A Olivia le daba miedo que Julián se le acercara para insistir otra vez en lo del dinero o en ofrecerle trabajos que ella sabía en qué consistían por mucho que se los envolviera en buenas palabras. Y por eso evitaba encontrarse con él, que era por lo que se resistía a acompañar a Jenny y Carla a cualquiera de los discobares de los bajos de Orense: era la zona que frecuentaba Julián —él la había llevado allí la primera vez, poco después de llegar de Ecuador, para que viese que en aquellos pasillos destartalados y sucios se podía encontrar un trozo de patria—, y eran muy elevadas las probabilidades de toparse con él en el Sorúa o el Tokyo o el Santo Domingo, y si no en uno de los bares en cualquiera de los sucios corredores que unían esas islas de ritmo. Aun así, a veces se dejaba convencer para no quedarse nuevamente sola en casa o porque, aunque no se sintiera cómoda en el ambiente cargado y la muchedumbre a cielo cerrado de las discotecas, a Olivia le gustaba bailar más que nada en el mundo. Mientras bailaba incluso se olvidaba del pudor, y no le importaba contonearse con su pareja pegada a la grupa, porque con lo que gozaba de verdad no era con los roces en las nalgas y las apretadas sino con el ritmo y la facilidad que tenía para meterse en él. Manejar un carro a mucha velocidad debía de ser una sensación parecida.
Esa noche, en el Sorúa, Olivia estaba descubriendo que le daba aún más miedo que Julián no se le acercara. En otras ocasiones, lo primero que hacía era irse hacia ella e insistir y machacar y repetir sus buenas palabras y marcharse ofendido. Hasta que eso sucediera Olivia no sería capaz de concentrarse en el baile, y más que moverse con el ritmo parecía correr detrás de él para atraparlo. Incluso Carla se dio cuenta; le había traído una Coca-Cola y se la había puesto delante de la nariz. Chica, relájate, que es sábado, le dijo, hizo amago de bailar con ella y desapareció en el gentío. Relájate, como si fuera fácil, con Julián a unos pocos pasos pero como si los separase un río o una calle llena de coches. Ella intentaba atraer su mirada, también cuando le volvía las espaldas, a través de los espejos; le hizo gestos con la mano, incluso se atrevió a llamarlo, y no había conseguido más que un asentimiento tan breve que no estaba segura de que hubiese estado dirigido a ella. Así que en cuanto Julián se separó del grupo con el que estaba y fue a la barra a encargar bebida, ella se dirigió al cuarto de baño con la intención de toparse con él por el camino. Pero lo detuvo una chica, que lo tomó groseramente por la cintura del pantalón —a Olivia casi le pareció oír la carcajada que acompañó el gesto—, le dijo algo al oído, le agarró breve pero no suavemente la nariz, le tiró del pelo, mientras él parecía buscar la salida de incendios. Cuando la chica se marchó, Julián daba la impresión de haber olvidado adónde iba, aunque sólo lo separaban unos pasos de la barra. Tomó un posavasos de una mesa cercana y lo leyó con atención.
—¿Quién era?
Julián ni levantó la cabeza.
—¿La girla esa? Una amiga.
—Ah. Oye, nunca hemos bailado juntos.
Julián arrojó con malas maneras el posavasos sobre la mesa. Su cara era una máscara deformada que aparecía y desaparecía bajo los reflectores intermitentes.
—Mira, no me juegues. ¿Ahora quieres bailar conmigo?
—No sé, digo, que aparte de nuestros problemas, podemos hablar de otras cosas, o bailar, o yo qué sé.
—¿Nuestros problemas? ¿Quieres decir los problemas que yo tengo por tu culpa? No vengas ahora a ponerte melosa conmigo. Además, no te sirve ya de nada. Se acabó lo de que Julián se juegue el cuello por ti.
Le enseñó las manos vacías como para probar algo y se dirigió a la barra. Olivia lo siguió.
—Escucha, que a lo mejor consigo el dinero. Se me ha ocurrido una idea. Verás como funciona.
Era cierto que tenía una idea: pedir a Nico y Carmela el dinero para los estudios. A ellos lo mismo les daba dárselo de una vez que cada año; aunque nada más le diesen cinco mil euros; con eso dejaría a deber sólo los intereses; y se lo iría devolviendo poco a poco, trabajaría los fines de semana, fregaría escaleras, haría baby sitting por las noches. Dejaría de ir a la iglesia una temporada para sacar más tiempo. Pagaría y la dejarían tranquila. Y luego ya vería cómo resolver lo de los estudios, pero eso era menos urgente. Siempre habría tiempo para aprender.
—¿Tú sabes que tu mamá estaría muerta si no fuese por mí? Eso no te has parado a pensarlo. Sin el dinero que le envías a tu mamá no podrían cuidarla. Gracias, gracias, Julián, ¿es eso lo que me dices? Pues no. Tú dices y haces lo que se te antoja porque eres una chica mayor. OK. Pero entonces te defiendes solita. ¡Un gin tonic!
—No seas así. Ya estoy hablando con los señores. En serio.
—Que a mí ya me da igual, ¿o no me oyes? Ya no está en mis manos. Y a los que vengan, les cuentas también la historia de tu mamá. Vas a ver cómo se conmueven.
—¿Quién va a venir? ¿De qué hablas, Julián?
—He hecho lo que he podido. Pero tú bailas mientras yo corro.
—Te voy a devolver el dinero.
Julián dio un sorbo al gin tonic. Puso unas monedas en el mostrador.
—¿Tú no bebes nada?
—Tengo una Coca por allí.
—Nos estamos viendo.
—Julián, dime algo.
—Ya te he dicho todo, Olivia. Te lo he dicho tantas veces que me ha salido ronquera.
—Un mes, sólo un mes. Vas a ver como sí te pago.
—No sé cómo puedes bailar con lo sorda que estás.
Julián se alejó dando tragos tan ansiosos a su bebida que Olivia pensó que no le quedaría nada cuando llegara a su mesa. Hubo repentinos gritos y aplausos porque entraba un nuevo DJ. El ritmo de la bachata fue amortiguándose ahogado por los bruscos sonidos de un reguetón. Olivia prestó atención a la letra pero no entendió lo que decían. Descubrió a Jenny en la pista perreando con un europeo. A Carla no la veía por ningún sitio. Se dirigió al vestuario a recuperar el abrigo.