Al montar en el autobús ya había notado que la persona que iba detrás de ella se le pegaba como esos sobones que aprovechan las apreturas para restregarse bien contra una, y por eso nada más pagar el billete se dirigió a pasos rápidos hacia el fondo del vehículo, aunque por el reflejo en las ventanas sabía que alguien la seguía, y cuando se sentó quiso encararlo y decirle qué se cree. Pero no le dijo nada.
—Hola —respondió desconcertada a su saludo más murmurado que pronunciado, y se echó ligeramente a un lado para permitirle ocupar el asiento contiguo.
Le daba escalofríos ese chico. Debía de estar medio loco, aunque Nico parecía encontrarlo simpático o buena gente. A saber por qué. Lo había visto en la zapatería una vez que Nico la acompañó a comprar unas botas para andar por el jardín, porque decía que con los zapatos que llevaba se iba a resfriar, y se empeñó, así que no hubo quien le dijera que no, y de todas maneras a ella unas botas le hacían más que falta, porque salvo las de goma nunca había llevado botas, que tanto frío como hacía en Madrid no lo había conocido ni la vez que fueron a Quito ni cuando, en ese mismo viaje, la llevaron sus tíos a Papallacta, bien arriba en las montañas, a los baños medicinales.
En la zapatería estaba con su madre, y se comportaba de manera rara, como un niño caprichoso, pero a su edad, no mucho más joven que ella, si acaso uno o dos años, le quedaba bien raro ese comportamiento de niño malcriado. Y también se lo había encontrado en la casa alguna vez, en el despacho con Nico haciendo vaya a saber qué cosas con los ordenadores, y ella, si Bertita estaba en casa, se la llevaba a su cuarto, para que no estuviese con él, porque tenía cara de fantasma, blanca y brillante como si estuviese hecha de cera, y prefería que la niña no anduviese en sus cercanías; no era difícil imaginárselo toqueteando a las niñas en el patio del colegio o enseñándoles sus partes en el bosque, pero Berta se sentía fascinada por ese chico, quizá porque lo veía tan raro, y en cuanto Olivia se descuidaba se ponía a espiarlo desde la rendija de la puerta del despacho o si oía que se marchaba corría para despedirlo.
Olivia estaba segura de que aprovechaba las curvas para pegar el muslo al suyo y apoyarse como descuidadamente contra su brazo. Tan concentrada iba en separarse de él sin que se notara mucho que ni se dio cuenta de que le hablaba; más bien, se dio cuenta de que lo había hecho cuando él repitió por segunda vez la pregunta.
—¿Estás bien con Nico? ¿Te trata bien el magister?
Aunque intentó evitar volverse hacia él, no lo consiguió. Su nariz afilada apuntaba hacia ella como un arma, sus ojeras querían infundir lástima, pero en las pupilas brillaban chispas procedentes de las llamas del infierno.
—Sí, me trata muy bien.
—¿De dónde eres?
—De Ecuador.
—Mejor que dominicana. Me llamo Claudio. ¿Te has dado cuenta de que este autobús huele a gallinero?
—No, no me he fijado.
—Claro. Pero es asqueroso.
Hablaba siempre así, en acertijos, de cosas sin relación, como los locos. De repente pareció perder todo interés por ella. Ojalá se apeara pronto. Pero no tenía por qué soportarlo. Nadie la obligaba a viajar junto a él todo el tiempo. Tardó dos o tres minutos en reunir el valor suficiente.
—Yo en estos asientos traseros me mareo. Siempre se me olvida. Permiso.
Buscó un asiento unas cuantas filas más adelante. Al sentarse se dedicó una sonrisa en el vidrio de la ventanilla. Sacó del bolso una barra de chocolate y le iba a dar el primer mordisco cuando el joven se sentó otra vez a su lado.
—Las mujeres comen más chocolate que los hombres para sublimar la sexualidad insatisfecha, porque activa la producción de feromonas y serotonina. Los hombres tienen otras formas de descargar energía sexual. Echan piropos, toquetean a las chicas en el metro, ven películas pornográficas. ¿Tú ves películas pornográficas?
—Qué horror.
—Tú comes chocolate.
Olivia se sintió incómoda con la chocolatina en la mano. La envolvió de nuevo y la guardó. Por suerte hubo otro largo silencio en el que ella fingió interesarse por el paisaje. Ya había anochecido y no se distinguían más que sombras que se deslizaban en sentido contrario al autobús; sólo de vez en cuando los vehículos con los que se cruzaban iluminaban fugazmente los bultos oscuros para convertirlos en árboles o piedras o arbustos, que enseguida volvían a hundirse en la oscuridad. Pero por mucho que lo intentase no podía dejar de ver los ojos de Claudio clavados en su reflejo.
—¿Sabes dónde está Namibia?
Otra vaina como para entenderla. Hizo como que no había oído la pregunta, pero Claudio tuvo la desvergüenza de sacudirla por un brazo.
—¿Cómo dice?
—Está en el sudoeste de África. La densidad de población es de poco más de dos habitantes por kilómetro cuadrado. ¿Te imaginas? Cuando tenga dinero me voy a ir a vivir allí. Compraré una granja y criaré ovejas. Mi vecino más cercano estará a veinte kilómetros.
—Qué aburrimiento.
—¿Tú te vendrías a Namibia conmigo?
Ya lo decía ella que estaba loco. Con él no se iría ni a la vuelta de la esquina.
—¿A ese sitio?
—En lugar de ser una inmigrante de mierda serías la dueña. Te tratarían con respeto. Los negros te dirían mevrouw. Necesito una mujer —de repente dio una carcajada—. Las ovejas no son lo mismo.
—Yo tengo un contrato con Nico y Carmela.
—Seguro que estás ilegal. No me cuentes historias. Ok. Te hago otra propuesta. Dejamos lo de Namibia para más tarde. Vente a trabajar a mi casa. Mis padres están buscando una chica. Les he hablado de ti.
—No puedo. Yo ya tengo trabajo.
—No me digas lo que ya me sé. Te estoy ofreciendo otro. Y no tendrías que cuidar niños.
—Yo a Bertita la quiero mucho.
—Hijos no podría darte.
—¿Quién? No entiendo.
—Ya lo veo. Te digo que te ofrezco cambiar de trabajo. A uno más cómodo, y puedo pedir a mis viejos que te paguen mejor que Nico.
Mejor de puta que en casa de un loco. Además, seguro que quería algo sucio. ¿A qué ese empeño, si ni se habían hablado antes de esa tarde? ¿Qué se habría creído ese mamarracho maleducado?
—Le agradezco.
—O sea, que me dices que no.
—Lo siento.
—Y más que lo vas a sentir.
Claudio se levantó con un movimiento tan brusco que Olivia temió que la golpease. Pulsó el botón para apearse en la siguiente parada. Al levantarse murmuró entre dientes —o al menos Olivia habría jurado que eso fue lo que oyó— «india de mierda», y aguardó impaciente a que se abrieran las puertas. Se apeó de un salto y desapareció en la oscuridad, como si hubiese sido una aparición, un enviado del infierno que regresaba a las tinieblas tras entregar su mensaje. A Olivia volvió a darle un escalofrío. Aún no se atrevió a sacar la chocolatina del bolso.