Olivia descendió del autobús que la dejaba cada mañana en la carretera de Guadarrama a Pinilla, frente a la residencia de ancianos. Desde allí no tenía más que bajar una cuesta de unos doscientos metros, asfaltada sólo la primera mitad, para llegar a la casa de Nico y Carmela.
Con la entrada del invierno, el camino se había convertido en una sucesión de pequeñas trampas en las que Olivia tropezaba, resbalaba o se torcía el pie; la nieve ocultaba los charcos que se congelaban por la noche, los hoyos en el camino de tierra, alguna piedra que se desplazaba al pisarla. Sin embargo, para Olivia esa bajada no era un engorro, sino que a duras penas podía contener la sonrisa. Era como jugar; como si aún no fuese una mujer adulta y pudiese seguir, igual que de chica, balanceándose sobre la barandilla de un puente o saltando sin pisar las rayas que había trazado sobre el polvo.
Normalmente no encontraba de camino más huellas que las suyas; a lo sumo una liebre, algún pájaro o un perro se habían adelantado a ella. Los perros eran lo único que le asustaba, por lo que lo primero que solía hacer al bajarse del autobús era buscar una piedra y echársela al bolsillo. Había un perro que solía visitar a Laika y, como un enamorado de antes, pararse ante su verja a rondarla con desentonados aullidos. Era un perro grande, lanudo, que le enseñaba los dientes nada más verla, pero debía de saber mucho de la vida, porque en cuanto Olivia sacaba la piedra salía corriendo con el rabo entre las piernas.
Pero esa mañana sí había huellas; un largo reguero de pisadas parecía recorrer la cuesta hasta el final, donde doblaría para bordear los encinares. No eran huellas de ganado ni de otros animales: había nevado desde que las hicieron, por lo que habían perdido el perfil de horma humana y eran sólo agujeros a medio llenar bordeados por montones de nieve congelada, pero por el tamaño y la separación tenían que haber sido producidas por personas, dos probablemente. Olivia bajó la cuesta intentando pisar sobre las huellas de quienes, por una vez, se le habían adelantado.
Se detuvo a medio camino porque había olvidado ponerse los guantes al bajar del autobús. Se los puso y echó el aliento blanco sobre ellos, aunque sabía que así se humedecía la lana. No le importaba: le gustaba atrapar las pequeñas humaredas que salían de entre sus labios. Levantó la vista: al menos esa mañana Laika no tenía visita de su enamorado. No obstante conservó la piedra en el bolsillo.
Cuando llegó frente a la verja se sorprendió: las huellas no seguían camino adelante como había pensado, y tampoco eran las de dos personas que habían bajado juntas: alguien había entrado y salido de la casa esa mañana, y luego había remontado la cuesta. Inmediatamente pensó en el pediatra; quizá la niña había vuelto a enfermar: no había gripe ni infección que pasase por el jardín de infancia sin detenerse unos días en Bertita; la pobre era más bien endeble, de lo que Olivia culpaba un poco a sus padres, que le permitían andar descalza por la casa cuando se le antojaba. Y probablemente el médico no se había atrevido a bajar la resbaladiza cuesta con el coche; ya una vez había ido a empotrarse en el poste de la luz que estaba dos metros más allá del portón: el freno de emergencia, lo había llamado el médico.
Introdujo la mano entre los barrotes para descorrer el cerrojo; como todas las mañanas, lo hizo muy lentamente, para evitar que sonara el cencerro sujeto al cerrojo, una burda alarma instalada por Nico, de la que Carmela solía reírse, y de verdad era un esquilón —Olivia aprendió esa palabra precisamente de la boca risueña de Carmela— tan enorme que el posible ladrón tendría que haber sido ciego para caer en la trampa. Eso decía Carmela, que era una alarma contra cacos invidentes. Olivia consiguió abrir sin hacer un solo ruido, orgullosa de que ni siquiera Laika hubiera ladrado, aunque era inevitable que lo hiciera en cuanto empujara la puerta, que, por despacio que la abriera, siempre acababa por producir algún chirrido o retumbe metálico.
Fue justo al presionar el picaporte cuando vio la sangre.
Del otro lado de la verja, más allá del sendero que trazaban las pisadas dirigiéndose a la trasera de la casa, la nieve estaba salpicada de sangre. Olivia retrocedió y echó a caminar cuesta arriba, volvió sobre sus pasos, se aferró a la verja, pasó los siguientes segundos intentando respirar, hizo ademán de marcharse de nuevo, una torsión del cuerpo que tan sólo la llevó a perder el equilibrio, pues sus pies no se movieron. Empujó apresuradamente el portón metálico, rasguñándose un dedo contra un barrote, sin hacer ya caso al estruendo de los metales. Bertita, musitó. No sabía si seguir el rastro de las pisadas o entrar en la casa. Decidió seguir las pisadas porque le daba más miedo meterse en un lugar cerrado, del que quizá no podría escapar si aún no se había marchado el asesino (en ese momento se le habían olvidado las huellas de salida). En una de las paredes de la casa, sobre la tirolesa blanca, unas manchas más marrones que rojas delataban dónde alguien se había limpiado las manos de sangre. Olivia no se atrevió a dar un paso más.
—Señor —llamó o rezó.
Cruzó el cielo una lenta avioneta, centelleando como si enviase señales luminosas. El zumbido del motor parecía más cercano que aquel punto diminuto en el cielo.
—¡Señor! ¡Nico! ¡Nico! ¡Nico!
Alguien levantó la persiana del dormitorio de Nico y Carmela. Se abrió la ventana y al momento asomó el rostro adormilado de Nico. La contempló un momento con esa perplejidad que le era habitual en las mañanas, no como si estuviese sucediendo algo extraordinario, tan sólo repasando la situación, para descubrir cuál era el siguiente paso a dar. Revisando el disco duro, lo solía llamar Nico.
Sólo al cabo de un rato y después de restregarse un par de veces los ojos pareció darse cuenta de que sucedía algo anormal.
—¿Ocurre algo?
Olivia señaló vagamente hacia el suelo. La mirada de Nico siguió la dirección señalada, observó con detenimiento la nieve embarrada sin entender gran cosa, volvió los ojos hacia Olivia.
—Estás llorando —constató extrañado, repasó las huellas, fue a añadir algo y de repente se le agrandaron los ojos, desapareció precipitadamente tras golpearse la nuca con el borde de la persiana y reapareció instantes después detrás de Olivia, en pijama y pantuflas, con un cuchillo de cocina en la mano.
—¿Bertita?
—Está en su cuarto. La perra.
—Ay, Dios.
Olivia siguió a Nico; la puerta de la perrera estaba abierta. No necesitaron acercarse mucho para ver a Laika tumbada en el suelo ni para estar seguros de que la sangre era suya. La nieve alrededor de la alambrada que rodeaba la caseta estaba llena de salpicaduras. Al llegar junto a ella descubrieron que aún vivía. Tenía los ojos abiertos y respiraba muy rápidamente; había vomitado; no hizo esfuerzo alguno en levantar la cabeza, como si le faltase la energía necesaria o no fuese consciente de lo que sucedía a su alrededor. Las cuatro patas sangraban por sus extremos, allí donde alguien le había cortado manos y pies. De repente se contrajo, boqueó y sus ojos quedaron definitivamente fijos.
—Ven. Vamos a casa.
Nico le echó el brazo por encima del hombro y Olivia se sujetó a su cintura. Debía de estar helado, vestido sólo con el pijama. Olivia se sentó en el sofá del salón, junto a la chimenea apagada, a sus pies la estera de Laika.
—¿Te preparo algo, una tila?
Olivia sacudió la cabeza.
Nico no parecía saber cómo actuar; con ese pijama que le quedaba holgado tenía un aspecto más desvalido que ella.
—¿Quién habrá sido? ¿Tienes idea?
—¿No oíste nada esta noche? Tuvo que ladrar y quejarse.
Nico pasó un rato contemplando la chimenea, sin pestañear.
—No. Pero la nieve no estaba revuelta en la perrera. Han debido de dormirla antes. ¿De verdad no se te ocurre por qué, o quién?
—Pobre perrita.
Nico se sentó a su lado y volvió a pasarle el brazo por encima de los hombros.
—Ven.
Se recostó atrayéndola contra su pecho. A Olivia se le escapó un suspiro, pero nada más que eso.
—No llores —dijo Nico, aunque ya no estaba llorando. Se sentía bien, dadas las circunstancias, protegida—. No llores —Nico comenzó a acariciarle el pelo como a una niña.
—Bueno, me voy a poner a trabajar —anunció Olivia sin mucha convicción.
Nico la sujetó cuando ella hizo ademán de levantarse. La besó en el pelo y en la frente. A pesar de que Olivia tenía el estómago revuelto, le resultó agradable; pensó en Bertita, cuando estaba enferma y ella la acariciaba o besaba. Debía de ser igual ese sentirse mal y bien a la vez. Olivia decidió que ella también estaba enferma y necesitaba que la cuidaran. Nico era una buena persona. Él se había retirado un poco para poder besarle en las mejillas. Tenía los labios helados. Y notó que también estaban secos cuando se los puso en sus propios labios.
Tenía la cabeza atrapada entre el respaldo y la cabezota de Nico, por lo que no habría podido retirarse sin empujarle y forcejear. Tampoco sabía muy bien si quería hacerlo. Seguía sintiendo el estómago revuelto, por la sangre, y la perra muerta, y el susto, y porque, mientras estaba recostada contra Nico, se había ido convenciendo de que sí tenía una idea de quién podía haberlo hecho y esos bestias no se sabía hasta dónde podían llegar, quizá tendría que contarle todo a Nico, porque la niña no debía correr peligro, cualquier cosa antes de que le pasase nada a Bertita, eso sí que no se lo perdonaría, pero al mismo tiempo le horrorizaba la idea de revelarle la verdad, de perder el trabajo, al fin y al cabo él no iba a poner en peligro a su familia por ella, y tampoco era fácil pensar con claridad mientras él intentaba introducirle la lengua en la boca, debería dejarlo, no era el momento, por Dios, si se limitase a besarle la frente y el pelo. A Olivia se le escapó un quejido: le estaba haciendo daño en el cuello en esa postura tan incómoda, y él debió de malinterpretarlo porque, torpemente, tirando sin ton ni son en todas direcciones, le sacó la blusa de la falda, rebuscó hasta encontrar el camino y comenzó a acariciar su cintura desnuda; también tenía los dedos helados. Olivia quiso evitar que le desabrochase la falda pero no era fácil defenderse sin iniciar una pelea, y ella no quería ponerse violenta con Nico.
—Ahora no —dijo, y aun en esa situación se dio cuenta de que el «ahora» sonaba a promesa, y no era eso lo que quería haber dicho, pero los dedos de Nico se hicieron un momento los muertos.
—Te tengo mucho cariño, Olivia —susurró y sus dedos recobraron la vida para seguir su camino vientre abajo, enredarse en las bragas como pájaros en una red, jalando para todos lados hasta trabarse también en el vello, y Olivia le sujetó el brazo y le clavó las uñas, y repitió:
—Ahora no —sí tenía ganas de que la acariciara y le dijese cosas bonitas e incluso de que la besara, y le daba lástima que Carmela lo engañara así, pero no quería que le metiesen mano allá abajo, no quería pecar de esa manera, medio derrumbada en un sofá como una puta, y tampoco se sentía bien—, Nico, no, no, de verdad —y juntó las piernas, y se arqueó y él se limitó a sujetarla, besuqueándole el cuello, sin atreverse ya a ir más lejos, pero también sin ceder el terreno conquistado.
—¡Oli!
Entonces sí, Olivia sí empujó a Nico con fuerza y se maravilló de lo fácil que resultó echarlo a un lado.
—¡Sí, mi amor, ya voy! —se levantó rápidamente y se alejó a pasos muy rápidos, medio vuelta hacia Nico para explicarle lo obvio—: La niña está despierta —él se quedó sentado, rascándose un muslo y asintiendo a no se sabía qué.
—Holaoli.
—Hola, cariño.
—¿Y mamá?
—Mamá salió.
—¿Cuándo vuelve?
—¿Dormiste bien?
—No. ¿Cuándo vuelve?
—Papá está también ya despierto. Hoy fueron madrugadores.
La niña tendió los brazos y Olivia la sacó de la cama; la llevó al cuarto de baño. La depositó sobre el taburete de plástico que permitía a Berta alcanzar el lavabo. Le entregó un cepillo de dientes cuyo mango representaba una jirafa. Puso un poco de dentífrico sobre las cerdas.
—Cepíllate los dientes mientras te hago el desayuno.
Al pasar por delante del salón vio que Nico seguía en la misma posición en la que le había dejado. Quizá con la cabeza algo más gacha. Mientras vertía la leche en el Cola Cao Olivia advirtió que las manos ya no le temblaban. Pediría a Nico que se ocupase cuanto antes de borrar la sangre y de ocultar el cuerpo de la perra, con la excusa de que Bertita no debía verla. También tendrían que inventarse algo para explicar la desaparición de Laika. Y luego ella esa situación iba a resolverla fuera como fuese; le iba a dejar las cosas muy claras a Julián. Él no era malo. Eran los otros. Pero una salida tenía que existir. Y ella sabía cuál era. Faltaba acabar de convencer a Nico y Carmela. Más bien a Carmela, porque Nico enseguida se había ablandado cuando le rogó que le adelantasen el dinero de los estudios. Sólo tenía que evitar que relacionasen sus dificultades económicas con la muerte de la perra. Y si pagaba pronto la dejarían tranquila y no habría nada que temer.
—¿Estás bien?
No le había oído acercarse. Iba a contestar que sí, que muy bien, y no habría sido del todo falso. Tenía que estar bien, para ocuparse de la niña, para que ella no notase nada. Estaba aún asustada, pero fuerte, con la cabeza extrañamente clara. No se había marchado de Coca para venirse abajo tan pronto. Con la ayuda de Dios saldría adelante. Bien, no te preocupes, iba a decir, y ya había empezado a abrir la boca, pero sólo emitió un extraño ronquido. El gaznate le dolió como una vez que un niño del colegio le golpeó con el canto de la mano para demostrarle que sabía kárate. Señaló hacia el exterior sin acabar de creerse que estaba viendo de verdad aquello. Había que estar enfermo, verdaderamente enfermo para hacer eso. Recubiertos de una desigual capa de hielo, como si los hubiesen empapado en agua antes de dejarlos expuestos al frío, en fila sobre el alféizar, estaban las manos y los pies de Laika, pardos, blanquecinos y rojos a la vez. Cuatro pequeños amasijos que recordaban a algo vivo. Los señaló con un dedo que no pudo mantener en el aire más que unos segundos, y en el reflejo de la ventana se vio a sí misma, con la boca absurdamente abierta, y a Nico, detrás, negando la evidencia con ligeras sacudidas de cabeza.