15

El señor Wright ha escuchado todos los detalles de mi encuentro con Emilio y estoy tratando de detectar si tiene peor opinión de mí después de lo que le he contado. La señorita Secretaria Enamorada entra con café para el señor Wright, en una taza de porcelana, y galletas de Maryland en el borde del platito, con el borde de chocolate deshaciéndose sobre la porcelana blanca. A mí me da un vaso de plástico y no tengo galletas. Me doy cuenta de que al señor Wright el favoritismo le resulta un poco embarazoso. Espera a que se vaya y pone una de sus galletas al lado de mi vaso.

—Dijo que el funeral le proporcionó dos pistas nuevas.

¿Pistas? ¿Realmente utilicé esa palabra? A veces oigo mi nuevo vocabulario y por un momento la absurdidad de todo esto amenaza con convertir mi vida en una farsa.

—El culpable es el coronel Mostaza en la cocina, con la vela.

—Bee, ¡qué tontería! Es el profesor Pera, en la biblioteca, y lo ha hecho con la soga.

El señor Wright está esperando.

—Sí. La otra era el profesor Rosen.

* * *

Aunque la mayoría de la gente que estuvo presente en tu funeral se han fundido en mi memoria en una mancha borrosa, a causa del dolor y la lluvia, me fijé en que el profesor Rosen estaba allí, quizá porque era un rostro conocido a causa de sus entrevistas en la televisión. Se encontraba entre los que no habían podido entrar en la iglesia, y sostenía un paraguas con orificios de ventilación, digno de un científico, porque dejaba pasar el viento mientras los demás asistentes al funeral tenían los paraguas vueltos del revés. Después de la ceremonia se acercó a mí y me tendió la mano torpemente, y entonces la dejó caer a un lado, como si fuera demasiado tímido como para seguir con el gesto.

—Alfred Rosen. Quería disculparme con usted, por el correo electrónico que le mandó esa mujer de nuestro departamento de comunicación. Fue cruel.

Tenía las gafas llenas de vaho y utilizó un pañuelo para limpiarlas.

—Le he enviado mi correo electrónico y mi teléfono personal, por si quiere hacerme alguna pregunta más. Estoy a su disposición para aclarar cualquier duda que tenga.

Su lenguaje corporal era rígido y su postura tensa, me fijé en eso, pero en nada más, porque mis pensamientos estaban contigo.

* * *

—Llamé al profesor Rosen al número que me había dado, cerca de una semana después del funeral.

Paso por encima de esa semana de agitación emocional después de tu funeral, cuando no podía pensar, ni comer y apenas hablar. Sigo animadamente, intentando borrar el recuerdo de esos días.

—Dijo que tenía que irse de viaje porque tenía programado un circuito de conferencias en Estados Unidos, y me sugirió que nos viéramos antes de su partida.

—¿Sospechaba de él? —pregunta el señor Wright.

—No. No tenía motivos para pensar que él o el ensayo de la terapia estuvieran relacionados con la muerte de Tess. Entonces pensaba que el dinero que habían recibido las participantes era una donación bienintencionada, como me habían dicho los trabajadores del hospital, pero no se lo había preguntado directamente a él y quería aprovechar la oportunidad de hacerlo.

Pensaba que tenía que cuestionarlo todo, sospechar de todos. No podía permitirme avanzar por una sola vía, sino que tenía que explorarlas todas, hasta llegar al final de una, alcanzar el centro del laberinto, y encontrar a tu asesino.

—Fijamos nuestra reunión para las diez de la mañana, pero como Chrom-Med ofrecía seminarios informativos abiertos al público media hora antes, reservé una plaza.

El señor Wright me mira, sorprendido.

—Es parecido a los inicios de la industria nuclear —le explico—. Quieren que todo parezca inocente y muy transparente. «¡Visite Sellafield y venga de picnic!». Ya sabe, ese tipo de cosa.

El señor Wright sonríe, pero ha pasado algo de lo más extraño. Por un instante, mientras hablaba, me he oído y sonaba como tú.

* * *

Era la hora punta y el metro estaba a rebosar. Mientras me aplastaba contra el resto de viajeros recordé, de repente, la nota que había colgado en el tablón de anuncios de tu facultad pidiéndoles a tus compañeros que se pasasen a verme en la cafetería frente a la universidad. En la confusión posterior a tu entierro, se me había pasado. Les había convocado a las doce de ese día. Me sentía mucho más intimidada por esos encuentros que por mi reunión con el profesor Rosen.

Poco antes de las nueve y media llegué al edificio Chrom-Med, una construcción de diez pisos de cristal con ascensores transparentes que subían y bajaban por el exterior de la estructura, como burbujas de agua con gas. Alrededor del edificio había tubos de luz que resplandecían con relámpagos de color púrpura y azul por toda la circunferencia; «aquí la ciencia ficción se convierte en realidad», parecía ser el mensaje.

La imagen de resplandeciente fantasía estaba manchada por la estampa de unos diez manifestantes que sostenían carteles, uno decía: «no queremos bebés de diseño», y en otro «¡no juguéis a ser dios!». No gritaban, a los manifestantes les faltaba energía y estaban bostezando, como si fuera demasiado temprano para estar fuera de casa. Me pregunté si estaban ahí para salir en la televisión, aunque la cobertura de los medios de comunicación ya no era tan intensa porque los canales de televisión empezaban a utilizar imágenes de archivo para el tema Chrom-Med. Quizá habían venido porque era el primer día en mucho tiempo que no nevaba, ni caía aguanieve ni llovía.

A medida que me acercaba oí a uno de los manifestantes, una mujer con numerosos piercings y cabello furiosamente puntiagudo, hablando con un periodista:

—… solamente los ricos podrán permitirse la terapia genética que hará a sus hijos más listos y guapos y atléticos. Solo los ricos podrán pagarse los genes que impedirán que sus hijos enfermen de cáncer o del corazón.

El periodista sostenía su grabadora con aspecto de estar bastante aburrido, pero la manifestante de pelo puntiagudo no parecía desanimada por ello, y siguió adelante con su discurso, indignada:

—Al final, crearán una superclase genética. Y no habrá ninguna oportunidad de casarse con ellos, ni de mezclarse. ¿Por qué iban a querer una pareja más fea que ellos, más débil, más estúpida o con tendencia a la enfermedad? Después de unas generaciones, habrán creado una especie propia, los genéticamente ricos frente a los genéticamente pobres.

Me acerqué a la manifestante del pelo puntiagudo:

—¿Alguna vez ha conocido a un enfermo de fibrosis quística? ¿O alguien con distrofia muscular, o la enfermedad de Huntington? —le pregunté.

Me miró con disgusto porque había interrumpido su discurso.

—No sabe lo que significa vivir con fibrosis quística, saber que te está matando, ahogándote en tu propia flema. No lo sabe, ¿verdad?

Se alejó de mí.

—¡Tiene suerte! —le grité—. La naturaleza la ha hecho genéticamente rica. Y luego me adentré en el edificio.

Di mi nombre en el control de seguridad de la puerta y me dejaron pasar. Firmé en la recepción y presenté mi pasaporte. Una cámara situada detrás del mostrador me sacó una fotografía automática, para generar una tarjeta de identificación y solo entonces me permitieron pasar. No estoy segura de qué estaban buscando, pero las máquinas de detección que tenían eran mucho más sofisticadas que las que yo había visto en los controles de seguridad del aeropuerto. Éramos quince en total, y nos hicieron pasar a una sala para asistir al seminario; en la sala había una pantalla muy grande, y una joven nos dio la bienvenida. Dijo que se llamaba Nancy, y derrochaba energía, como una animadora; nos anunció que era una «facilitadora».

Después de una lección elemental en genética, Nancy la Animadora nos proyectó un breve documental sobre ratones a los que habían inyectado, cuando eran embriones, genes de medusa. En la película, cuando se apagaban las luces, ¡alehop!, los ratoncitos brillaban con un resplandor verdoso. Hubo muchas exclamaciones de admiración, y me fijé en que solo había otra persona, un hombre de mediana edad con cola de caballo y pelo gris, que no reaccionaba con tanto entusiasmo.

Nancy la Animadora nos puso otra proyección, en donde los ratoncitos recorrían un laberinto.

—Aquí tenemos a Einstein y a sus amiguitos —dijo entusiasmada—. Estos pequeños tienen una copia adicional de un gen que codifica la memoria, y eso les hace mucho más listos.

En la película, «Einstein y sus amiguitos» encontraban el camino de salida de un laberinto con una velocidad asombrosa, comparada con los merodeos torpes de sus otros amigos, los ratones que no habían sido sometidos a ingeniería genética.

El hombre de pelo gris con la cola de caballo habló en voz alta con tono agresivo:

—¿Este gen de la inteligencia entra en la línea germinal? —preguntó.

Nancy sonrió al resto de los asistentes y dijo:

—Eso quiere decir si el gen se traspasa a los hijos. —Se volvió, aún sonriente, hacia el Hombre de la Cola de Caballo y contestó—: Sí. Los ratones originales recibieron la terapia genética hace casi diez años. Eran los octavos o novenos abuelos de estos pequeñines, y bueno, aún me quedo corta. Hablando en serio: sí, el gen de la inteligencia se ha transmitido durante varias generaciones.

La postura del hombre también era beligerante, como su tono de voz:

—¿Cuándo empezarán a probarlo con humanos? Entonces arrasarán, ¿verdad?

La expresión de Nancy la Animadora no cambió ni un ápice.

—La ley no permite la mejora genética de los seres humanos. Solo la terapia o la cura de una enfermedad.

—Pero en cuanto sea legal, ahí estarán ustedes, ¿no?

—Detrás de nuestras investigaciones científicas no hay ningún objetivo siniestro o comercial, solamente queremos ampliar el ámbito del conocimiento humano —dijo Nancy. Quizá tenía tarjetas con la respuesta escrita para este tipo de preguntas.

—¿Van a salir pronto a bolsa, verdad? —preguntó.

—Mi cometido no es hablar de los aspectos financieros de la empresa.

—Pero usted tiene acciones, ¿no? Todos los empleados tienen acciones.

—Como le he dicho…

El hombre la interrumpió:

—Estaría dispuesta a tapar cualquier cosa con tal de que no haya publicidad negativa, ¿no le parece? ¿O es que no le importaría que la compañía se hundiera?

El tono de Nancy la Animadora era amable pero bajo su vestido de lino percibí que había una voluntad de hierro.

—Puedo asegurarle que somos totalmente transparentes. Y no hay nada que «tapar», como usted dice.

Apretó un botón y procedió a exhibir la siguiente película, en donde se veían unos ratones enjaulados que eran medidos por un investigador, que llevaba una regla en la mano. Entonces uno se daba cuenta de su tamaño, no tanto por la regla sino por la comparación con la mano del investigador. Eran enormes.

—A estos ratones les dimos un gen para incrementar el desarrollo de sus músculos —prosiguió Nancy la Animadora—. Pero ese gen tuvo un efecto adicional sorprendente. Hizo que los ratones crecieran mucho, pero se volvieron más mansos. Pensábamos que íbamos a conseguir a Arnold Schwarzenegger y terminamos con un Bambi musculoso.

Entre el grupo hubo unas risas, y de nuevo solo el hombre de la cola de caballo y yo nos quedamos callados. Como si no pudiera controlar su propio entusiasmo, Nancy la Animadora continuó:

—Pero este experimento tiene un objeto muy serio. Nos demuestra que un mismo gen puede ser el elemento codificador de dos cosas totalmente distintas y sin relación entre sí.

Eso era precisamente lo que me preocupaba de tu caso. Después de todo, no me había excedido en mis dudas.

* * *

Mientras Nancy la Animadora acompañaba nuestro grupo a la salida de la sala del seminario, vi un guardia de seguridad hablando con el hombre de la cola de caballo. Parecía que estuvieran discutiendo, pero no pude distinguir lo que decían; entonces, el guardia acompañó al hombre a la salida con inequívoca firmeza.

Caminamos en otra dirección y nos escoltaron a otra estancia muy grande, totalmente dedicada a las pruebas sobre la fibrosis quística. Había fotografías de bebés curados y titulares de periódicos de todo el mundo. Nancy la Animadora nos guió rápidamente por una introducción básica de la fibrosis quística mientras una enorme pantalla a sus espaldas mostraba un niño que padecía la enfermedad. Observé a los demás mientras lo miraban y luego me fijé en Nancy, con las mejillas rosadas y la voz desbordante de entusiasmo.

—La historia de la cura de la fibrosis quística empezó en 1989 cuando un equipo internacional de científicos encontró el gen defectuoso que causa esa enfermedad. Eso parece fácil, pero les recuerdo que cada célula del cuerpo humano posee cuarenta y seis cromosomas y en cada uno de ellos hay treinta mil genes. Encontrar ese único gen fue un logro fantástico. ¡Y así empezó la búsqueda de una cura!

Por como lo contaba, parecía que fuera el principio de una película de la trilogía Star Wars. Siguió, animada:

—Los científicos descubrieron que el gen defectuoso de la fibrosis quística fabricaba demasiada sal y poca agua en las células que rodean los pulmones y el intestino, y eso provocaba que se formase una capa de mucosidad.

Se volvió hacia la pantalla, donde aparecía la imagen de un niño luchando por respirar, y su voz tembló ligeramente. Quizá lo hacía cada vez que veía la película.

—El problema al que se enfrentaban los científicos era cómo introducir un gen sano en el cuerpo de un enfermo —continuó—. El método existente, emplear un virus, no era ni mucho menos ideal. Había muchos riesgos asociados, y a menudo el efecto se desvanecía demasiado rápidamente. Entonces el profesor Rosen, gracias al apoyo de Chrom-Med, creó un cromosoma artificial. Era una manera nueva y totalmente segura de introducir el gen sano en el cuerpo.

Un joven de aspecto nervioso que llevaba una camiseta de la universidad de Oxford preguntó en voz alta:

—¿Está diciendo que introdujo un cromosoma extra en todas las células del cuerpo?

—Sí —respondió Nancy la Animadora con la mirada resplandeciente como un faro—. En los pacientes que se hayan sometido a esta terapia, cada célula tendrá cuarenta y siete cromosomas, uno más. Pero solo es un micro-cromosoma, y…

El chico la interrumpió y el grupo se removió, tenso. ¿Iba a sustituir al Hombre de la Cola de Caballo como el miembro maleducado del grupo?

—¿El cromosoma extra también se introduce en la línea germinal?

—Sí, también se transmitirá a las generaciones futuras.

—¿Y eso no le parece preocupante?

—Pues no, la verdad es que no —dijo Nancy la Animadora, sonriendo. Su anodina respuesta pareció disipar la posible hostilidad del joven. O quizá no pude ver su expresión, porque Nancy había oscurecido la sala.

En la enorme pantalla se empezó a proyectar otra grabación que mostraba la doble hélice del ADN aumentada millones de veces. Junto con los demás trece miembros del seminario, vi los dos genes defectuosos de la fibrosis quística destacados. Y luego, increíblemente, vi cómo los genes sanos sustituían a los defectuosos.

La maravilla del descubrimiento científico, las fronteras de la realidad que se transforman y se alejan, es algo que resulta asombroso contemplar. Debió ser como cuando Hershel miraba por su telescopio y descubría un nuevo planeta, o la primera vez que Cristóbal Colón vio el Nuevo Mundo. ¿Crees que estoy exagerando? Vi la cura de la fibrosis quística, Tess; estaba frente a mí. Vi que se podría haber reescrito la sentencia de muerte de Leo. Ahora estaría vivo; eso es lo que yo pensaba mientras ella nos contaba cosas acerca de telómeros, chips de ADN y células fábrica; que ahora estaría vivo.

A medida que la película seguía proyectando imágenes de bebés recién nacidos, libres de fibrosis quística, cuyas madres agradecidas les besaban delante de padres conscientes de sus emociones, pensé en un chico que había crecido; que ya no tenía cromos de Action Man para su cumpleaños; que ahora sería más alto que yo.

Cuando la proyección terminó me di cuenta de que por un breve espacio de tiempo me había olvidado de mis preocupaciones del mes pasado, o al menos las había aparcado temporalmente. Luego recordé, por supuesto que recordé, y me alegré de que no existieran motivos para pensar que esta cura estuviera relacionada con tu muerte o la de Xavier. Quería que la terapia genética de la fibrosis quística fuera nuestro Nuevo Mundo, sin que hubiera coste ni sacrificios ni mezquindades.

Creía que la película había terminado pero entonces apareció el profesor Rosen en la pantalla, pronunciando un discurso. Ya lo había oído en la red, y lo había leído después en los periódicos, pero ahora, después de la visita, lo escuché de forma distinta.

—La mayoría de las personas no creen que los científicos se vuelquen en su trabajo. Si tocáramos instrumentos o pintáramos o escribiéramos poesía la gente sí esperaría que fuéramos apasionados pero los científicos tienen fama de fríos, analíticos y distantes. Para muchos, la palabra «clínico» es sinónimo de falto de emociones, de frialdad, pero su verdadero significado es que forma parte de un tratamiento médico: es decir, que se hace algo para bien. Y eso deberíamos hacerlo como los artistas y los músicos y los poetas: con energía, compromiso y pasión.

Diez minutos más tarde su secretaria me acompañó desde la recepción hasta su despacho. Subimos en el ascensor burbuja hasta la última planta, y allí me esperaba el profesor Rosen. Tenía el mismo aspecto que yo había visto en televisión y en tu funeral, las mismas gafas de alambre, casi una caricatura, y hombros estrechos y torpeza: un cerebrito tranquilizador. Le agradecí que viniera a tu funeral y él asintió, aunque pensé que lo hacía algo forzado. Recorrimos juntos el pasillo y yo rompí el silencio:

—Mi hermano tenía fibrosis quística. Ojalá su investigación hubiera llegado unos años antes.

Giró medio cuerpo hacia mí y recordé, de las entrevistas televisivas, lo incómodo que le resultaban los elogios. Cambió de tema y su modestia me gustó.

—¿Le ha parecido útil el seminario? —preguntó.

—Sí. Y extraordinario. —Me disponía a proseguir pero él me interrumpió sin darse cuenta siquiera de que lo hacía.

—Los ratones con el gen de la inteligencia son los que me parecen más inquietantes. Me pidieron que participara en el ensayo original. Un investigador joven del Imperial estaba buscando la diferencia entre los superinteligentes y la media, o algo así. Fue hace años.

—¿Entonces por qué aparecen en el documental de Chrom-Med?

—Bueno, sí, la compañía compró los resultados de la investigación, el gen y todo eso. No les ha servido de mucho. Por suerte la ingeniería genética en humanos, al menos, no está permitida. De otro modo, no dudo de que a estas alturas ya tendríamos personas con ojos brillantes en la oscuridad o gigantes cantores de nanas.

Pensé que esa frase la había tomado prestada de alguien, o al menos estaba ensayada. No parecía un hombre capaz de ser ingenioso.

—Pero el tratamiento genético para la fibrosis quística es totalmente distinto.

Se detuvo y se volvió hacia mí.

—Si. No hay punto de comparación entre esa terapia genética, que cura una enfermedad terrible, y experimentar con genes por la mera idea de una posible mejora genética. O para crear monstruos. No tiene nada que ver, en absoluto.

El vigor de sus palabras me sorprendió, y por primera vez me di cuenta de que era un hombre con singular presencia física. Llegamos a su despacho y entramos. Era una sala grande, con ventanas en los tres lados y una vista sobre todo Londres, a juego con el resto del ostentoso edificio. Sin embargo, su escritorio era viejo y pequeño y me imaginé que se lo había traído desde sus habitaciones de estudiante en la universidad, desfilando por una serie de oficinas cada vez más grandes hasta terminar allí, incongruente. El profesor Rosen cerró la puerta y dijo:

—¿Quería hacerme algunas preguntas?

Por un momento había olvidado mis sospechas, y cuando las recordé, en aquel momento me pareció ridículo interrogarle por el dinero (como he dicho antes, unas miserables trescientas libras, en comparación con el coste de la investigación que había permitido el ensayo de la terapia genética), y más aún a la luz de lo que acababa de ver. Pero yo ya no me regía por lo que era apropiado, o por consideraciones sobre si algo era educado o no.

—¿Sabe por qué motivo les pagaron dinero a las mujeres participantes en el ensayo clínico de la terapia genética de la fibrosis quística?

El profesor Rosen apenas reaccionó y dijo:

—La respuesta de la persona de comunicación era muy seca, pero correcta. No sé quién le pagó a su hermana, ni a nadie más, pero le aseguro que no fuimos nosotros, ni ninguno de los médicos que administraban los fármacos del ensayo. Tengo los nombres e informes de los comités de ética de los hospitales colaboradores para que pueda comprobarlo. Sería completamente inapropiado. —Me entregó unos documentos y añadió—: La realidad es que en el caso hipotético de que hubiera un intercambio de dinero, lo más lógico sería que las madres nos pagaran a nosotros, en lugar de al revés. Hay padres que nos suplican para que les proporcionemos el tratamiento.

Hubo un silencio incómodo. Ya había contestado a mi pregunta y apenas llevábamos tres minutos en su despacho.

—¿Aún está en la facultad del Imperial? —pregunté, para ganar un poco de tiempo y pensar en preguntas más importantes. Pero por lo visto le puse nervioso; su cuerpo y su voz se pusieron a la defensiva.

—No. Soy empleado a tiempo completo de Chrom-Med. Tienen instalaciones mucho mejores y me dejan viajar para dar conferencias.

Detecté una nota de amargura en su voz y me pregunté cuál era el motivo.

—Debe estar muy solicitado —dije, todavía manteniendo la educación.

—Sí, mucho. El interés me ha superado. Las universidades más prestigiosas de Europa me han pedido que vaya a visitarlas para dar conferencias, y todas las universidades norteamericanas de la Ivy League me han solicitado que pronuncie los discursos de apertura de sus cursos académicos, y cuatro me han ofrecido puestos de profesor honorario. Empiezo mañana mi gira por Estados Unidos. Será un alivio hablar durante unas horas delante de gente que comprende lo que digo, en lugar de forzarme a hablar en frases cortas y aptas solo para las noticias.

Sus palabras eran como un genio huyendo de la lámpara, y me di cuenta de que me había equivocado de medio a medio con él. Sí le gustaba estar en el centro de la atención, pero quería que fuera en los claustros de las universidades importantes, en lugar de en televisión. Sí quería elogios, pero de sus colegas.

Estaba sentada a una cierta distancia de él pero aún así se apartó hacia atrás, alejándose de mí, mientras hablaba, como si la habitación se le echase encima.

—En el correo electrónico que me envió parecía implicar que creía que la muerte de su hermana estaba relacionada con mi ensayo genético.

Me fijé en que decía «mi ensayo» y me acordé de que en la entrevista televisiva también había dicho «mi cromosoma». Hasta ahora no había caído en lo muy identificado que se sentía, a nivel personal, con la terapia genética.

Se giró, sin mirarme, hacia su medio reflejo en la pared de cristal de la oficina.

—Ha sido la labor de toda mi vida: encontrar una cura para la fibrosis quística. Literalmente, me he pasado toda la vida en ello y he volcado lo más precioso de mi existencia, tiempo, compromiso, energía e incluso amor, en esa única investigación. No lo hice para que nadie resultara perjudicado.

—¿Por qué lo hizo? —pregunté.

—Quiero saber que, cuando muera, gracias a mí el mundo se habrá convertido en un lugar mejor. —Se volvió a mirarme y añadió—: Creo que en el futuro los frutos de mi investigación se considerarán un punto de inflexión para las generaciones venideras y abrirán el camino hacia el día en que podamos hacer que todo el mundo esté libre de enfermedades. El día en que no haya fibrosis quística, ni Alzheimer, ni enfermedades neuromotoras, ni cáncer.

Me sorprendió el fervor de su voz. Continuó:

—No solo las erradicaremos, sino que nos aseguraremos de que estos cambios se conserven y transmitan a las generaciones futuras. Millones de años de evolución no han podido curar ni el resfriado común, y mucho menos las enfermedades graves, pero nosotros lo lograremos en unas pocas generaciones.

Estaba hablando de curación, de tratar enfermedades terribles: entonces, ¿por qué me resultaba tan perturbador? Quizá porque, independientemente de la causa que defienda, un fanático siempre provoca rechazo. Recordé su discurso, cuando comparaba un científico con un pintor, un músico o un escritor. Ahora esa correlación me parecía inquietante, porque en lugar de notas o palabras o pinturas, un científico como él utiliza los genes como instrumentos. Debió notar mi intranquilidad, pero no interpretó correctamente la causa.

—¿Piensa que estoy exagerando, señorita Hemming? Mi cromosoma está en nuestro patrimonio genético. En menos de lo que dura una vida humana, yo he logrado el equivalente a un millón de años de desarrollo humano.

Entregué mi tarjeta de identificación temporal y me fui del edificio. Los manifestantes aún estaban ahí: ahora más ruidosos, porque se habían bebido el café de sus termos. El hombre de la cola de caballo estaba con ellos. Me pregunté si iba con frecuencia al seminario, y si acostumbraba a provocar a Nancy la Animadora. Presumiblemente, por temas de relaciones públicas y razones legales, no podían prohibirle la asistencia.

Me vio y se acercó a mí.

—¿Sabe cómo miden el coeficiente de inteligencia de estos ratones? —preguntó—. No lo hacen con el laberinto.

Sacudí la cabeza y empecé a alejarme pero él me siguió.

—Los ponen en una jaula y les dan descargas eléctricas. Cuando vuelven a meterlos, los que están mejorados genéticamente tienen miedo. Miden su inteligencia por el miedo que tienen.

Caminé más deprisa, y él aún me persiguió un trecho más.

—O tiran a los ratones a un tanque lleno de agua, donde hay una plataforma salvavidas escondida. Los más listos saben encontrarla. Los otros, no.

Apreté el paso y alcancé la estación de metro, tratando de recuperar la alegría que había sentido durante la proyección de las películas sobre el ensayo de la fibrosis quística, pero tanto el profesor Rosen como los ratones me habían alterado. «Miden la inteligencia por el miedo», repetía incansable mi cabeza incluso mientras trataba de olvidar la frase.

* * *

—Quería creer que el ensayo de la terapia genética contra la fibrosis quística era totalmente legítimo. No quería que estuviera relacionado de ninguna manera con el asesinato de Tess o la muerte de Xavier. Pero la visita me dejó inquieta.

—¿A causa de su entrevista con el profesor Rosen? —pregunta el señor Wright.

—En parte, sí. Yo creía que no le gustaba la fama porque le había visto muy incómodo en televisión. Pero cuando habló de las conferencias y los viajes académicos a los que le habían invitado, me pareció más bien fanfarrón, porque insistió en que eran las instituciones «más prestigiosas» del mundo. Supe que le había juzgado mal desde el principio.

—¿Sospechó de él?

—Digamos que no me fiaba. Antes había supuesto que había ido al funeral de Tess y se había ofrecido a contestar a mis preguntas por compasión, pero ya no estaba tan segura de sus razones. Y pensé que, durante la mayor parte de su vida, le habían considerado un inventor loco, el típico obseso por la ciencia; seguro que fue así en el instituto, y probablemente también durante su paso por la universidad. Pero ahora se había convertido en el hombre del momento y, a través de su cromosoma, también lo sería del futuro. Pensé que, si algo fallaba en su ensayo, era probable que no quisiera arriesgar su recién conseguida condición de estrella.

* * *

Pero era el poder de cualquier científico especializado en genética lo que me resultaba inquietante, y no solo el del profesor Rosen. Mientras me alejaba del edificio Chrom-Med pensé en las Parcas: una hilando la vida humana, la otra midiéndola y, por último, la tercera, cortándola. Pensé en los hilos de nuestro ADN, retorciéndose en su doble hélice, con dos hebras en cada célula de nuestro cuerpo, con nuestro futuro codificado en ellas. Y pensé que la ciencia nunca había estado tan íntimamente conectada a lo que nos hace humanos; a lo que nos hace mortales.