A Carmela se le hacía extraña la desaparición de la perra. No entendía que no hubiera regresado. La habían adiestrado de cachorro —fue la condición que puso para permitir que la perra entrase en casa— y nunca desobedecía: podías dejar un filete en el suelo, que no se acercaba a él si no le dabas permiso.

¿Por qué se iba a marchar? Ni siquiera estaba en celo. Nico desde luego no la había vendido ni regalado —¡ojalá!—; idolatraba a los perros en general y a Laika en particular, hasta el punto de que al principio de vivir juntos tuvieron numerosas discusiones sobre el puesto del animal en la familia: no, nada de comer al mismo tiempo que ellos, no, nada de dormir en el mismo cuarto, no, nada de permitirle subirse al sofá. Ella nunca quiso un animal en casa, pero Nico siempre había tenido perro, y al final Carmela acabó cediendo, con la condición del adiestramiento y de que le construyese una caseta en el jardín para pasar la noche.

Pero Laika había desaparecido una mañana; Carmela regresó de casa de Max y escuchó la tragedia de labios de Berta: no encontraban a Laika por ningún sitio. Carmela no le dio importancia: ya regresaría; no creía que nadie robase un animal que pasaba de los diez años, de pelo que, por muchos cuidados, cepillados, lavados que le diese Nico, se iba volviendo estropajoso, y cuyo pellejo de la barriga le colgaba tan bajo que las ubres casi rozaban el suelo; además, el transcurrir del tiempo le había ido dejando como poso un carácter mortecino, de anciano condenado a pasar sus últimos años en una residencia municipal.

Sin embargo, los días transcurrían sin señales del animal. La única explicación posible era que la hubiera atropellado un automóvil y quizá habían pasado ya junto a su cuerpo aplastado en el asfalto, junto a su pellejo sanguinolento, sin darse cuenta de que aquel amasijo había sido Laika. Cada vez que Bertita preguntaba si la perra iba a volver, y lo preguntaba todos los días varias veces, Carmela respondía que sí. Vas a ver, en cualquier momento la oímos arañando la puerta de la verja. ¿Se habrá muerto?, preguntaba Bertita, que en los últimos tiempos había adquirido un prematuro interés por la muerte, a veces extrayendo conclusiones que a Carmela le parecían impropias de una niña que acababa de cumplir cinco años.

Los perros, cuando se mueren, ¿van al cielo?, le había preguntado recientemente. Eso del cielo era cosa de Olivia, seguro, o de la ñoña de su maestra, porque en la casa nadie hablaba ni de cielos ni de infiernos; pero no tuvo corazón para decirle que los perros se mueren y ya está, igual que las personas, igual que las plantas. Le pareció demasiado duro para una niña perder a la perra sin siquiera el consuelo de volver a verla en la otra vida.

No fue una buena idea. A la mañana siguiente, cuando quiso despertar a Berta, se la encontró sentada en la cama, llorando. ¿Qué te pasa, Bertita, por qué lloras? ¿Has tenido un sueño feo? Tardó un buen rato y un montón de preguntas en descubrir la causa de sus lágrimas: Berta tenía esa costumbre un poco exasperante de no decir nunca qué le dolía o la entristecía, había que empezar un largo juego de adivinanzas hasta averiguar la causa de sus males. ¿Tienes miedo de algo? La niña asintió compungida. Carmela la habría tomado en brazos, pero, al contrario que otros niños, Berta rechazaba el contacto físico cuando estaba triste, como si hubiera aprendido tan pronto que los abrazos de consuelo no eliminan la causa del dolor, tan sólo la emborronan.

¿Miedo de ir al colegio?

¿Miedo de que Laika no regrese?

¿Miedo de algún bicho? Por fin acertó. ¿Y de qué tienes miedo, si aquí no hay animales, salvo las vacas y el burro Aurelio, y ya te has montado en él?

Carmela se habría reído al escuchar la respuesta de no haber sido por el gesto de desesperación de la niña.

Tengo miedo de los dinosaurios.

Mi amor, los dinosaurios no existen, o sea, existieron, pero se han muerto todos.

Berta volvió a llorar con más fuerza, alejó de sí la mano que se acercaba intentando una caricia, estrujó las sábanas y por un momento pareció que iba a morderlas en su desesperación. Por fin, en palabras entrecortadas por el llanto, consiguió explicarse:

Por…, por eso… Porque, porque, porque se han muerto todos. Y, y, y me los voy a encontrar en el cielo.

¿Qué haces con una afirmación así? No podía decirle que los dinosaurios no iban al cielo, porque ya le había dicho que Laika sí iría cuando muriese. Si le decía que los dinosaurios iban al infierno porque eran malos, Berta podía extraer conclusiones imprevisibles, y mejor no arriesgar. Además, que Berta pensase en el cielo le parecía soportable, pero, con la imaginación que tenía la niña, cuanto menos se mencionase el infierno en casa, mejor.

Pero si van al cielo es porque se van a portar bien allí, dijo. Si no, no les dejarían entrar.

No estaba claro si Berta había escuchado la explicación, dada sin mucha convicción. Pero lentamente fue calmándose, o cansándose de su propia congoja y, aunque todavía interrumpida por algún breve hipo, suspiro, sorber de mocos o enjugarse lágrimas, se levantó, se dejó vestir, se subió, entonces sí, a los brazos de su madre.

Nico zascandileaba por la cocina, al parecer ignorante de la tragedia que acababa de desarrollarse en el dormitorio vecino. Podía pasarse diez minutos yendo de un lado a otro de la cocina y realizando actos inútiles —desplazar una taza, abrir y cerrar un cajón, pasar la mano por la encimera, colgar mejor un paño, etcétera— hasta que recordaba para qué había ido allí o que había entrado en la cocina sin motivo, tan sólo porque había atravesado la puerta distraídamente durante su deambular por la casa. Cuando Carmela y la niña entraron, Nico examinaba un colador como si quisiera averiguar su funcionamiento.

—Olivia no llegó aún. Se habrá retrasado el autobús.

La segunda frase estaba dirigida a ella, para apaciguarla o adelantarse a una posible crítica. Nico defendía a Olivia en todas las situaciones, como si Carmela le hubiese tomado una inquina injusta pero feroz que hubiera que desactivar a toda costa. Y no era cierto. Sí podía refunfuñar porque no había quitado el polvo de los muebles o porque siempre se dejaba sin hacer los trabajos que menos le gustaban, como planchar, pero no tenía nada en contra de la chica. Al contrario, le caía bien y sobre todo estaba feliz de que se llevase tan bien con Berta, que no era una niña fácil. Al menos a ella no le había hecho el número de la cochinilla, como le llamaban medio en broma, medio preocupados Nico y ella: cuando comenzó a ir a la guardería, y también cuando la cambiaron a otra porque Carmela no estaba satisfecha con las cuidadoras de la primera, se hacía una bola en un rincón y no hablaba con nadie, mucho menos con la cuidadora. Por Olivia siempre sintió cierto interés, quizá porque la veía distinta, extranjera, e inmediatamente descubrió que también hablaba de forma algo diferente.

—Eh, ¿qué pasó? ¿Son lágrimas eso que veo ahí?

—Se despertó llorando. Le dan miedo los dinosaurios.

Nico sonrió, suprimió la sonrisa, fingió seriedad.

—¿Son malos los dinosaurios? Si ya no quedan.

—Por eso, le da miedo encontrárselos en el cielo cuando muera.

Como era de esperar, Nico contempló a su hija con admiración. Antes que la pena por el sufrimiento de la niña, descubría la habilidad intelectual que le permitía llegar a una conclusión así. Y después su gesto, dirigido a ella, significaba: ¿no es lista esta cría?

—Eran herbívoros casi todos, bonita, sólo les gustaban los vegetales. Como ovejas enormes, algo más feos, pero nada más. A mí lo que me daría miedo es que me pisaran, porque con lo que pesan te pueden hacer papilla un pie; bueno, también me daría miedo que me echasen el aliento.

El cuerpo de Berta se relajó; aunque sin duda estaba imaginando la situación descrita por su padre, ya no era con terror, sino con fascinación.

—¿Quieres desayunar? Te pongo los cereales —ofreció Carmela.

—Laika no ha vuelto —afirmó, más que preguntó Berta.

—No, aún no. Ven, te lo pongo a este lado. Dame una cuchara, Nico.

—Tenemos que buscarla —dijo Berta.

—Yo ya la he buscado por todas partes. Cada vez que voy al instituto doy una vuelta para ver si la encuentro. Toma.

—No, ésa no. La de la niña. Ésa con el conejo.

—Pero a lo mejor es que no puede salir. Está en una casa, y los dueños la han recogido porque estaba perdida. Y ahora la perra llora y ellos no saben por qué, y como no habla no puede decir dónde vive.

—¿Ésta?

—Ésa. ¿Con babero o sin babero?

—Sin.

—No sé para qué pregunto. La niña tiene razón, Nico. Podríamos hacer octavillas.

—¿Qué son octavillas?

—Unas hojas que pegaríamos a los árboles y a las fachadas de las casas, con una foto de Laika; y debajo diría: Se busca —explicó Nico.

—¿Como las de los forajidos?

—Exactamente. También escribiríamos: Se recompensará a quien la encuentre con…

—Mil euros.

—No los vale la perra, hija.

—¡Carmela!

—¡Mamá!

—Perdón, perdón, pido humildemente perdón. La perra vale un Potosí. Pero eso sólo lo sabemos nosotros, así que si ofrecemos doscientos seguro que es suficiente.

—Cuando vuelvas del colegio nos ponemos a hacer el cartel. Tú me ayudas. Mañana hago fotocopias en el instituto y luego las repartimos.

En ese momento se escuchó un timbrazo y una llave girando en la cerradura. Berta se bajó de su silla de un salto y fue a recibir a Olivia.

—¿Tú crees que servirá de algo, Nico? Para mí que la han robado.

—No sé, pero al menos consuela a la niña. Le da la impresión de hacer algo útil.

—El caso es que era ya un poco vieja.

—Podemos comprar otra.

—O sea, que tú tampoco crees que vuelva.

—Chst.

Olivia entró con la niña en brazos.

—Perdonen, pero se retrasó el autobús. Ya mismo la llevo al cole.

—Vamos a hacer octavillas, Oli. Papá y yo.

—¿Qué van a hacer?

—Con una foto de Laika. Y se la vamos a dar a todo el mundo. Para encontrarla.

Carmela no habría sabido explicar la razón, pero en ese momento tuvo una sensación extraña: en la mirada que Olivia dirigió a Nico había algo así como sobresalto, quizá más que eso. Y la que le devolvió Nico se pretendía tranquilizadora, como si entre ellos hubiese un secreto y Olivia temiera que Nico lo hubiese revelado. Probablemente se trataba de algo distinto —no es fácil leer tantas cosas en dos miradas—, pero se quedó con la sospecha de que había una complicidad allí, una intimidad de la que ella estaba excluida.

¿Se habrían liado esos dos a sus espaldas? Tendría gracia. Y a Nico no le habría venido mal una aventura, algo que le sacudiese un poco, que lo devolviese al mundo de los vivos. Aunque acabase mal, y una aventura así tenía que acabar mal, pero la pasión primero y el dolor después podían quizá sacarle de esa existencia inerte que había estilizado hasta convertirla en un ideal.

Ja. Tendría que estar atenta a ver qué tramaban. Y, si podía, favorecería sus tejemanejes en la sombra. Qué bien, por fin una novedad en la familia. Hogar, dulce hogar, podría ahogarme en ti como en un lago de almíbar.