—No, mi amor. Las cosas no son así.

Olivia tenía entre las manos un pañuelo empapado de lágrimas y de mocos. Con los codos sobre la mesa, apretaba el pañuelo de vez en cuando contra la nariz o los ojos. Entremedias intentaba hablar, pero no le salía más que una mueca de desesperación. Julián parecía tranquilo; sentado frente a ella, recostado contra el respaldo de la silla y con las piernas abiertas y estiradas; como en su casa. Su tono no revelaba irritación; al contrario, era un tono paciente, de maestro de escuela.

Se encontraban en el dormitorio de Olivia, en el apartamento que compartía con otras dos ecuatorianas. Era su primer apartamento de verdad en Europa; al principio había vivido con un montón de chicas, ni siquiera sabía exactamente cuántas, en un piso que no tenía ni cocina porque se había aprovechado todo el espacio para poner camas: un pequeño cuarto de baño y gracias. De todas formas, allí sólo se iba a dormir, y en cuanto acababa tu turno de cama tenías que dejarla libre para la siguiente e irte a la calle. En el nuevo apartamento sí había una cocina diminuta, en la que apenas cabían el fregadero y una placa eléctrica doble. Y entre el único armario y la pared de enfrente Olivia casi no tenía espacio para pasar. Pero esas cosas a ella no le importaban: así evitaba la tentación de engordar.

—Tú no te asustes —le había dicho Julián mientras le mostraba el apartamento—. Esto es sólo hasta que te encontremos un sitio mejor.

—A mí me da igual; yo lo que quiero es trabajar.

—Pues no te preocupes, que trabajo no te va a faltar. Esto no es como allí. Aquí quien quiere sale adelante.

Olivia tenía diecinueve años y sólo había estado una vez en Quito. Recordaba que se había sentido muy mal, y aunque su mamá le explicara que era por la altura, cuando llegó a Madrid tuvo exactamente la misma sensación: le faltaba el aire. Ahí no era la altura el problema, sino el agobio que le producía tanta gente moviéndose tan deprisa, como si todos tuvieran algo que resolver o en unos minutos les fuesen a cerrar la puerta de algún sitio en el que necesitaban entrar a toda costa; y el ruido tremendo de autos, maquinaria, las voces, con esa forma tan agresiva que tenían de hablar; y el aire olía como los gases del grupo electrógeno que instalaron en la escuela de su aldea para no tener que interrumpir los cursos de noche cada vez que se iba la luz. Por eso se alegró cuando le encontraron un trabajo fuera de Madrid y, en cuanto pudiese, pensaba mudarse al pueblo donde trabajaba, aunque le iba a dar pena separarse de Jenny y Carla, las dos únicas chicas con las que había hecho amistad en España. Jenny era de Guayaquil, pero a Carla la conocía ya de Coca; había vivido a pocos kilómetros de Olivia, río arriba, allá por el parque natural, y aunque no eran amigas entonces, sabía historias de su familia y conocía a alguno de sus parientes. De Jenny no sabía gran cosa; aunque hablaba mucho y parecía que contaba todo lo que se le pasaba por la cabeza, en realidad casi nunca contaba de sí misma. Y si le preguntabas, las más de las veces decía: ay, chica, no empecemos con los boleros.

Julián golpeó con los nudillos en la mesa sobresaltando a Olivia.

—Cuando se contrae una deuda hay que pagar. Así es como son las cosas, Olivia, no como tú quieras. Y no me digas que te han engañado, porque a ti no te engañó nadie.

Olivia se inclinó hacia delante, tendió sobre la mesa la mano que empuñaba el pañuelo.

—¿Y cómo le hago, Julián? Tú dime cómo le hago.

—Tú eres ya mayor.

—Trabajo de la mañana a la noche. Yo no puedo más.

—Y tu madre, ¿está mejor? —Olivia se puso a llorar otra vez; se apretó los ojos con las manos como queriendo taponar las lágrimas. Al cabo de un rato consiguió calmarse lo suficiente para volver a mirar a Julián—. ¿Eh? Tu madre, ¿se puso buena?

—Ya salió del hospital, pero buena no está.

—Pero ya está en casa, eso es lo fundamental. No hay nada como estar en casa de uno.

—Aún tiene que volver para otro tratamiento. Tú no sabes lo que es esto.

Olivia sí lo sabía, y por eso se le rompía el corazón pensando en su madre sola en el hospital, aunque sola del todo no estaba, porque las hermanas pequeñas la acompañaban, pero Olivia de todas formas tenía la impresión de haberla dejado sola. Ella también había pasado unos días en la Clínica Sinaí, cuando le comenzaron los desmayos y se caía en cualquier parte, y primero pensaron que era porque le había venido la regla, aunque su hermano decía que eso era histeria, que se quería hacer la importante, pero cuando la examinaron en el hospital el médico lo dijo bien claro, a esta chica hay que operarla, no hoy, ni mañana, a lo mejor vive así muchos años, pero un día le puede dar una hemorragia cerebral, porque esto es, y para decirlo se quitó las gafas, pasó revista a la madre, a las tres hermanas y finalmente a Olivia como si aquello fuese un examen en la escuela y esperase una respuesta, salvo que nadie respondió, así que se volvió a poner las gafas y dijo muy serio: coartación aórtica, que fue cuando su mamá se echó a llorar como si supiese que se trataba de una enfermedad malísima, aunque, así lo dijo luego, ni siquiera había entendido las dos palabras, pero de todas formas le entraron ganas de llorar en ese momento. Coartación aórtica, ¿ven?, y el médico se levantó, pasó el dedo por un lado del cuello de Olivia, descendió casi hasta el pecho y allí hizo una leve presión. Aquí, dijo. Por eso se desmaya. Y luego repitió que había que operar, pero él les recomendaría que fueran al Hospital Metropolitano en Quito para hacerlo, y que costaría tanto y tanto, y al oír la cifra la madre lloró aún más alto, porque con lo que llevaban ya pagado en la casa no quedaba ni un sucre, así que Olivia no se operó como recomendaba el doctor, y decidieron que cuando fuese a trabajar a Europa, como ya habían planeado, el primer dinero que ganase sería para la operación; pero luego llegó la enfermedad de la madre y eso sí que era urgente, porque con la coartación aórtica llevaba ya seis años viviendo, y salvo por los pies fríos —cosa que tenía fácil remedio—, los dolores de cabeza y algún desmayo, mucho más espaciados que años atrás, de los que no había hablado a Julián cuando le buscaba trabajo, y tampoco a Nico y Carmela, porque quién quiere emplear a una enferma, ya casi ni notaba que tenía esa dolencia.

—Julián, ¿cómo le hago? Yo te doy lo que puedo.

—Tú has sido muy niña. Y uno no puede irse lejos y ser un niño. Lejos no lo cuida nadie a uno. Ahí no valen tonterías.

—¿Qué quieres? ¿Que me haga puta?

—No, mujer. Yo no puedo querer eso. Yo sólo quiero que hagas lo que a ti te parezca bien. Pero tú tienes una deuda conmigo, y yo la tengo con otros. ¿Y sabes lo que me pasa a mí si no cumplo?

—Yo trabajo lo que puedo, de verdad.

—A mí me cortan las pelotas. No me van a preguntar si eres una buena chica, y si tu mamá se encuentra ya bien, ah, qué bueno, cómo nos alegra. Piénsalo, Olivia; piénsalo a ver cómo le haces, porque una solución hay que encontrarla. ¿Ok?

Olivia asintió con la mirada perdida; hacía pucheros sin decidirse a romper a llorar otra vez. Julián se levantó, rodeó la mesa y le dio un beso en el pelo.

—Tú búscale una solución que sea buena para los dos y lo hablamos de nuevo. ¿Te parece? Tú te lo piensas y seguro que encuentras el modo. Vas a ver como sí.

Al salir Julián, no se hizo el silencio a espaldas de Olivia. Un frusfrús, cuchicheos, un ligero chirrido que abre paso, no necesitó volverse para saberlo, a las cabezas curiosas y a la vez temerosas de Jenny y Carla; una mano que acaricia su cabeza, el aliento de la otra junto a su mejilla.

—¿Qué pasó?

Olivia negó con la cabeza. Jenny se sentó en la cama. Se miró las uñas y se encogió de hombros. Carla permaneció junto a Olivia. Durante un rato ninguna dijo nada. Hasta que Olivia preguntó, aunque nadie le iba a dar la respuesta.

—¿De dónde saco yo cinco mil euros? Dime tú a mí de dónde saco cinco mil euros.

Jenny se tumbó y se tapó la cabeza con la almohada.

—Qué pedazo de cachudo —comentó Carla.

—No, si él no es malo. Él me ayudó.

Jenny sacó la cabeza de debajo de la almohada.

—Pero no lo hizo gratis, a que no.

—Dime tú quién te da algo gratis. A lo mejor en la iglesia. Ahí ayudan a veces, pero no me van a dar cinco mil euros.

—¿Y tus señores?

Olivia se volvió perpleja hacia Carla.

—¡Ja! —comentó Jenny desde la cama.

—Pero ésta dice que son buena gente.

—¡Ja! A ésta todos le parecen buena gente.

—Llevo sólo unos meses con ellos. ¿Cómo me presento en su casa y les pido cinco mil euros? Así, por las buenas.

Jenny se sentó en la cama. Se alisó la falda, que habría dejado al descubierto buena parte de sus rollizos muslos si no los hubiesen tapado unas gruesas medias color café.

—Yo lo intentaría.

—¿A mis señores? No.

Olivia sacudió la cabeza con obstinación. Cómo les iba a pedir dinero. Tenía que haber otro arreglo. Ella no conseguía ahorrar ni un euro y a su madre tampoco iban a poder quitarle nada. ¿O le iban a quitar la cama o un puchero? Y el dinero para la radioterapia lo giraba directamente al hospital.

—Óyeme, lo que no entiendo es que debas tanto. A mí me cobraron dos mil por el viaje y las primeras noches de arriendo. Y a Carla lo mismo.

Olivia se puso a arrancarse una pequeña costra del codo. De vez en cuando interrumpía la operación para sonarse los mocos o secarse las lágrimas.

—Bueno, no es asunto mío, pero si les debes cinco mil, yo me espabilaría.

—Ay, Jenny, no la agobies.

—Si yo no digo nada, pero con los intereses que te cobran, como no pagues pronto, mejor te…

—Que la dejes.

Jenny se dejó caer nuevamente sobre la cama de Olivia. Cerró los ojos como si pretendiese dormir. Carla se quitó las zapatillas y fue a tumbarse a su lado. Apoyada sobre los codos, se puso a jugar con la melena negra de Jenny, formando trenzas que se deshacían en cuanto las soltaba.

—Te salió una cana.

—Qué horror. Ya me llegó la vejez. Arráncamela.

Olivia aplicaba saliva sobre la herida que se había vuelto a abrir en el codo.

—Es que no les he devuelto la bolsa.

Jenny se incorporó como el muñeco de una barraca de feria. Tan rápido que dio un cabezazo a Carla en la barbilla.

—Ay, coño.

—Pero ¿tú la oyes? Perdona, bonita.

—Me saltaste un diente.

—Exagerada. Sana, sana, a ver, un besito en la barbilla. ¿A que ya no duele? ¿Tú la oíste?

—¿Te dieron una bolsa de tres mil?

—Sí, me dijeron que para pasar la frontera sin problemas; que si veían que llevaba tanto dinero no me andarían fregando. Y que se lo diese a Julián en cuanto llegara.

—¿Y tú te lo has quedado? Coño, Carla, estamos viviendo con una loca. Se quedó el dinero de la bolsa.

—No me lo he quedado.

—Te lo gastaste en hombres. ¿Tiene alguien un cigarrillo?

Carla se levantó, salió del cuarto y regresó con dos cigarrillos encendidos. Dio uno a Jenny y al otro una calada profunda. Exhaló ruidosamente, y aún le salía humo de la boca cuando dijo:

—Chica, ¿tú sabes los intereses que vas a pagar por ese dinero? ¿En serio que no lo tienes? ¿Te lo robaron?

—Se lo envié a mi mamá. O sea, al hospital.

—Joder, Oli; no me extraña que tengas a Julián mordiéndote el culo todos los días —dijo Jenny.

—Dice que él me avaló, y que ahora le amenazan.

—Lo que quiere ése ya lo sé yo. Mirad —Jenny se puso el cigarrillo ya casi consumido en los labios y, con un gesto como de pez devorando a otro, lo giró de forma que el extremo encendido desapareció en el interior de su boca, de la que sólo asomaba el filtro. Hinchando los carrillos, sopló el humo hacia fuera a través de la boquilla.

—No puedes dejar de hacer el payaso. Nosotras aquí hablando de que Olivia está…

—Por eso. Ya me cansé de tragedias. Porque por mucho que lloremos, snif, snif, no vamos a resolverlo. ¿Nos vamos a bailar? Venga, todas al Sorúa, a mover lo que Dios nos ha dado —se puso de rodillas sobre el colchón, avanzó como una penitente hasta los pies de la cama, desde donde alcanzaba a abrazar a Olivia, que seguía sentada con la cabeza gacha—. ¿Eh? ¿Qué te parece? ¿Nos vamos a perrear un poquito?

—Tengo yo una cara como para ir a bailar.

Jenny se levantó de un salto. Dio un manotazo a la melena de Olivia.

—Eso se arregla en un santiamén. Chicas, al camerino.

—Además, no puedo gastar dinero.

Carla le dio un suave empujón en un hombro.

—Si llegamos antes de las doce es gratis.

—Que no.

—Que sí.

La tomaron cada una por un brazo y la obligaron a levantarse sin hacer caso de sus protestas, que fueron transformándose en risas, y, aunque apenas cabían las tres a la vez, la arrastraron al cuarto de baño, delante del espejo.

—Y a lo mejor encuentras esta noche a alguno que te ayude.

—Mientras no encuentre a alguno que la sangre aún más…

—No sé qué le iba yo a dar a cambio.

—¡La chucha! —gritó Jenny con una risotada e intentó agarrarla entre las piernas.

—Ahora en serio, yo tengo…

—Que te calles —le dijo Jenny obligándola a coger el pintalabios.

—Pero…

—Chssst.