu padre.

—Ya no hay perra.

—Entonces ha quedado un sitio libre, ¿no? Me puedes alojar en la caseta. Así no molesto a nadie.

—Qué cabrón eres.

—En fin, da un beso a la niña de mi parte. Y saludos a Nico.

—Qué pedazo de cabrón eres.