El Pastor estaba inmerso hasta la cintura en la pila bautismal. Cinco nuevos fieles habían pasado a engrosar esa mañana las filas de los elegidos. La última, una mujer que no tendría menos de setenta años de edad, aguardaba con las manos entrelazadas a que el Pastor acabara de pronunciar las palabras previas a la inmersión.

Olivia había presenciado el rito en más de una ocasión, desde una de las orillas del río Napo, frente a la Iglesia Adventista del Séptimo Día que habían construido apenas a diez minutos río arriba de la escuela de la petrolera. Al principio, la gente del poblado no acogió de buena gana ni a la petrolera ni a los adventistas. Pero la petrolera les regaló el colegio y pagaba a los maestros, a cambio tan sólo de buscar petróleo en la zona, y comprometiéndose a no construir ninguna carretera en la selva: llevaron todo el material en helicóptero. Y los adventistas sólo habían pedido una pequeña superficie de terreno para construir el templo, una barraca de madera que fue ampliándose a medida que se multiplicaban los fieles, unos atraídos por la leche gratis y los exámenes médicos para los niños, otros porque la Palabra de Dios es poderosa y su murmullo fue atravesando la selva hasta hacerse oír en los poblados más remotos, y otros, en fin, por los cánticos que resonaban con frecuencia en el templo, unos cánticos tan dulces que le llenaban a uno el corazón de amor y daban ganas de llorar y también de alabar con ellos la belleza de la Creación. Olivia, hasta que llegaron los adventistas, nunca había pensado que la Creación fuese algo por lo que maravillarse: los ceibos y los chanules habían estado allí desde siempre, igual que los caimanes o las pirañas, y uno no se maravilla por lo que le ha acompañado toda la vida. Pero los adventistas tenían una manera de mirar el mundo que le ponía a una lágrimas en los ojos hasta cuando hablaban de las gallinas.

Sin embargo, Olivia no estaba aún bautizada, o, en palabras del Pastor, aún no se había unido al rebaño de Dios. En realidad, Olivia no sabía por qué no lo había hecho ya, salvo porque le daba tantísima vergüenza ponerse delante de los demás con un camisón blanco, metida en el agua, y que todos la mirasen mientras el Pastor decía sus cosas y ella rezaba; además, siempre le había dado miedo el agua y cuando su hermano la sumergía a la fuerza mientras jugaban en el río, le entraba tal angustia que respiraba con la cabeza debajo del agua y se ponía a toser y a ahogarse y a llorar, que menudo papelón si le sucedía cuando el Pastor le sumergiera la cabeza.

Pero, aunque todavía no perteneciera al rebaño, todos los sábados iba al culto, y una vez por semana se reunía con algunos compatriotas adventistas a leer y comentar la Biblia. Sólo evitaba reunirse con ellos en su propia casa porque Jenny se ponía de lo más brava, y Carla, aunque no lo demostrase tanto, igual se sentía incómoda con la gente de la iglesia. Quizá porque le remordía la conciencia por no rezar ni ir a los servicios religiosos. Cuando Olivia explicó al Pastor por qué nunca invitaba a los fieles a su casa, él miró a lo lejos y, con cara de pena, dijo: fíjate tú si los apóstoles hubiesen tenido el mismo miedo; imagina que no se hubiesen atrevido a dar testimonio del Señor; qué cobardes somos a la hora de defender nuestra fe, y eso que hoy Cristo no exige de nosotros que seamos mártires. A Olivia le ardió la cara al escucharle decir eso, pero lo mismo no se atrevió a organizar el grupo de lectura en su casa.

Cuando por fin terminó la ceremonia del bautismo y todos se felicitaron y dieron gracias a Dios por los nuevos hermanos, y cuando acabaron la música, los cánticos, las lecturas piadosas, los saludos en el Señor, los besos fraternales, y ya muchos se iban yendo a sus quehaceres o sus diversiones, Olivia se dirigió al Pastor, aún asediado por tres o cuatro mujeres de mediana edad que se ocupaban de limpiar el templo y de adornarlo para las celebraciones, y parecían sus esposas sin serlo ninguna. El Pastor ensanchó su sonrisa, que tan sólo perdía cuando se refería al pecado o a las obras de Satán y del mundo, y acompañó con ella a Olivia hasta que llegó a su lado. Sin un movimiento brusco, con una palabra amable para cada una de las mujeres, se escapó de su amoroso cerco y tomó a Olivia por un brazo.

—¿Vienes a darme una buena noticia?

—Vengo a preguntarle algo. A ver si me puede ayudar.

—Sólo Dios puede ayudarnos. Lo que yo pueda hacer no es más que una contribución insignificante.

—Yo es que tengo un problema.

El Pastor le tendió una mano, con un gesto tan suave y una sonrisa tan amistosa, que a Olivia no le quedó otro remedio que darle la suya; entonces el Pastor señaló con la mano libre hacia el Crucificado que presidía el templo. No dijo nada: tan sólo estableció esa cadena que llevaba del ruego de Olivia a Aquel que había muerto por nuestros pecados.

—Es que es un problema más…, yo quería pedirle consejo.

El Pastor no soltó su mano; al contrario, la encerró entre las suyas al tiempo que caminaba hacia un pequeño despacho sin ventanas que tenía adosado al templo.

—Dime qué puedo hacer.

—Mi mamá está muy enferma.

—Lo sé. Todos rezamos por ella.

—Y tengo que enviar dinero para pagar el tratamiento. Lo que pasa es que el tratamiento no acaba nunca. Y tiene que ir a Quito para que se lo hagan.

—A veces es mejor ponerse en manos de Dios que en las de los médicos.

—Sí, bueno, pero no puedo dejar que se muera.

—Claro que no.

—Entonces, lo que yo necesitaría es un préstamo que pudiese pagar poco a poco, porque es que yo ya no sé cómo devolver lo que debo, y a mí me insisten, y no diré que me amenazan pero…

—Los lobos siempre rondan el redil.

—… y yo tengo que pagar pero a ver cómo. O quizás podría trabajar para la iglesia, si me avanzan el dinero, luego trabajaría sin sueldo el tiempo que sea, el caso es…

—Entra.

El Pastor le abrió la puerta del despacho. Era un sitio en el que siempre hacía frío, como en un sótano húmedo. No había estufa, y parecía aún más frío porque no había un solo adorno en las paredes, salvo otro Cristo, éste más pequeño, colgado detrás del escritorio. El Pastor entrecerró la puerta, soltó la mano de Olivia y se sentó frente a ella en el borde del escritorio.

—Hay gente que se acerca al Señor porque quiere algo. Gente que espera milagros, curación, la solución a sus problemas terrenos.

—No es eso, yo a Dios…

—Pero ¿tú sabes quiénes son los buenos cristianos? Los que se acercan a Dios no para pedirle, sino para ofrecerle algo. El auténtico cristiano no pide, da generosamente. ¿Lo entiendes?

—Claro, y yo estoy dispuesta a dar, cuando haya resuelto el problema este…

—¿Sabes quién tiene segura la salvación?

—Eeeh…, el que da, supongo…

—Quien no reza para sí, sino por los demás. A ése, Dios le mira con un cariño especial.

—Sí, pero entonces usted cómo cree que puedo resolver…

—Lo que creo es que debes resolver lo que vas a hacer con el resto de tu vida. No con este problema o aquel otro, porque uno se encuentra con problemas todo el tiempo. ¿O te crees que yo no tengo? Y esas mujeres que están aquí todos los días, trabajando en la obra de Dios, ¿crees que no podrían hacer otras cosas más rentables, desde el punto de vista de este mundo? Si yo te contara sus problemas no te los creerías. El mundo es un lugar de sufrimiento.

—Si ya lo sé que no soy la única, no es eso, es que…

—Es que tú tienes que tomar una decisión muy grande y no te atreves. Y mientras no digas sí a Cristo, nunca saldrás de la oscuridad. Y ¿cómo quieres ver la solución si estás en las tinieblas? Yo sólo puedo ayudarte a ver la Luz. Pero eres tú quien tiene que avanzar hacia ella. Yo no puedo mover tus piernas.

Olivia había escuchado las últimas frases con la cabeza gacha, sobre todo porque no sabía cómo mirar al Pastor. Julián no se iba a dejar consolar con sus palabras dulces. Ella necesitaba hacer algo, rápidamente, aunque se condenase.

No, condenarse no quería, y por eso no se iba a hacer puta. ¿Cómo reaccionaría el Pastor si le explicase que estaba pensando precisamente en su salvación, que no se metía a puta porque amaba a Dios? Cuando el Pastor se quedó en silencio, Olivia asintió. Respiró hondo. Susurró:

—Bueno, me lo voy a pensar.

—No te lo pienses mucho, porque no sabemos cuándo será el día. Y no queremos que llegue y el Señor nos encuentre sin preparar.

Todo el mundo le metía prisa pero nadie le encontraba una solución. Olivia no necesitaba levantar los ojos para verlo aún sentado en el borde del escritorio, con ese gesto de juez a la vez bueno y estricto, con esa cara de saberlo todo, pero de no querer decírtelo hasta que lo descubras tú. Con esa cara de buey que nunca tuvo que usar los cuernos. Olivia se llevó la mano a la boca.

—Sí, está bueno. Me tengo que ir.

—Tú te crees que no sé lo que estás pensando.

—De verdad que tengo que irme.

—Estás pensando: «Qué fácil lo tiene todo el santurrón este, le pides ayuda y lo único que consigues es un sermón».

—No, yo eso no.

—Me gustaría mucho ayudarte. En serio. ¿Quieres que te confiese una cosa?

Olivia no quería. Lo bueno de sacerdotes y pastores era precisamente que podías depositar en ellos tus problemas. Y lo mejor era que no tenías a cambio que cargar con los del otro. Porque si hablaba con Carla para contarle la enfermedad de su mamá debía escuchar después que el papá había tenido un accidente en la petrolera, un corte en la pierna con unos hierros, y pasado un año se la amputaron, porque se le envenenó la sangre y la mitad del cuerpo se le quedó hinchado y negro, y que desde entonces Carla, una niña aún, se hizo cargo de la casa mientras la mamá trabajaba. Y si se lo contaba a Jenny no le quedaba más remedio que enterarse, aunque lo relatara tan despreocupada como si le resumiese la telenovela, de que un tío suyo por parte de madre abusaba de ella cuando era bien chiquita y que menos mal que un médico se dio cuenta de que pasaba algo raro y al tío le tundieron a palos, lo ataron a unas tablas y lo echaron al mar con las piernas en el agua para ver si la sangre atraía a un tiburón que les librara del problema. (Y como no volvieron nunca a ver al tío, no se sabía qué fin tuvo).

Así que cada vez que se contaban sus problemas o recuerdos tristes la carga se dividía y se triplicaba a la vez. Pero cuando de niña iba a confesarse con el sacerdote católico, y cuando hablaba con el Pastor al que acudía desde que buena parte de la aldea se convirtió en un acto colectivo, les decías lo que te pasaba y, aunque no te ayudasen, te marchabas aliviada, feliz de saber tus sufrimientos en el corazón de otro.

—Sí, claro. Cuénteme —dijo Olivia a regañadientes.

La mano del Pastor se posó en su antebrazo. A ella todos los hombres le ponían la mano encima, como se le pone a un niño o a una puta, porque están ahí para eso. No, por Dios, no pienses esas cosas, no eres justa.

—A veces yo también me desespero. Porque venís una tras otra con dificultades grandísimas, y yo sólo puedo aconsejaros que recéis. Lo que pasa es que esto es una iglesia de pobres. Aquí no podemos hacer una colecta cada dos por tres, porque la gente no tiene. La última la hicimos para Cachito, ¿te acuerdas de Cachito, la peruana?

—No.

—Cachito no tenía dinero para enterrar a su niña. Así que hicimos una colecta. Y ni llegó.

—Si no me quejo; lo que pasa es que no sé por dónde salir.

—Como casi todos los que vienen a esta iglesia; los que no saben por dónde salir ni por dónde entrar. Por eso tenemos que pensar en la otra vida, porque en ésta nos ha tocado recoger la mierda —el Pastor retiró la mano y la guardó en un bolsillo. Olivia nunca le había oído hablar mal, ni una palabra fea—. Yo estoy ya cansado de leer la historia del Santo Job. La leo casi todas las mañanas. Y te juro que me dan ganas de…

El Pastor, enfadado, casi desesperado, parecía más joven. Como si el aspecto bondadoso le echase un montón de años encima. Alguien llamó a la puerta y la empujó sin que le diesen permiso. Una de las «esposas» asomó la cabeza.

—¿Echa usted la llave o me espero?

El Pastor sonrió y su cara envejeció dos décadas.

—No, espere. Ya nos vamos.

La mujer aguardó un momento, como si quisiera escuchar algún eco de la conversación que acababa de mantenerse ahí adentro, pero como ninguno de los dos se movió, acabó murmurando una disculpa y juntando otra vez la puerta.

—No puedo ayudarte, Olivia.

—No se preocupe.

—Por curiosidad, ¿cuánto necesitas?

A ella misma, cuando pensaba en lo que debía, más los intereses, más los pagos que aún le quedaban de su mamá, le resultaba una suma tan increíble que sólo le daba ganas de llorar. Así que mejor decir una cantidad que no pareciese imposible de obtener. Por si al Pastor se le ocurría de todas formas alguna manera.

—Tres mil euros. Bueno, ya van para cuatro mil.

—Rezaré también por que los encuentres. Y no le preguntaré a Dios cómo.

Olivia se despidió y salió del despacho. Las «esposas» la siguieron con la mirada, y el único que la ignoró al salir fue Cristo, que tenía los ojos vueltos hacia el cielo. Ése tampoco se enteraba de nada.