22

Cuando llegué, William me esperaba en los peldaños de entrada al apartamento. Me miró, con la cara pálida, y su acostumbrada expresión abierta estaba salpicada de ansiedad.

—He descubierto quién está al frente del ensayo clínico de la fibrosis quística en St. Anne. ¿Puedo pasar? No creo que debamos…

Su voz, habitualmente tranquila, estaba alterada. Abrí la puerta y me siguió al interior del apartamento.

Hubo una pausa antes de que hablara. Oí el reloj de la abuela sonando dos veces en el silencio.

—Es Hugo Nichols.

Antes de que pudiera preguntarle nada más, William se volvió hacia mí, hablando rápidamente:

—No lo entiendo. ¿Por qué, en nombre de Dios, ha utilizado bebés sanos en el ensayo clínico contra la fibrosis quística? ¿Qué demonios ha hecho? Es que no lo entiendo.

—Han utilizado el ensayo legítimo contra la fibrosis de St. Anne para realizar pruebas genéticas ilegales —repliqué—. Para testar otro gen.

—Dios mío. ¿Cómo lo sabes?

—Por el profesor Rosen.

—¿Piensa ir Rosen a la policía?

—No.

Hubo una pausa y volvió a hablar:

—Así que tendré que ir yo. Les diré lo de Hugo. Esperaba no tener que ser yo.

—No vas a contar ninguna mentira, ¿verdad?

—No, claro que no. Lo siento.

No podía comprenderlo.

—Él es psiquiatra. ¿Por qué iba a ser el responsable del ensayo de una terapia genética?

—Fue investigador en la facultad y en el Imperial. Antes de convertirse en médico psiquiatra de este hospital. Te lo conté, ¿no?

Asentí.

—Estaba especializado en genética —continuó William.

—Nunca me lo dijiste.

—Es que nunca pensé, Dios, nunca pensé que fuera relevante.

—Eso ha sido injusto por mi parte. Lo siento.

Recordé que William me había contado que se rumoreaba que el doctor Nichols había sido un brillante investigador y que estaba «destinado a la grandeza», pero yo automáticamente lo descarté como una habladuría equivocada, y opté por confiar en mi propia opinión: que era un tipo desaliñado y desesperante. Comprendí que le había descartado como sospechoso, no solo porque creía que no tenía ningún móvil, sino porque estaba profundamente convencida de que era básicamente una persona honesta.

William se sentó, con el rostro tenso, y sus manos recorriendo inquietas los brazos del sofá.

—Una vez hablé con él de su investigación, hace años. Me habló de un gen que había descubierto, y que una compañía le había comprado la patente.

—¿Sabes qué compañía fue?

—No. Ni siquiera estoy seguro de que me lo dijera. Fue hace mucho. Pero sí me acuerdo de lo que hablamos, porque sus palabras eran apasionadas, tan distintas de su habitual forma de ser. —Estaba dando vueltas por la salita, con movimientos bruscos y enfadados—. Me dijo que había sido la ambición de su vida, no, de hecho dijo que era el objetivo de toda su vida, introducir ese gen en los seres humanos. Dijo que quería dejar su huella en el futuro.

—¿Su huella en el futuro? —repetí, asqueada, pensando en cómo te habían arrebatado tu propio futuro y el de tu hijo.

William pensó que no le había entendido. Explicó:

—Quería decir que si introducía su gen en la línea germinal pasaría a las futuras generaciones. Dijo que quería «mejorar lo que significa ser humano». Pero aunque las pruebas con animales habían ido bien, no le permitieron seguir probando en seres humanos. Le dijeron que las mejoras genéticas eran ilegales, y que no podían emplearse con personas.

—¿Qué hacía «su» gen? —pregunté.

—Dijo que incrementaba el coeficiente de inteligencia.

William dijo que no le había creído porque habría sido un logro increíble y asombroso, y él era demasiado joven, y dijo más cosas pero yo ya no le prestaba atención. En lugar de eso, recordé mi visita a Chrom-Med.

Recordé que la inteligencia se medía por el miedo.

—Pensé que debió inventárselo todo —continuó William—. O exagerando muchísimo. Quiero decir, si los resultados de su investigación eran realmente tan impactantes, ¿por qué iba a dejarlo para dedicarse a llevar la consulta psiquiátrica ambulatoria de un hospital general? Pero debió meterse en eso deliberadamente, esperando todo este tiempo para poder probar su gen con seres humanos.

Salí al jardín, como si necesitara más espacio, literalmente, para asumir la enormidad de lo que estaba oyendo. No quería estar a solas con los hechos, y me alegré cuando William salió a hacerme compañía.

—Debió destruir el historial de Tess —dijo—. Y luego se inventó la razón por la cual los bebés murieron, para que los fallecimientos no pudieran relacionarse con el ensayo clínico. Y ha conseguido salirse con la suya, de algún modo. Dios, parece que estemos hablando, no sé, de otra persona, de alguien que sale en esas series de la tele, o algo así. Es Hugo. Estoy hablando de Hugo Nichols, por el amor de Dios. Un hombre al que creía conocer. Que me gustaba.

Yo llevaba hablando en ese idioma extranjero desde que descubrieron tu cuerpo. Comprendía esa sensación: que el vocabulario previo que uno posee no puede describir lo que le está sucediendo a uno.

Miré el pequeño pedazo de tierra donde mamá y yo habíamos decidido plantar la clemátide, que florece en invierno, para ti.

—Seguramente debe haber más gente implicada —dije—. No pudo estar presente en el parto de Tess.

—Todos los médicos hacen una formación de seis meses de obstetricia como parte de la carrera. Hugo sabe cuál es la mecánica de un parto. Sabría ayudar a dar a luz a una embarazada.

—Pero alguien se habría fijado. ¿Un psiquiatra, ayudando en un parto?

—El ala de la maternidad está siempre repleta de gente, y vamos cortos de personal. Si ves una bata blanca en una sala, simplemente das las gracias y avanzas hasta la siguiente calamidad en potencia. Muchos de los médicos son sustitutos, y el sesenta por ciento de nuestras comadronas viene a través de agencias de colocación, así que nadie conoce a nadie. —Se volvió hacia mí, con la expresión endurecida por la ansiedad—. Y llevaba mascarilla, Bee, ¿recuerdas?

—Pero alguien debió…

Me tomó la mano y dijo:

—Estamos tremendamente desbordados. Y confiamos el uno en el otro porque sería agotador y demasiado complicado hacerlo de otro modo, y somos lo bastante inocentes como para pensar que todos nuestros colegas están ahí por la misma razón que nosotros: para curar a la gente e intentar devolverles la salud.

Su cuerpo estaba tenso y sus manos apretaban las mías.

—A mí también me engañó. Pensaba que era mi amigo.

* * *

A pesar del cálido sol y de la manta de lana del picnic, estoy temblando.

—Me di cuenta de que estaba en la posición perfecta, desde el principio —expliqué—. ¿Quién mejor que un psiquiatra para empujar a alguien a la locura? ¿Quién mejor para llevarlos a las puertas del suicidio? Y solo tenía su palabra acerca de lo que había ocurrido realmente en la sesión que había mantenido con mi hermana.

—¿Pensó que había obligado a Tess a suicidarse?

—Y que cuando no lo hizo, a pesar del acoso psicológico al que la había sometido, hasta un extremo sádico, entonces la asesinó.

No me extrañaba que el doctor Nichols fuera tan tajante acerca de su error en el diagnóstico de la psicosis puerperal: la falta de acierto profesional era un precio muy pequeño que pagar, en comparación con una condena por asesinato.

El señor Wright revisa las notas que recuerdo haberle visto tomar mucho antes.

—¿Dijo que el doctor Nichols no estaba entre la gente de la que usted sospechaba de haber llamado al teléfono de Tess con la grabación de la canción de cuna?

—Así es. Como dije, no pensaba que tuviera un móvil. —Hago una pausa—. Y pensaba que era un desastre, pero un hombre básicamente honesto que había confesado un error terrible.

Aún estoy temblando. El señor Wright se quita su chaqueta y la pone sobre mis hombros.

—Pensé que Tess le habría descubierto y que por eso la mató. Todo encajaba.

«Todo encajaba» suena perfecto, como la pieza de un rompecabezas que completa la imagen y produce satisfacción, en lugar del metal luchando contra el metal, la sangre derramada en el suelo de color herrumbre.

* * *

Nos quedamos en silencio en tu diminuto jardín y vi que los brotes verdes habían crecido ya varios centímetros, enroscándose a las ramitas que una vez estuvieron muertas, y que ahora eran pequeños capullos, vivos y creciendo, y que contenían la promesa de las flores de verano, de pétalos abiertos y vibrantes.

—Será mejor que llamemos a la policía —dijo William—. ¿Quieres hacerlo tú o lo hago yo?

—Probablemente a ti te creerán. No has gritado lobo antes, ni te has puesto histérico.

—De acuerdo. ¿Cómo se llama el policía?

—Inspector jefe Haines. Si no puedes hablar con él, pregunta por el sargento detective Finborough.

Cogió su móvil y dijo:

—Esto va a ser jodidamente duro.

Luego marcó el número que le canté, y preguntó por el inspector Haines.

Mientras William hablaba con Haines, y le contaba todo lo que me había dicho a mí, tenía ganas de gritarle al doctor Nichols. Quería golpearle, una y otra vez. Quería matarle, de verdad, y la sensación era extrañamente liberadora. Por fin mi furia tenía un objetivo, y me sentí libre para ceder: arrojar la granada de mano que uno sostenía desde hacía tiempo, con la anilla fuera, la misma que ha amenazado con destruirte desde el principio. Y cuando la lanzas a lo lejos, quedas libre de la carga y de la tensión.

William dejó de hablar por el móvil.

—Nos pide que vayamos a la comisaría, pero necesita una hora para hablar con sus superiores.

—Quieres decir que te ha pedido que vayas tú.

—Lo siento, Bee, llego como Estados Unidos, al final de la guerra, y me llevo todos los honores.

—Para ser sinceros, ganamos gracias a ellos.

—Creo que deberíamos ir los dos. Y la verdad es que me alegro de tener un poco de tiempo para nosotros, antes.

Estiró la mano hacia mí y me apartó un cabello de la cara.

Me besó.

Dudé. ¿Podía bajar de la montaña, o de esa cuerda floja moral en la que me creías instalada?

Me giré y entré en el apartamento.

Él me siguió, y entonces me volví hacia él y le devolví el beso. Y me aferré al momento con tanta fuerza como pude, viviéndolo al máximo porque quién sabía cuándo me lo arrebatarían. Si algo me ha enseñado tu muerte, es que el presente es demasiado preciado como para malgastarlo. Finalmente, comprendí el sacramento del momento presente, porque es todo lo que tenemos.

Me desnudó y dejé atrás mi viejo yo. Estaba expuesta. Él ya no llevaba su alianza matrimonial colgando del cuello. Tenía el pecho desnudo. Y mi fría piel sintió su calidez sobre mí, y mis cuerdas de seguridad cayeron al abismo.

* * *

El señor Wright saca una botella de vino de una bolsita, con dos vasos de plástico que reconozco del dispensador de agua de la oficina de la fiscalía, y pienso en lo mucho que me gusta que sea tan previsor y organizado. Me sirve una, y me la bebo de golpe, lo cual probablemente no es muy inteligente. No hace ningún comentario, igual que no ha dicho nada cuando le he contado que me acosté con William. También me gusta que no me juzgue.

* * *

Yacíamos en tu cama, juntos. Los suaves rayos de la primavera temprana entraban por la ventana del sótano. Me incliné hacia él y bebí el té que me había preparado, intentando que ese instante durara para siempre, con su cálida tibieza aún sobre mi piel. Sabía que tendríamos que levantarnos, y volver a entrar en el mundo. Y pensé en que Donne amonestaba al viejo y ajetreado sol, porque le obligaba a dejar a su amante y me maravillaba el hecho de que su poesía ahora también valiera para mí.

* * *

Por un momento, el vino me ha animado, y siento su calor regando mi cuerpo.

—William fue al baño y miró en el armarito. Encontró una botella de pastillas, con una etiqueta del hospital. Era el PCP. Llevaba allí desde el principio. Dijo que muchas drogas son ilegales para el consumidor, pero que los médicos pueden prescribirlas como parte de un tratamiento.

—¿En la etiqueta constaba quién era el médico que había extendido la receta?

—No, pero dijo que la policía podría rastrearla fácilmente hasta el doctor Nichols, gracias a los registros de la farmacia del hospital. Me sentí tan estúpida. Había creído que una droga ilegal estaría escondida, no expuesta abiertamente en un lavabo. Estaba allí desde el principio.

Lo siento. Empiezo a repetirme. Mi mente empieza a desconcentrarse.

—¿Y entonces…? —pregunta.

Pero estamos casi a punto de llegar al final, así que reúno toda la energía mental que me queda y prosigo.

—Nos fuimos juntos del apartamento. William había dejado su bicicleta aparcada, con una cadena, al otro lado de la calle, pero la habían robado. Solo habían dejado la cadena. Se la llevó, y bromeó diciendo que aprovecharía para denunciar el robo de la bicicleta, al mismo tiempo.

* * *

Decidimos caminar por Hyde Park hasta la comisaría, en lugar de seguir por la fea calle. En la puerta del parque había un quiosco de flores. William sugirió que podíamos acercarnos al lugar de tu muerte y dejar un ramo de flores, así que compramos unas cuantas.

Mientras hablaba con la mujer del quiosco, le mandé a Kasia un mensaje de texto: «odcisk palca». Sabía que comprendería que por fin me había decidido a depositar mi propia huella de amor.

William se volvió hacia mí con dos ramos de narcisos.

—Me dijiste que eran las flores favoritas de Tess. Porque el amarillo del narciso salva a los niños de la ceguera.

Me gustó y me sorprendió que se acordara.

Pasó su brazo por mis hombros y mientras paseábamos por el parque juntos casi te oía, tomándome el pelo, y tuve que admitir que era una hipócrita de marca mayor. La verdad es que sabía que nuestro romance no duraría, que seguiría con su mujer. Pero también sabía que yo no sufriría por ello. No me sentía orgullosa, pero sí liberada de una persona que ya no quería ser, o ni siquiera era. Mientras caminábamos juntos, sentí pequeños copos de esperanza verde, y decidí que dejaría que crecieran. Porque ahora había descubierto lo que te había pasado, y podía mirar hacia delante y atreverme a imaginar un futuro sin ti. Recordé el día en que estuve allí, dos meses antes, cuando me senté en la nieve y lloré por ti entre los árboles yermos, sin hojas. Pero ahora había gente jugando a la pelota, riéndose y almorzando, y los árboles ofrecían follajes nuevos y verdes, llenos de vida. Era el mismo sitio, pero el paisaje había cambiado por completo.

Llegamos al edificio abandonado y saqué el envoltorio de celofán de los narcisos, porque quería que pareciera que los había cogido de un prado. Mientras los dejaba en la puerta, un recuerdo —o la falta de uno— me tiró de la manga, sin que se lo pidiera.

—Nunca te dije que le gustaban los narcisos, ni por qué.

—Por supuesto que sí. Por eso los he escogido.

—No. Hablé de eso con Amias. Y con mamá. Pero no contigo.

De hecho le había contado muy poco de ti, o mí, para el caso.

—Fue Tess quien te lo dijo.

Con el ramo de narcisos para ti en la mano, se acercó a mí.

—Bee…

—Deja de llamarme así.

Di un paso hacia atrás.

Se acercó aún más y me arrojó dentro, de un empujón.

* * *

—Cerró la puerta tras de sí y sacó un cuchillo. Lo puso contra mi garganta.

Me callo de repente, temblando a causa de la adrenalina. Sí, había fingido su llamada al inspector jefe Haines. Probablemente había robado la idea de una serie de televisión, las emiten continuamente en los hospitales. Recuerdo que me lo comentó Leo. Quizá era pura desesperación. Y quizá yo estaba demasiado distraída como para reparar en nada. El señor Wright es lo bastante delicado como para no señalar mi ridícula credulidad.

Los adolescentes han cambiado su partido por un transistor de música terriblemente alta. Los oficinistas ya no están, y los han reemplazado las madres de niños en edad preescolar. Sus voces chillonas, apenas formadas, pasan de bramidos de felicidad a las lágrimas con sorprendente facilidad, y vuelta a la alegría, un sonido volátil como un relámpago. Y quiero que griten, que griten más alto, que las risas sean más escandalosas, que la música se oiga a todo volumen. Y quiero que el parque esté lleno de gente, sin que quepa un alfiler. Y quiero que el sol sea cegador.

* * *

Cerró la puerta de los lavabos abandonados y aseguró las puertas con la cadena de la bicicleta. Jamás había existido esa bicicleta, ¿verdad? La luz se filtró por las ventanas de cristales rotos y se volvía sucia después de pasar a través de ellos, arrojando la sombra lúgubre de una pesadilla. Los sonidos del parque, en el exterior, de niños riendo y llorando, de la música de un reproductor de CDs, quedaban apagados por la pared de ladrillos. Sí, es increíble lo mucho que se parecía ese día al de hoy, en el parque, con el señor Wright. Quizá los ruidos de un parque son siempre los mismos, día tras día, más o menos. Y en ese frío y cruel edificio también quería que los niños gritaran más fuerte, que la risa fuera escandalosa, que la música se oyera a todo volumen. Quizá porque si podía escucharles, aún existía la posibilidad de que me oyeran gritar. Pero no, no podía ser eso porque sabía que si gritaba, me silenciaría para siempre con el cuchillo. Así que simplemente debí ansiar la tranquilidad de escuchar la vida, mientras moría.

—Fuiste tú, ¿verdad? Tú la mataste —dije.

Si hubiera sido inteligente, quizá debería haberle dejado una salida, fingir que creía que me había empujado ahí dentro para tener relaciones sexuales sádicas conmigo, porque una vez le hubiera acusado, ¿para qué iba a dejarme escapar? Pero no pensaba hacerlo de todos modos. No importaba lo que dijera, o lo que hiciera. Los pensamientos se atropellaban en mi cabeza: de cómo se supone que te haces amiga de tu secuestrador, por ejemplo. (¿De dónde demonios salía ese dato?). Lo increíble es que yo lo hice, pero no podía ser su amiga porque había sido mi amante y ya no teníamos adonde ir a partir de ahí.

—No soy responsable de la muerte de Tess.

Por un momento, pensé que así era; que me había equivocado con él, que todo saldría como siempre había creído, yendo los dos a la policía, y con la detención del doctor Nichols. Pero no es posible llamarte a engaño con un cuchillo al cuello y una cadena en el otro lado de la ecuación.

—No quería que sucediera. No lo planeé. Soy un médico, por el amor de Dios. Nunca he querido matar a nadie. ¿Tienes idea de cómo me siento? Es un infierno.

—Pues no sigas. No lo hagas ahora. Por favor.

Se quedó callado. El miedo erizó mi piel con cien mil escalofríos, cien mil pequeños cabellos que se ponían firmes, mientras ofrecían su inútil protección.

—¿Eras su médico?

Tenía que lograr que siguiera hablando, no porque pensara que nadie venía a rescatarme, sino porque significaba que viviría un poco más, incluso en este edificio, con este hombre a mi lado, y esos momentos adicionales eran preciosos. Y también porque necesitaba saberlo.

—Sí. Fui su médico durante su embarazo.

Jamás habías mencionado su nombre, solo decías «el médico», y yo tampoco te había preguntado nada; estaba demasiado ocupada haciendo mil cosas más.

—Nos llevábamos bien, nos gustábamos. Yo siempre fui muy amable con ella.

—¿Estuviste en el parto de Xavier? —pregunté.

—Sí.

Pensé en el hombre de la máscara en tus pinturas de pesadilla, una sombra amenazadora.

—La alivió verme en el parque ese día —continuó William—. Me sonrió. Yo…

—Pero si te tenía miedo —le interrumpí.

—Tenía miedo el hombre que la había asistido en el parto, pero no de mí.

—Ella tenía que saber que eras tú. Incluso con la mascarilla, tuvo que reconocer tu voz, por lo menos. Si la visitaste durante todo su embarazo…

Siguió callado. No se me había ocurrido que pudiera sorprenderme aún más.

—No hablaste con ella. Cuando se puso de parto. Ni cuando dio a luz. Incluso cuando su bebé nació muerto. No le dijiste ni una palabra.

—Volví veinte minutos después, y la tranquilicé. Ya te lo he dicho. Siempre fui amable con ella.

Así que se quitó la mascarilla y cambió su personalidad por la del hombre amable y delicado que tú pensabas que era; que yo pensaba que era.

—Le sugerí que yo podía llamar a alguien, si quería —continuó—. Y me dio tu número de teléfono.

Creías que yo lo sabía. Todo este tiempo, tú creías que yo lo sabía.

* * *

El señor Wright me mira, preocupado.

—Está usted pálida.

—Sí.

Me siento pálida, por dentro y por fuera. Pienso en esa expresión, «palidecer hasta la insignificancia», y pienso en lo bien que encaja conmigo, una persona pálida en un mundo brillante que me está volviendo invisible.

* * *

En el exterior podía oír a la gente, divirtiéndose bajo el brillante sol de la tarde, pero en el edificio abandonado yo era invisible para ellos. Se sacó la corbata y la utilizó para atarme las manos a la espalda.

—La llamaste Tess cuando te conocí.

Que siga hablando, la única forma de seguir viva. Y aún necesito saber.

—Sí, fue un desliz estúpido —respondió—. Y demuestra que esto no se me da nada bien, ¿verdad? Soy un desastre con los subterfugios y las mentiras.

Pero no era cierto; se le daban muy bien. Me había manipulado desde el principio, guiando nuestras conversaciones y desviando sutilmente mis preguntas. Desde el momento en que le había pedido tu historial médico, hasta el día en que le pedí que averiguara quién estaba al frente del ensayo clínico del St. Anne, se había asegurado de que no obtuviera ningún detalle verdaderamente esclarecedor. Incluso se había excusado, por si su actuación no resultaba convincente.

«Dios, parece que estemos hablando, no sé, de otra persona, de alguien que sale en esas series de la tele, o algo así».

Porque eso precisamente era lo que estaba imitando.

—No planeé nada de esto. Un vándalo arrojó una piedra por su ventana, no yo. Tess simplemente pensó que iba a por ella.

Estaba utilizando una cuerda de cáñamo para atarme las piernas.

—¿Y las nanas? —pregunté.

—Estaba muy asustado, hice lo primero que se me ocurrió. El CD estaba en el ala de la maternidad. Me lo llevé a casa, sin saber lo que hacía. No fue premeditado. Jamás se me ocurrió que grabaría las canciones en la cinta de su contestador. ¿Quién tiene uno, hoy en día? Todos tienen un buzón de voz en su proveedor de teléfono.

Daba bandazos, de las minucias de la vida cotidiana al tremendo horror del asesinato. La enormidad de lo que había hecho, atrapado en los pequeños detalles domésticos.

—Sabías que el historial de Mitch no serviría de nada porque nunca creerían a Kasia.

—Lo peor que podía pasar era que llevases esos papeles, que tu novio te había conseguido, a la comisaría. Y que hicieras el ridículo frente a la policía.

—Pero necesitabas que yo confiara en ti.

—Fuiste tú la que me obligó a hacerlo. No te detenías. No me dejaste elección.

Pero yo había confiado en él antes de que me trajera el historial de Mitch, mucho antes. Y mi inseguridad había sido su aliada. Pensé que había sospechado de él porque los hombres atractivos acostumbraban a ponerme nerviosa; así que en lugar de tomarlo en serio como sospechoso de tu asesinato, lo había descartado inconscientemente. Era la única persona en todo esto que me había hecho pensar en mí, y no en ti.

Llevaba demasiado tiempo callada, reflexionando; no podía permitir que el silencio se instalara entre nosotros.

—Eras tú el investigador estrella, ¿verdad? El que descubrió el gen. Fuiste tú, no el doctor Nichols.

—Sí. Hugo es un hombre muy amable. Pero no es precisamente brillante.

Su historia sobre el doctor Nichols había sido una mentira, y también una fanfarronada. Comprendí que lo había preparado todo desde el principio para poder acusar al doctor Nichols, si llegara el caso, arrojando la sombra de la sospecha sobre el psiquiatra, para evitar que recayera sobre él. Lo había planificado todo de antemano y con cruel anticipación.

—La facultad del Imperial y su absurdo comité de ética no me permitieron efectuar un ensayo clínico con humanos —continuó William—. No tenían suficiente visión de futuro. Ni redaños. Imagínatelo: un gen para incrementar la inteligencia, piensa en lo que eso significaría. Entonces Chrom-Med se puso en contacto conmigo. Mi única condición fue que llevásemos a cabo pruebas con humanos.

—Y aceptaron.

—No. Mintieron. Me dejaron en la estacada.

—¿Lo crees de veras? Los directores de Chrom-Med no son tontos. He leído sus biografías. Son lo bastante inteligentes como para dejar que alguien haga el trabajo sucio por ellos. Y que se lleve los palos si algo va mal.

Sacudió la cabeza, pero vi que la duda se abría paso en su mente. Corrí desesperadamente para meterme en ese camino.

—El dinero está en la mejora genética, ¿verdad? Tan pronto como se legalice, será el negocio del mañana. Y Chrom-Med quería estar lista para ser los primeros.

—No es posible que lo sepan.

—Te han utilizado, William.

Pero no había jugado bien mis cartas; tenía demasiado miedo como para ser lista. Solo había hecho mella en su ego y atizado más su ira. Antes sostenía el cuchillo casi distraído, ahora se aferró al mango.

—Háblame del ensayo clínico. ¿Qué sucedió?

Sus dedos aún rodeaban el mango del cuchillo, pero ya no tenía los nudillos blancos, así que no lo sostenía con tanta fuerza. En la otra mano tenía una linterna. Había venido equipado: cuchillo, linterna y cadena de bicicleta, una parodia grotesca de una excursión de boy scout. Me pregunté qué más habría traído.

* * *

El señor Wright me sostiene la mano y de nuevo me siento inmensamente agradecida; ya no rechazo su amabilidad.

—Me dijo que en los humanos, el gen de la inteligencia codifica dos cosas totalmente distintas. No solo afecta la capacidad de memoria, sino también las funciones pulmonares. Su manipulación hizo que los bebés no pudieran respirar al nacer.

Lo siento mucho, Tess.

—Me dijo que si se intubaba a los bebés inmediatamente después del parto, si les ayudaban a respirar durante un tiempo, no pasaba nada. Que sobrevivían.

* * *

Me tumbó en el suelo, sobre mi costado izquierdo, y la fría humedad del suelo de cemento se filtró hasta mi cuerpo. Traté de moverme, pero me pesaban las piernas. Debió drogarme. En el té. Las palabras eran lo único que podía mantenerme viva.

—Pero tú no les ayudaste a respirar, ¿verdad? A Xavier. Al bebé de Hattie.

—No era culpa mía. Tenían una enfermedad pulmonar rara y si los ponía en las incubadoras, alguien empezaría a hacer preguntas. Solo necesitaba un poco más de tiempo, y trabajar tranquilo. Entonces ya no habría problemas. Son los demás, los que me rodean todo el rato, los que no me dejan espacio para trabajar ni respirar.

—Así que mentiste acerca de la causa real de la muerte de los bebés.

—No podía arriesgarme a que la gente empezara a hacer preguntas.

—¿Y yo? Seguramente no vas a fingir que me he suicidado, escenificando mi muerte, como con Tess. ¿Piensas acusarme de mi propia muerte, como hiciste con mi hermana? Porque la segunda vez, la policía empezará a sospechar.

—¿Escenificar? Haces que suene planeado. Ya te dicho que no planeé nada. Con la cantidad de errores que he cometido, ¿no te das cuenta? Mis investigaciones y mi ensayo clínico, eso sí lo preparé meticulosamente. Pero esto no. Me obligaron. Incluso les pagué, por Dios, sin detenerme a pensar que parecería sospechoso. Y ni siquiera se me ocurrió que se conocerían, que hablarían entre ellas.

—Entonces, ¿por qué les diste el dinero?

—Por amabilidad, nada más. Solo quería asegurarme de que comían bien, para que los fetos que se desarrollaban estuvieran en las mejores condiciones. Tenían que gastárselo en comida, no en jodida ropita.

No me atreví a preguntarle cuántas mujeres más había. No quería morir sabiéndolo. Pero había cosas que sí necesitaba preguntarle.

—¿Por qué Tess? ¿Porque era soltera y pobre?

—Y católica. Las mujeres católicas no suelen abortar cuando saben que su bebé tendrá problemas.

—¿Hattie es católica?

—Millones de filipinos lo son. Hattie Sim lo puso en su formulario: no dio el nombre del padre, pero sí que era católica.

—¿Y su bebé tenía fibrosis quística?

—Sí. Siempre que podía, aplicaba la terapia genética de la cura de la fibrosis, y probaba también mi gen. Pero no había suficientes bebés que cumplieran con todos los criterios.

—¿Como Xavier?

Se quedó callado.

—¿Llegó a descubrirte Tess? ¿Se enteró de lo que hacías? ¿La mataste por eso?

Vaciló unos instantes. Su tono rozaba la autocompasión. Creo que esperaba, genuinamente, que le comprendiera.

—Hubo otra consecuencia imprevista. Mi gen se metió en los ovarios de las madres. Significa que se produce el mismo cambio genético en todos los óvulos, y si las mujeres tenían más bebés, todos tendrán la misma enfermedad pulmonar. Logísticamente, yo no podía estar en el parto del siguiente bebé. La gente se muda, se va a vivir a otra parte. Al final, alguien descubriría lo que estaba pasando. Por eso tuve que practicarle una histerectomía a Hattie. Pero el parto de Tess fue demasiado rápido. Cuando llegó al hospital, la cabeza del bebé ya asomaba. No hubo tiempo de hacerle una cesárea, ni mucho menos una histerectomía de emergencia.

No le habías descubierto. No sabías nada.

Te mató porque tu cuerpo era una prueba viviente contra él.

* * *

A nuestro alrededor, la gente empieza a abandonar el parque, y la hierba pasa del verde al gris. El aire del atardecer es más frío. Me duelen los huesos y me concentro en la calidez de la mano del señor Wright, que sigue sosteniendo la mía.

—Le pregunté por qué lo había hecho: le sugerí que fue por dinero. Se puso furioso. Dijo que sus motivos no eran la avaricia. Que no eran impuros. Dijo que no podría vender un gen que no había sido sometido a ensayos clínicos legales. La fama tampoco le motivaba. Nunca podría publicar sus investigaciones.

—¿Le contó la razón, entonces?

—Sí.

Te contaré lo que me dijo aquí, en este parque de color verde y gris, al fresco de la tarde. Ninguna de las dos debe volver a ese edificio para escucharle.

—Dijo que la ciencia posee hoy el mismo poder que una vez tuvo la religión, pero que en cambio es real y demostrable; no son cánticos ni superstición. Dijo que no hubo milagros en las iglesias del siglo XV, sino que tienen lugar hoy, en los laboratorios de investigación y en los hospitales. Dijo que en las unidades de cuidados intensivos devuelven a la gente a la vida, que literalmente los resucitan; que los cojos andan de nuevo gracias a los implantes de cadera; que los ciegos vuelven a ver gracias a la cirugía láser. Me dijo que en el nuevo milenio existen nuevos dioses, con poderes reales, tangibles, y que son los científicos que mejoran la vida humana. Dijo que su gen podría introducirse un día, con seguridad, en el patrimonio genético de la humanidad y eso significaría que lo que somos, el ser humano, cambiaría irremediablemente, para bien.

Su arrogante hubris era enorme, desnuda y espeluznante.

* * *

Enfocaba la linterna contra mí y no podía verle.

Aún luchaba por moverme, pero mi cuerpo estaba demasiado drogado como para obedecer las órdenes que mi cerebro le gritaba.

—¿La seguiste al parque ese día?

No quería oírlo, pero necesitaba saber cómo habías muerto.

—Cuando el chico se fue, se quedó sentada en un banco y empezó a escribir una carta en la nieve. ¿Extraordinario, no?

Me miró como si esperara mi respuesta, como si estuviéramos manteniendo una conversación normal, y comprendí que sería la primera y última persona a la que le contaría esa historia. Nuestra historia.

—Esperé un poco, para asegurarme de que el chico no volvía. Unos diez minutos. Cuando me vio su expresión era de alivio. ¿Te lo he dicho, verdad? Sonrió. Nos llevábamos bien. Yo traía un termo de chocolate caliente y le di un poco.

* * *

El parque gris está más oscuro, se está convirtiendo una lluvia de suaves pensamientos púrpuras y negros, como mariquitas.

—Me dijo que había disuelto sedantes en el chocolate caliente. Después de drogaría, la llevó hasta el edificio abandonado.

El agotamiento se apodera de mí y arrastro las palabras. Me imagino cómo avanzan, lentas, palabras desagradables, pulgada a pulgada.

—Luego le cortó las venas.

Te contaré lo que dijo, exactamente. Tienes derecho a saberlo, aunque será doloroso para ti. No, doloroso es una palabra totalmente equivocada. Incluso el recuerdo de su voz me asusta tanto, que vuelvo a tener cinco años, estoy rodeada de oscuridad y un asesino llama a la puerta y nadie me ayuda.

—Para un médico cortar es fácil. Al principio, no. La primera vez que un médico hace una incisión en la piel, se parece a una violación. La piel es el mayor órgano humano, y cubre todo el cuerpo, sin grietas, y tú estás agrediéndolo, deliberadamente. Pero después de la primera vez, ya no parece un gesto agresivo, porque sabes que eso permitirá realizar una operación quirúrgica. Cortar ya no es violento, ya no es una violación, sino un paso necesario hacia la curación.

El señor Wright me aprieta la mano con más fuerza. Sus dedos son cálidos.

Ahora me cuesta sentir las piernas.

* * *

Oía el latido de mi corazón, rápido y veloz, contra el cemento. Era la única parte de mi cuerpo que seguía alerta mientras le miraba. Y luego, de repente, vi que se guardaba el cuchillo en el bolsillo interior de su chaqueta.

El optimismo insufló ánimos en mi cuerpo inerte.

Me ayudó a incorporarme.

Dijo que no iba a cortarme las venas porque una sobredosis sería menos sospechosa.

No puedo utilizar sus palabras exactas. No puedo, sencillamente.

Dijo que me había administrado suficiente sedante en el té como para que yo no pudiera zafarme ni escapar. Y que ahora iba a darme la dosis fatal. Me aseguró que sería apacible e indoloro, y la falsa amabilidad de sus palabras lo hizo todo más insoportable, porque era a él a quien quería tranquilizar, no a mí.

Dijo que había traído sus propios sedantes, pero que no los utilizaría.

Sacó una botellita de su bolsillo, las píldoras para dormir que Todd había traído con él desde Estados Unidos, las que mi propio médico me había recetado. Debió encontrarlas en el armarito del lavabo. Igual que la cadena de la bicicleta, la linterna y el cuchillo, la botellita de somníferos demostraba que lo había planteado todo cuidadosamente. Entendí por qué el crimen premeditado es mucho peor que un asesinato espontáneo; él había sido malvado durante mucho tiempo más del que tardaría en matarme.

* * *

El anochecer ha traído el frío de la oscuridad. Ahora cierran las puertas del parque, y los últimos adolescentes recogen sus enseres para irse. Los niños pequeños ya estarán en casa, bañándose y a punto de irse a dormir, pero el señor Wright y yo seguimos aquí, porque no hemos terminado. Por algún motivo, no nos han pedido que nos vayamos. Quizá no nos han visto aquí. Y me siento muy agradecida, porque necesito seguir. Necesito llegar al final.

Mis piernas ya no sienten nada y me preocupa que el señor Wright tenga que llevarme en volandas, como un bombero, para salir del parque. O quizá llame a una ambulancia para que vengan hasta aquí.

Pero primero acabaré esto.

* * *

Le supliqué. ¿Tú también lo hiciste? Creo que sí. Creo que, como yo, estabas desesperada por sobrevivir. Pero por supuesto, no sirvió de nada, solo para irritarle. Mientras abría la botella de somníferos, hice acopio de la energía física residual que me quedaba y lo intenté con la lógica.

—Si me encuentran aquí, en el mismo sitio en que encontraron a Tess, la policía seguramente sospechará. Y les hará cuestionarse sus conclusiones con respecto a la muerte de Tess. Es una locura hacerlo aquí, ¿no crees?

Por un momento la irritación abandonó su rostro y dejó de abrir la botellita. Pensé que había ganado una prórroga en ese debate pervertido.

Luego sonrió, como si quisiera tranquilizarme a mí, igual que a él, para que no me preocupara.

—Ya había pensado en eso. Pero la policía sabe cómo te has portado desde la muerte de Tess. La verdad es que ya están convencidos de que estás un poco desequilibrada, ¿sabes? E incluso si no llegan a esa conclusión solos, cualquier psiquiatra les dirá que escogiste este lugar para matarte. Que querías hacerlo en el mismo lugar en que había muerto tu hermanita.

Abre la botella.

—Después de todo, si es cuestión de lógica, ¿quién sería tan imbécil como para poner fin a la vida de dos personas en el mismo edificio?

«Poner fin a la vida». Convertía un crimen brutal en algo pasivo; como si fuera una eutanasia, y no un asesinato.

Mientras vertía un puñado de pastillas en la palma de su mano, me pregunté quién dudaría de que me había suicidado, o sería testigo de que estaba cuerda. ¿El doctor Nichols, a quien le había cantado, furiosa, la canción de cuna? Incluso si no me consideraba una candidata al suicidio a raíz de nuestro último encuentro, probablemente dudaría de su propio diagnóstico, como hizo contigo, y se culparía por no haber visto las señales. ¿Y el inspector jefe Haines? Él ya pensaba que era una mujer demasiado emocional e irracional, y dudaba de que el sargento detective Finborough, aún si quisiera intentarlo, pudiera convencerle de lo contrario. Todd pensaba que yo era «incapaz de aceptar los hechos» y mucha gente estaba de acuerdo con él, aunque fueran demasiado amables como para decírmelo a la cara. Pensarían que, después del torbellino emocional que me había provocado tu muerte, había caído en la depresión y que me había rendido a las tentaciones suicidas. La persona sensata y convencional que yo había sido meses atrás jamás habría sido encontrada, muerta por sobredosis, en un lugar como ése. Habrían investigado si se tratara de ella, pero no abrigarían dudas acerca de la persona en quien me había convertido.

¿Y mamá? Le había dicho que estaba a punto de descubrir lo que te había sucedido, y sabía que ella se lo contaría a la policía. Pero también sabía que no la creerían, o mejor dicho, que no creerían lo que yo le había dicho. Y pensé que al cabo de un tiempo, mamá tampoco lo creería, porque optaría por soportar la culpa de mi suicidio, en lugar de pensar que había sentido ni un instante este miedo. Y para mí también era insoportable imaginar su angustia, cuando tuviera que llorarme a mí también, y no quedase nadie para consolarla.

Puso la botella vacía en el bolsillo de mi abrigo. Luego me dijo que en la autopsia se vería que me había tomado las pastillas enteras porque eso lo haría parecer una ingesta voluntaria. Intento apagar su voz pero se abre paso hacia mí, negándose a ser silenciada.

—¿Quién puede hacer que alguien se trague pastillas contra su voluntad?

Acercó el cuchillo a mi garganta; en la oscuridad sentí el helado filo del metal contra la tibieza de mi piel.

—Esto no es lo que soy. Es como una pesadilla, en la que yo me he convertido en un extraño.

Creo que esperaba mi piedad.

Apretó la mano con las pastillas contra mi boca. La botella estaba llena. Eso quería decir que había al menos doce píldoras. La dosis adecuada era una cada veinticuatro horas. Tomar más era peligroso. Recordaba haberlo leído en el prospecto. Sabía que doce serían más que suficientes para matarme. Me acordé de Todd, que me decía que debía tomarme una, pero yo me negué porque quería seguir despierta; porque no podía permitirme unas pocas horas de olvido sedado, por mucho que lo deseara; porque sabía que tomar un sedante sería una tregua cobarde que querría repetir una y otra y otra vez. Esto era lo que pensaba mientras él hundía las pastillas en mi boca, y mi lengua intentaba detenerle inútilmente.

Luego inclinó la botella de agua mineral sobre mi boca y derramó el líquido y me dijo que tragara.

* * *

Es de noche ya, oscuro como solo puede serlo la noche en el campo. Pienso en todas las criaturas nocturnas, que están ahí fuera ahora que los humanos se han ido a sus casas. Pienso en el cuento infantil que leíamos acerca de los tres ositos que salían a jugar al parque por la noche. «Allá va el osito número tres, bajando por el tobogán».

—¿Beatrice…?

El señor Wright me está ayudando, animándome y convenciéndome para que termine mi declaración. Su mano sigue posada en la mía pero apenas distingo sus facciones.

—De algún modo logré ocultar las pastillas entre mis dientes y el interior de mis mejillas, y el agua pasó por mi garganta llevando una, o quizá dos, creo. Pero sabía que las demás no tardarían en disolverse en mi propia saliva. Quería escupirlas, pero seguía enfocándome la cara con la linterna.

—¿Y entonces?

—Sacó una carta del bolsillo interior de su chaqueta. Era de Tess, para mí. Debía ser la que escribió en el banco del parque, justo antes de morir.

Me detengo y mis lágrimas caen sobre la hierba, o quizá en la mano del señor Wright. Está tan oscuro que no estoy segura.

—Enfocó la linterna hacia la carta para poder leérmela. Eso significaba que la linterna ya no me iluminaba. Aproveché la ocasión e incliné la cabeza hacia abajo, en dirección a mis rodillas. Escupí las pastillas sobre mi regazo. Cayeron entre los pliegues de mi abrigo, sin hacer ruido.

Sabes lo que me escribiste, pero fue la voz de William, y no la tuya, la que escuché; la voz de William contándome tu miedo, tu desesperación, tu dolor. Era la voz de tu asesino la que me contaba que habías caminado por las calles y por los parques, demasiado asustada como para quedarte en tu apartamento, y que le gritaste al oscuro cielo de invierno, y a un Dios en el que ya no creías, le gritaste exigiéndole que te devolviera tu bebé. Y que pensaste que te habías vuelto loca. Fue tu asesino quien me dijo que no podías entender por qué no había venido, no te había llamado, no te había devuelto ninguna llamada. Fue el hombre que te mató, quien me dijo que estabas segura de que yo tenía una buena razón para no estar a tu lado; y su voz, mientras pronunciaba tus palabras escritas, violó la fe que depositabas en mí. Pero al final de tu carta, tu dulce voz me susurró, por debajo de la suya:

Te necesito, ahora mismo, en este preciso momento, por favor, Bee.

Entonces, como ahora, tus palabras salpican mi rostro de lágrimas.

—Se guardó la carta en el bolsillo de nuevo, supongo que para destruirla más tarde. No estoy segura de por qué la había guardado, ni de por qué me la leyó.

Pero creo que fue porque, como me sucedió antes con el señor Wright, su culpa deseaba desesperadamente tener compañía.

Te necesito, ahora mismo, en este preciso momento, por favor, Bee.

Quería hacerme sentir tan culpable, en cierto modo, como él.

—¿Y entonces? —pregunta el señor Wright, que ahora tiene que guiarme, para asegurarse de que lo recuerdo todo. Pero casi hemos acabado.

—Apagó mi móvil y lo puso cerca de la puerta, donde no podía alcanzarlo. Luego sacó una bufanda mía de su bolsillo, que debió llevarse del apartamento. La ató alrededor de mi boca, amordazándome.

Mientras lo hacía, el pánico llenó mi cabeza de ideas, una detrás de otra, como una autopista de seis carriles de pensamientos, todos simultáneos, chocando, frenando, incapaces de salir. Pensé que algunos saldrían gritando, simplemente, otros llorando y otros si me contenía. La mayoría de mis pensamientos eran primarios y físicos. Antes no sabía que son nuestros cuerpos los que piensan con más potencia, y que por eso era tan cruel estar amordazada. No era porque no podía gritar pidiendo ayuda. ¿Quién iba a escucharme, en un edificio abandonado en medio de un parque desierto? Era porque no podía gritar ni sollozar ni gemir.

—Entonces sonó su busca. Llamó al hospital desde su móvil y dijo que estaba en camino. Supongo que habría resultado sospechoso si no se presentaba.

Me oigo conteniendo el aliento en la oscuridad.

—¿Beatrice?

—Me preocupó que el aviso fuera para decirle que Kasia se había puesto de parto. Y que por eso tuviera que irse. Para estar en su parto.

La mano del señor Wright parece sólida en la oscuridad. La definición de sus nudillos en la palma de mi propia mano me tranquiliza.

—Comprobó la mordaza y las ataduras alrededor de mis muñecas y mis piernas. Me dijo que volvería para quitarlas más tarde, para que no hubiera nada que fuera sospechoso cuando me encontraran. Aún no sabía que había escupido la mayor parte de las pastillas. Pero yo sabía que si aún seguía viva cuando volviera, utilizaría el cuchillo, igual que hizo con Tess.

—¿Si aún seguía viva?

—No estaba segura de cuántas pastillas me había tragado, o de cuánto sedante se había disuelto en mi saliva, o si era suficiente como para matarme.

Trato de concentrarme en la mano del señor Wright sosteniendo la mía.

—Se fue. Unos minutos más tarde saltó mi busca. Había apagado mi móvil, pero él no sabía que yo también tenía un busca. Traté de convencerme de que Kasia me estaba mandando un mensaje por algo sin importancia. Después de todo, no estaba previsto que naciera su bebé hasta dentro de tres semanas.

Sí, como tú.

El señor Wright me acaricia los dedos, y su delicadeza y amabilidad me dan ganas de llorar.

—¿Y entonces? —pregunta.

—Se había llevado la linterna con él. Jamás había estado sumida en una oscuridad tan absoluta.

Estaba sola en la oscuridad. La más absoluta oscuridad. De la que nace del petróleo, del alquitrán, de lo más negro.

La negritud olía a podrido, olía a la podredumbre del miedo. Me aplastaba el rostro, se metía en mi boca y en mis orificios nasales, y me ahogaba y pensaba en ti, de vacaciones en Skye, mientras salías del agua chapoteando y con las mejillas sonrosadas diciendo que estabas bien, que el agua se te había metido por el otro lado, e inspiré profundamente. La oscuridad atenazó mis pulmones.

Vi cómo se movía: era un ser vivo, monstruoso, que llenaba el edificio y salía hacia la noche, y más allá, sin un retazo de piel de cielo que pudiera contenerla. Sentí que se arrastraba dentro de mí con un abismo de miedo infinito, lejos de la luz, la vida, el amor y la esperanza.

Pensé en mamá, en su vestido de seda susurrante, en su olor a crema facial mientras se acercaba a nuestras camas para tranquilizarnos, pero ese recuerdo de ella estaba encerrado en la niñez y no podía arrojar luz contra la oscuridad.

Espero que el señor Wright me anime a seguir. Pero no hay nada más que contar. Ya hemos llegado al final.

Se ha acabado.

Intento mover las manos pero están atadas con una corbata. Los dedos de mi mano derecha están estrechamente pegados a los de mi mano izquierda. Me pregunto si es porque soy diestra: la mano derecha ha asumido el papel de pacificadora.

Estoy sola en la oscuridad, estirada encima del suelo de cemento.

Tengo la boca seca como un pergamino. El frío y duro cemento se ha filtrado hasta el interior de mi cuerpo, entumeciéndome hasta el tuétano.

Empiezo a escribir una carta para ti, mi querida hermana pequeña. Me imagino que es domingo por la noche, el momento más seguro de la semana, y que estoy rodeada de la prensa que quiere contar tu historia.

Querida Tess,

Te necesito, ahora mismo, en este preciso momento, para poder coger tu mano, mirar tu rostro, escuchar tu voz. ¿Cómo puede una carta sustituir el hecho de tocarte, verte y escucharte, con todos esos receptores sensoriales y nervios ópticos y vibrantes tímpanos? Pero no es la primera vez que hemos logrado utilizar las palabras como mensajeros, ¿verdad?

Recuerdo el internado y la primera carta que me mandaste, la que estaba escrita con tinta invisible y que desde entonces, para mí la amabilidad siempre tenía olor de limón.

Y que mientras pienso en ti y te hablo puedo volver a respirar.