En los libros de la escuela, los indios aparecían desnudos o en taparrabos, y los españoles con túnicas, sotanas o armaduras. Pero ella nunca había visto a su mamá desnuda, incluso cuando iban a bañarse al río o a la laguna se las arreglaba para que no asomase más carne que la de sus brazos y su cara. Mientras que desde que estaba en España había visto a Carmela desnuda más de treinta veces. (Y, si era verdad lo que le decía, había playas en las que la gente se bañaba en pelota, hombres, mujeres y niños revueltos, con las vergüenzas al aire, como en las pinturas del paraíso o del infierno, aunque en uno había nubes o paños y en el otro llamas para tapar lo más indecente). Carmela no tenía ningún pudor, y podía estar, como en ese momento, sentada desnuda sobre el retrete, depilándose las piernas, con la niña al lado observando la operación, la puerta del baño abierta. Y muchas veces se la había encontrado por la casa con las tetas al aire, e incluso una vez la vio asomarse del dormitorio en sujetador para decir no sabía qué cosa a unos invitados que estaban en el salón con Nico.

—¿Qué miras?

Olivia se sobresaltó igual que si la hubiesen pillado metiendo la mano en el monedero de otra persona.

—Yo, nada.

—Ven, entra.

—Tengo que hacer.

—Entra, que te vamos a depilar, ¿verdad, Bertita?

Berta la atrapó a medio pasillo y comenzó a tirar de ella, ven, Oli, que mamá te depila, vas a ver que no duele, que sí, ven, anda, Oli. Arrastrándola por un brazo, consiguió llevarla al cuarto de baño. Carmela la aguardaba removiendo la cera en un aparato eléctrico.

—Si yo no me depilo…

—Por eso. Siempre tiene que haber una primera vez. Quítate los pantalones.

—Ay, no.

—No me digas que te da vergüenza.

—No, bueno, sí.

—Hija, qué gazmoña eres. Entonces ¿también te da vergüenza que yo esté desnuda?

—No…

Carmela se enrolló en una toalla, mientras Bertita intentaba bajar los vaqueros a Olivia, pero sus deditos no atinaban a desabrochar la hebilla.

—Anda, Oli, que sí.

Le acabó dando una risa tonta, como cuando en la escuela miraba con sus amigas fotos de artistas y comentaban cuál era más guapo, o cómo sería ser su esposa, o si los besos en la boca darían gusto o asco.

—Nico, ¿no vuelve?

—No, mujer, tranquila. Va a doler, pero sólo un poco. ¿De verdad no te depilas?

—Sí, bueno, alguna vez sí.

—¿Me pones a mí también?

—Tú no tienes vello.

—Sí, mira, tengo un poquito en el brazo, un poquitito, ¿lo ves?

Carmela extendió con la paleta una delgada franja de cera por los brazos de Berta.

—Ahora dejamos que se enfríe un momento. Mientras, te depilo las cejas con las pinzas.

—Si no hace falta.

—No hace falta, pero es divertido.

—¿Por qué no está Bertita en el colegio?

—Levanta un poco la cabeza. Porque no tenía ganas de ir.

—¿Y si no tiene ganas no va?

—A veces está bien hacer sólo lo que te apetece. ¿A que sí, Ber?

—¿Me quitas ya la cera, mamá?

—Yo lo que tendría que hacer son las camas.

—Hoy tienes libre, como Berta.

—Ay.

—No seas blandengue, Ber.

—Es que duele mucho.

—Ya ves lo que tenemos que hacer las mujeres. Pero mira a Olivia, no se queja.

No se quejaba porque se contenía, pero sí era doloroso cada tirón que daba Carmela a la cera. Sobre todo en el interior de los muslos. Y también lo fue después cuando le depiló los brazos. Pero aun así no era del todo desagradable estar con Carmela y Bertita en el baño, aunque tenía que pensar en las familias de monos que se amontonan en una rama, despiojándose y rascándose mutuamente, con los bebés colgados de la espalda o del pecho.

—Parecemos monos —dijo, pero Carmela estaba concentrada arrancándole los últimos pelos de las cejas y Berta removiendo la cera como si preparase una comidita a sus muñecas.

—Mira qué bien has quedado.

Los dedos de Carmela recorrieron sus piernas, imitados después por los de Berta.

—Sí, está muy bien.

—Si quieres te afeito un poco el vello púbico, un arreglito —pero antes de que Olivia gritase ¡no!, Carmela ya se estaba riendo—. Lo dejamos para el verano, para cuando te pongas bañador.

—Sí, eso.

—¿La maquillamos, mamá?

—Buena idea. Siéntate aquí.

—En serio, estoy bien así. Si yo no me pinto nunca.

—Por eso, a ver cómo te queda. Que te sientes, que si no Bertita no llega. Tú le pintas los labios y yo los ojos, ¿vale?

—Con éste.

—No, ése es muy oscuro para ella —Carmela probó tres o cuatro barras de labios sobre el brazo de Berta—. Éste le va a quedar bien. Pero no te salgas de los labios. Así, esta línea es el límite; como cuando tienes que colorear dibujos en el cole.

Bertita, la cara a un palmo de la suya, le pintaba los labios con gesto de extrema concentración. De vez en cuando pasaba los deditos por ellos para borrar quizá una mancha de carmín sobre la piel.

—A ver, haz así.

A Olivia le dio la risa al ver a la niña apretar los labios como para repartir mejor el carmín que no llevaba. Olivia la imitó.

—¿Así?

—Qué guapa.

—Eres un amor.

—Pues verás ahora cuando termine de pintarle los ojos. Ciérralos. Eso es.

El algodón le acariciaba los párpados; le estaban entrando ganas de acostarse y dormir mientras Berta y Carmela la maquillaban, acariciaban, corregían con los dedos sobre su piel, presionaban aquí y allá para que bajase, alzase, inclinase la cabeza, le echaban el cabello hacia atrás, empolvaban las mejillas, la barbilla, la nariz, el escote.

—Ahora abre los ojos, que te ponga el rímel.

—¿Puedo ponérselo yo?

—Sí, pero con cuidadito.

Otra vez ese gesto de concentración, el mismo que ponía cuando vestía o desvestía a sus muñecas, les cambiaba de pañales, olía a ver si se habían hecho caca, les llevaba una cucharada de aire a la boca. Los dientes diminutos ligeramente apoyados sobre el labio inferior, el ceño fruncido, con una seriedad que parecía no ser consciente de que todo era un juego.

—¿A que lo hago bien?

—Muy bien, tesoro.

—¿Falta algo?

—Perfume.

La niña se subió a una banqueta, sacó un frasquito del armario de espejo. Se bajó de un salto. Desenroscó el tapón, vertió una gota de perfume sobre la yema de un dedo y lo pasó por detrás de las orejas de Olivia.

—Y un poquito en el escote.

Berta obedeció a su mamá y luego olisqueó a Olivia.

—Qué rico.

—Ven que te ponga yo también.

Olivia tomó el frasco y puso a la niña un poco de perfume, también tras las orejas haciéndole cosquillas, y, como ella tiró del cuello de la blusa para despejar el camino, le pasó el dedo perfumado por el escote.

—A ver si te gustas —dijo Carmela.

La llevaron frente al espejo; desde su fondo la miraba una mujer diferente. A un lado de ella, rodeándole los hombros con un brazo, una Carmela radiante esperaba el veredicto segura de su éxito; al otro, Berta dando saltitos sobre la banqueta, una mano sobre el brazo de su mamá, cuya sonrisa duplicaba. Y en medio ella misma, otra pero ella, hermosa como no se había visto nunca, mejor dicho, nunca había pensado en sí misma ni como hermosa ni como fea, o si lo pensó se le había olvidado; nunca tuvo novio ni notó que la mirasen por la calle ni la silbasen ni le dijesen groserías los trabajadores del petróleo ni de las obras ni los mozos de las tiendas. Y los chicos que bailaban con ella en la disco lo hacían como podrían haber entrenado a la pelota con un amigo —sólo una vez, años atrás, intentó uno propasarse con ella—, y no sabía si era porque no les gustaba o porque se daban cuenta de antemano de que ahí no había posibilidad de sobar ni achuchar. Pero la mujer que tenía enfrente seguro que gustaría a los hombres y tendría que protegerse de ellos.

Berta le dio un beso.

—¿Te gustas, Oli?

Olivia asintió. Quiso decir parezco una actriz, o tú estás más guapa, o ni en el salón de belleza. Y su imagen abrió la boca para decirlo, despegó los labios de color rosa satinado, se cerraron varias veces las pestañas azuladas, y comenzó a llorar; una imagen absurda, esa mujer maquillada llorando entre dos rostros radiantes, anda, pero ¿por qué lloras?, ¿qué te pasa, Oli?, le preguntaban aún sonriendo. Y ella no pudo hacer otra cosa que seguir llorando, aunque no venía a cuento ni había pasado nada, pero los ojos empezaban a desteñirse y la boca a balbucear, y no había justificación posible, por mucho que quisiera explicar que no era culpa de ellas, que sí, que estaba muy guapa, que nunca lo había estado tanto, que además había sido divertido y por eso no tenía sentido llorar como una Magdalena, pero no conseguía pronunciar ni una palabra, por lo que fue casi un alivio que de pronto Berta se escurriese, desaparecieran sus brincos del espejo mientras se volcaba la banqueta, sonasen sus gritos, su llanto entre avergonzado y rabioso. Carmela y ella se agacharon a levantarla del suelo, ¿te has hecho daño, mi vida? No llores, mira, soplo y vas a ver cómo te duele menos; ven, mi amor, ¿te has golpeado aquí? Carmela se la llevó para calmarla, acunándola como a un bebé, y mientras aún escuchaba ese diálogo hecho de llanto y de palabras de consuelo, Olivia se puso los vaqueros, el pulóver que también se había quitado, abrió el grifo y se lavó la cara con agua fría.