20

Siempre le había mandado flores a mamá, y la llamaba, cuando era el cumpleaños de Leo; era amable, a distancia. Y también me aseguraba siempre de tener una excusa para poner fin a la llamada —una reunión a la que tenía que asistir, una llamada que entraba por la otra línea— para disponer así de una barrera que me protegiera contra cualquier posible estallido emocional. Pero jamás había estallado ninguna emoción, solo una cierta incomodidad al morderse la lengua y contener esas emociones, que pasaba como el temblor de una llamada transatlántica.

Ya le había comprado una tarjeta a Leo, pero en la estación de la calle Liverpool compré un ramo de girasoles para ti, salvajes y azules. Mientras el florista las envolvía, recordé a Kasia diciéndome que debería llevarte flores al edificio abandonado, como había hecho ella semanas antes. Fue muy insistente, algo poco habitual en ella, y pensé que a mamá le resultaría «curativo», también. Pero también sabía que a ella, esta expresión moderna del duelo —todos esos altares florales cerca de los cruces de peatones y las farolas donde chocaban los coches— le parecería inquietante y rara. Las flores debían depositarse en el cementerio, donde estaban enterrados los fallecidos, no en el lugar donde habían muerto. Además, daría lo que fuera para que mamá no viera jamás ese maldito edificio abandonado; ni yo tampoco quería verlo en lo que me quedaba de vida. Así que le dije a Kasia que prefería plantar flores bonitas en tu jardín; cuidarlas, y ver cómo crecían y florecían. Y como mamá, traer flores a tu tumba.

Caminé los ochocientos metros que había entre la estación de Little Hadston y la iglesia, y vi a mamá en el cementerio. Te he hablado de nuestra comida juntas, hace unos días, saltándome la cronología de esta historia para poder tranquilizarte y ser justa con ella. Así que ya sabes cómo cambió después de tu muerte; cómo volvió a ser la mamá de nuestra niñez, con el rumor sedoso de su vestido, el olor de crema facial y la tranquilidad que nos daba su presencia en la oscuridad. Cálida y amorosa, también se ha convertido en una persona preocupantemente vulnerable. Cambió el día de tu funeral. No fue un proceso gradual, sino terriblemente rápido; su grito silencioso mientras descendían tu ataúd en el barro húmedo rompió todos los artificios de su carácter, y dejó expuesto lo más íntimo de su ser. En ese momento que la destrozó, también su ficción sobre tu muerte se desintegró. Sabía, tan bien como yo, que jamás te habrías quitado la vida. Y esa violenta intuición sustrajo la fuerza de su espíritu y arrancó el color de su cabello.

Cada vez que la veía, tan anciana y gris, me sorprendía como la primera vez.

—¿Mamá?

Se giró y vi que estaba llorando. Me abrazó muy fuerte y se apretó contra mi hombro. Noté las lágrimas a través de la camisa. Se apartó, intentando esbozar una sonrisa.

—No debería utilizarte como un pañuelo, ¿verdad?

Me acarició el pelo.

—Qué melena. Necesitas un corte de pelo.

—Lo sé.

La abrazo.

Papá había vuelto a Francia, sin prometer llamadas ni visitas; era lo bastante honesto como para no formular promesas que no iba a respetar. Sé que me quiere, pero que no estará en mi vida diaria. Así que prácticamente mamá y yo solo nos tenemos la una a la otra. Hace que seamos mutuamente importantes, y al mismo tiempo no es suficiente. Debemos ocupar nuestro propio espacio en el mundo, y también el de un puñado de gente: tú, Leo, papá. Tenemos que ser más, justo cuando nos sentimos más pequeñas.

Pongo mis girasoles en tu tumba, que no había visto desde el día de tu entierro. Y mientras miraba la tierra amontonada encima de Xavier y de ti, pensé que eso es lo que significaba todo: las visitas a la policía, al hospital, las búsquedas por internet, los interrogatorios y las preguntas y las sospechas y las acusaciones. A eso se reducía todo. A ti, cubierta de una asfixiante capa de barro, lejos de la luz, del aire, de la vida y del amor.

Me giro hacia la tumba de Leo y dejo mi tarjeta, una de Action Man, que creo que le gustará a un niño de ocho años. Jamás le he añadido ni un año más. Mamá ya ha dejado su regalo, envuelto. Me ha dicho que era un helicóptero de control remoto.

—¿Cómo supiste que estaba enfermo de fibrosis quística? —le pregunté.

Una vez me dijo que lo supo incluso antes de que mostrara señales de la enfermedad, pero que ni ella ni papá sabían que eran portadores. ¿Cómo iban a saber que tenían que hacerle pruebas al niño? Mi mente se ha acostumbrado a hacer preguntas, incluso frente a la tumba de Leo, incluso el día en que debería haber sido su cumpleaños.

—Todavía era un bebé y lloraba —dijo mamá—. Yo le besaba y sus lágrimas sabían a sal. Se lo dije al médico, un comentario sin importancia, sin pensar más en ello. Resulta que las lágrimas saladas son un síntoma de fibrosis quística.

¿Te acuerdas que de pequeñas mamá apenas nos besaba, cuando llorábamos? Pero yo sí recuerdo un tiempo en que lo hacía; antes de probar la sal de las lágrimas de Leo.

Nos quedamos calladas durante unos momentos y mis ojos van de la tumba de Leo, asentada desde hace años, a la tuya, nueva. El contraste era una visualización del estado de mi duelo por cada uno de los dos.

—He decidido poner una lápida —dijo mamá—. Quiero un ángel, una de esas estatuas grandes con alas envolventes.

—Creo que le gustaría un ángel.

—Le parecería ridículamente divertido.

Ambas esbozamos una media sonrisa, imaginando tu reacción frente a un ángel de piedra.

—Pero creo que a Xavier sí le gustaría —continuó mamá—. Quiero decir que para un bebé, un ángel es algo precioso, ¿no? No es demasiado sentimental.

—En absoluto.

Sin embargo sí estaba sentimental, porque trajo un osito de peluche cada semana, reemplazándolo cada vez que se ensucia o se moja a causa de la lluvia. Al principio se disculpó un poco por ello, pero no mucho. Nuestra vieja mamá se habría horrorizado por un gesto de tan mal gusto.

Volví a recordar nuestra conversación, cuando te dije que debías contarle a mamá que estabas embarazada, incluyendo mis palabras finales, que creo que opté por olvidar, deliberadamente.

—¿Aún tienes esas braguitas con todos los días de la semana bordados en ellas? —preguntaste.

—Estás cambiando de tema. Además, me las regalaron cuando tenía nueve años.

—¿Las llevabas de verdad el día en que tocaba?

—Vas a hacerle mucho daño, si no se lo dices.

Tu voz se volvió muy seria, algo desacostumbrado en ti.

—Dirá cosas que lamentará haber dicho. Y nunca podrá retirarlas.

Eras amable. Anteponías el amor a la verdad. Pero yo no me había dado de cuenta de eso antes, y solo pensaba que preferías poner una excusa, porque estabas:

—Evitando el asunto.

—Se lo diré cuando haya nacido, Bee. Entonces le querrá.

—Siempre supiste que le querría, ¿verdad?

Mamá empezó a plantar una rosa de la variedad Madame Carriere en una maceta al lado de tu tumba.

—Solo es temporal, hasta que llegue el ángel. Si no hay nada, parece que esté vacía.

Llené una lata de agua para poder regarla y te recordé, de pequeña, tropezando mientras seguías a mamá con tus herramientas de jardinería para niños, los deditos apretando las semillas que habías recogido de otra planta, aquilegia, creo, pero la verdad es que nunca me fijé demasiado.

—Le encantaban las plantas, ¿verdad? —dije.

—Desde que era una pulga —dijo mamá—. Yo no me empecé a dedicar a fondo hasta que cumplí los treinta.

—¿Por qué empezaste?

Solamente quería charlar, una conversación segura, que esperaba resultase tranquilizadora para mamá. Siempre le había gustado hablar de plantas.

—Cuando plantaba una semilla, se convertía en algo más y más hermoso, y a los treinta y seis años, era lo opuesto de lo que me sucedía a mí —dijo mamá, probando el suelo alrededor de la rosa con sus dedos desnudos. Vi que tenía las uñas llenas de barro. Continuó—: No debería haberme importado, lo de envejecer. Pero era así, antes de que Leo muriera. Creo que echaba de menos la deferencia, la gentileza con que solían tratarme por ser un chica bonita. El hombre que vino a arreglar la electricidad, un taxista una vez; hombres que normalmente hubieran hecho algo más sin pedir dinero a cambio, se mostraban agresivos, como si supieran que una vez había sido bonita, incluso hermosa, y no quisieran reconocer que la belleza se desvanece y desaparece. Era como si me echaran la culpa a mí de lo que me pasaba.

Me quedé un poco sorprendida, pero solo un poco. Ahora, decir las verdades como puños en medio de una charla cotidiana se había convertido en nuestro pan de cada día. Mamá se limpió la cara con los dedos sucios, dejando una huella de barro en su mejilla.

—Y además estaba Tess, que crecía tan guapa, sin darse cuenta de lo generosa que era la gente con ella por eso.

—Pero nunca se aprovechó de ello.

—No le hizo falta. El mundo le abrió las puertas de par en par y ella las cruzó sonriendo, pensando que siempre sería así.

—¿Sentías celos?

Mamá vaciló un instante, luego sacudió la cabeza.

—No eran celos, pero mirarla me hacía comprender en qué me había convertido. —Cambia de tema—. Estoy un poco bebida. En el cumpleaños de Leo me permito tomar unas cuantas copas. También en el aniversario de su muerte. Y ahora tendré dos aniversarios más, ¿no? El de Tess y el de Xavier. Si no voy con cuidado me convertiré en una borracha.

Sostengo su mano en la mía, firmemente.

—Tess siempre venía a verme en el cumpleaños de Leo —dice.

Cuando nos despedimos en la estación, le sugerí que fuéramos juntas, el domingo siguiente, a Petersham Meadows, esa tienda de plantas que tanto te gustaba pero que no podías permitirte. Acordamos escoger una nueva planta, una que te gustase, para tu jardín.

Subí al tren de regreso a Londres. Jamás me habías contado que ibas a ver a mamá el día del cumpleaños de Leo. Presumiblemente, para ahorrarme el sentimiento de culpa. Me pregunté cuántas otras veces la habrías visitado, hasta que la barriga se te empezó a notar. Yo sabía, por la factura telefónica, que te había descuidado cruelmente, y comprendí que también lo había hecho con mamá. Eras tú la hija amante y preocupada, no yo, como siempre había creído, pretenciosamente.

La verdad es que huí. Mi trabajo en Nueva York no era una «oportunidad profesional». Era mi oportunidad para dejar a mamá y la responsabilidad atrás, mientras luchaba por una vida sin ataduras en otro continente. Después de todo, no era tan distinta de papá. Pero tú no te fuiste. Quizá necesitabas que te recordase los cumpleaños a medida que se acercaba el día, pero no te fuiste corriendo.

Me pregunté por qué la doctora Wong no me había señalado mis defectos. Un buen terapeuta debería obtener un retrato del paciente al estilo de Dorian Gray, y sacarlo de debajo del diván, para que uno pueda ver la persona que realmente es. Pero eso es un poco injusto para ella. Ni yo misma me hice las preguntas adecuadas sobre mí. De hecho, no dudé acerca de mí en ningún momento.

Una llamada a mi móvil me sacó de la ensoñación y del escrutinio personal al que me estaba sometiendo. Era Christina. Se puso a charlar durante un rato, y sospeché que era porque no se atrevía a ir al grano. Por fin, lo hizo.

—No creo que la muerte de Xavier y la del otro bebé del ensayo clínico estén conectadas, Hemms.

—Pero tiene que ser así. Las dos, tanto Tess como Hattie estaban en el mismo programa, y también en el mismo hospital…

—Sí, pero médicamente no hay ninguna relación. No puede existir algo que cause una enfermedad coronaria en uno de los bebés, tan grave como para matarle, y fallos renales en otro, matándolos a los dos.

La interrumpí, mientras me invadía el pánico.

—Pero en teoría, un gen puede ser responsable de dos cosas distintas, ¿no es verdad? Quizá…

Volvió a interrumpirme, o quizá había muy mala cobertura en el tren.

—Lo comprobé con mi profesor, por si acaso. No le di los detalles del caso, solo hablé en términos hipotéticos. Y me dijo que no era posible, que no hay dos enfermedades graves tan distintas con la misma causa.

Sabía que estaba simplificando el lenguaje científico para explicármelo. Y que la versión compleja sería exactamente igual. Así que debía aceptar que el ensayo de la terapia de fibrosis quística no era la causa de la muerte de los dos bebés.

—¿No es extraño que los dos bebés hayan muerto en St. Anne? —pregunté, de todos modos.

—Todos los hospitales tienen tasas de mortalidad perinatales, y en St. Anne nacen cinco mil bebés al año, así que es triste, pero desgraciadamente algo que difícilmente sería considerado notable.

Traté de seguir preguntándole más cosas, para encontrar un error en su diagnóstico, pero guardó silencio. Me sentía empujada por el tren, y mi desasosiego físico era un reflejo de mi estado emocional. La angustia también hizo que me preocupara por Kasia. Había planeado un viaje para ella, pero eso quizá no sería lo más prudente, así que aproveché para preguntárselo a Christina. Claramente aliviada por poder ayudarme, me ofreció una respuesta innecesariamente detallada.

* * *

Acabo de contarle al señor Wright mi llamada telefónica a Christina.

—Se me ocurrió entonces que alguien debió mentir a las mujeres acerca de la verdadera causa de la muerte de sus bebés. No se había realizado una autopsia en ninguno de los dos casos.

—¿Nunca pensó que se equivocaba?

—No.

Entonces me observa con admiración, creo, pero tengo que ser sincera.

—No me quedaba energía para pensar que me había equivocado —continúo—. Sencillamente no podía volver al principio y enfrentarme con todo de nuevo.

—¿Qué hizo a continuación? —pregunta, y me siento cansada cuando formula la pregunta, tan agotada y exhausta como me sentí entonces.

—Volví a ver a Hattie. No creía que pudiera añadir nada más pero tenía que intentarlo.

* * *

Estaba aferrándome a mis últimas posibilidades, y yo lo sabía, pero tenía que seguir agarrándome. Lo único que podía ayudarme era la identidad del padre del bebé de Hattie, pero no albergaba muchas esperanzas.

Cuando llamé a la puerta de Hattie, una mujer bonita de unos treinta años que supuse sería Georgina, contestó el timbre con un libro infantil en una mano y una barra de labios en la otra.

—Debe ser Beatrice. Pase, por favor. Voy un poco retrasada, le prometí a Hattie que saldría a las ocho como muy tarde.

Tras ella llegó Hattie, desde el vestíbulo. Georgina se giró hacia ella:

—¿Te importaría leerles la historia de la vaquita a los niños? Voy a prepararle una bebida a Beatrice.

Hattie nos dejó y se fue al piso de arriba. Me di cuenta de que Georgina lo había organizado así, aunque parecía verdaderamente amistosa.

—Percy y la Vaca es la más corta, dura unos seis minutos, incluyendo los ruidos del motor y los sonidos de los animales, así que bajará pronto. —Abrió una botella de vino y me sirvió una copa—. ¿Me promete que no la pondrá nerviosa? Ha pasado por muchas cosas. Casi no come desde que sucedió. Intente ser amable con ella.

Asentí; me gustaba la forma en que se preocupaba por Hattie. Sonó la bocina de un coche en el exterior y Georgina gritó hacia arriba, en dirección a las escaleras, antes de irse:

—Hay un Pinot Grigio abierto, Hatts, tú misma.

Hattie contestó, dando las gracias. Parecían más bien compañeras de piso, en lugar de la dueña de la casa y su niñera de la misma edad.

Hattie bajó de poner a los niños a dormir y nos instalamos en el salón. Se sentó en el sofá, recogiendo las piernas, con una copa de vino en la mano, como si estuviera en su casa en lugar de formar parte del personal doméstico.

—Georgina parece muy amable —dije.

—Lo es. Cuando le dije lo del bebé se ofreció a pagarme un billete de vuelta a casa y dos meses de sueldo, además. No pueden permitírselo; los dos trabajan a tiempo completo, bastante les cuesta pagarme el sueldo tal cual.

Así que Georgina no era la típica empleadora de una niñera filipina, igual que Hattie no era la típica criada que vivía en el armario de la casa señorial. Le formulé mi ristra de preguntas ya habituales. ¿Sabía si tenías miedo de alguien? ¿Conocía a alguien que pudiera haberte administrado drogas? ¿Había alguna razón por la que podrías haberte suicidado (y aquí me preparé para la mirada con la que solían contestarme)? Hattie no tenía respuestas para mí. Como tus demás amigos, después de que tuvieras a Xavier no te había visto. Ahora había llegado al fondo de mi barril de preguntas, sin pensar realmente que llegaría demasiado lejos.

—¿Por qué no le dijo a nadie el nombre del padre de su bebé?

Vaciló y pensé que parecía avergonzada.

—¿Quién es él, Hattie?

—Mi marido.

Se quedó callada, para darme tiempo a deducirlo.

—¿Estabas embarazada cuando te contrataron?

—Pensé que si lo decía, nadie me daría trabajo. Cuando empezó a verse, fingí que el bebé iba a nacer más tarde. Prefería que Georgina pensara que estaba engañando a mi marido, en lugar de a ella. —Debí poner cara de asombro—. Confía en mí y me considera su amiga.

Por un momento, me sentí excluida de los hilos de amistad que unen a las mujeres, y que yo jamás he creído necesitar, porque siempre te he tenido a ti.

—¿Le contó a Tess lo de su bebé? —pregunté.

—Sí. Ella salía de cuentas unas semanas después. Lloró cuando se lo dije, por mí, y me enfadé con ella. Sentía emociones en mi nombre, que yo no tenía dentro.

¿Te diste cuenta de que se había enfadado contigo? Era la única persona con la que había hablado que tenía algo que criticarte; a la que no habías entendido.

—La verdad es que sentí alivio —dijo desafiante, esperando ver mi mirada escandalizada.

—Lo comprendo perfectamente —repliqué—. Usted tiene otros niños de los que cuidar. Un bebé significaría perder su empleo, por muy comprensiva que sea Georgina, y no podría mandar dinero a casa para los demás. —La observé cuidadosamente y vi que no había acertado—. O simplemente no podía soportar separarse de otro niño cuando volviese a Inglaterra a trabajar.

Me miró, una confirmación tácita.

¿Por qué pude comprender a Hattie cuando tú no pudiste? Porque yo comprendo la vergüenza, y tú jamás la has experimentado. Hattie se puso en pie.

—¿Quiere saber algo más?

Quería que me fuera.

—Sí. ¿Sabe quién le dio la inyección? Me refiero a la del ensayo genético, con el gen sano.

—No.

—¿Y el médico que estuvo con usted durante el parto?

—Fue una cesárea.

—Pero debió verle, a él o ella.

—No. Llevaba mascarilla. Cuando me dio la inyección y también cuando la operación. Todo el tiempo, con la mascarilla puesta. En Filipinas no es así. Allí nadie se preocupa en absoluto por la higiene, y en cambio aquí…

Mientras seguía hablando, vi de nuevo las cuatro pinturas de pesadilla que habías pintado, de la mujer gritando y la figura enmascarada inclinándose sobre ella. No eran fruto de tus alucinaciones inducidas por las drogas; eran un registro de lo que te había sucedido.

—¿Tiene su historial médico?

—No.

—¿Se extravió?

Pareció sorprenderse de que lo supiera.

* * *

Bebo mi café y no sé si es la cafeína o el recuerdo de esas pinturas lo que me provoca un estremecimiento, y derramo un poco de líquido encima de la mesa. El señor Wright me mira, preocupado.

—¿Le parece que lo dejemos aquí?

—Si le parece bien, sí.

Salimos juntos hasta la recepción del pasillo. El señor Wright ve el ramo de narcisos en la papelera de su secretaria y se detiene. Ella se tensa. El señor Wright se vuelve hacia mí, y veo que sus ojos se humedecen.

—Me gustó mucho eso que Tess le dijo, que el gen del color amarillo del narciso era el que salvaba la vista de los niños.

—A mí también.

El sargento detective Finborough me está esperando en Carluccio, cerca del edificio de la fiscalía. Ayer me llamó y me propuso que nos viéramos. No estoy segura de si está permitido, pero acepté. Sé que no estará ahí por él, que no me pedirá que retuerza la verdad de lo sucedido para quedar mejor.

Me acerco a él y ambos vacilamos un instante, como si pudiéramos darnos un par de besos en la mejilla como… ¿Qué somos el uno para el otro? Él fue la persona que me dijo que eras tú el cuerpo que habían encontrado; tú, en aquel edificio abandonado. Era el hombre que tomó mi mano y me miró a los ojos y destruyó la persona que había sido hasta ese momento. Nuestra relación no son dos besos en un cóctel, ni tampoco la de un policía hacia el familiar de la víctima. Acepto su mano mientras él tiende la suya; esta vez, mi mano es más cálida.

—Quería decirle que lo siento, Beatrice.

Estoy a punto de contestarle cuando una camarera se interpone entre los dos, con la bandeja en alto, y un lápiz clavado en su cola de caballo. Creo que deberíamos habernos encontrado en un lugar tranquilo y serio, como una iglesia, donde las cosas importantes se debaten entre susurros, y no se gritan por encima del ruido de platos y vasos, y la charla de los clientes.

Nos sentamos en una mesa y creo que a los dos nos parece que se produce una intimidad incómoda. Rompo el silencio:

—¿Cómo está la agente Vernon?

—La han ascendido —responde—. Ahora trabaja en la unidad de violencia doméstica.

—Me alegro por ella.

Me sonríe, y ahora que hemos roto el hielo, se sumerge en una conversación más profunda:

—Tenía razón, desde el principio. Debería haberle hecho caso.

Solía fantasear sobre cómo un día el sargento Finborough, y todos los demás, me dirían exactamente la misma frase, y deseaba poder susurrar a mi yo anterior que en el futuro, un policía me diría eso.

—Al menos usted tuvo dudas —le digo—. Y actuó.

—Demasiado tarde. No debería haber corrido tanto peligro.

El rumor del restaurante se apaga de repente, y las luces se oscurecen. Oigo al sargento detective Finborough hablándome, tranquilizándome y diciéndome que estoy bien, pero de repente su voz también se apaga y todo se vuelve negro y quiero gritar pero mi boca no puede emitir ningún sonido.

Cuando vuelvo en mí, estoy en el lavabo, limpio y cálido, de la cafetería. El sargento Finborough está a mi lado. Me dice que me he desmayado durante cinco minutos. No ha sido tanto tiempo, pues. Pero sí es la primera vez que he perdido el sonido circundante. El personal de Carluccio se ha portado muy amablemente y han llamado un taxi para que me lleve a casa. Le pido al sargento Finborough que me acompañe, y él acepta de buena gana.

Ahora estoy en un taxi negro, con un policía sentado a mi lado, pero aún tengo miedo. Sé que me está siguiendo; puedo sentir su malévola presencia, amenazadora y asesina, acercándose más.

Quiero decírselo al sargento Finborough. Pero él, como el señor Wright, me dirá que está encerrado, sin fianza, en la cárcel; que no puede volver a hacerme daño; que no tengo nada que temer. Y yo no sería capaz de creerle.

El sargento Finborough espera hasta que entro en el apartamento, sana y salva, y luego sigue en el taxi hacia su destino. Al cerrar la puerta, Pudding frota su cálido y peludo cuerpecito contra mis piernas, ronroneando. Llamo a Kasia. Nadie me contesta. Contengo mi creciente ansiedad cuando veo una nota en la mesa, dice que está con su clase de prenatal. Llegará a casa en cualquier momento.

Me acerco a la ventana para comprobar que no hay nadie fuera y corro las cortinas. Dos manos aporrean el cristal desde el otro lado, intentando romperlo. Grito. El hombre se desvanece en la oscuridad.