Domingo
Esta mañana ni siquiera está la recepcionista de abajo, y la gran área del vestíbulo está desierta. Subo en el ascensor vacío hasta la tercera planta. Hoy lo más probable es que solamente hayamos venido el señor Wright y yo.
Me dijo que esa mañana quería «repasar la declaración sobre Kasia Lewski», lo cual será extraño porque hace menos de una hora he dejado a Kasia en tu apartamento, enfundada en tu antiguo camisón.
Voy directa al despacho del señor Wright y de nuevo ya tiene el café y el agua listos. Me pregunta si estoy bien y le tranquilizo y le digo que sí.
—Empezaré recapitulando lo que me ha contado hasta ahora de Kasia Lewski —dice, mirando hacia abajo a sus notas mecanografiadas, que deben ser una transcripción de una parte anterior de mi declaración. Empieza a leer en voz alta—: «Kasia Lewski vino al apartamento de Tess el veintisiete de enero hacia las cuatro de la tarde preguntando por ella».
Recuerdo el sonido del timbre y cómo me abalancé hacia la puerta; tenía el «Tess» en mi boca, casi a punto de salir, cuando abrí y me quedé solamente con el sabor de tu nombre. También me acuerdo de mi resentimiento al ver a Kasia esperando en el umbral, con sus zapatos baratos de tacón alto y las venas hinchadas a causa del embarazo, en sus piernas pálidas con la carne de gallina. También me estremezco al recordar mi esnobismo, pero por otro lado, me alegro de que la estampa siga viva en mi mente.
—¿Le dijo que iba a la misma clínica que Tess? —pregunta el señor Wright.
—Sí.
—¿Mencionó cuál?
Sacudo la cabeza y no le digo que tenía demasiada prisa por deshacerme de ella como para demostrar el menor interés, y aún menos hacerle preguntas. Mira sus notas de nuevo.
—Dijo que también era soltera, pero que ahora su novio había vuelto con ella, ¿verdad?
—Así es.
—¿Conoció entonces a Michael Flanagan?
—No, él estaba esperándola en el coche. Hizo sonar la bocina y me acuerdo que ella se puso nerviosa, como si le temiera.
—¿Y la siguiente vez en que la vio fue justo después de abandonar la casa de Simon Greenly? —pregunta.
—Sí. Le llevé ropa para el bebé.
Pero eso no es del todo sincero. Utilicé mi visita a Kasia como excusa para evitar a Todd y la pelea que sabía terminaría con nuestra relación.
* * *
A pesar de la nieve y de las aceras resbaladizas, solo tardé diez minutos en caminar hasta el apartamento de Kasia. Desde entonces, me ha dicho que ella siempre venía a verte a ti, y supongo que era para evitar a Mitch. Su piso está en Trafalgar Crescent, un impostor de cemento y feo entre las pulcras y simétricas plazas ajardinadas y con la debida forma de media luna del resto del distrito Wll. A lo largo y por encima de su calle, como si se pudiera alcanzar tan fácilmente como se coge un libro de una estantería, está la Westway, y el rugido del tráfico cae como un martillo por toda la calle. En los rellanos, los artistas del graffiti (quizá ahora también los llaman pintores) han dejado sus huellas, como las meadas de perro, marcando su territorio. Kasia me abrió la puerta con la cadenita puesta.
—¿Sí?
—Soy la hermana de Tess Hemming.
Abrió la cadena y oí el ruido del cerrojo abriéndose. Incluso estando sola (por no mencionar el hecho de que fuera nevaba con furia y ella estaba embarazada) llevaba un top apretado y botas negras de tacón alto, con incrustaciones de falsos diamantes a ambos lados. Por un instante, pensé que era una prostituta y que estaba esperando a su cliente. Me imagino que estarás partiéndote de risa. Déjalo.
—Beatrice. —Me sorprendió que se acordara de mi nombre—. Ven. Entra.
La había visto hacía unas dos semanas, cuando se presentó en la puerta de tu apartamento preguntando por ti, y desde entonces su barriga había crecido notablemente. Calculé que debía estar de unos siete meses.
Entré en su piso, que olía a perfume barato y ambientador, que no conseguían enmascarar los olores naturales del apartamento, que eran de moho y humedad, como se podía ver en las paredes y la alfombra. Había una manta india como la que tú tenías en tu sofá (¿quizá se la habías dado tú?) clavada en la ventana. Creía que no valía la pena intentar reflejar las palabras exactas de Kasia, o transmitir su acento extranjero, pero durante esta conversación su falta de dominio del inglés hizo que lo que me dijo fuera aún más notable.
—Lo siento. Debe… ¿Cómo decir? —Se esforzó buscando la palabra adecuada y luego se encogió de hombros, como excusándose—. Triste, pero triste no es bastante grande.
Por alguna razón, su inglés imperfecto sonaba mucho más sincero que la frase precisa de una carta de condolencias.
—Tú la quieres mucho, Beatrice.
Amor en tiempo presente, porque Kasia aún no había aprendido a hablar en pasado, ¿o porque era más sensible que los demás para con mi dolor?
—Sí, la quiero.
Me miró, con expresión cálida y compasiva, y me dejó sin palabras. De repente, había saltado fuera de la caja en donde yo la había guardado, tan limpia y fácilmente. Era amable conmigo, y se suponía que iba a ser al revés. Le di la pequeña maleta marrón que había traído.
—Aquí hay cosas para tu bebé.
No parecía ni la mitad de alegre de lo que yo había esperado. Pensé que quizá era porque la ropita era para Xavier; y pensaba que las prendas estarían manchadas de tristeza.
—¿Tess? ¿Funeral? —preguntó.
—Oh, sí. Por supuesto. Será en Little Hadston, cerca de Cambridge, el jueves quince de febrero, a las once de la mañana.
—¿Escribir…?
Le anoté los detalles del servicio, y luego prácticamente empujé la maleta llena de ropita para bebé en sus manos.
—Tess querría que te los diera a ti.
—Nuestro cura, dice misa por ella el domingo.
Me pregunté por qué cambiaba de tema. Ni siquiera había abierto la maletita.
—¿Bien?
Asentí, aunque no sé muy bien qué pensarás de eso.
—Padre John. Hombre bueno. Muy… —Distraída, movió la mano hacia su barriga.
—¿Muy cristiano? —pregunté.
Ella sonrió, porque había entendido la broma.
—Para un cura. Sí.
¿Estaba bromeando ella también? Sí, había entendido mi pequeño doble sentido. Era mucho más lista de lo que creía.
—Misa. ¿A Tess le importa? —preguntó.
De nuevo dudé de si el tiempo presente era intencionado o no. Quizá lo fuera. Si todo lo que dicen en misa es cierto, quizá estás en el cielo, o en la sala de espera del purgatorio, en tiempo presente. Estás en el ahora, quizá no aquí y ahora; tal vez te ha llegado la misa de Kasia y ahora te sientes un poco tonta por tu rotundo ateísmo.
—¿Quieres mirar en la maleta y decidir si te lo quedas todo o qué prefieres escoger?
No estoy segura de si intentaba ser amable o volver a sentirme superior. Desde luego, no me sentía cómoda al recibir amabilidad de alguien como Kasia. Sí, aún era lo bastante esnob como para decir y pensar «alguien como».
—¿Té primero?
La seguí a la pequeña cocina. Las baldosas de linóleo estaban rotas, y debajo se veía el cemento. Pero todo estaba tan limpio como se lo permitía el hándicap con el que había empezado. Había tazas de porcelana blanca rotas y viejas sartenes relucientes aunque con zonas herrumbrosas. Llenó la tetera y la puso en el fuego. No pensé que pudiera decirme nada útil, pero decidí intentarlo de todos modos.
—¿Sabes si alguien intentó administrarle drogas a Tess?
Me miró escandalizada.
—Tess nunca drogas. Con bebé, nada malo. No té, no café.
—¿Sabes de quién tenía miedo Tess?
Kasia sacudió la cabeza.
—Tess no miedo.
—¿Ni después de tener el bebé?
Sus ojos se llenaron de lágrimas y se dio la vuelta, pugnando por recuperar la compostura. Por supuesto, ella había estado fuera con Mitch en Mallorca, cuando tuviste a Xavier. No había vuelto hasta después de tu muerte, cuando vino a llamar a tu puerta y en lugar de eso se encontró conmigo. Me sentí culpable por alterarla, por interrogarla cuando estaba claro que no podía ayudarme en absoluto. Ahora me estaba preparando un té, así que no era el momento de irme, pero no tenía ni idea de qué más decirle.
—¿Trabajas? —pregunté, una sutil variación de la habitual interjección de bar.
—Sí. Limpiar… A veces supermercados, pero noches, horrible. A veces revistas.
Inmediatamente y sin poder evitarlo, pensé en revistas pornográficas. Mis prejuicios, alentados por su guardarropa, estaban demasiado hondamente enraizados como para cambiar sin esfuerzo. Aunque para ser un poco justa conmigo misma, había empezado a preocuparme que se dedicara a la industria del sexo, en lugar de juzgarla por ello. Kasia era lo bastante astuta como para percibir mis reservas acerca de su «trabajo para las revistas».
—Gratis, revistas gratis —explicó—. Las pongo en buzones. Las casas que «No Correo Comercial» también. No sé inglés.
Le sonreí. Pareció genuinamente feliz ante mi primera sonrisa.
—Todas las puertas ricas no quieren revistas gratis. Pero no vamos a puertas pobres. ¿Raro, eh?
—Sí. —Busqué otro movimiento de apertura conversacional—. Bueno, ¿y dónde conociste a Tess?
—Oh, ¿no dije?
Por supuesto, me lo había dicho pero yo me había olvidado, lo cual no es nada sorprendente teniendo en cuenta lo poco que ella me interesaba.
—Clínica. Bebé enfermo, también —dijo.
—¿Tu bebé tiene fibrosis quística?
—Fibrosis, sí. Pero ahora… —Se tocó el estómago—. Ahora mejor. Milagro. —Se persignó, un gesto tan natural para ella como si se apartase el cabello de la cara—. Tess decía «Clínica de Mamás con Desastres». Primera vez, verla y reír. Me pidió que yo… En su piso.
Se le atragantaron las palabras en la garganta. Me dio la espalda. No podía verle la cara pero sabía que estaba luchando por no llorar. Estiré la mano para ponerla sobre su hombro, pero no pude. Me cuesta mucho tocar a una persona que no conozco, casi tanto como si tuviera aracnofobia y tuviera que tocar a una araña. Quizá te parezca gracioso, pero no lo es. Es casi una enfermedad.
Kasia terminó de preparar el té y lo puso en una bandeja. Me fijé en lo limpia que era, en cómo servía las tacitas con sus platos, una jarrita para la leche, un contenedor para las hojas del té, y la tetera barata bien caliente.
Cuando fuimos al salón, vi un dibujo en la pared opuesta en la que no había reparado al entrar porque no estaba en mi campo visual. Era un dibujo al carbón del rostro de Kasia. Era hermoso. Y me hizo ver lo hermosa que era Kasia. Supe que lo habías hecho tú.
—¿Es de Tess? —pregunté.
—Sí.
Nos miramos, y por un instante nos comunicamos algo que no precisaba lenguaje, y por lo tanto no había ninguna barrera. Si tuviera que traducir ese «algo» en palabras, sería que tú y ella estabais lo suficientemente cerca como para que quisieras dibujarla; que viste una belleza en ella que los demás no podíamos ver de entrada. Pero no era tan verborreico como eso, no había una muralla de lenguaje entre ambas. Fue algo más sutil. De repente, el sonido de una puerta cerrándose de golpe me sobresaltó.
Me giré y vi un hombre entrando en la sala. Era robusto y musculoso, de unos veinte años de edad, y parecía absurdamente enorme en aquel pequeño apartamento. Llevaba mono de trabajador sin camiseta debajo, y sus brazos estaban tatuados, como si llevara mangas hasta las muñecas. Tenía el pelo salpicado de yeso. Su voz era sorprendentemente tranquila para un hombre tan corpulento, pero contenía un timbre amenazador.
—¿Kash? ¿Por qué cojones no has cerrado la puerta con llave? Te dije que…
Se calló de repente en cuanto me vio.
—¿Es asistente social?
—No.
Me ignoró y se dirigió a Kasia:
—¿Quién cojones es ésta?
Kasia estaba nerviosa y avergonzada.
—Mitch…
El hombre se instaló en el sofá, declarando su derecho a la habitación y por lo tanto implicando que yo no lo tenía.
Kasia estaba nerviosa a causa de él, con la misma expresión que había visto ese día cuando estaba frente a tu apartamento y él había tocado la bocina.
—Ésta es Beatrice.
—¿Y qué quiere «Beatrice» de nosotros? —preguntó, burlón.
De repente fui consciente de mis tejanos de diseño y mi jersey de cachemira gris, el guardarropa obligatorio de fin de semana en Nueva York, pero que difícilmente pasaría desapercibido un lunes por la mañana en Trafalgar Crescent.
—Mitch hace noches. Muy duro —dijo Kasia—. Se pone… —Volvió a callarse en busca de una palabra, pero para encontrar un eufemismo que describiera el comportamiento de Mitch, tendría que tener un diccionario de refranes metido en la cabeza. «Como vaca sin cencerro» sería la primera que se me ocurriría; casi me dieron ganas de apuntárselo a Kasia.
—No tienes por qué cojones disculparme de nada.
—Mi hermana Tess era amiga de Kasia —dije, pero mi voz se parecía mucho a la de mamá; la ansiedad siempre incrementa mi acento de clase alta.
Miró a Kasia, enfadado.
—¿Ésa con la que siempre te largabas?
No sabía si el inglés de Kasia era lo suficientemente bueno como para darse cuenta de que la estaba tratando como un trapo. Mejor dicho, la estaba maltratando verbalmente. Me pregunté si también lo hacía físicamente.
La voz de Kasia llegó, bajita.
—Tess es mi amiga.
Era algo que no había oído desde la escuela primaria, cuando uno se levanta y defiende a otro sencillamente diciendo «es mi amiga». Me conmovió la poderosa simplicidad del gesto. Me puse en pie, porque no quería complicarle las cosas a Kasia.
—Será mejor que me vaya.
Mitch estaba espatarrado en el sofá. Tuve que pasar por encima de él para llegar a la puerta. Kasia me acompañó.
—Gracias por ropa. Muy bonita.
Mitch la miró y preguntó:
—¿Qué ropa?
—No es nada. Solo le he traído un poco de ropa para el bebé.
—¿Te gusta jugar a la Señora Generosidad, eh?
Kasia no entendía lo que decíamos, pero se daba cuenta de que había hostilidad en las palabras de Mitch. Me volví hacia ella.
—Son cosas tan bonitas y no quería tirarlas, ni darlas a una tienda de segunda mano, donde las habría comprado cualquiera.
Mitch se metió de nuevo. Era un hombre obstinado en busca de pelea, y estaba disfrutando de lo lindo:
—Así que somos tu alternativa a la tienda de segunda mano.
—¿No te cansas de tu actitud de macho?
La confrontación, que antes me parecía tan ajena, ahora era mi territorio habitual.
—Tenemos nuestra propia jodida ropa de bebé —dijo metiéndose en la habitación de al lado. Volvió con una caja y la tiró a mis pies. Miré dentro. Estaba llena de ropa cara de bebé. Kasia parecía muy avergonzada.
—Tess y yo, compras. Juntas, nosotras…
—¿Pero cómo conseguisteis el dinero? —pregunté. Antes de que Mitch pudiera explotar, me apresuré a continuar—: Tess tampoco tenía dinero, solo quiero saber quién se lo dio a ella.
—La gente de las pruebas —dijo Kasia—. Trescientas libras.
—¿Qué pruebas? ¿Las de la fibrosis quística? —pregunté.
—Sí.
¿Podía ser un soborno? Me había acostumbrado a sospechar de todo y de todos los que estaban conectados contigo. Y esta terapia, que me había inquietado desde el principio, era tierra abonada en donde las semillas de la ansiedad y de la desconfianza podían arraigar.
—¿Te acuerdas de la persona que te lo dio?
Kasia sacudió la cabeza.
—En un sobre. Con unos folletos, sin carta. Una sorpresa.
Mitch la interrumpió.
—Y tú vas y te gastas toda la jodida pasta en ropa para ese bebé, cuando aún faltan semanas para que llegue y Dios sabe que nos hacen falta un montón de cosas más.
Kasia apartó la vista sin mirarle. Me di cuenta de que era una pelea vieja y que la alegría que había sentido al comprar la ropita hacía tiempo que se había borrado.
Me acompañó hasta la salida. Mientras bajábamos los peldaños de cemento en la escalera decorada de graffiti, adivinó lo que yo diría si las dos habláramos con facilidad el idioma de la otra, y respondió:
—Es el padre. Nada cambia eso.
—Estoy en casa de Tess. ¿Te pasarás a verme?
Me sorprendió las ganas que tenía de que dijera que sí.
Mitch chilló desde lo alto del rellano.
—Olvida esto.
Arrojó la maleta con la ropa por el hueco de la escalera. Cuando la maleta alcanzó el suelo de cemento, se abrió y las diminutas prendas, el gorrito y una manta de bebé yacieron tirados encima del húmedo pavimento. Kasia me ayudó a recogerlos.
—No vengas al funeral, Kasia. Por favor.
Sí, se lo dije por Xavier. Habría sido muy duro para ella.
Regresé andando a casa, con el duro viento cortándome la cara. Llevaba el cuello del abrigo subido y una bufanda enrollada alrededor de la cabeza, intentando protegerme del frío. No oí el móvil y la llamada saltó al contestador. Era mamá, para decirme que papá quería hablar conmigo. Me dejaba su número. Pero yo sabía que no le llamaría. En lugar de eso, me convertía en la adolescente insegura que sentía que su cuerpo en desarrollo no tenía la forma adecuada como para encajar en su nueva vida. De nuevo volví a sentir el asfixiante rechazo de cuando me apartó de su lado. Oh, sabía que se acordaba de nuestros cumpleaños, y nos mandaba extravagantes regalos que eran demasiado viejos para nosotras, como si tratara de acelerar nuestra entrada en la edad adulta, lejos de la niñez y de su responsabilidad. Y también recordaba las dos semanas con él, durante las vacaciones de verano, cuando estropeábamos el sol de la Provenza con nuestros rostros ingleses llenos de reproche, como si trajéramos nuestro propio microclima de tristeza. Y cuando nos íbamos, era como si jamás hubiéramos estado ahí. Una vez vi los baúles donde guardaban «nuestras» cosas, lo que teníamos en el dormitorio, durante el resto del año, en el ático. Incluso tú, con tu optimismo de por vida y tu capacidad para ver lo bueno en la gente, también te dabas cuenta.
Mientras pienso en papá, de repente entiendo por qué no le pediste a Emilio que se hiciera cargo de sus responsabilidades para con Xavier. Tu bebé era demasiado preciado, amado, como para que nadie le convirtiera en una mancha en su vida. Jamás debía sentirse poco valorado, o no deseado. No estabas protegiendo a Emilio, sino a tu hijo.
* * *
No le he hablado al señor Wright de la llamada que no le hice a papá, solo del dinero que tú y Kasia recibisteis por participar en la terapia médica.
—Los pagos no eran importantes —continuo—. Pero pensé que podían haber inducido a Tess y Kasia a tomar parte en los ensayos.
—¿Tess no le había hablado del dinero?
—No. Siempre veía lo bueno de la gente, pero sabía que yo era más escéptica. Probablemente quiso evitar que la sermoneara.
Habrías adivinado todo lo que iba a decirte, como pegatinas en la parte trasera de un coche: «No hay nada gratis en este mundo»; «El altruismo corporativo es una contradicción en términos».
—¿Cree que se decidió a participar por dinero? —pregunta el señor Wright.
—No. Ella estaba convencida de que la terapia era la única oportunidad para su bebé de nacer sano. Habría pagado por participar. Pero pensé que quizá los que le habían dado ese dinero no lo sabían. Como Kasia, Tess tenía aspecto de necesitar dinero. —Hago una pausa mientras el señor Wright escribe, y luego sigo—: Yo había investigado a fondo la base científica de la terapia, cuando Tess me habló de ello, pero jamás había analizado el apoyo financiero con el que contaban. Así que empecé a investigar. En la red descubrí que está permitido que la gente que participa en ensayos o pruebas médicas de ese tipo reciban una compensación económica. Incluso hay páginas web dedicadas a poner anuncios en busca de voluntarios, y les prometen que ganarán «dinero suficiente para irse de vacaciones».
—¿Y los voluntarios de la terapia en pruebas de Chrom-Med?
—No había ninguna mención de pagos. En la página de Chrom-Med, que hablaba en detalle de las pruebas y de la terapia, no se decía nada de dinero. Sabía perfectamente que el desarrollo de una terapia genética debía haber costado una fortuna, y trescientas libras era una cantidad relativamente pequeña de dinero en comparación, pero aún así me parecía raro. En la página de Chrom-Med se encontraban las direcciones de correo electrónico de todo el mundo —supongo que para parecer más cercanos— así que le escribí un correo al profesor Rosen. Estaba casi segura de que terminaría en la bandeja de entrada de un asistente, pero pensé que valía la pena intentarlo.
El señor Wright tiene una copia de mi correo delante de él.
De: iPhone de Beatrice Hemminq
Para: profesor.rosen@chrom-med.com
Estimado profesor Rosen:
¿Podría decirme por qué cobran trescientas libras las madres de su ensayo con la terapia para la fibrosis quística? ¿O quizá deba decirlo en lenguaje políticamente correcto, por qué las «compensan por su tiempo»?
Beatrice Hemming
* * *
Como me imaginaba, el profesor Rosen no contestó. Pero yo seguí buscando en la red, sin ni siquiera quitarme el abrigo que me había puesto para visitar a Kasia. El bolso estaba tirado a mis pies. No había encendido la luz y se había hecho de noche. Apenas me di cuenta de que Todd había llegado. No me importó, ni le pregunté, dónde había estado todo el día; ni levanté la vista de la pantalla.
—A Tess le pagaron para que participara en los ensayos de la terapia genética, igual que a Kasia, pero no hay registro de eso en ningún lado.
—Beatrice…
Había dejado de llamarme «cariño».
—Pero eso no es lo más importante —continué—. No se me había ocurrido investigar el aspecto financiero de la terapia, pero he leído en varios sitios serios, como el Financial Times, o el New York Times, que Chrom-Med va a salir a bolsa dentro de unas semanas.
Seguro que habían publicado la noticia en los medios, pero desde tu muerte yo había dejado de leerlos o ver la televisión. La salida a bolsa de Chrom-Med era un dato muy importante para mí, pero Todd no reaccionó en absoluto.
—Los directivos de Chrom-Med se harán riquísimos —proseguí—. En cada página hay una estimación distinta, pero las cantidades de dinero son enormes. Y todos los empleados tienen acciones, así que van a participar en la bonanza de la empresa.
—Seguramente esa empresa habrá invertido millones de libras, sino miles de millones, en su investigación médica —dijo Todd, impaciente—. Y ahora su terapia será un éxito masivo y sacarán rendimiento a esa inversión. Por supuesto que van a salir a bolsa. Es una decisión empresarial perfectamente lógica.
—Pero el dinero que le dieron a las mujeres…
—¡Para! Por Dios, ¡para ya! —gritó Todd. Por un momento, los dos nos quedamos sobrecogidos. Nos habíamos pasado los últimos cuatro años siendo exquisitamente educados el uno con el otro. El mero hecho de gritar era vergonzosamente íntimo. Pugnó por recuperar la calma y controlar su voz—: Primero fue su profesor casado, luego un estudiante obsesionado y raro, y ahora has sumado esta terapia a tu lista. Una terapia que todos, desde la prensa hasta la comunidad científica, han respaldado enteramente.
—Pues sí. Sospecho de gente diferente, de mucha gente, incluso del ensayo de una terapia científica. Sospecho porque aún no sé quién la mató. Ni por qué. Solo sé que alguien lo hizo, y tengo que analizar todas las posibilidades.
—No, no tienes que hacerlo. Eso es trabajo de la policía, y ya lo han hecho. Ahora tú no tienes nada que hacer.
—Mi hermana fue asesinada.
—Por favor, cariño, tienes que hacer frente a la verdad de una vez por todas…
Le interrumpí.
—Ella jamás se habría matado.
En ese momento de nuestra discusión, los dos nos sentíamos avergonzados y raros, como si nos limitáramos a seguir la pauta marcada, actores peleándose con un guión acartonado.
—Solo porque lo creas —dijo—, porque quieras creerlo, no se convierte en verdad.
—¿Cómo puedes pretender conocer la verdad? —repliqué—. Solo la viste unas veces, e incluso entonces apenas cruzaste cuatro palabras con ella. No era el tipo de personas que te apetecía conocer.
Hablaba con convicción, casi a gritos, y afilaba mis palabras para que hicieran daño, pero la verdad es que seguía al otro lado de la barrera de nuestra relación, sin implicarme y sin un rasguño. Seguí con mi representación, maravillándome levemente al ver lo fácil que me resultaba. Jamás había discutido con Todd antes.
—¿Cómo solías llamarla? ¿«Kooky»? —pregunté, sin esperar respuesta—. No creo que te molestaras en escucharla ni un instante en las dos ocasiones en las que realmente comimos juntos. La juzgabas sin ni siquiera haber hablado con ella.
—Tienes razón. No la conocía bien. Y admito que tampoco me gustaba mucho. Me irritaba, de hecho. Pero esto no se trata de lo bien que yo…
Le interrumpí:
—No le hacías caso porque era estudiante de Bellas Artes, por la forma en que vivía y por la ropa que llevaba.
—Por el amor de Dios…
—No veías la persona que realmente era.
—Te estás pasando. Mira, comprendo que tengas que culpar a alguien por su muerte. Sé que no quieres sentirte responsable por ello. —La compostura de su voz sonaba forzada y me recordó a la forma en que yo hablaba con la policía. Prosiguió—: Tienes miedo de seguir viviendo con esa culpa, y lo entiendo. Pero quiero que trates de comprender que una vez aceptes lo que realmente pasó, entonces entenderás que no fue culpa tuya en absoluto. Todos sabemos que no lo es. Se suicidó, y todos entendemos las razones por las que lo hizo: la policía, el juez de instrucción, tu madre y sus médicos. Nadie tiene la culpa, incluyéndote a ti. Si tan solo pudieras creer eso, podríamos seguir adelante. —Me puso la mano en el hombro con torpeza, y la dejó ahí, porque es igual que yo: le resulta difícil tocar a la gente—. Tengo billetes de vuelta a casa para los dos. El vuelo es la noche después del funeral.
Me quedé callada. ¿Cómo podía irme?
—Sé que te preocupa que tu madre esté bien, y piensas que te necesita —continuó Todd—, pero ella está de acuerdo en que lo mejor es que vuelvas cuanto antes a tu vida normal. —De repente dio un puñetazo que descendió sobre la mesa. Noté el golpe en la pantalla, antes de su gesto físico tan poco característico de él—. No te reconozco, de verdad. Estoy abriéndote el corazón y ni siquiera levantas la vista del ordenador.
Me giré hacia él y solo entonces vi su cara blanca, y su cuerpo encogido y triste.
—Lo siento, pero no puedo irme. No hasta que descubra lo que le sucedió.
—Todos sabemos lo que pasó. Y tienes que aceptarlo. La vida sigue, Beatrice. Nuestra vida.
—Todd…
—Sé lo duro que es estar sin ella. Lo entiendo, de verdad. Pero me tienes a mí. —Tenía los ojos anegados en lágrimas—. Vamos a casarnos dentro de tres meses.
Traté de pensar en algo que decir y mientras, él se alejó de mi en silencio, hacia la cocina. ¿Cómo podía explicarle que ya no podía casarme, porque el matrimonio es un compromiso para el futuro y el futuro sin ti era imposible de imaginar? Y que por esa razón, y no mi falta de pasión por él, no podía casarme.
Le seguí hasta la cocina. Estaba de espaldas y cuando le miré vi el aspecto que tendría cuando fuera viejo.
—Todd, lo siento pero…
Se giró y me gritó:
—Joder, te quiero.
Gritarle a un extraño en tu propio idioma como si el volumen hiciera que te entendieran; como si fuera a hacer que volviera a amarle.
—No me conoces en realidad. No me querrías si lo hicieras.
Era cierto, no me conocía. Jamás se lo había permitido. Si tenía una canción, jamás había intentado cantársela; nunca me había quedado a su lado, en la cama, un domingo por la mañana. Siempre era idea mía levantarme y salir. Quizá me había mirado a los ojos, pero si era así, yo no le había devuelto la mirada.
—Te mereces a alguien mejor que yo —dije, tratando de coger su mano. La apartó—. Lo siento muchísimo.
Se echó hacia atrás, se apartó físicamente de mí. Pero lo sentía, de verdad. Aún lo siento. Siento no haberme dado cuenta de que solo yo estaba sana y salva tras la barrera, mientras que él sí estaba en el interior de la plaza, en medio de la relación, solo y expuesto. Una vez más, había sido egoísta y cruel con alguien a quien se suponía que debía cuidar, que tenía que importarme.
Antes de tu muerte, pensaba que nuestra relación era adulta y sensata. Pero en realidad, era una cobardía por mi parte; una opción pasiva motivada por mi inseguridad, y no era lo que Todd merecía: una elección activa, inspirada por el amor.
Se marchó unos minutos después. No me dijo adonde iba.
* * *
El señor Wright ha decidido comer en el despacho y ha ido a buscar sándwiches en la tienda abierta veinticuatro horas que hay al lado de la fiscalía. Me guía por los pasillos vacíos hasta una sala de reuniones con una mesa. Por algún motivo, el enorme espacio de oficina, que está desierto excepto por nosotros dos, parece extrañamente íntimo.
No le he dicho al señor Wright que durante mi investigación se rompió mi compromiso, y que puesto que Todd no tenía amigos en Londres, esa noche tuvo que caminar entre la nieve hasta dar con un hotel. Solo le cuento lo que descubrí sobre la salida a bolsa de Chrom-Med.
—¿Y entonces llamó al sargento detective Finborough a las once y media de la noche? —me pregunta, mirando el registro de llamadas a la policía.
—Sí. Le dejé un recado pidiendo que me devolviera la llamada. A las nueve y media de la mañana siguiente aún no lo había hecho, así que fui a St. Anne.
—¿Ya había organizado su nueva visita ahí?
—Sí. La comadrona jefe me había dicho que para entonces ya habrían localizado el historial de Tess y tenía una cita para verla.
* * *
Llegué a St. Anne con la piel de mi cráneo tensa a causa de los nervios, porque pensaba que pronto iba a conocer a la persona que estuvo a tu lado cuando tuviste a Xavier. Sabía que tenía que hacerlo, pero no estaba exactamente segura de por qué. Quizá era una penitencia; tal vez así me enfrentaba completamente a mi culpa. Llegué con quince minutos de antelación y fui a la cafetería del hospital. Cuando me senté a tomar mi café vi que tenía un nuevo correo electrónico.
Para: iPhone de Beatrice Hemming
De: Oficina del Profesor Rosen Chrom-Med
Querida señora Hemming,
Le aseguro que no ofrecemos ningún tipo de incentivo financiero a los participantes de nuestros ensayos médicos. Los participantes son voluntarios que actúan sin persuasión o coerción alguna. Si desea comprobar este extremo con el comité de ética de nuestros hospitales colaboradores, verá que nos guiamos por los principios éticos más elevados y que se cumplen estrictamente.
Un cordial saludo,
Sarah Stonaker,
Asistente Personal de Comunicación del Profesor Rosen.
Me apresuré a escribir una respuesta.
De: iPhone de Beatrice Hemming
Para: Oficina del Profesor Rosen Chrom-Med
Una de esas «participantes» fue mi hermana. Le pagaron trescientas libras esterlinas para formar parte del ensayo. Su nombre era Tess Hemming (su segundo nombre Annabel, por mi abuela). Tenía 21 años. La asesinaron después de que diera a luz a su bebé muerto. Su funeral y el de su hijo se celebran el próximo jueves. La echo de menos más de lo que usted pueda llegarse a imaginar.
Me pareció un lugar razonable para escribir ese mensaje. La enfermedad y la muerte quizá estaban encerradas ahí arriba, en las salas de las plantas superiores, pero me imaginé los desenlaces de esas vidas volando invisibles por el atrio y aterrizando en los cappuccinos y los tés de hierbas de la cafetería del hospital. Seguro que no era la primera que escribía un correo emocional en esas mesas. Me pregunté si la «asistente de comunicación» le pasaría el mensaje al profesor Rosen. Lo dudaba.
Decidí preguntar al personal del hospital por si sabían algo del dinero.
Cinco minutos antes de mi cita, subí en el ascensor hasta la cuarta planta, como me habían indicado, y me acerqué a la zona de maternidad.
La comadrona pareció ponerse nerviosa al verme, aunque quizá su pelo rizado y suelto siempre le confería ese aspecto.
—Me temo que aún no hemos encontrado el historial de Tess. Y sin eso, no podemos saber quién estuvo con ella cuando dio a luz.
Me sentí aliviada, pero pensé que era una cobardía ceder.
—¿No se acuerda nadie?
—Lo siento, no. Durante los últimos tres meses hemos ido muy apurados de personal, así que hemos trabajado con un porcentaje muy alto de personal externo, desde comadronas hasta médicos interinos. Creo que debe haber sido uno de éstos.
Una joven enfermera con aspecto un poco gamberro y la nariz perforada, estaba de pie en el mostrador de las enfermeras, e intervino:
—Disponemos de la información básica en un ordenador central, como el día y la hora de entrada y de alta del hospital, y por desgracia, en el caso de su hermana también consta el dato de que su bebé murió. Pero no hay nada más. No hay rastro de su historial médico o del equipo médico que la atendió. También hice la comprobación con el departamento de psicología ayer. El doctor Nichols dijo que jamás le había llegado el historial de su hermana. Me dijo que nuestro departamento tendría que «ponerse a tono», y eso es estar bastante enfadado viniendo de él.
Recordé que el doctor Nichols me había dicho que no disponía de tu «historial psiquiátrico». En ese momento, yo no sabía que era porque todo tu historial se había extraviado.
—¿No hay copia de su historial en algún ordenador? Quiero decir su historial detallado, además de los datos básicos —pregunté.
La comadrona jefe sacudió la cabeza.
—Aún utilizamos historial de papel para los pacientes de la maternidad, para que la paciente pueda llevar los documentos con ella en caso de que se ponga de parto en un lugar que esté lejos de su hospital asignado. Luego grapamos las notas manuscritas sobre el parto al historial; todo está pensado para ser almacenado con seguridad.
Sonó el teléfono pero la comadrona jefe lo ignoró, concentrándose en mí.
—Lo siento de veras. Comprendemos lo importante que debe ser eso para usted. Disculpe un momento.
Mientras la comadrona jefe respondía el teléfono, mi alivio inicial por el hecho de que se hubiera perdido tu historial empezó a transformarse en sospecha. ¿Era posible que tu historial contuviera alguna pista acerca de tu asesinato? ¿Por eso se habían «perdido»? Esperé a que la comadrona jefe terminara con la llamada.
—¿No es algo raro que se pierda el historial de un paciente así como así? —pregunté.
La comadrona jefe hizo una mueca.
—Por desgracia no es tan raro.
Un consultor corpulento con un traje oscuro con rayas blancas se detuvo e intervino:
—El martes se perdió todo un carrito de historiales de mi clínica diabética. Todo desaparecido en un agujero negro administrativo.
Reparé en que el doctor Saunders había llegado al mostrador de las enfermeras y estaba comprobando un historial. No pareció fijarse en mi presencia.
—¿De verdad? —contesté, distraída, al consultor con el traje a rayas. Él siguió, animándose:
—Cuando construyeron el hospital de St. John el año pasado no se acordaron de construir una morgue, y cuando su primer paciente murió no tenían ningún sitio donde meterlo.
La comadrona jefe estaba claramente avergonzada por la cháchara del consultor y me pregunté por qué me hablaba con tanta confianza de los errores del hospital.
—También cambiaron a las pacientes adolescentes de cáncer de sitio, y nadie se acordó de transportar sus ovarios congelados —siguió desgranando el consultor—. Y ahora sus posibilidades de tener un bebé cuando se recuperen son cero.
El doctor Saunders se dio cuenta de que estaba ahí y me sonrió, tranquilizador.
—Pero le prometo que no somos totalmente incompetentes todo el tiempo.
—Doctor, ¿sabía que a las mujeres participantes del ensayo sobre la fibrosis quística les pagaban dinero? —pregunté.
El consultor pareció algo molesto por mi abrupto cambio de tema.
—No, no lo sabía.
—Ni yo tampoco —dijo el doctor Saunders—. ¿Sabe cuánto?
—Trescientas libras.
—Quizá fue un médico o una enfermera, que quería ser amable —sugirió el doctor Saunders, con tono considerado. De nuevo volvió a recordarme a ti, esta vez porque pensaba lo mejor de la gente. Preguntó, volviéndose a los otros dos—: Había esa enfermera en oncología el año pasado, ¿verdad?
El consultor con el traje a rayas asintió:
—Se gastó todo el fondo de transporte del departamento en ropa para un anciano que le dio pena.
La enfermera joven y gamberra intervino:
—Y las comadronas a veces tratan de ayudar a las mamás que lo están pasando mal con pañales y leche en polvo, cuando se van. De vez en cuando, un esterilizador de biberones o una bañera para bebés se van con ellas.
El consultor esbozó una sonrisita.
—¿Quieres decir que volvemos a los días en que las enfermeras se preocupaban de los pacientes?
La enfermera gamberra lo fulminó con la mirada y el consultor se echó a reír.
Sonaron dos pitidos y un teléfono en el mostrador de las enfermeras. El consultor del traje a rayas se alejó para atender a su pitido, y la enfermera gamberra contestó el teléfono; la comadrona jefe se fue para contestar el aviso de un paciente. Me quedé a solas con el doctor Saunders. Siempre me han intimidado los hombres atractivos, no digamos los guapos. Los relaciono no tanto con el inevitable rechazo sino con el hecho de que me siento completamente invisible a su lado.
—¿Le apetece tomar un café? —preguntó.
Probablemente me puse roja, y sacudí la cabeza. No quería ser la destinataria de su caridad emocional.
Tengo que admitir que a pesar de seguir estando con Todd, fantaseé con el doctor Saunders, pero sabía que no era un hombre al que pudiera conseguir. Incluso si era capaz de crear una fantasía en la que un hombre como él se sintiera atraído por una mujer como yo, su alianza matrimonial me impedía que las cosas fueran a largo plazo, o seguras o nada de lo que yo quería en una relación.
* * *
—Le di a la comadrona jefe mis datos de contacto por si encontraba el historial de Tess. Pero me advirtió que quizá se hubiera perdido para siempre.
—¿Dice que le pareció sospechoso que se extraviara? —pregunta el señor Wright.
—Al principio, sí. Pero cuanto más tiempo pasaba en el hospital, más difícil me resultaba pensar que hubiera algo siniestro relacionado con el extravío de su historial. Parecía un lugar demasiado público, en donde la gente se miraban literalmente unos a otros y curioseaban en lo que hacían los demás. No me parecía verosímil que alguien pudiera esconder algo en ese entorno. Tampoco es que supiera lo que ese «algo» podía ser.
—¿Y el dinero?
—La gente con la que hablé en St. Anne ni siquiera se sorprendió cuando se lo mencioné, y no les pareció sospechoso ni mucho menos.
Mira su informe de llamadas a la policía.
—El sargento detective Finborough no le devolvió la llamada. ¿No se preocupó de llamarle de nuevo?
—No, ¿qué podía decirle? ¿Que a las mujeres les habían dado dinero pero que nadie de las personas con las que había hablado en el hospital creían que fuera nada raro? ¿Qué Chrom-Med salía a bolsa, pero que hasta mi prometido creía que era una decisión lógica y nada más? Y el historial de Tess se había extraviado, sí, pero el personal médico con quien hablé pensaba que eso formaba parte de la rutina diaria. No tenía nada nuevo que decirle.
Mi boca está seca, de repente. Bebo un sorbo de agua y sigo:
—Pensé que me había desviado siguiendo un callejón sin salida y que debería haber confiado en mi primera intuición, y la desconfianza inicial que sentí hacia Emilio Codi y Simon. Sabía que la mayor parte de los crímenes los comete el círculo doméstico, la gente más cercana a la víctima. No recuerdo donde lo oí.
Pero sí recuerdo que pensé que asesinato y doméstico era un oxímoron. Planchar el domingo por la noche y vaciar la lavadora era una tarea doméstica; el asesinato, no.
—Pensaba que tanto Emilio como Simon eran capaces de matarla. Emilio tenía un móvil obvio, y Simon estaba claramente obsesionado por ella, y sus fotografías eran prueba de ello. Ambos estaban relacionados con Tess a través de la facultad: Simon como estudiante, y Emilio como profesor. Así que después de ir al hospital, me fui hacia la universidad. Quería averiguar si alguien podía decirme algo nuevo.
El señor Wright debe creer que derrochaba energía e iniciativa. Pero no era eso. Estaba postergando el momento de volver a casa. En parte, porque no quería regresar sin haber avanzado en lo más mínimo, pero también porque quería evitar a Todd. Me había llamado y se había ofrecido a acompañarme a tu funeral, y yo le dije que no hacía falta. Así que había decidido regresar a Estados Unidos lo antes posible, y pensaba pasarse por tu apartamento para recoger sus cosas. Yo no quería estar ahí cuando eso sucediera.
* * *
No habían retirado la nieve de los caminos de la facultad de Bellas Artes y la mayoría de las ventanas estaban a oscuras. La secretaria, de acento alemán, me dijo que era el último día de un puente de tres. Aceptó que pusiera un par de notas en el tablón de anuncios. La primera era la información de cuando se celebraría tu funeral. Y en la segunda, le pedía a tus amigos que se reunieran conmigo en una cafetería que había visto, frente a la facultad, dentro de un par de semanas. Fue una nota impulsiva, y escogí la fecha aleatoriamente; mientras la colgaba al lado de los anuncios para compartir piso y la venta de materiales de segunda mano, pensé que parecía algo ridícula y que nadie vendría. Pero la dejé allí de todos modos.
Cuando llegué a casa, vi a Todd esperando a oscuras, con la capucha cubriéndole la cabeza y protegiéndole del aguanieve.
—No tengo llave.
Pensaba que se habría llevado la suya al irse.
—Lo siento.
Abrí la puerta y entró en la sala. Observé desde el umbral de la puerta cómo guardaba su ropa meticulosamente. De repente se giró y fue como si me hubiera pillado con la guardia baja, y por primera vez nos estuviéramos mirando, de verdad, el uno al otro.
—Vuelve conmigo. Por favor.
Vacilé, contemplando su ropa inmaculadamente doblada; me hizo recordar el orden y la pulcritud de nuestra vida en Nueva York, un refugio del maelstrom en que ahora vivía. Pero mi vida pulcra y ordenada formaba parte del pasado. Jamás podría volver a ella.
—¿Beatrice?
Sacudí la cabeza y esa pequeña negación me hizo sentir vértigo.
Todd se ofreció a llevar el coche de alquiler de vuelta a la empresa que me lo había alquilado en el aeropuerto. Después de todo, estaba claro que no tenía ni idea de cuanto tiempo me quedaría en Londres. Y era ridículamente caro. Lo mundanal de nuestra conversación, la atención que le dedicamos a los detalles prácticos, eran familiares y tranquilizadoras, tanto que casi quería pedirle que se quedara conmigo, incluso suplicárselo. Pero no podía exigirle eso.
—¿Seguro que no prefieres que me quede aquí hasta que se celebre el funeral?
—Sí. Pero gracias por el ofrecimiento.
Le di las llaves del coche de alquiler y solo cuando oí el rugido del motor encendiéndose, comprendí que también debería haberle devuelto el anillo de compromiso. Giraba alrededor de mi dedo mientras contemplaba por la ventana del sótano cómo se alejaba el coche, y seguí mirando mucho después de que el coche desapareciera de mi vista; ahora los motores de coches eran de extraños.
Me sentí enjaulada en mi soledad.
* * *
Le he hablado al señor Wright de la nota que dejé colgada en el tablón de anuncios del colegio, pero no le he dicho nada de Todd.
—¿Le apetece que vaya a buscar unas pastas? —me dice el señor Wright.
Me quedo sorprendida, pero contesto:
—Eso estaría muy bien.
Bien. Mañana debería traerme un diccionario. Me pregunto si se está mostrando amable o es que tiene hambre de verdad. O quizá es un gesto romántico: té para dos, a la antigua usanza. Me sorprende lo mucho que me gustaría que fuera esto último.
Cuando se va, marco el número de teléfono del trabajo de Todd. Su asistente personal contesta por él pero no reconoce mi voz, debo tener un acento plenamente inglés a estas alturas. Me pasa con Todd. La relación aún es un poco tensa, pero cada vez menos. Hemos puesto a la venta nuestro piso y hablamos de las condiciones. Luego cambia abruptamente de tema.
—Te vi en las noticias —dice—. ¿Estás bien?
—Sí. Muy bien, gracias.
—Quería pedirte perdón…
—No tienes que disculparte por nada. De verdad, en el fondo fui yo quien…
—Por supuesto que debería hacerlo. Tenías razón desde el principio acerca de tu hermana.
Se produce una pausa entre los dos, que rompo yo.
—¿Así que vas a irte a vivir con Karen?
Hay otra breve pausa antes de que conteste.
—Sí. Seguiré pagando mi parte de la hipoteca, por supuesto, hasta que vendamos el piso.
Karen es su nueva novia. Cuando me lo dijo, me sentí aliviada porque hubiera encontrado una relación tan rápidamente, y al mismo tiempo culpable por sentir ese alivio.
—Ya me imaginaba que no te importaría —dice Todd, y creo que en el fondo sí querría que me importara. Suena falsamente alegre—: Es algo parecido a lo nuestro, pero esta vez soy yo quien lleva los pantalones.
No tengo ni idea de qué contestar a eso.
—Ya sabes, «si no puede haber un afecto igual» —sigue Todd, con tono ligero, pero sé que no debo malinterpretarlo. No quiero que termine el verso, «deja que el más amante sea yo».
Nos despedimos.
Ya te había recordado que estudié literatura, ¿verdad? Siempre he tenido un sinfín de citas a mi disposición, pero en lugar de proporcionar una bonita banda sonora literaria a mi vida, subrayan lo inadecuada y torpe que es.
El señor Wright vuelve con los pastelitos y unas tazas de té, y nos tomamos una pausa de cinco minutos de la declaración. En lugar de eso, hablamos de cosas pequeñas y triviales: el caluroso clima, que no encaja en absoluto con la estación del año, las flores del parque de St. James, las peonías que están floreciendo en tu jardín. Nuestro té a solas tiene un aire romántico, pero al estilo inofensivo del siglo XXI, aunque dudo que las heroínas de Jane Austen bebieran su té en tazas de poliestireno o comieran pastas salidas de cajas de plástico.
Espero que no se sienta mal porque no he podido terminar la pasta; sentía demasiadas náuseas.
Después del té, volvemos a repasar un par de páginas de mi declaración, mientras verifica algunos puntos, y luego sugiere que pongamos punto final al día. El tiene que quedarse y terminar algo de papeleo, pero me acompaña hasta el ascensor. Mientras recorremos el largo pasillo y dejamos atrás los despachos a oscuras, me siento como si me estuviera escoltando a la puerta de mi casa después de una cita. Espera a que se abran las puertas para asegurarse de que estoy sana y salva dentro del ascensor, para irse.
Dejo las oficinas de la fiscalía y me voy a buscar a Kasia. Me gastaré dos días de sueldo en entradas para el London Eye, porque se lo había prometido. Pero estoy agotada, me duelen las piernas y siento los brazos como si fueran piedras y no me pertenecieran. Solo quiero irme a casa y dormir. Cuando veo las largas colas, me enfado con ese ojo[1] que ha convertido a Londres en un cíclope urbano.
Veo a Kasia que me saluda desde el principio de una cola. Debe haber esperado durante horas. La gente la mira, probablemente preocupada por si se pone de parto en una de las cápsulas.
Me uno a ella y diez minutos más tarde «embarcamos».
Mientras nuestra cápsula asciende en lo alto, Londres se despliega a nuestros pies y ya no me siento enferma ni cansada, sino relajada. Y pienso que, aunque no estoy precisamente fuerte, al menos hoy no me he desmayado, lo que debe ser buena señal. Así que puedo permitirme la esperanza de sobrevivir a esto de una sola pieza; y de que todo, al final, termine bien.
Le enseño las vistas a Kasia, y le pedimos a la gente que está en dirección al sur que se aparte un poco para que pueda ver el Big Ben, la estación eléctrica de Battersea, el Parlamento, y el puente de Westminster. Mientras muevo los brazos para señalarle los lugares, me siento sorprendida, no solo por el orgullo que despierta en mí mi ciudad, sino también por la naturalidad con la que pienso en que es «mía». Había optado por vivir en Nueva York, y poner un Atlántico de por medio, pero por ningún motivo me siento como si formara parte de este lugar.