Nico regresó preocupado del instituto. No se sentía bien, dijo nada más entrar en casa y, aunque aún no habían dado las siete, se fue a la cama sin quitarse siquiera el abrigo; se tumbó de manera que los zapatos quedasen en el aire y no manchasen la colcha. La nieve que se había metido en el perfil de las suelas se iba derritiendo poco a poco y formando un charquito sucio sobre el parqué.
Carmela no protestó. Estaba pálido. Quizá la niña le había pegado la gripe; o quizá era cansancio, o quizá mera melancolía; si ella hubiese tenido tan pocos sobresaltos, imprevistos, cambios en su vida como Nico, se habría muerto de tristeza. Él decía que era la vida que deseaba, pero no podía ser cierto. Le desató los cordones y le quitó los zapatos. Gracias, mi amor, escuchó mientras salía.
Lo malo de las enfermedades de Nico era que afectaban a toda la familia. Aún más que cuando estaba mala la niña. Porque sí, era cierto que sufría en silencio, un silencio insoportable, retraído, que lo envolvía como una burbuja; Nico deambulaba por la casa taciturno, probablemente atento a descubrir indicios de una enfermedad grave de la que los primeros síntomas —siempre difusos: vértigo, malestar general, presión en el estómago, la sensación de que iba a perder el conocimiento, una especie de revoloteo ante los ojos, etcétera— eran sólo tempranos heraldos. Y pronto comenzaría su ronda de médicos: primero iría al de cabecera, al que conseguiría convencer para que lo enviase a dos o tres especialistas, exprimiría a cada uno de ellos radiografías, ecografías, análisis, electrocardiogramas, y no estaría totalmente satisfecho hasta lograr que le pasasen por un escáner o le practicaran una endoscopia.
Carmela regresó al cuarto. Nico seguía tumbado, arrebujado en el abrigo, con la boca entreabierta y los ojos cerrados.
—¿Necesitas algo? —iba a añadir «aparte de la extremaunción» pero se lo guardó para sí.
—No, gracias. Sí, que te sientes un momento a mi lado.
Carmela obedeció.
—¿Qué tienes?
Nico tragó saliva. Exhaló dos o tres veces ruidosamente.
—Me falta un latido.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo te puede faltar un latido?
Nico abrió los ojos cansinamente, tomó una mano de Carmela, se la llevó hasta el corazón.
—Eso, que a veces el corazón deja de latir, sólo una vez: latido, nada, latido, nada.
—Pero eso es lo normal, ¿no? Para que haya latidos tiene que haber silencios entremedias.
—No me entiendes, lo que quiero decir —y movió el otro brazo como un director de orquesta marcando el ritmo— es que falta uno: tac, tac, tac…, tac.
—Ah —Carmela sintió en la palma de la mano los latidos, algo acelerados, del corazón de Nico. La retiró tras algunos instantes—. Yo no lo noto.
—Porque sólo ocurre cada dos o tres minutos.
—¿Y cómo lo sabes? ¿Te has estado tomando el pulso dos o tres minutos seguidos? —Nico chasqueó la lengua—. En serio, si a mí me faltase un latido no me enteraría.
—No es hipocondría, es verdad.
—No digo que no sea verdad. Pero me sorprende.
—Lo noto en el pecho. De pronto hay —su mano se agitó en el aire— un aleteo ahí dentro. Una sensación muy rara.
—¿Vas a llamar al médico?
—Claro. Supongo que tendrán que hacerme un electro. Uno de esos de veinticuatro horas, que llevas todo el día un aparato contigo.
—Ah. Sí, será lo mejor. Y mientras, ¿necesitas algo?
Nico hizo un gesto cansado. Carmela apagó la luz de la mesilla y salió del cuarto. Al pasar frente al dormitorio de Berta oyó un bisbiseo. Olivia aún no se había marchado y probablemente estaba dentro con ella. ¿Qué estarían cuchicheando?
Se asomó a la habitación, más sigilosamente de lo necesario, para decir a Berta que la cena estaba lista. Las descubrió de rodillas, con las manos juntas, frente a la cama sobre cuya colcha blanca yacía una cadena con una cruz doradas. La vocecita de Berta hacía eco a las palabras de Olivia: … perdónanos nuestras deudas…, perdónanos nuestras deudas. No les podía ver la cara, pero suponía por la postura de Berta que miraba de reojo a Olivia para imitar también su gesto.
—La cena está lista, Berta.
La rapidez con la que Olivia se puso en pie dejó claro que era consciente de estar haciendo algo a escondidas.
Berta, aún de rodillas, levantó la vista hacia Olivia:
—¿Así? —le preguntó mientras se santiguaba.
—Sí, bueno, ya oíste a mamá.
—¿Te quedas a cenar?
—No, cariño. Tengo que irme corriendito.
—Será en autobusito.
—Rata sabia.
Le dio un beso y pasó junto a Carmela sin mirarla.
—Hasta mañana.
—Tú y yo tenemos que hablar.
—Cuando guste.
—Me puedes seguir tuteando aunque me enfade contigo.
—¿Por qué estás enfadada con Oli? ¿Qué ha hecho?
—Cosas nuestras. Tú a cenar. Mañana hablamos, Olivia.
—Disculpa, era un juego, porque la niña preguntó…
—Mañana. Ven, Bertita. Que se enfría.
—¿Por qué te has enfadado? ¿Ha roto algo?
Durante la cena, Carmela prefirió no sacar el tema de los rezos. En realidad, no era un asunto para hablar con la niña. Sobre todo porque tampoco quería que le diese demasiada importancia.
Berta se fue a la cama sin protestar, lo que casi equivalía a un milagro: una noche sin llantos ni ruegos ni regateos. Llevaban un tiempo aplicando un método que habían leído en un libro para lograr que Berta se durmiera todos los días a la misma hora, porque, si la dejaban, sólo dormía cinco o seis horas, y al día siguiente estaba agotada, infeliz, llorosa. Y, aunque Nico decía que era un método fascista y lo aplicaba de mala gana, comenzaba a dar resultados. Le leyó durante diez minutos una historia un poco ñoña que a Berta le gustaba mucho por razones obvias: era la historia de una cría que no tenía amigos porque era gordita y sus compañeros se reían de ella, pero al final todos se daban cuenta de su error y luchaban por ser sus mejores amigos. Al cerrar Carmela el libro y despedirse con un beso, Berta no refunfuñó, y ni siquiera pidió que fuese Nico a darle las buenas noches.
Eran ya casi las diez cuando Nico apareció en el salón. Llegó arrastrando los pies y se quedó en la puerta.
—¿Hay algo de cena?
—Tienes cara de cadáver.
—Gracias. ¿Has hecho algo para vosotras?
—Macarrones. Es broma, tienes buen aspecto.
Carmela le siguió a la cocina. Se sentó con él a la mesa aunque no tenía hambre. Se sirvió una copa de vino y puso otra a Nico.
—¿Te sigue faltando un latido?
—No te rías. Es muy desagradable.
—No me río. Bueno, un poco. Pero es que preferiría que te sobrase un latido a que te falte.
—¿Qué demonios quiere decir eso? Están muy buenos. Recalentados y todo.
—Que preferiría que vivieses un poco más, que te falta un acelerón de vez en cuando.
—Me vas a decir lo de la otra vez.
—No sé, ¿qué te dije la otra vez?
—Que me parezco a las vacas del prado de enfrente. Que miro, rumio, y no hago otra cosa.
—Estaba cabreada.
—¿Y ahora? ¿Seguro que no quieres? Yo no me los voy a comer todos.
—Ahora estoy preocupada. No puede ser bueno cómo vives. Sin…, sin…
—¿Sin?
—Sin emoción alguna.
—Quieres que tenga emociones…, como tú.
—No me vengas un día con que es culpa mía, o que te casaste muy pronto y no has podido vivir como querías.
—Nunca te he reprochado nada.
—Exactamente. Ni siquiera eso. Ni siquiera te enfadas conmigo porque te pongo los cuernos.
—Ah, vaya, ahora preferirías que me enfadase.
—Nico, no se trata de lo que yo prefiera.
—Habíamos llegado a un acuerdo.
—Cágate en el acuerdo. Haz una vez las cosas como tú las quieres.
—No sería justo.
—¡Pues sé injusto, por el amor de Dios! ¡Sé algo aparte de bueno y comprensivo! Me atacas los nervios.
—La niña se ha dormido.
—Gracias a Dios.
—Has nombrado a Dios en dos frases seguidas.
—Me desesperas, te juro que me desesperas a veces.
—Ya.
—Por cierto, ¿sabes lo que estaban haciendo?
—¿Haciendo, quién?
—Berta y Olivia.
Nico negó con la cabeza, que apenas había levantado durante la conversación, como si verdaderamente lo único que le importara en el mundo fuera el plato de macarrones.
—Rezando. El padrenuestro.
—Olivia es muy creyente.
—Me importa un rábano lo que sea fuera de aquí. Pero no quiero que traiga la religión a esta casa.
—Tú vas a meditaciones.
—No es lo mismo.
—Y a yoga, y has hecho seminarios de…
—Son prácticas, no creencias —Nico dejó de masticar aguardando una explicación, pero a Carmela no le apetecía dársela—. Y yo no pertenezco a ninguna secta. Sólo le falta a Berta que le metan miedo con el pecado, y condenas eternas y tinieblas y esas zarandajas.
—De todas formas, si no es aquí, será en el colegio.
—Pero aquí no, Nico.
—Si estoy de acuerdo contigo. ¿Quieres que hable con ella?
—Esta chica lo que necesita es que la follen.
—Si llego a decir yo eso me crucificas.
—Pero lo digo yo. Tan buenecita, tan, cómo decirlo, es de esas chicas que te imaginas aún contándole todo a mamá; y pasando los fines de semana con ella delante de la tele. En serio: le hace más falta un polvo que el aire para respirar. Yo creo que es virgen.
—¿Y tú qué sabes? ¿Cómo puedes decir si es virgen o no?
—Eso se nota. A una chica por lo menos. Te da otro aire, es como si, eso, como si sólo cuando lo has hecho fueses tú. Te da peso, energía.
—Lo mismo se va de aquí todas las noches a casa de su novio.
—Te digo yo que no. ¿A que se lo pregunto?
—La vas a escandalizar.
—Anda, podrías matar dos pájaros de un tiro.
—¿Nos tomamos un café?
—Yo sigo con el vino. Pero hazte tú uno.
—No, para mí solo no. Dos pájaros…
—Tú cambias de aires y ella se relaja un poco.
—No me estarás proponiendo…
—No veo por qué no. A ti ella te gusta.
—Sí, bueno, un poco, y qué.
—Y tú a ella también.
—¿Tú crees?
—Pero Olivia no va a dar el primer paso. Demasiado beata, demasiado niña. En serio, me parece una buena idea. Seguro que te lo agradece.
—Y a ti no te importa…
—Haz la prueba. Ya me estoy imaginando aquí noches de pasión, el señor y la criada, como de peli porno.
—Qué bruta eres.
—Te gustaría. Di la verdad: a que lo has pensado alguna vez. A que te has imaginado… Yo sí. A veces he pensado que si llego a casa pronto a lo mejor os encuentro en la cama.
—Y no me digas que no te dan celos al pensarlo.
—No; celos, no. Ternura.
—Pobre chica. Es tan…
—Por eso.
—¿En serio que te daría igual?
—Lo preferiría. Me revienta tener mala conciencia; y cuando me acuesto con alguien, a pesar de todo, me remuerde. No porque piense que está mal, sino porque sé que tú no lo haces, y que lo sufres en silencio.
—Por cierto, tu profesor de yoga…
—Qué le pasa a mi profesor de yoga.
—Que llama mucho.
—¿Quieres contarme algo, o preguntarme algo?
—No, digo que llama mucho.
—Una mera constatación.
—Sí, bueno, no sé.
Carmela se levantó, se fue hacia Nico, atrajo su cabeza hacia sí, hasta sentir su contacto contra el vientre. Se puso a jugar con sus cabellos ensortijados.
—¿Para qué quieres saberlo? ¿De qué te sirve?
—¿Quieres decir…?
—Quiero decir, para qué quieres saber por qué llama tan a menudo, o, más bien, para qué quieres saber si hay una razón aparte de que es mi profesor de yoga. ¿Estás celoso?
Nico se encogió de hombros sin retirar la cara de su vientre. Carmela sentía un soplo tibio, y en el trasero las manos de Nico que la empujaban contra él, como si quisiera esconderse en su regazo, igual que un niño avergonzado, o buscando estar lo más cerca posible, en su interior, en esa simbiosis que para él habría sido la relación ideal.
—Sabes que te quiero mucho.
Nico asintió y soltó un chorro de aire caliente por la nariz.
—Yo a ti también.
—No tiene sentido que sepas más. Son ganas de sufrir.
—Si ya sé que lo pactamos así. Pero a veces necesito, o sea, para mí es bueno saber algo más, porque si no, siempre ando pensando, dándole vueltas, y al fin y al cabo ¿por qué no? Ya sé que eres libre, que lo hemos acordado…
—Nico, te concedo tres preguntas. Como el genio a Aladino. Después cambiamos de tema.
—El genio le concedió tres deseos.
—Yo no soy tan generosa.
Le dio un cariñoso tirón de pelo. Probablemente no había nadie por quien sintiese más ternura, ni siquiera por Berta. Continuó acariciándole todo el tiempo que tardó en decidirse a preguntar.
—¿A él también le quieres?
—¿Es la primera pregunta? —Nico asintió—. Sí, supongo que sí. Pero sobre todo me aporta…, o me aportaba…, no sé, una especie de paz. Es muy…, la palabra yo creo que es espiritual, pero enseguida piensa uno en un santón ascético, alejado de las cosas terrenales. Y él está muy cerca de las cosas. Bueno, tampoco siempre. ¿Segunda pregunta?
La siguiente le costó aún más que la primera. Caricias en el trasero de Carmela, carraspeos, suspiros, besos en la tripa.
—¿Es bueno en la cama?
—No me jodas, Nico. Tienes la posibilidad de hacer tres preguntas y quieres saber si folla bien; o sea, si folla mejor que tú, si me provoca más orgasmos. ¿La tercera pregunta es si la tiene más larga? A veces los tíos me maravilláis —Nico aguardó inmóvil a que pasara el chaparrón. Pero no se retractó. Sí, al parecer era justamente eso lo que quería saber: si Max follaba mejor—. La verdad es que no. Ni siquiera…, bueno, no te voy a hablar de cuestiones íntimas, pero no siempre lo consigue. Tampoco es lo más importante, entiéndeme, es importante, pero no hay sólo eso. ¿Te tranquiliza?
Le dio un suave capón.
—Ay.
—Última. Piénsatela bien, porque no hay más.
Y ésa sí debía de tenerla preparada, porque no necesitó reflexionar.
—¿Tú crees que podrías volver a enamorarte de mí?
—Estás desperdiciando una pregunta; ésta no tiene nada que ver con Max. Podrías preguntármelo en cualquier otro momento.
—Da igual. Uno cambia, ¿no? Atraviesa diversas fases. Sería posible…
—No, cariño. Una vez que se pasa, el enamoramiento no vuelve. Al menos yo no lo creo. Uno se enamora porque no conoce al otro, lo idealiza, y se idealiza a sí mismo para estar a su altura. El enamoramiento es como los espejismos: si te acercas mucho desaparecen.
—Mira Sartre y Simone de Beauvoir. Los dos tenían sus aventuras…
—Y no estaban enamorados. Eran cómplices. Y eso ya es mucho después de tantos años.
—Podríamos intentarlo.
—Ésa es la cosa, que uno no intenta enamorarse. Lo está o no lo está. Además, tú tampoco podrías sentir ya pasión por mí.
—Yo sí.
—No te creo.
—Te lo juro.
—¿Estás enamorado de mí?
—Mucho.
Y por primera vez retiró la cabeza de su vientre, más que para mirarle a los ojos, para mostrarle los suyos y que Carmela viese que no estaba mintiendo.
—Eres un cielo —dijo Carmela, le dio un beso en la frente y fue a llenar de nuevo las copas de vino.