21

Jueves

Es un hermoso día de primavera, pero opto por coger el metro hasta la oficina de la fiscalía, en lugar de cruzar el parque; así siempre estaré rodeada de gente.

Cuando llego, me alegra el ascensor lleno pero como siempre me preocupa que el busca y el móvil no tengan cobertura durante el viaje hacia el despacho del señor Wright; si el ascensor se para y Kasia me llama en ese momento, no podrá localizarme.

Tan pronto como el ascensor me escupe en el tercer piso, compruebo que los dos aparatos tienen recepción. No le he contado nada a Kasia acerca del hombre de la ventana de la noche anterior, porque no quería asustarla. Ni admitir la otra posibilidad: que no sea solo mi cuerpo el que se encuentra mal, sino que también mi mente empiece a dar señales de debilidad. ¿Es una ilusión óptica, el producto de una mente enferma? Quizá para conservar la cordura es necesaria la fuerza física, que yo ya no tengo. Lo que más temo en este mundo es volverme loca, lo temo incluso más que a él, porque destruye la persona que eres en un cuerpo que, grotescamente, es capaz de sobrevivir sin tu mente. Sé que tú también debiste tener miedo. Ojalá hubieras sabido que era la droga, el PCP, no una enfermedad o un trauma psicológico, lo que estaba afectando tu equilibrio mental.

Quizá a mí también me han drogado. ¿Se te ha ocurrido eso, antes que a mí? Tal vez el responsable de crear ese ser malvado que me persigue es un alucinógeno. Pero nadie podría administrármelo. Solo visito las oficinas de la fiscalía, luego voy al Coyote y después al piso, donde nadie quiere hacerme daño.

No le hablaré al señor Wright del asesino en la ventana, aún no; ni tampoco de mi miedo a volverme loca. Si no se lo digo, entonces me tratará con normalidad y yo a mi vez me comportaré igual. El piensa que estoy completamente sana, y yo no pienso decepcionarlo. Además, durante las horas en que estoy con él, al menos, estoy a salvo. Así que esperaré a que termine esta sesión, y se lo contaré entonces.

Esta mañana, el despacho del señor Wright no está tan iluminado; está enmarcado en un borde de oscuridad, y trato de no mirarlo. Mientras empiezo a hablar noto que arrastro un poco las palabras, y que me cuesta recordar. Pero el señor Wright me ha dicho que quizá podamos terminar hoy con mi declaración, así que tendré que esforzarme por seguir.

El señor Wright no parece percatarse de que algo no va bien. Quizá me he vuelto tan hábil ocultando mi estado de salud que ni se fija en ello, o está concentrado en conseguir la última parte de mi declaración. Repasa la última parte de nuestra entrevista.

—¿Hattie Sim le dijo que el hombre que le puso la inyección y la asistió en el parto llevaba una mascarilla?

—Sí. Le pregunté si era la misma persona, y me dijo que sí. Pero no podía recordar nada más, ni su voz ni el color de pelo o la altura. Intentaba olvidar, para ser sinceros, y no podía culparla.

—¿Se le ocurrió que el hombre que la asistió en el parto podía ser el mismo que estuvo supervisando el de Tess?

—Sí. Y estaba segura de que era su asesino. Pero necesitaba conseguir más datos antes de volver a hablar con la policía.

—¿Datos puros y duros? —pregunta el señor Wright.

—Así es. Necesitaba demostrar que llevaba la mascarilla para ocultar su identidad. No había podido averiguar aún quién había estado presente durante el parto de Tess; era algo deliberado, como entonces comprendí. Pero quizá podrían decirme quién había administrado las inyecciones a Tess y a Hattie.

* * *

Para cuando llegué al hospital St. Anne desde la casa de Hattie en Chiswick, era tarde, pasada la medianoche. Pero tenía que averiguar la verdad inmediatamente. Cuando llegué a las puertas de la maternidad, los pasillos estaban a oscuras y fue entonces cuando me di cuenta que no era el mejor momento para pasearme por allí y hacer preguntas. Pero ya había apretado el timbre de acceso, y una enfermera que no reconocí me abría la puerta. Me miró con expresión de sospecha, y recordé que había vigilancia en ese ala para evitar que se llevaran a los recién nacidos.

—¿Puedo hablar con la comadrona jefe? Creo que se llama Cressida.

—Está en su casa. Su turno acabó hace seis horas. Volverá mañana.

Pero yo no podía esperar tanto tiempo.

—¿Está el doctor William Saunders?

—¿Es usted una paciente?

—No —vacilé—. Una amiga.

Oí un llanto de bebé, luego un coro. Saltó un busca. La joven enfermera hizo una mueca y vi lo estresada que estaba.

—De acuerdo. Está en la sala de guardia. La tercera puerta a la derecha.

Llamé a la puerta mientras la enfermera me observaba, y luego entré. La habitación estaba en semioscuridad, solamente iluminada por la puerta abierta. William se despertó al instante, completamente alerta; quizá porque estaba de guardia y en ese caso, debía ponerse en funcionamiento al cien por cien de inmediato, en cuanto le llamaran.

—¿Qué estás haciendo aquí, Bee?

Nadie excepto tú me había llamado nunca por ese nombre, y fue como si le hubieras prestado algo de nuestra intimidad. Salió de la litera y vi que llevaba el uniforme de médico al completo, azul de pies a cabeza. Tenía el pelo aún enredado, del lugar donde había apoyado la cabeza en la almohada. Fui repentinamente consciente de lo pequeña que era la habitación, de la cama que había en el reducido espacio.

—¿Sabes quién administró la inyección de la terapia genética de la fibrosis quística a las mujeres que participaban en el ensayo? —le pregunté.

—No. ¿Quieres que intente averiguarlo?

Así de sencillo.

—Sí.

—De acuerdo. —Parecía muy profesional, totalmente concentrado, y le agradecí que me tomara en serio—. ¿Sabes de alguna otra paciente, aparte de tu hermana, que podamos utilizar para descubrirlo?

—Kasia Lewski y Hattie Sim. Tess las conoció en la clínica de la terapia genética.

—¿Puedes apuntarme los nombres?

Esperó mientras yo buscaba un bolígrafo en mi bolso y escribía sus datos, luego tomó el pedacito de papel con cuidado.

—Ahora, ¿puedo preguntarte porqué quieres saberlo?

—Porque llevaba una máscara. Una mascarilla de cirujano. Cuando les dio las inyecciones y también cuando las asistió en el parto.

Hubo una pausa y me di cuenta que la urgencia que antes le había insuflado ahora se había disipado.

—No es tan raro que el personal médico lleve mascarilla, especialmente en el departamento de obstetricia —señaló—. Los partos son bastante sucios, con un montón de fluidos y posibles focos de gérmenes, y el personal médico suele llevar mascarilla por precaución.

Debió ver la incredulidad pintada en mi rostro, o mi decepción.

—Es bastante rutinario, al menos en este hospital —prosiguió—. Tenemos el porcentaje más alto de pacientes con VIH exceptuando Johannesburgo. Nos hacen análisis sistemáticamente, para evitar que infectemos a los pacientes, pero no a la inversa. Así que cuando una paciente cruza la puerta, no sabemos si está enferma o es portadora del virus.

—¿Y qué me dices de la inyección del gen? Para dar una inyección, ¿también hay que ponerse mascarilla? —pregunté—. Eso no implica fluidos ni focos de infección, ¿no?

—Quizá la persona que lo hizo está acostumbrada a usarlas, a ser cautelosa.

Al principio, su capacidad para ver lo mejor en la gente me gustaba porque me recordaba a ti, pero ahora ese mismo rasgo me enfurecía.

—¿Prefieres optar por una explicación inocente, en lugar de pensar que alguien asesinó a mi hermana y ocultó su identidad detrás de una máscara?

—Bee…

—Pues yo no tengo el lujo de elegir. La opción violenta y desagradable es la única que puedo aceptar. —Me aparté de él—. ¿Tú te pones mascarilla?

—A menudo, sí. Quizá parezca excesivo, pero…

—¿Fuiste tú?

—¿Cómo?

Me miraba fijamente, y yo no podía sostenerle la mirada.

—¿Crees que la maté yo? —preguntó. Parecía asombrado, y herido.

Estaba equivocada cuando dije que las discusiones con palabras eran triviales.

—Lo siento. —Me obligué a mirarle—. Alguien la asesinó. No sé quién. Pero sí sé que alguien lo hizo. Y probablemente, a estas alturas ya lo he conocido, he mantenido una conversación con ese hombre, y no he podido descubrir quién es. Y no tengo la más mínima prueba.

En ese momento me cogió la mano y me di cuenta de que estaba temblando.

Sus dedos acariciaron la palma de mi mano con dulzura; al principio, con demasiada suavidad como para que pensara que era un gesto de verdadera atracción. Pero mientras seguía haciéndolo, lo supe; no podía creerlo, pero era inconfundible.

Aparté mi mano de la suya. Su expresión era de decepción, pero su voz fue amable:

—No soy una buena apuesta, ¿verdad?

Atónita, y más que halagada, me dirigí a la puerta.

¿Por qué abandoné esa habitación llena de posibilidades? Porque aunque pudiera ignorar el hecho moral de que estaba casado —si bien comprendía que eso no sería un obstáculo insalvable— era consciente de que no sería una relación a largo plazo, ni segura, ni nada parecido a lo que necesitaba y quería. Se convertiría en un momento de pasión, nada más, y después yo tendría que pagar una pesada deuda emocional. O quizá simplemente fue el hecho de que me llamara Bee. Un nombre que solo tú utilizabas. Que me hizo recordar quién había sido, durante tantos años. El nombre de una persona que no hacía esto.

Así que cerré la puerta tras de mí, y me quedé en pie en mi balanceante cuerda floja moral, estrecha y vacilante, pero de pie. No fue porque tuviera principios. Fue porque, de nuevo, prefería escoger lo seguro en lugar de arriesgarme a ser feliz a corto plazo.

En la calle, un poco alejada del hospital, esperé a que pasara el autobús nocturno. Recordé lo fuertes que eran sus brazos, cuando me abrazó esa vez, y lo dulces que era el tacto de sus dedos cuando acarició la palma de mi mano. Me imaginé sus brazos rodeándome ahora, y su calidez. Pero ahora estaba sola, en la oscuridad, y lamentaba haberme ido, lamentaba ser la persona que siempre, predeciblemente, se iba.

Di media vuelta para desandar el camino, incluso caminé algunos pasos en dirección al hospital, cuando de repente creí oír un ruido, a poca distancia. Había dos callejones oscuros que salían de la calle; quizá estaba inclinado, de cuclillas, detrás de un coche aparcado. Al llegar a la parada había estado inmersa en mis pensamientos, y no había reparado en que casi no había coches en esa calle, y nadie caminando por las aceras. Estaba sola, con la persona que me seguía.

Vi un taxi negro con la luz apagada, y agité la mano rezando para que se detuviera; así lo hizo, y el conductor me regañó por estar sola en esa calle, en mitad de la noche. Gasté el dinero que ya no tenía para que me llevara a casa. El taxista esperó a que entrara en el apartamento antes de irse.

* * *

El señor Wright está preocupado, y soy consciente de lo mal que me encuentro. Tengo la boca tan seca como un pergamino. Termino de un trago el vaso de agua que su secretaria me ha traído. Me pregunta si estoy bien y si podemos seguir, y le digo que sí; en parte porque me resulta tranquilizador estar aquí con él, y porque no quiero volver a mi apartamento sola.

—¿Pensó en el hombre que había estado siguiendo a Tess? —pregunta el señor Wright.

—Sí. Pero era como si alguien me estuviera observando, y llegué a oír algo, creo, porque me alertó un ruido; pero no llegué a ver a nadie.

Me sugiere que vayamos a por un sándwich, y que bajemos al parque para un picnic de trabajo. Creo que debe decirlo porque estoy mareada y empiezo a tener dificultades para hablar, y espera que un paseo a la luz del día me despierte. Coge la grabadora. No se me había ocurrido que pudiera ser portátil.

Llegamos al parque de St. James, que parece sacado de esa escena de Mary Poppins, todo flores y capullos y cielo azul con nubes de blanco merengue. Los oficinistas están estirados en la hierba, y sus cuerpos convierten el parque en una playa sin mar. Caminamos juntos, cerca, siguiendo un camino en busca de un lugar menos atestado. Su amable rostro me observa y me pregunto si nota mi cuerpo tibio, como yo noto el suyo.

Una mujer con un cochecito doble de bebé avanza hacia nosotros y nos ponemos en fila india para dejarla pasar. Estoy sola unos segundos, y de repente siento una repentina pérdida, como si el calor hubiera huido por el costado izquierdo de mi cuerpo, ahora que él no está a mi lado. Me hace pensar en mi cuerpo, echado sobre la izquierda en un frío suelo de cemento, con el frío trepando por mi interior, el latido de mi corazón demasiado rápido, incapaz de moverme. Siento pánico. Estoy adelantándome, pero ahora el señor Wright regresa a mi lado y volvemos a seguir el paso y yo vuelvo a la secuencia correcta.

Encontramos un lugar tranquilo y el señor Wright tiende una manta para sentarnos encima. Me conmueve pensar que cuando vio el cielo azul esta mañana, se le ocurrió ir al parque de picnic conmigo. Enciende la grabadora. Me detengo un momento y espero a que un grupo de adolescentes pase de largo para empezar.

—Kasia se despertó cuando yo llegué, o quizá me había estado esperando despierta. Le pregunté si podía recordar al médico que le había dado la inyección.

* * *

Se envolvió en la bata.

—No sé nombre —dijo—. ¿Hay problemas?

—¿Llevaba una mascarilla, verdad? Por eso no sabes quién es.

—Sí, máscara. ¿Algo malo? ¿Beata?

Su mano se posa inconscientemente en su barriga. No puedo asustarla.

—Todo bien, de verdad.

Es demasiado astuta como para engañarla.

—Dijiste bebé de Tess no enfermo, no fibrosis. Cuando viniste al piso. Cuando dijiste Mitch, hazte prueba.

No me había dado cuenta de lo mucho que me había entendido, ese día. Probablemente llevaba tiempo dándole vueltas, pero no me había preguntado nada porque confiaba en que si tenía que decirle algo que necesitase saber, lo haría.

—Sí, es verdad. Estoy tratando de averiguar más cosas. Pero no tiene nada que ver contigo. Tú y tu bebé estaréis bien, tan bien como la lluvia de abril.

Sonríe al escuchar la expresión «la lluvia de abril», una expresión que acaba de aprender; creo que sonríe forzadamente, para mí.

Le doy un fuerte abrazo.

—De verdad, estaréis bien. Los dos. Te lo prometo.

No pude ayudarte a ti ni a Xavier, pero prometí ayudarla a ella. Nadie le haría daño a Kasia ni a su bebé.

* * *

Algo más lejos, el grupo de adolescentes juega a fútbol y por un instante me pregunto qué pensará la persona que escuche estas grabaciones cuando oiga los ruidos de fondo del parque, la risa y las charlas que nos rodean.

—¿Y al día siguiente, le llegó el correo electrónico del profesor Rosen? —pregunta el señor Wright.

—Sí. El sábado por la mañana, alrededor de las diez y cuarto.

Iba de camino al trabajo para el turno de mañana de fin de semana, una nueva idea de Bettina, la dueña de Coyote.

—Me fijé en que lo había mandado desde su correo personal —expliqué— y no desde el corporativo, de Chrom-Med, que había utilizado hasta la fecha.

El señor Wright estudia una copia del correo electrónico.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

De: alfredrosen@mac.com

Acabo de volver de Estados Unidos, de mi circuito de conferencias, y he visto su mensaje. Como suelo hacer durante mis viajes, no me llevo nunca el móvil. (Mi familia cercana dispone del número de teléfono del hotel donde me alojo, por si necesitan contactarme urgentemente). Es ridículo decir que mi ensayo clínico es peligroso para los bebés. El objetivo de mi terapia genética es introducir de forma segura el gen sano en el cuerpo. Es curar, de la forma más segura posible.

Alfred Rosen. Profesor. Licenciado en Medicina. Doctor.

De: iPhone de Beatrice Hemming

Para: alfredrosen@mac.com

¿Puede explicarme por qué usaba máscara el médico de St. Anne que asistió en el parto a las pacientes, y que les dio la inyección del gen?

De: alfredrosen@mac.com

Para: iPhone de Beatrice Hemming

Está claro que el personal médico tiene que llevar protección adecuada durante los partos, pero no es mi especialidad, así que si le preocupa este extremo le sugiero que lo consulte con alguien del departamento de obstetricia.

En cuanto a las inyecciones, quienquiera que usó esa mascarilla no entendía nada de mi cromosoma. A diferencia de un virus, no entraña el menor riesgo de infección. No hay necesidad de tomar ese tipo de preocupaciones. Quizá es la costumbre. Sin embargo, en el funeral de su hermana le dije que contestaría a sus preguntas, así que haré averiguaciones al respecto. Dudo que obtengamos ningún dato de interés.

No sabía si confiar en él o no. Desde luego, no tenía ni idea de por qué me ayudaba.

* * *

La iniciativa de Bettina de abrir el bar para la hora del brunch fue un éxito, y a las doce del mediodía el Coyote estaba lleno a rebosar. Vi a William abriéndose paso, intentando atraer mi atención. Sonrió ante mi asombro evidente.

—Cressida, nuestra comadrona jefe, me dijo que trabajabas aquí: espero que no te moleste que me haya acercado.

Recordé que cuando estuvo buscando tu historial, le di mi dirección del apartamento y también del bar a la comadrona jefe.

Bettina me sonrió y se ocupó de las bebidas que estaba preparando en ese momento para que pudiera conversar con William. Estaba perpleja porque no se había sorprendido un ápice al ver a William, un hombre atractivo, visitándome en el bar. Le llevé al final de la barra y él me acompañó.

—No he podido descubrir quién le inyectó el gen a Tess, ni tampoco a las demás mujeres; todos sus historiales parecen haber desaparecido. Lo siento mucho. No debería haberme ofrecido.

Pero yo ya había adivinado que no encontraría nada. Si nadie me había podido decir quién estaba contigo cuando diste a luz a Xavier, un parto que debió durar varias horas, también resultaría imposible, sin historiales ni datos, descubrir quién te había administrado la inyección, un proceso mucho más rápido y sencillo.

—Sabía que te decepcionaría —continuó William—. Así que pregunté en la clínica genética. Pedí algunos favores, y he conseguido esto.

Me entregó unos papeles como si fueran un ramo de flores.

—Tus pruebas, Bee.

Vi que era el historial de Mitch.

—Michael Flanagan es la pareja de Kasia Lewski —explicó William, y me di cuenta de lo que poco que le había contado de mi amistad con Kasia—. No es portador del gen de la fibrosis quística.

Así que Mitch me había hecho caso y se había sometido a la prueba. Y no le había contado los resultados a Kasia, saltaba a la vista. Imaginé que, como Emilio, había supuesto —u optado por creer— que no era el padre de su bebé. También me imaginé su alivio, su cláusula de rescisión, que convertiría a Kasia en la mujerzuela que le había engañado. Me pregunté si realmente podía creer algo así.

William pensó, por mi silencio y mi falta de reacción, que no le había entendido.

—Ambos padres tienen que ser portadores del gen de la fibrosis quística para que el bebé la tenga. Si este hombre no es portador, entonces no hay forma de que el bebé esté enfermo. No sé lo que sucede con el ensayo, pero algo va mal y este historial lo demuestra.

De nuevo, volvió a malinterpretar mi silencio.

—Lo siento. Sé que debería haberte escuchado como es debido y haberte apoyado desde el principio. Pero puedes llevar este historial a la policía, ¿verdad? ¿O prefieres que lo haga yo?

—No servirá de nada.

Me miró, perplejo.

—Kasia es el tipo de persona que da lugar a impresiones equivocadas. La gente se equivoca al verla, la juzga de antemano. La policía solo pensará que se equivocó cuando dijo que Michael Flanagan era el padre de su bebé, o que mintió. Igual que hicieron con mi hermana.

—No puedes estar segura de eso.

Pero el caso es que sí lo estaba, porque yo misma había mirado a Kasia con prejuicios, al principio. Sabía cómo la vería el inspector jefe Haines: como una chica que se acostaba con todos, y que fácilmente se equivocaría, o mentiría, acerca de la identidad del padre de su bebé.

El busca de William sonó, un ruido extraño entre las alegres conversaciones de gente y el chocar de copas del bar.

—Lo siento, tengo que irme.

Me acordé de que solo tenía veinte minutos para regresar al hospital.

—¿Llegarás?

—Por supuesto. He venido en bicicleta.

Cuando se fue, vi a Bettina sonriéndome de nuevo. Le devolví la sonrisa. Porque a pesar del hecho que sus pruebas no cambiaban nada, me sentí más animada. Por primera vez, alguien estaba de mi parte.

Bettina me dejó volver a casa pronto, como si fuera un regalo, a cambio de mi sonrisa.

Cuando llegué, encontré a Kasia de rodillas, limpiando el suelo de la cocina.

—¿Qué demonios estás haciendo?

Me miró, sudorosa.

—Dijeron que bueno para el bebé; lo pone en posición buena. —Tu piso empezaba a parecerse al de ella, todo relucía de pura limpieza, excepto las rajas de las baldosas, la herrumbre y las manchas imborrables—. Además, me gusta limpiar.

Me dijo que cuando era pequeña su madre trabajaba en una fábrica y se pasaba largos turnos fuera de casa. Después de la escuela, Kasia frotaba y pulía su apartamento para que cuando su madre regresara todo estuviera resplandeciente. Era su regalo.

No le dije que Mitch no era portador de la fibrosis quística. Aún no le había dicho que el bebé de Hattie había muerto. La noche anterior pensé que la estaba protegiendo, pero ahora me pregunté si no estaba traicionando la confianza que había depositado en mí. Honestamente, no sabía cuál de las dos cosas era verdad.

—Mira —le dije, tendiéndole sus billetes—. Tengo algo para ti.

Tomó los billetes y me miró, sorprendida.

—No podía pagar un billete de avión a Polonia, son de tren, para seis semanas después de que nazca tu bebé. Hay un billete para cada una de las dos, porque el bebé viaja gratis.

Pensé que debería llevar al bebé a Polonia para que sus abuelos lo conocieran, los cuatro, y sus tíos y tías y primos. Tiene un buen puñado de parientes que podrán cuidar a este bebé. Mamá y papá eran hijos únicos los dos, así que nunca tuvimos una red de parientes a quien recurrir. Nuestra familia era reducida incluso antes de nacer nosotras.

Kasia estaba mirando los billetes, sin decir palabra, lo cual era poco habitual en ella.

—Y también te he comprado medias especiales, porque mi amiga, la que es médico, dice que tienes que ir con cuidado para no tener trombosis, zakrzepica —dije, traduciéndole la palabra en polaco, porque la había buscado antes. No pude descifrar su expresión, y me preocupó pensar que quizá le parecía excesivo.

—No hace falta que me quede con tu familia. Pero es que no creo que debas viajar tan lejos tú sola con el bebé.

Me dio un beso. Me di cuenta de que, después de todo lo que había pasado, esta era la primera vez que la veía llorar.

* * *

Le he hablado al señor Wright del historial de Mitch.

—Pensé que había otra razón por la que escogían a chicas jóvenes, pobres y solteras. Era más probable que nadie las creyera.

La luz del sol me hace estar más soñolienta, en lugar de despertarme. Acabo de contarle al señor Wright lo del historial de Mitch.

Tengo que hacer un esfuerzo para ser coherente.

—Luego le di los billetes a Kasia para nuestro viaje a Polonia y ella se echó a llorar.

Mi mente ahora está demasiado descentrada como para decidir lo que es relevante y lo que no.

—Esa noche comprendí, por primera vez, lo valiente que había sido Kasia. Yo pensaba que era inocente e inmadura, pero en realidad tiene mucho valor, y debería haberme dado cuenta de eso cuando intervino para defenderme frente a Mitch, porque sabía que él la pegaría después.

Los moratones de su rostro y las marcas de sus brazos eran claras enseñas del valor. Pero también lo era su sonrisa, y la forma en que bailaba sin importar lo que la vida le arrojara a la cara. Tiene, como tú, el don de encontrar la felicidad en las cosas pequeñas. Rastrea la vida para encontrar oro, y lo logra, cada día.

¿Y qué, si como tú, pierde cosas? No es más señal de inmadurez que el hecho de que piense que mi seguridad en las cosas que poseo es señal de que soy una adulta. O estudiar un idioma nuevo, negándose a aprender las palabras malas y concentrándose solamente en las que le permiten describir un mundo maravilloso, para dar forma lingüística a un lugar hermoso. No creo que sea inocente; es fantásticamente optimista.

A la mañana siguiente, supe que tenía que contarle lo que estaba pasando. ¿Quién era yo para creer que, después de lo que te había pasado, podía cuidar de otra persona?

—Iba a decírselo, pero ella ya estaba hablando por teléfono, llamando a media Polonia para decirles que traería su bebé para que lo conocieran. Y entonces llegó otro correo electrónico del profesor Rosen, pidiéndome que nos viéramos. Kasia aún charlaba con su familia cuando me fui.

* * *

El profesor Rosen sugirió que quedáramos en la entrada del edificio de Chrom-Med, que estaba lleno de gente a pesar de que era domingo. Pensé que iba a acompañarme a su despacho pero en lugar de eso me llevó hasta su coche. Nos metimos dentro y cerró la puerta, poniendo el seguro. Los manifestantes seguían allí —a distancia— y sus lemas no llegaban hasta nosotros.

El profesor Rosen intentó hablar con calma pero había un temblor en su voz que no podía controlar.

—En el ensayo clínico de mi cura contra la fibrosis quística de St. Ane se ha ordenado la introducción de un vector de virus activo.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

—Que se ha producido un follón monumental —y pensé que él no era una persona acostumbrada a utilizar la palabra «follón», que hasta ahí llegaría su lenguaje fuerte—. O que están probando un gen diferente en St.Anne, uno que precisa un vector de virus activo, y que mi ensayo clínico contra la fibrosis es una tapadera.

—¿Han utilizado sus pruebas contra la fibrosis quística sin su conocimiento?

—Es posible. Si quiere ser tan melodramática.

Minimizaba lo sucedido, pero no lo lograba.

—¿Para qué? —pregunté.

—Solo es una suposición, pero si eso es cierto, seguro que es para testar distintas formas de mejora genética, un procedimiento que es ilegal en Inglaterra y no puede aplicarse a los humanos.

—¿Qué tipo de mejora?

—No lo sé. Ojos azules, más inteligencia, bebés más fuertes. La lista de absurdos es muy larga. No importa qué gen es; necesita un vector de virus activo para transportarlo.

Hablaba como un científico, con los hechos, pero sus palabras dejaban traslucir su emoción. Estaba lívido de ira.

—¿Tiene idea de quién está administrando la terapia genética de la fibrosis quística en St. Anne? —pregunté.

—No tengo acceso a ese tipo de información. En Chrom-Med nos mantienen en cubículos separados, literal y figuradamente. No es como una universidad, no se produce polinización cruzada de ideas o de datos. Así que no, no sé el nombre de ese médico. Pero si fuera él, o ella, administraría el tratamiento genético para la fibrosis quística en fetos que sí tuvieran esa enfermedad, y al mismo tiempo aprovecharía para testar el gen ilegal. Quienquiera que sea ha sido muy descuidado, o quizá se le acababan los pacientes. —Se quedó callado y vi lo furioso y herido que estaba—. Alguien está tratando de hacer que los bebés sean aún más perfectos. Pero si están sanos, ya son perfectos. La salud ya es perfección.

Vi que estaba temblando.

Entonces me pregunté si habías descubierto que el tratamiento había sido utilizado para fines ilícitos; y la identidad del que lo había hecho. ¿Te mataron por eso?

—Debe contárselo a la policía.

Sacudió la cabeza sin mirarle.

—Tiene que hacerlo.

—Solo son conjeturas.

—Mi hermana y su bebé están muertos.

Se quedó mirando a través del parabrisas como si estuviera conduciendo el coche, en lugar de esconderse en él.

—Necesito obtener pruebas primero, si es que la culpa es de un ensayo ilegal. Una vez lo logre, podré salvar mi tratamiento contra la fibrosis quística. De otro modo, lo congelarán en todos los hospitales, hasta que descubran lo que pasa y eso podría tardar meses, o años. Quizá incluso nunca vuelvan a ponerlo en marcha.

—Pero esto no tiene nada que ver con el ensayo para la cura de la fibrosis quística. No debería afectarlo en absoluto.

—Cuando la prensa descubra esto —me interrumpió—, con su sutileza e inteligencia, no dirán que un ensayo ilegal utilizó el mío como tapadera, y que por eso murieron bebés y Dios sabe qué más. Dirán que fue por culpa de mi ensayo clínico contra la fibrosis quística.

—No creo que eso sea cierto.

—¿De verdad? La mayor parte de la gente lee información errónea y no recibe la educación suficiente como para saber que hay una diferencia entre la terapia genética y las mejoras ilegales como la de ese ensayo pirata.

—Es absurdo…

—Hay masas de imbéciles que acosan a los pediatras, incluso los atacan, porque creen que un pediatra es lo mismo que un pederasta, así que sí, estoy seguro que de pensarán que mi terapia genética es tan malvada, porque no comprenderán la diferencia.

—¿Entonces, por qué empezó a investigar? —pregunté—. ¿Por qué, si no piensa hacer nada con lo que ha descubierto?

—Lo hice porque le prometí que contestaría a sus preguntas. —Me miró, con expresión furiosa porque le había puesto contra la espada y la pared—. Pensé que no había nada que descubrir.

—¿Así que tendré que ir a la policía sin su apoyo? —le dije.

Parecía físicamente muy incómodo, y se puso las manos en las rodillas para alisar las arrugas de sus pantalones grises, que no caían bien.

—La orden del vector de virus podría ser un error. A veces los ordenadores se estropean. O quizá un error administrativo. Suceden con frecuencia. Es algo preocupante.

—¿Es eso lo que le dirá a la policía?

—Es la explicación más creíble. Sí, eso voy a decirles.

—Y a mí no me creerán.

El silencio colgó entre los dos como un cristal.

—¿De qué va todo esto realmente? —dije—. ¿De curar bebés, o de salvar su reputación?

Quitó el seguro del coche y se giró hacia mí.

—Si su hermano aún no hubiera nacido, ¿qué querría que hiciera?

Vacilé, pero solo un instante.

—Querría que fuera a la policía y les dijera la verdad, y luego volviera a su despacho para trabajar como un loco y salvar su ensayo clínico.

Salió del coche y se alejó, sin preocuparse de esperarme, ni de volver a cerrarlo.

La mujer de pelo puntiagudo lo reconoció y chilló:

—¡Deje de jugar a ser Dios!

—Si Dios hubiera hecho su trabajo, no haría falta que le sustituyéramos —replicó el profesor Rosen, furioso.

La mujer le escupió.

El manifestante de la cola de caballo gritó:

—¡No a los bebés de diseño!

El profesor Rosen se abrió paso entre ellos hasta alcanzar el edificio.

No creía que el profesor Rosen fuera malvado, sino débil y egoísta. Sencillamente, era incapaz de abandonar su nuevo estatus. Pero tenía una coartada mental para su inacción; circunstancias que le exonerarían y que podía invocar en su defensa: la cura de la fibrosis quística es importante. Tú y yo lo sabemos.

Fue al llegar a la estación de metro cuando comprendí que el profesor Rosen me había dado un dato de vital importancia. Cuando le pregunté si sabía quién estaba administrando la inyección del gen del ensayo clínico en St. Anne, me dijo que no lo sabía; que no tenía acceso a esa información. Pero había mencionado que la persona que escogía a los pacientes «que sí tuvieran esa enfermedad y al mismo tiempo aprovecharía para testar el gen ilegal». En otras palabras, la persona que ponía la inyección era la misma que se ocupaba del ensayo clínico de la fibrosis quística en St. Anne. Tenía que ser así, si era la misma persona responsable de seleccionar a los pacientes. Descubrir quién estaba a cargo del ensayo clínico en St. Anne era mucho más fácil, de largo, que intentar averiguar la identidad de una persona que ponía inyecciones.

* * *

Se está muy bien en el parque, y el cielo es de un color azul pastel puro, como las cerámicas Wedgwood. Mientras los oficinistas emprenden el regreso a sus puestos de trabajo, recuerdo que en St. Mary dábamos clase al aire libre cuando hacía calor, y alumnos y profesores fingíamos estar interesados en la lectura de un libro mientras nos sumergíamos en el verano y con ese recuerdo me olvido por un momento del frío que tengo.

—¿Cree que el profesor Rosen pensaba contárselo? —dice el señor Wright.

—Sí. Es demasiado listo y pedante como para ser tan descuidado. Creo que descargó su conciencia añadiendo ese indicio, ese dato clave, en la información que me dio, para que yo tuviera que descubrirlo por mis propios medios. O quizá sus mejores cualidades se impusieron, llegados a ese punto de la conversación. Fuera lo que fuera, ahora solo tenía que averiguar quién era el responsable del ensayo en St. Anne.

Casi no me noto las piernas. No estoy segura de poder sostenerme en pie, cuando tenga que levantarme.

—Llamé a William y él me dijo que buscaría el nombre de esa persona y me volvería a llamar, y que intentaría hacerlo ese mismo día. Luego llamé a Kasia al móvil pero estaba comunicando, supongo que aún charlaba con su familia, aunque para entonces pensé que se le habría acabado el saldo y que serían ellos los que la llamaban. Sabía que iba a encontrarse con algunos amigos polacos de la iglesia, así que pensé que se lo diría cuando regresara al apartamento. Cuando supiéramos quién estaba detrás de todo, y ella estuviera sana y salva.

* * *

Mientras tanto, me fui a ver a mamá y la acompañé a Petersham para escoger una flor para plantar en tu jardín, tal y como habíamos quedado. Me alegré por la distracción que me proporcionaba; necesitaba hacer algo que fuera distinto de recorrer el apartamento arriba y abajo, esperando que William me llamara.

Kasia me había propuesto otra vez que fuéramos juntas al edificio abandonado para depositar un ramo de flores en tu honor.

Me dijo que así dejaría mi «odcisk palca» de amor en algo malvado. («Odcisk palca» es huella, la traducción más aproximada que pude encontrar, y me parece bastante bonita). Pero eso quedaba para otros, no para mí. Yo tenía que encontrar ese ser malvado, y enfrentarme a él, pero no lo haría con flores.

Después de varias semanas de frío y de lluvia, llegó el primer día de calor de principios de la primavera, y en el centro de jardinería las camelias, las rosas y los tulipanes explotaron de color. Le di un beso a mamá y ella me abrazó. Mientras caminábamos bajo los cristales de los viejos invernaderos, fue como si hubiéramos viajado hacia atrás en el tiempo, hasta el jardín de una mansión campestre.

Mamá comprobó que no hubiera rastro de hielo en las macetas, mientras yo seguía pensando en que después de investigar durante casi dos meses, al final del día sabría el nombre de tu asesino.

Por primera vez desde que había llegado a Londres, tuve calor y me quité mi abrigo caro, revelando la ropa que llevaba debajo.

—Eso que llevas es horrendo, Beatrice.

—Es de Tess.

—Me lo he imaginado. ¿No te queda dinero?

—No mucho. Un poco, pero tengo que guardarlo para pagar la hipoteca de Nueva York, hasta que vendamos el piso.

Tengo que confesar que llevaba algún tiempo vistiéndome con tu ropa. Mis trajes de Nueva York parecían ridículos fuera del estilo de vida de una ejecutiva de cuentas, y además descubrí lo cómoda que era tu ropa. Debería haberme sentido extraña, y definitivamente más seria, al ponerme las prendas de mi hermana muerta, pero solo podía pensar en lo mucho que te divertiría verme vestida de segunda mano con tu ropa de segunda mano; yo, que antes tenía que ponerme el último grito, la ropa de marca, y que mandaba trajes a la tintorería después de llevarlos una sola vez.

—¿Sabes ya lo que sucedió? —preguntó mamá. Era la primera vez que me lo preguntaba.

—No. Pero creo que lo sabré pronto.

Mamá estiró los dedos y acarició el pétalo de una clemátide temprana.

—Ésta le habría gustado.

De repente se quedó muda, en un paroxismo de dolor que recorrió todo su cuerpo y que parecía insoportable. La abracé, pero estaba más allá del consuelo. Por un instante, me quedé así, protegiéndola con mi brazo, y luego se giró hacia mí.

—Debió estar tan asustada. Y yo no estaba allí.

—Era una mujer adulta. No podías estar con ella todo el tiempo.

Sus lágrimas eran un grito mojado.

—Debería haber estado con ella.

Recordé que cuando tenía miedo, de pequeña, el rumor de su vestido en la oscuridad y el olor de su crema, y el sonido de mi madre llegando y su olor bastaban para expulsar mis miedos; yo también deseé que hubiera estado contigo.

La abracé con fuerza, tratando de convencerla.

—Te prometo que no se dio cuenta de nada, de nada en absoluto. Le puso un sedante en su bebida, así que estaba dormida. No tuvo miedo. Murió apaciblemente.

Como tú, por fin había aprendido a anteponer el amor a la verdad.

Seguimos paseando por el invernadero, mirando las flores y las plantas, y mamá pareció tranquilizarse contemplándolas.

—No te quedarás mucho tiempo, entonces —dijo al cabo de un rato—. Porque pronto lo sabrás.

Me dolió que me creyera capaz de dejarla de nuevo, después de lo que había pasado.

—No. Esta vez voy a quedarme para siempre. Amias dice que puedo quedarme en el apartamento, pagándole una miseria de alquiler, prácticamente nada.

Mi decisión no era puramente altruista. Había decidido seguir con mis estudios de arquitectura. De hecho, no tengo por qué decirlo en tiempo pasado, porque aún es lo que quiero hacer cuando termine el juicio. No estoy segura de que me admitan, o de cómo me pagaría la carrera y cuidaría de Kasia y del bebé al mismo tiempo, pero quiero intentarlo. Sé que mi cerebro matemático y obsesionado por el detalle podrá con el aspecto estructural del oficio. Y buscaré en mi interior para ver si tengo una fracción de tu creatividad. ¿Quién sabe? Quizá yace, dormida, en un recodo de mi ser, un código por descifrar de talento artístico, envuelto en un cromosoma en forma de hélice, esperando a las condiciones adecuadas para estallar.

Sonó mi móvil y vi que era un mensaje de texto de William que quería verme, con urgencia. Le mandé por SMS la dirección del apartamento. Estaba tan nerviosa que me mareé.

—¿Tienes que irte? —preguntó mamá.

—En un rato, sí. Lo siento.

Me acarició la cabeza.

—Aún no has ido a que te corten el pelo.

—Lo sé.

Me sonrió, acariciándome aún.

—Te pareces tanto a ella.