Por supuesto, Carmela también tenía días de abatimiento. Eran pocos, afortunadamente, y si alguien le hubiese preguntado ella habría afirmado que era una mujer feliz. Al menos no tenía la impresión de haber debido renunciar a cosas importantes en su vida, o si lo hizo fue porque las sustituyeron otras cosas más importantes aún. Quizá el secreto era que no tenía grandes ambiciones: nunca quiso ser artista ni destacar en la política o en la ciencia; nunca se esforzó en ser la más popular de la clase, ni del barrio, ni de su familia; nunca soñó con un amor imperecedero. Y tampoco contaba con un trabajo que la realizara especialmente, un trabajo lleno de sentido y útil para la humanidad —no tuvo vocación de médico, ni de abogada laboralista ni siquiera de voluntaria en ONGs—. Carmela había estudiado periodismo, pero, aparte de un semestre de prácticas, no había ejercido, principalmente por falta de interés; durante unos meses trabajó de secretaria en una empresa de mensajería y en cuanto pudo dejarlo dio clases de inglés en una academia poco exigente con los conocimientos de los profesores; inició una formación de terapeuta gestáltica que interrumpió para hacer un curso de fisioterapeuta, quiso lanzar una revista de salud e higiene con algunos amigos, pero les faltó fuerza de voluntad para pasar de la fase de diseño. Finalmente, ya casada con Nico, la contrató un vecino, dueño de una inmobiliaria. Carmela se conformaba con el trabajo de media jornada que le ofrecía, es más, no habría aceptado un trabajo de jornada completa, y agradecía a Nico que no le exigiera una mayor aportación económica a la familia.
A Nico le sorprendía que la pudiese hacer feliz ese trabajo, quizá porque a él le repelía todo lo que tuviese que ver con actividades económicas: para él el mundo empresarial era un espacio de ansia y estafa, vender una forma de violencia, y comprar una necesidad engorrosa. Pero a ella le divertía: conversaba con jóvenes parejas, con jubilados, con matrimonios maduros mal o bien avenidos, asistía a sus discusiones, la hacían confidente de sus deseos y temores. De haber tenido ambiciones de escritora, Carmela hubiese podido escribir una novela costumbrista a partir de los comentarios de sus clientes.
Sin embargo, sí había una pequeña vena creativa que no colmaba el trabajo en la inmobiliaria. Por eso Carmela había seguido un curso de dicción y no paró hasta conseguir trabajar esporádicamente en la radio. Primero en un programa local sobre medicinas alternativas y alimentación sana; después, gracias a un chico mucho más joven que ella, con el que se acostó una vez y que resultó ser a sus pocos años un mandamás de una emisora, en una tertulia sobre viajes. Carmela se sentía a gusto en ese ambiente desenfadado. Le divertía sin llegar a convertirse en una vocación ni algo de lo que se sintiese orgullosa. Cuando le ofrecían las cintas del programa para oírse, Carmela daba una carcajada y decía, ¿y para qué quiero oírme si ya sé lo que he dicho?
Conoció a Max en el último programa de hacía dos años, unos días antes de Nochebuena. Aunque habían previsto dedicarlo a Israel, precisamente para hablar de Belén, Galilea y otros lugares relacionados con el nacimiento y la vida de Cristo, la situación en Oriente Medio era tan tensa que pensaron que era mal momento para abordar esa zona del mundo con ligereza; tenían la experiencia del programa que dedicaron a Bolivia cuando numerosos oyentes llamaron a la emisora para protestar por su tono frívolo cuando el país se encontraba casi en una guerra civil. Así que sobre la marcha decidieron que India sustituyera a Israel.
Carmela se encargó, como solía hacer, de elegir la música: escogió un par de temas de Talvin Singh y unas remezclas de Nusrat Fateh Ali Khan. Junto a los tres moderadores, participaron una escritora gallega que acababa de publicar un libro sobre un recorrido por el Ganges y se presentó en el programa ataviada con un sari, un comerciante que tenía una tienda de antigüedades indias en el barrio de Salamanca y un experto en disciplinas tántricas, quien, después de pasar varios años de formación en un ashram, había abierto la academia de yoga y meditación que frecuentaba la mujer del director del programa.
Fue una de las peores emisiones en la historia del programa: la escritora se empeñó en hablar de los asesinatos de mujeres en la India, tema que todos escucharon de buena gana y con la consternación pertinente durante cinco minutos pero no estaban dispuestos a centrar toda la emisión en él, sobre todo porque la escritora se había ido volviendo progresivamente agresiva y miraba a sus interlocutores con un odio que parecía que eran ellos los responsables de los uxoricidios; el comerciante asentía sonriente a las reivindicaciones de la escritora, y aprovechaba cada intervención propia para hacer publicidad de su tienda; el único sensato fue el profesor de yoga, Max, un hombre de unos cuarenta, delgado y barbudo como convenía a su profesión, vestido de negro, con unos ojos que recordaban la época azul de Picasso, pausado, amable, el cual intentó desviar la conversación de los asesinatos rituales a las técnicas de retención del semen y a la sensualidad del arte hindú, y que tuvo su actuación estelar cuando, para acabar de rematar el desastre, un oyente llamó airado a la emisión para preguntar a qué imbécil se le había ocurrido seleccionar la música de Nusrat Fateh Ali Khan para un programa sobre la India; si eran tan ignorantes para confundir la India con Pakistán y el sufismo con el hinduismo. Antes de que Carmela confesase públicamente su culpa, Max intervino en tono conciliador recordando la continuidad cultural del subcontinente indio y las relaciones entre las distintas corrientes religiosas de Oriente: citó a Eliade y a un par de místicos de nombre irrecordable, alabó la tolerancia y la heterodoxia, y cerró con un elogio del sincretismo, antes de regresar a su tema y hablar otro par de minutos de la sexualidad y el éxtasis religioso. Cuando terminó la hora de programa todos estaban aliviados. La escritora se marchó indignada porque no le habían dejado hablar de lo suyo, el comerciante repartió su tarjeta de visita hasta a la telefonista y, cuando Carmela acompañó a Max a la salida a través del laberinto de estudios —compartidos por tres emisoras para ahorrar alquiler—, aguardó con él a que llegara el ascensor, se miraron, y los dos estallaron a un tiempo en una carcajada.
—Gracias por el capote.
—¿Esto es siempre así?
—Es que lo hemos organizado fatal. Ha sido un programa de recambio. El otro pinchó.
—Deberías aprender a respirar.
—¿Cómo?
—A respirar. Te sentirías mejor. Mira. ¿Me permites?
Le puso una mano en el vientre y otra en el esternón. Llegó el ascensor, se abrieron las puertas, se cerraron sin que Max montase.
—Cuando el médico me ausculta también me entra la risa.
—El flujo de aire sólo llega hasta aquí —al mismo tiempo presionó ligeramente con el índice sobre el extremo inferior del esternón—, pero debería llegar hasta aquí —con nueva presión unos centímetros por encima del ombligo.
—¿Tú enseñas a respirar?
—Además, tendrías más energía. Desperdicias demasiada porque te falta oxígeno.
—¿Me vas a dar tú también tu tarjeta de visita?
Max retiró las manos y pulsó el botón de llamada del ascensor.
—No lo decía para hacer negocio.
—¿Dónde tienes la academia? Otro profesor de yoga que conocí también iba siempre de negro.
—Yo no voy siempre de negro. Ah, el ascensor.
—Ahora en serio. ¿Me das tu tarjeta?
—No llevo.
Carmela le tendió un bolígrafo que sacó del bolso y, después de rebuscar un momento, también le tendió la palma de la mano. Max la tomó confuso.
—No es para que me leas el porvenir. El número.
—¿De teléfono?
—Claro. Oye, lo que sí me gustaría es hacer algún ejercicio tántrico.
Max anotó un número sobre la piel de Carmela.
—Es una cosa mucho más seria de lo que piensas. El sexo no es sólo diversión.
—Ah, ¿no? ¿Y qué es?
El ascensor llegó por tercera vez. Carmela leyó el número que él le había anotado en la mano. Max entró en el ascensor. Antes de que se cerrasen las puertas, respondió:
—Sacrificio.