—Me aprietan, mi amor. Me están apretando mucho.

—Pero es que yo no sabía que le iban a poner también quimio, no la voy a dejar que se muera, primero tengo que pagar lo suyo. Tú no sabes lo que cuesta.

—La vida cuesta en todas partes. Eso allí es igual que acá.

—En unos meses ahorro para acabar de pagar el hospital. Y luego pago lo vuestro.

Julián rascaba nerviosamente con el índice justo sobre la nariz del Che impreso en su sudadera roja. De vez en cuando interrumpía ese movimiento compulsivo para tirar hacia arriba de unos vaqueros en los que habría cabido al menos otro Julián.

—No es lo nuestro; es lo tuyo lo que tienes que pagar. A ti te han dado un dinero y te lo has gastado.

—Tenía que gastármelo. No soy una ladrona. Tú habrías hecho lo mismo.

—Pero si yo te entiendo. Por eso quiero que encontremos una solución. ¿Estarías dispuesta a trabajar por las noches? No todas. Y sólo unas horas.

—Yo de puta no, Julián. A mí eso…

—Y quién habló de putas. ¿Yo? ¿Me has oído tú a mí hablar de putas? ¿Tú te crees que te voy a poner a putear? ¿Me molesto? ¿Es eso? ¿Quieres que me moleste?

—Que no, Julián.

—Que soy yo un chulo, ¿es eso lo que me estás diciendo? ¿Que te voy a llevar ahí a la Casa Campo a enseñar las chichis?

Julián golpeó con el talón de sus gastadas Nike contra la pared en la que apoyaba la espalda. Allí lo había encontrado, en una calle de Pinilla, como si estuviese apostado justo para aguardarla a ella. Lo había visto al doblar una esquina, dudó si dar marcha atrás y dejarlo allí, alternativamente fumando y rastrillándose el pelo con los dedos, pero los segundos que tardó en decidirse bastaron para que él la descubriese, se desprendiese del cigarrillo como quien golpea una canica e hiciese una vaga seña con la mano. No le había quedado más remedio que acercarse a él, darle un beso, entablar la inevitable conversación sobre sus deudas.

—Yo no he dicho eso.

—Pues si yo no hablo de putas, tú tampoco. Yo te digo un trabajo regular, sirviendo en un bar. Ni siquiera de fija; por horas. Hay muchas chicas que lo hacen. Si yo pudiese elegir mis trabajos tampoco andaría escarbando el suelo. Viajaría en yate. Tú también preferirías leer revistas a limpiar el culo a una niña que ni siquiera es tu hija. ¿A que sí? ¿A que preferirías leer revistas y pasar la tarde en la peluquería? —Julián acarició la frente del Che. Volvió a tirar de los pantalones. Escudriñó varias veces calle arriba y calle abajo. Saludó a una señora que pasó tirando de un carrito de la compra—. Vamos a hacer una cosa: no me contestes ahora mismo. Piénsatelo; háblalo con tus amigas. Y luego me dices. Porque me hacen un favor guardándome el puesto, pero no por mucho tiempo. Hay montones de chicas buscando.

—¿Y otro trabajo? Quiero decir, en una casa en la que paguen más.

—Yo sé adónde quieres ir a parar.

—No me estoy quejando.

—Ya empezamos con las envidias.

—Que no es eso. Pero Jenny…

—Jenny tenía que salir a relucir en algún momento.

—Habrá más casas así.

—Entonces enséñame una.

—A Jenny sí le encontraste.

—Y ahora quieres que se la quite y te la dé a ti.

—Lo que quiero es que encuentres otra. Habrá más embajadores, o cónsules, o gente rica que pague mejor.

—Las cosas no son tan fáciles.

—Pero tú me dijiste que todo iba a ser muy fácil.

—Y tienes un trabajo. Yo te prometí encontrarte un trabajo y bien que te he cumplido. Pero no hay muchos de mil trescientos euros; Jenny tuvo mucha suerte. Además, ella es más flexible que tú.

—Yo soy flexible.

—Tú estás llena de remilgos. Cuando yo a Jenny le ofrecía algo, ella sólo hacía dos preguntas: dónde y cuándo. Porque ella sí se fiaba de mí.

—Si yo me fío. Pero si ella se va…

—Si ella se va, hay más esperando. ¿O tú te crees que eres la única? Mira en tu iglesia. Cuántas son.

—Mi madre está enferma.

—Otras tienen un padre moribundo. Seis hijos. Un marido en la cárcel. Tú no tienes hijos. ¿O te dejaste en Coca cuatro niños hambrientos y yo no me he enterado? Si es así, dímelo.

—No es eso.

—No: es que yo te ofrezco, te estoy ayudando a salir pero me miras como si te robase. Yo también tengo problemas, Olivia, pero tú de mí no te preocupas.

—Es que…

—A Julián se lo pueden comer los perros, pero a ti qué más te da.

»Anda, piénsate lo que te estoy ofreciendo. Y si me echas ahí una mano, yo te la voy a echar también cuando quede un buen sitio libre. ¿Estamos?

—Bueno. Dame unas semanas.

—¿Necesitas unas semanas para decidir? Mira que a lo mejor no te esperan.

—Sólo unas semanas.

—Allá tú. A mí me vale verga.

Julián se separó de la pared que lo sostenía. Sacó los cigarrillos de un bolsillo de los vaqueros, comprobó cuántos había en el interior y se marchó con ellos en la mano sin más despedida que un encogimiento de hombros.