La mañana del día de la exposición tu amigo Benjamin vino, con aspecto de profesional, sus rastas recogidas en una coleta, acompañado de un chico joven al que no reconocí y una camioneta blanca desvencijada, para llevar tus pinturas a la facultad. Dijo que no era el final del primer curso, que era un asunto bastante formal, pero que era importante. Era posible que vinieran compradores potenciales y asistirían las familias de todos los alumnos. Se mostraban solícitos, como si yo fuera frágil y pudiera romperme a causa de los ruidos o de la risa.
Mientras iban transportando tus pinturas hasta la camioneta vi que los dos estaban al borde de las lágrimas. Algo les había conmovido, pero era una parte de tu vida que yo no conocía; quizá simplemente recordaban la última vez que estuvieron en tu apartamento, y el contraste —que fuera yo la que estaba ahí, y no tú— era doloroso.
Yo misma había envuelto y protegido tus pinturas, pero cuando entré en la sala de la exposición creo que me quedé, literalmente, sin aliento. No las había visto colgadas en una pared antes de ese momento, solamente apiladas en el suelo. Juntas, eran una explosión de vivos colores, y su estilo vibrante era cautivador. La gente que había conocido en la cafetería, tus amigos, se acercaron a saludarme y a hablar conmigo, uno tras otro, como si se hubieran organizado por turnos para cuidar de mí.
No vi a Simon, pero a través de la sala repleta de gente divisé a Emilio, al otro lado de la estancia. A su lado estaba la Bruja Bonita, y por su expresión vi que algo iba mal. Cuando me acerqué a él, vi que había incluido tus desnudos en la exposición.
Me enfrenté a él. Estaba lívida pero contuve mi tono de voz, porque no quería que nadie nos oyera, y no quería que tuviera público.
—¿Es que tu romance con ella ya no te perjudica, ahora que está muerta?
Hizo un gesto hacia los desnudos, como si estuviera disfrutando de su contemplación conmigo.
—No significan que estuviéramos liados.
Debí mirarle con incredulidad.
—¿Crees que los artistas siempre duermen con sus modelos, Beatrice?
De hecho, sí, eso era lo que creía. Y era indebidamente íntimo que utilizara mi nombre de pila, igual que era inapropiado que exhibiera tus desnudos.
—No hay que ser el amante de una mujer para pintarla desnuda.
—Pero usted sí lo era. Y le gustaría que todos lo supieran, ¿verdad? Le hace quedar muy bien que una joven guapa y veinte años más joven esté dispuesta a mantener relaciones sexuales con usted. El detalle de que fuera su profesor y que estuviera casado probablemente no es importante para un macho fanfarrón como usted.
Vi que la Bruja Bonita asentía, aprobando lo que yo decía y, me pareció, algo sorprendida. Emilio la murió furioso. Ella se encogió de hombros y se alejó.
—¿Piensas que mis pinturas son de «macho fanfarrón»?
—Sí. Usted utiliza el cuerpo de Tess.
Empecé a regresar hasta las paredes donde estaban tus propias pinturas, pero él me siguió.
—Beatrice…
No me giré.
—Voy a darte una noticia que quizá te parezca interesante. Han llegado los resultados de las pruebas por fibrosis quística. Mi mujer no es portadora del gen.
—Me alegro.
Pero Emilio aún no había terminado.
—Ni yo tampoco.
Tenía que serlo; o algo no tenía sentido. Xavier tenía fibrosis quística, de modo que su padre debía ser portador.
Me aferré a una posible explicación.
—No se puede saber con un solo análisis. Hay miles de mutaciones en el gen de la fibrosis quística y…
—Nos hemos hecho todas las pruebas, absolutamente todas. Los médicos dicen, sin la menor sombra de duda, que ninguno de los dos es portador del gen de la fibrosis quística.
—A veces un bebé desarrolla espontáneamente fibrosis quística incluso si uno de los padres no es portador.
—¿Y qué posibilidades hay de que suceda eso? ¿Un millón contra una? Xavier no tenía nada que ver conmigo, ésa es la verdad.
Era la primera vez que pronunciaba el nombre de Xavier, en la misma exhalación de aire de las palabras que le negaban.
La explicación obvia, inmediata, era que Emilio no era el padre de Xavier. Pero tú me habías dicho que era él, y tú no mientes.
* * *
Percibo que la concentración del señor Wright aumenta mientras escucha con atención lo que estoy contándole.
—Supe entonces con toda certeza que Xavier nunca había tenido esa enfermedad. Nunca había tenido fibrosis quística.
—¿Porque, para eso, los dos progenitores deberían haber sido portadores del gen de la fibrosis quística? —pregunta el señor Wright.
—Exacto.
—¿Qué pensó que había pasado?
Me detengo unos instantes, recordando la emoción que sentí cuando lo comprendí.
—Pensé que Chrom-Med había utilizado su terapia genética en un bebé perfectamente sano.
—¿Por qué pensó que lo hicieron?
—Creí que era un fraude.
—¿Puede ser más precisa?
—No era sorprendente que la «cura» de Chrom-Med para la fibrosis quística tuviera tanto éxito si resulta que, de entrada, los bebés no estaban enfermos. Y el valor de las acciones de Chrom-Med se había disparado a causa de esa cura milagrosa. Iban a salir a bolsa en unas semanas.
—¿Y los organismos oficiales que habían supervisado los ensayos?
—No podía comprender cómo los habían engañado de esa manera. Pero pensé que debió ser así. Y estaba segura de que los pacientes, como Tess, jamás habrían cuestionado el diagnóstico. Si has tenido un enfermo de fibrosis quística en la familia, sabes que siempre existe la posibilidad de que seas portador.
—¿Pensó que el profesor Rosen estaba implicado?
—No quedaba otro remedio. Incluso si no había sido idea suya, debió haberlo autorizado. Y era el director de Chrom-Med, después de todo; eso significaba que iba a ganar una fortuna con la salida a bolsa.
Cuando conocí al profesor Rosen en Chrom-Med pensé que era un científico fanático que ansiaba el reconocimiento de sus colegas. Me costaba reemplazar esa imagen por la de un timador ávido de dinero, el motor de cuyas acciones no sería la voluntad de gloria eterna, sino la tradicional y clásica avaricia. Me resultaba difícil de creer que fuera tan buen actor; que su discurso sobre la erradicación de la enfermedad y del punto de inflexión en la historia no fuera más que una pantalla para distraerme, y también al resto del mundo, por supuesto. Pero si era verdad, había sido inquietantemente convincente.
—¿Se puso en contacto con él?
—Lo intenté. Estaba en Estados Unidos, para una gira de conferencias, y no volvería hasta el dieciséis de marzo. Faltaban doce días para eso. Le dejé un mensaje en su móvil pero no me contestó.
—¿Habló con el sargento detective Finborough? —pregunta el señor Wright.
—Sí. Le llamé y dije que necesitaba verle. Organizó una reunión para primera hora de la tarde.
El señor Wright repasa sus notas.
—En su encuentro con el sargento detective Finborough, también asistió el inspector jefe Haines.
—Sí, estuvo presente.
Un hombre que violó la sutiles fronteras del espacio personal, como si tuviera derecho a hacerlo.
—Antes de que sigamos adelante, solo quiero aclarar un punto —dice el señor Wright—. ¿Qué relación creía que había entre el fraude y la muerte de Tess?
—Pensé que lo habría descubierto.
* * *
El inspector jefe Haines tenía papada, y me miraba desde el otro extremo de la mesa. Su físico encajaba perfectamente con su voz estruendosa. A su lado estaba el sargento detective Finborough.
—Señorita Hemming, ¿qué le parece más probable? —estalló el inspector Haines—. ¿Que una empresa de reputación internacional, que cumple con multitud de regulaciones, efectúe un ensayo clínico con bebés sanos, o que una estudiante se equivoque acerca de la paternidad del bebé que espera?
—Tess no me habría mentido acerca de quién era el padre de su hijo.
—Cuando hablé por teléfono con usted, le pedí con educación que dejara de repartir culpas por ahí.
—Sí, pero…
—En su mensaje telefónico de hace una semana, usted decía que el señor Codi y Simon Greenly encabezaban su lista de sospechosos.
Maldije el mensaje que había dejado en el teléfono del sargento detective Finborough. Parecía una persona emocional e inestable, y perjudicaba la poca credibilidad que me quedaba.
—Pero ahora ha cambiado de opinión —dijo.
—Así es.
—Nosotros no, señorita Hemming. No hay ningún dato nuevo que haga dudar del veredicto de suicidio que emitió el juez de instrucción. Voy a repetirle los hechos, puros y duros. Quizá no quiera escucharlos, pero eso no significa que no sean los hechos.
Una triple negación. Su retórica no era tan buena como él creía.
—Una mujer soltera —continuó, disfrutando del énfasis que asignaba a las palabras— que es estudiante de arte en Londres, tiene un bebé ilegítimo con fibrosis quística. Al bebé lo curan con una nueva terapia genética in útero —(pensé que debía sentirse particularmente orgulloso de ese detalle, ese toque de latín en su monólogo)—, pero desafortunadamente el feto nace muerto por causas no relacionadas con su enfermedad. —Sí, lo sé. «El feto»—. Una de sus amigas, puesto que al parecer tenía muchas, comete un error muy desafortunado y deja grabada una canción de cuna en su contestador, que la empuja aún más en dirección al suicidio. —Intenté interrumpirle pero siguió hablando, sin apenas detenerse a respirar para poder seguir con su condescendiente explicación—. Sufre alucinaciones porque toma drogas ilegales y se lleva un cuchillo de cocina al parque.
Detecto una mirada entre el sargento Finborough y el inspector jefe Haines. Éste ladra:
—Quizá compró el cuchillo especialmente para sus objetivos. Quizá quería que fuera caro y especial. O afilado. No soy ningún psiquiatra y no puedo descifrar la mente suicida de una mujer joven.
El sargento Finborough se aparta inconscientemente del inspector Haines. Está claro que no le gusta.
—Se va a un edificio abandonado —continuó Haines—. Para que no la encuentren, o porque quiere protegerse de la nieve, tampoco puedo decirle la razón exacta. Fuera del parque, o en los lavabos, se toma una sobredosis de sedantes. —(Me sorprendió que lograra no decir que «tomaste tus precauciones» porque era el tipo de cosa que se moría por decir)—. Entonces se corta las venas con el cuchillo de cocina. Después, se descubre que el padre del bebé ilegítimo no era su profesor, como ella pensaba, sino otro hombre, que debió ser el portador del gen de la fibrosis quística.
Intenté discutir con él, pero me hubiera prestado más atención si hubiera estado tocando el acordeón en el arcén de una autopista. Sé que es algo que solías decir tú, pero al recordarlo me sentí un poco mejor mientras me explicaba a gritos que no tenía razón. Y cuando siguió aplastando mis sospechas, sin escucharme, reparé en que llevaba la ropa muy arrugada, que tenía que cortarme el pelo y que ya no era una persona educada y respetuosa para con la autoridad. No me extrañaba que no me hiciera caso. Antes yo tampoco hacía caso a la gente como yo.
Cuando el sargento detective Finborough me escoltó hacia la salida, le dije:
—No ha escuchado una sola palabra de lo que tenía que decirle.
El sargento Finborough estaba claramente incómodo.
—Es por su acusación contra Emilio Codi y Simon Greenly.
—¿He gritado eso de que viene el lobo demasiado a menudo, verdad?
Sonrió y dijo:
—Y con convicción. Tampoco ayuda que Emilio Codi presentara una denuncia formal contra usted, y que Simon Greenly sea el hijo de un ministro.
—Pero seguro que ven que algo no encaja.
—Una vez el inspector jefe llega a una conclusión, respaldada por los hechos y la lógica, es difícil disuadirle. A menos que se descubran nuevas pruebas que contradigan a las ya existentes.
Pensé que el sargento detective Finborugh era demasiado honesto y buen profesional como para criticar abiertamente a su jefe.
—¿Y qué me dice de usted?
Hizo una breve pausa, como si no estuviera seguro de qué decirme.
—Han llegado los resultados del análisis forense del cuchillo Sabatier. Era completamente nuevo y nunca se había utilizado antes.
—No podía permitirse un cuchillo Sabatier.
—Estoy de acuerdo en que no encaja con el perfil de una persona que no tenía ni tetera, ni tostadora.
Así que la última vez que vino a tu apartamento, cuando hablamos de la autopsia, se fijó en ese detalle. No había sido, como creí entonces, una visita por compasión. Le agradecí que su instinto de policía hubiera prevalecido. Reuní valor para hacerle mi siguiente pregunta:
—¿Ahora cree que fue asesinada?
Hubo otra pausa, mientras mi pregunta se quedaba colgando en el aire estático y en el silencio entre ambos.
—Creo que se ha planteado una duda.
—¿Va a investigar esa «duda»?
—Lo intentaré. Es todo lo que puedo prometerle.
* * *
El señor Wright se concentra intensamente en lo que le estoy contando. Su cuerpo se inclina hacia mí, sus ojos reaccionan. No es un oyente pasivo, sino un participante activo de la historia, y me doy cuenta de con qué poca frecuencia se escucha de veras a la gente.
—Cuando salí de la comisaría me fui directa al apartamento de Kasia. Necesitaba que ella y Mitch se hicieran las pruebas para detectar si eran portadores del gen de la fibrosis quística. Si alguno de ellos daba negativo, entonces la policía estaría obligada a actuar.
* * *
La diminuta salita de estar de Kasia estaba aún más húmeda que durante mi última visita. Una estufa eléctrica de una sola barra no tenía ninguna posibilidad contra las paredes de cemento, frías y mohosas. La delgada tela de la manta india contra la ventana rota ondeaba a causa de la corriente alrededor del marco. Desde la última vez, habían pasado casi tres semanas. Ahora estaba de ocho meses. Me miró, asombrada.
—No comprendo, Beatrice.
De nuevo, deseé que no utilizara mi nombre de pila, con la intimidad que eso confería, porque como buena cobarde no quería estar tan cerca de ella al darle noticias inquietantes. Hablé con mi voz corporativa y distante mientras le explicaba:
—Los dos padres tienen que ser portadores del gen de la fibrosis quística para que el bebé también lo tenga.
—Sí. Dicen eso en la clínica.
—El padre de Xavier no es portador. Así que Xavier no podía tener fibrosis quística.
—¿Xavier no enfermo?
—No.
Mitch salió del baño. Debía estar escuchando.
—Joder, seguramente no dijo la verdad sobre quién se la estaba tirando.
Sin la capa de yeso su rostro era casi atractivo, pero el contraste entre sus facciones finamente esculpidas y su musculoso cuerpo tatuado era extrañamente amenazador.
—Mi hermana no sentía ninguna vergüenza frente al sexo —dije—. Si hubiera tenido relaciones sexuales con otro hombre al mismo tiempo, me lo habría dicho. No tenía motivos para mentir. De verdad pienso que os deberíais hacer la prueba, Mich. Los dos.
Fue un error utilizar su nombre de pila. En lugar de parecer amistosa, era como si la maestra de primaria le estuviera regañando. Kasia aún me miraba, sorprendida.
—Yo sí tengo gen. Yo sí dar positivo.
—Tal vez. Pero puede que Mitch dé negativo, y no sea portador. Entonces…
—Cojonudo —dijo él, con la voz cargada de sarcasmo—. ¿Los médicos se equivocan y usted lo sabe todo? —Me miró como si me odiase, y quizá era así—. Su hermana mintió acerca de quién era el padre. ¿Y quién puede culparla? Con una estrecha como usted mirándola por encima del hombro. Jodida zorra condescendiente.
Esperé que su agresividad verbal estuviera motivada por un deseo de proteger a Kasia; para demostrar que tu bebé sí tenía fibrosis quística, igual que el bebé que ellos esperaban, y que el tratamiento no era ninguna estafa. Y la única forma de que eso fuera cierto, era que tú fueras una mentirosa y yo una zorra estrecha y condescendiente. Pero disfrutaba demasiado de su ataque como para que fuera fruto de un deseo de proteger a su pareja.
—La verdad debe ser que debía tirar a tantos tíos que no tenía ni idea de quién era el padre.
La voz de Kasia se oyó, bajita pero clara.
—Tess no así.
Recordé que me había dicho que tú eras su amiga, y también la simplicidad de su lealtad. La mirada que Mitch le propinó estaba teñida de furia pero ella prosiguió:
—Beatrice tiene razón.
Mientras así hablaba, se levantó, y por su movimiento reflejo supe, al observarla, que Mitch la había pegado antes, que se había levantado instintivamente para evitarle.
El silencio de la habitación se unió a la húmeda frialdad de las paredes y mientras persistía descubrí que prefería el calor de una discusión, un conflicto con palabras, en lugar de temer que el enfrentamiento tuviera lugar más tarde, cuando yo ya no estuviera allí, y el arma fuera la agresión física en lugar de la verbal. Kasia me hizo un gesto hacia la puerta, y la seguí.
Descendimos por los empinados peldaños de cemento. Ninguna de las dos dijo nada. Mientras se giraba para volver a entrar en su casa, la detuve cogiéndola del brazo y dije:
—Ven y quédate en mi apartamento.
Su mano se movió hacia la barriga y no me miró.
—No puedo.
—Kasia, por favor.
Me sorprendí a mí misma. Lo máximo que había dado de mí antes de tu muerte era una firma en un cheque, un donativo para alguna causa caritativa, pero ahora le estaba pidiendo a una joven que se mudara a vivir conmigo y esperaba de verdad que lo hiciera. Fue esa esperanza lo que me sorprendió de verdad. Se dio la vuelta y subió los peldaños hacia el pequeño piso, frío y húmedo, y hacia lo que allí dentro le esperaba, fuera lo que fuera.
Mientras regresaba a casa, me pregunté si alguna vez te había dicho por qué se había enamorado de Mitch. Estaba segura de que te lo habría contado, que no era el tipo de persona que estaba metida en una relación de sexo sin amor. Pensé en el anillo de casado de William, una señal de que ya estaba cogido, que era la pareja de alguien, pero el pequeño crucifijo de oro que Kasia llevaba alrededor de su cuello no trataba de propiedad ni de promesas; era una señal de «no pasar» a menos que uno sintiera amor y cariño hacia su portadora. Y me enfurecía que Mitch lo ignorara. Porque así era, con violencia.
Poco después de medianoche, sonó el timbre y me apresuré a contestarlo, por si era Kasia. Cuando la vi de pie en el umbral no me fijé en su ropa barata y el color teñido de sus cabellos, solo en los moratones que tenía en la cara y en las marcas de sus brazos.
Esa primera noche dormimos las dos en la cama. Roncaba como un tren de vapor y recordé que me habías contado que era una de las consecuencias del embarazo. Me gustó el sonido. Me había pasado muchas noches despierta, escuchando mi dolor, mientras mis sollozos llenaban la habitación y mi corazón gritaba, latiendo rítmicamente contra el colchón. Su ronquido era un ruido cotidiano, inocente y tranquilizadoramente molesto. Esa noche dormí profundamente por primera vez desde tu muerte.
* * *
El señor Wright tiene una reunión, así que hoy vuelvo pronto a casa. Llueve a raudales cuando salgo de la estación del metro y durante el camino de vuelta a casa quedo empapada. Veo que Kasia está mirándome desde la ventana. Segundos más tarde me saluda, sonriente, en la puerta de entrada.
—¡Beata!
(Es «Beatrice» en polaco). Como creo haberte dicho, ahora le he dejado la cama a ella y yo tengo un futón en el salón, que está ya absurdamente lleno de muebles. Toco el armario con los pies cuando me echo a dormir, y la cabeza casi da contra la puerta.
Mientras me cambio y me pongo ropa seca, pienso que hoy ha sido un buen día. He logrado cumplir con mis resoluciones de la mañana: no me he sentido intimidada ni he tenido miedo. Y cuando han llegado los temblores, las náuseas y los principios de desmayo, he intentado ignorarlos y no he permitido que mi cuerpo domine mi mente. Creo que he tenido bastante éxito. No he llegado tan lejos como para encontrar algo hermoso en lo cotidiano, pero quizá eso sea pedir demasiado, de momento.
Una vez cambiada, le doy clases de inglés a Kasia, como cada día. Tengo un manual de texto inglés-polaco. El libro agrupa las palabras y ella se aprende un grupo antes de cada «lección».
—Piekn —digo, siguiendo las instrucciones de pronunciación.
—Hermoso, encantador, delicioso —replica ella.
—Perfecto.
—Gracias, Beata —dice, solemne y burlona. Intento que no se dé cuenta de lo mucho que me gusta que utilice mi nombre polaco.
—¿Ukochanie? —sigo.
—Amar, adorar, tener afecto, pasión.
—Muy bien. ¿Nienawisc?
Se queda en silencio. Estoy al otro lado de la página ahora, en los antónimos. He pronunciado «odio» en polaco. Se encoge de hombros. Intento otra palabra, «desgraciado», pero me mira sin expresión.
Al principio estas lagunas de su vocabulario me frustraban, porque pensaba que era una niñería no aprender las palabras negativas, se me antojaba como una especie de política lingüística del avestruz. Pero está avanzando con el vocabulario positivo, incluso ha incorporado expresiones coloquiales.
—¿Cómo estás, Kasia?
—De fábula, Beata. (Le gustan los musicales de los años 50).
Le he pedido que se quede después de que nazca su bebé. Tanto Kasia como Amias están encantados. Nos ha ofrecido el piso gratis, hasta que podamos «recuperarnos» y al final me ocuparé de ella y de su bebé. Porque voy a salir de esto. Todo acabará bien.
Después de nuestra lección, miro por la ventana y solo ahora reparo en las macetas que decoran los peldaños que van a tu apartamento. Todas han florecido, un ejército (pequeño, pero ejército al fin y al cabo) de narcisos dorados.
Llamo al timbre de Amias. Parece genuinamente encantado de verme. Le doy un beso en la mejilla.
—Las narcisos que plantó. Han florecido.
Ocho semanas antes le observé plantando los bulbos en la tierra cubierta de nieve e incluso con mi falta de conocimientos de jardinería supe que no sobrevivirían. Amias me sonríe, disfrutando de mi asombro.
—No hace falta que esté tan sorprendida.
Como tú, veo a Amias regularmente, a veces para cenar, otras solamente para compartir un whisky. Solía pensar que ibas a verle por pena.
—¿Los cambió por narcisos distintos cuando no estaba? —pregunto.
Se echa a reír, tiene una risa sonora y fuerte para una persona mayor, ¿verdad? Robusta y potente.
—Primero vertí un poco de agua caliente, la mezclé con la tierra y luego planté los bulbos. Las cosas siempre crecen mejor si calientas la tierra antes.
Esa imagen me parece reconfortante.