Los faros de los coches casi inmóviles producían destellos y fugaces franjas de luz sobre el asfalto húmedo; habría podido pensarse que los automóviles no rodaban sobre el suelo, sino que atravesaban las aguas quietas y oscuras de una laguna. Si Carmela entrecerraba los ojos, la sensación de estar en un barco se volvía tan intensa que le resultaba fácil imaginarse asomada a la noche por un ojo de buey. Pero sobre los techos mojados de los automóviles revoloteaba la luz roja que delataba un accidente unos cientos de metros más adelante.
A Carmela no le molestaban los embotellamientos. Una vez en el coche, no solía tener prisa. Su falta de puntualidad era resultado de una convicción. La gente corría, se agitaba, se angustiaba para cumplir un ambicioso programa con el fin de recibir la aprobación del jefe o del cliente, o para ajustarse a un modelo de persona dinámica, fiable, importante; presumían de estar todo el tiempo ocupados, se tomaban el café de pie, se desgañitaban en el móvil, el GPS les guiaba certeramente hacia la úlcera o el infarto. Carmela, por el contrario, no quería estar en más de un sitio a la vez.
Así que cuando se encontraba en un embotellamiento como esa noche, ponía música relajante, pensaba en sus cosas, hacía ejercicios de respiración o presionaba con las yemas de los dedos puntos determinados del rostro para conseguir una mayor tensión muscular, método que utilizaba desde hacía poco para reducir las arrugas. El coche era una cápsula en la que podía recluirse como una eremita en su cueva.
Salvo que a veces, a pesar de todo, relámpagos de mala conciencia atravesaban aquel espacio en principio aislado. Ella nunca había querido tener hijos. No, como le había dicho a Nico, porque pensara, aunque lo pensaba, que el mundo era un lugar demasiado inhóspito para obligar a un niño a vivir en él, ni porque fuese irresponsable, también lo pensaba, traer más niños a un planeta superpoblado y al borde de la catástrofe ecológica. Si no había querido tener hijos era, sobre todo, porque convertirse en madre era un acto irreversible. Se puede empezar a estudiar una carrera y pasarse a otra; casarse y divorciarse; encontrar un empleo y despedirse; enfermar y curarse. Pero una vez que eres madre no hay marcha atrás. No hay nada que defina y limite más que la maternidad. Ella no creía en la reencarnación; el karma no busca otro cuerpo tras la muerte, sino que la madre traspasa en vida parte del suyo a sus hijos, convirtiéndose desde entonces en un ser incompleto. Hay mujeres que asesinan a sus hijos recién nacidos porque se niegan a aceptarlos, pero ya es demasiado tarde: la madre está en el hijo muerto, y el cadáver vivirá en la madre como un parásito.
A Carmela le aterraba que el resto de su vida quedara definido por el mero hecho de parir. ¿No había manera de «tener hijos» sin «ser madre», de convertir la maternidad en algo pasajero, susceptible de ser interrumpido o abandonado? Al contrario que otros padres, Carmela estaba deseando que la niña creciera. Su infancia se le hacía innecesariamente prolongada; su extrema dependencia, una carga excesiva. Ella quería abandonar esa especie de simbiosis forzada; ansiaba encontrarse con la adolescente, pelearse con ella, aguantar incluso su insatisfacción y sus reproches, su desprecio si era necesario; prefería una hija que pudiese ser cómplice pero también contrincante, cariñosa o distante, exaltada o encerrada en sí misma. Deseaba ya ver sus pechos apuntar, las marcas del acné, el cuerpo sucesivamente desgarbado y ágil, la primera regla, su interés por los chicos, el primer distanciamiento de sus padres. Si había tenido una niña fue por el asedio de Nico, al que acabó rindiéndose con una condición tajante: tú eres el responsable principal, yo le daré el amor que me sea posible, pero sin coartar mi libertad; saldré por las noches si lo deseo, tendré una vida independiente de la maternidad, no permaneceré esclava al lado de la cuna y a la puerta de la guardería. Seré la tía más cariñosa del mundo, pero sólo eso: tía, no madre.
Por supuesto, luego las cosas habían sido algo diferentes y había acabado cogiendo a la niña tanto cariño que alejarse de ella, aunque lo disimulara con una actitud de alegre desapego, le costaba un mundo. Pero escapar una y otra vez, como esa noche, era una medida de higiene. Huir del papel de cónyuge y madre; convertirse en amante apasionada, desesperada, irresponsable, era la única manera de conservar parte de su dignidad.
Y por eso se dirigía a casa de Max, aunque la niña tenía unas décimas de fiebre y aunque ella misma no se sentía del todo bien, a pesar de la noche desapacible y del embotellamiento, de que en realidad ni siquiera le apetecía ver a Max, que en los últimos tiempos iba perdiendo su aura, el aura que lo iluminaba cuando explicaba los chacras, los animales sagrados que los habitaban, y cómo cada animal nos presta su fuerza o su debilidad, su pasión o su lentitud, su intuición o su conocimiento. Pero no es fácil conservar el aura en bata, hurgándose la nariz, o sencillamente con esa sonrisa algo lela que le salía mirando algún programa de la televisión. Y si Carmela quería a Nico era entre otras cosas porque no veía la televisión, porque, a pesar de su gusto extravagante por las lenguas muertas y las matemáticas, y a pesar de su vida encerrada, «bucólica», como la llamaba él, jamás caía en la vulgaridad de perder el tiempo y el alma mirando las estupideces que la televisión introducía en los hogares, como un buhonero sin escrúpulos que lleva productos defectuosos hasta la misma puerta de la casa y una vez que ha metido un pie ya no es posible conseguir que se marche. Nico quizá no fuera un as en la cama, y desde luego era incapaz de la menor aventura o sorpresa, pero no se quedaba embobado frente a la pantalla, no le interesaban el fútbol, ni el tenis ni la fórmula uno, no caía en el fanatismo churretoso de adorar colores ni escuderías. Dios, ella no habría podido soportar mucho tiempo la convivencia con un hombre así, pero Max se estaba revelando progresivamente como un santón en pantuflas, un iluminado que apagaba sus visiones nada más entrar en casa, profeta que, al quedarse solo, únicamente se interesaba por qué equipo ganaría el mundial y si haría buen tiempo el fin de semana.
Pero mientras no encontrase recambio, Carmela seguiría yendo a casa de Max, aferrándose unas semanas más a esa pasión a punto de desvanecerse.
Carmela alcanzó por fin el lugar del accidente. Un coche del Samur taladraba la noche con ráfagas rojas, dos policías conversaban, una mujer, sentada en el suelo, acunaba un bolso como si fuese un bebé, un hombre en una camilla levantaba una mano llamando a alguien o pidiendo ayuda. El embotellamiento se deshizo y Carmela no tardó más de diez minutos en alcanzar Majadahonda, y otros diez en llamar a la puerta de Max. Antes de escuchar sus pasos oyó una suave melodía oriental y olió el sándalo, e imaginó las velas encendidas alrededor de la cama como si fuera un altar, y detrás de la puerta a Max, observándola por la mirilla y quizá ya desnudo y excitado, dejando pasar unos segundos antes de abrir y mostrarse a ella. O quizá no, quizá estaba vestido, y abriría con gesto cansino, dispuesto a hablarle del instituto que estaba montando con otros sanadores y psicólogos, tema recurrente durante las últimas semanas.
Carmela deseó que abriese inmediatamente, que, vestido o desnudo, la arrastrase al interior sin mediar palabra, la empujase al dormitorio, la derribara sobre la cama pisoteando las velas, y le arrancase la ropa mientras la besaba y mordía y jadeaba.
¿Lo haría?
¿Como al principio de sus relaciones, cuando cada día la sorprendía con algún placer, cuando el ansia era mayor que la ternura y la confianza?
¿Lo haría o no?
Un ligero chasquido delató que sí, que Max estaba al otro lado de la puerta y mantenía su ojo voyeur en la mirilla. Por fin se descorrió el cerrojo y, para cuando la puerta comenzó a abrirse, Carmela temblaba de excitación.
Esa incertidumbre era lo que la mantenía viva.