Sábado
Apenas hay nadie a las 8:30 del sábado por la mañana, y las aceras están prácticamente desiertas. Cuando llego a las oficinas de la fiscalía solo hay una recepcionista en el mostrador de la entrada, vestida con ropa informal, y subo en un ascensor vacío. Llego a la tercera planta. Hoy no está la señorita Secretaria Enamorada, así que paso de largo frente a la recepción y entro en el despacho del señor Wright.
Veo que ha preparado café y tiene lista una botella de agua mineral para mí.
—¿Está segura de que está lo bastante fuerte? —pregunta.
—Totalmente. Ahora me siento bien.
Enciende la grabadora. Pero me mira con preocupación y creo que, desde ayer, me considera alguien mucho más frágil de lo que hasta ahora creía.
—¿Podemos empezar con el informe de la autopsia? Usted pidió una copia.
—Sí. Dos días después llegó por correo.
El señor Wright tiene una copia de la autopsia delante, con algunas líneas subrayadas en fosforescente. Sé cuáles son, y te las diré en un momento pero antes hay una línea que no está subrayada en fosforescente, pero sí en mi memoria. Es al principio del informe de tu autopsia, cuando el patólogo formula la promesa de decir la verdad «sobre su alma y su conciencia». A tu cuerpo no lo sometieron a un análisis frío y científico; le dieron un trato más arcaico y profundamente humano.
Departamento de Medicina Forense, Hospital de Chelsea y Westminster, Londres.
Yo, Rosemary Didcott, Licenciada en Medicina, certifico por la presente, sobre mi alma y mi conciencia, que en el día 30 de enero del 2010 en el depósito de cadáveres del hospital de Chelsea y Westminster y por indicación del juez de instrucción, el señor Paul Lewis Stevens, efectué la autopsia del cuerpo de Tess Hemming (21), con domicilio en el número 35 de Chepstow Road, Londres, cuyo cuerpo identificó el sargento detective Finborough de la Policía Metropolitana de Londres, y lo que sigue es un informe verdadero.
Se trataba del cuerpo de una mujer blanca caucasiana, delgada, de 173 centímetros de altura. Había señales de que el sujeto había dado a luz dos días antes de que se produjera su muerte.
Presencia de viejas cicatrices, de la niñez, en rodilla y codo derechos.
En la muñeca y antebrazo derechos había una laceración reciente de diez centímetros de longitud y cuatro centímetros de profundidad que había seccionado el músculo interóseo causando daño en la arteria radial. En la muñeca y antebrazo izquierdos había una laceración de menor tamaño, de cinco centímetros de longitud y dos centímetros de profundidad, y otra mayor de seis centímetros de longitud y cuatro centímetros de profundidad, que había segado la arteria ulnar. Las heridas encajaban con un cuchillo de cocina de doce centímetros que fue encontrado al lado del cuerpo.
No pude encontrar señales de hematomas adicionales, ni cicatrices o marcas de ningún tipo.
No hay indicios de relaciones sexuales recientes.
Se tomaron muestras de sangre y de tejidos y se enviaron al departamento de análisis.
Estimo que esta mujer murió seis días antes de la autopsia, el veintitrés de enero.
A partir de esta autopsia, mi opinión es que la mujer murió por pérdida de sangre a consecuencia de las laceraciones de las arterias en muñecas y antebrazos.
Londres, 30 de enero de 2010
Debí leer ese documento un centenar de veces pero «cuchillo de cocina» me parece una expresión tan malévola como la primera vez que la vi, sin la mención de la marca Sabatier para suavizarla con un toque doméstico.
—¿Incluía la autopsia los resultados de los análisis? —pregunta el señor Wright. (Son los resultados de los análisis de sangre y de tejidos que se efectúan después de la autopsia inicial, en un laboratorio diferente).
—Sí, estaban grapados al final, y tenían fecha del día antes, así que acababan de llegar. Pero no los entendí bien. Estaban escritos en jerga científica, que no era fácil de descifrar para un lego en la materia. Por suerte, una amiga mía es médico.
—¿Christina Settle?
—Sí.
—Tengo su declaración.
Comprendo que debe haber decenas de personas ocupadas con tu caso, tomando declaración a varios testigos a la vez.
* * *
Cuando me fui a Estados Unidos perdí el contacto con mis viejos amigos del instituto y de la universidad. Pero desde que has muerto, mucha gente de esa época me ha llamado y me ha escrito. Mamá decía que «se congregaban alrededor de una amiga». Entre ellos se encontraba Christina Settle, que ahora es médico en el hospital de Charing Cross. (Me ha contado que casi la mitad de nuestra clase de Biología en Nuffield han hecho carrera en el sector científico). Sea como fuere, Christina me mandó una carta de pésame muy amable, con la misma escritura perfectamente elegante que utilizaba en el instituto, y terminaba, como todas las cartas que llegaban, con la frase «si puedo hacer algo por ayudarte, no dudes en avisarme». Decidí aceptar su ofrecimiento y la llamé.
Christina me escuchó atentamente mientras le explicaba mi extraña petición. Dijo que era médico pediatra, no experta en patología forense, así que no estaba cualificada para interpretar los resultados de los análisis. Pensé que no quería mezclarse demasiado en aquello, pero al final de la llamada me pidió que le enviara el informe por fax. Dos días más tarde me llamó y me preguntó si quería quedar con ella para tomar algo. Le había pedido a un amigo de un amigo que era médico forense que repasara el informe con ella.
Cuando le dije a Todd que iba a tomar un café con Christina me miró aliviado, pensando que volvía a la vida normal, y que conectaba de nuevo con mis viejos amigos.
Entré en la cafetería que Christina había escogido y el volumen de ruido del mundo normal me golpeó en el estómago. No había estado en un lugar público desde que habías muerto, y las voces que hablaban alto y que reían me hacían sentir vulnerable. Luego vi a Christina que me saludaba y me tranquilicé, en parte, porque tenía el mismo aspecto que cuando íbamos al colegio, con el mismo pelo oscuro y bonito, las mismas gafas de pasta poco favorecedoras; y en parte porque había encontrado una zona reservada y tranquila, apartada del resto de la cafetería. (Christina es muy buena cuando se trata de llegar primero). Pensé que no se acordaría mucho de ti —después de todo, estaba en sexto conmigo cuando empezaste a asistir al internado— pero insistió en que sí se acordaba.
—Como si fuera ayer, de hecho. Incluso a los once años, era demasiado estupenda para la escuela.
—No estoy segura de que «demasiado estupenda» sea la expresión que…
—Oh, no lo digo en mal sentido, al contrario, no como si fuera fría o distante. Eso era lo más extraordinario. Y el motivo por el cual me acuerdo tan bien de ella, creo. Siempre estaba sonriendo; era una chica demasiado estupenda que se reía y sonreía. Nunca había visto esa combinación en nadie antes. —Hizo una pausa y vaciló antes de seguir—: Debió ser difícil competir con ella durante vuestra juventud…
No sabía si lo decía por curiosidad o porque le preocupaba genuinamente. Decidí ir directa al motivo de nuestro encuentro.
—¿Puedes decirme qué significa ese informe?
Sacó el informe y una libreta de notas de su maletín. Cuando lo hizo, vi una bolsita de paracetamol para niños y un álbum infantil de tela. Las gafas y la escritura de Christina quizá no habían cambiado, pero su vida claramente sí. Miró hacia la libreta de notas y dijo:
—James, el amigo de un amigo que te comenté por teléfono, es un médico forense experimentado, así que sabe lo que dice. Pero no quiere implicarse en todo esto, porque ya sabes que los forenses ahora están bajo lupa por parte de los medios de comunicación, y los tienen cosidos a demandas. No quiere que le cites de ninguna manera.
—Por supuesto.
—Hemms, ¿tú estudiaste Inglés, Química y Biología, verdad?
Mi viejo mote, polvoriento después de tantos años; tardé un momento en reconocerlo, y al cabo de unos instantes, contesté:
—Sí.
—¿Has estudiado bioquímica desde entonces?
—No, de hecho me licencié en Literatura Inglesa.
—Bueno, pues te lo traduciré para que lo entiendas. Para decirlo muy simplemente, había tres drogas en el cuerpo de Tess cuando murió.
No vio mi reacción porque estaba mirando hacia abajo, a la libreta de notas. Pero me quedé atónita.
—¿De qué drogas se trataba?
—Una era un principio sedante. Había tomado una cantidad notable. Pero como tardaron algunos días en encontrar a Tess y tomaron una muestra de sangre y… —Se calló de repente, con expresión de malestar, y reunió fuerzas para proseguir—: Lo que quiero decir es que, a causa del tiempo transcurrido desde su muerte, es difícil saber con precisión cuánto sedante tomó. James dijo que solo podía suponerlo.
—¿Y?
—Había tomado mucho más de lo que sería indicado en una dosis normal. James pensó que no era suficiente para matarla, pero la habría adormecido.
Así que por eso no había señales de lucha. Primero te había drogado. ¿Te diste cuenta demasiado tarde? Christina siguió leyendo su libreta de notas en su perfecta escritura.
—La tercera droga era feniciclidina, PCP por sus siglas en inglés. Es una potente sustancia alucinógena, que se desarrolló en los años cincuenta como anestesia, pero dejó de utilizarse cuando los pacientes experimentaron reacciones psicóticas.
Yo no podía hacer otra cosa que repetir, como un loro, lo que ella decía:
—¿Alucinógenas?
Christina pensó que no la había entendido, y respondió con paciencia ampliando su explicación médica:
—Significa que la droga causa alucinaciones, o «viajes» como suele decirse. Es como el LSD pero más peligrosa. Cuidado, James dice que es difícil estar seguro de cuánta tomó y si fue mucho antes de morir o no, debido a que pasaron cinco días desde que murió hasta que la encontraron. También es complicado porque el cuerpo almacena esta sustancia en el músculo y en los tejidos adiposos con su potencial psicoactivo completo, para que siga teniendo efecto, incluso después de que la persona la haya ingerido.
Por un instante, solo seguí escuchando su parloteo científico hasta que se convirtió en algo que yo pudiera comprender.
—¿Esta droga podría haberle empujado a tener alucinaciones días antes de morir? —pregunté.
—Sí.
Así que el doctor Nicholls tenía razón, después de todo, pero tus alucinaciones no se debían a la psicosis puerperal, sino a una droga alucinógena.
—Lo planeó todo. Primero la volvió loca.
—Beatrice…
—Primero la volvió loca, hizo que todos pensaran que estaba loca y luego la drogó para asesinarla.
Los ojos marrones de Christina parecían enormes a través de sus lentes de culo de botella, y su expresión comprensiva se magnificó.
—Cuando pienso en cuanto quiero a mi propio hijo, bueno, no puedo imaginar lo que haría si hubiera estado en lugar de Tess.
—El suicidio no era una opción para ella, incluso si hubiera querido matarse. Y jamás tocó las drogas.
Hubo un silencio entre ambas y el ruido inapropiado del bar a nuestro alrededor invadió la zona reservada.
—Tú la conocías mejor, Hemms.
—Sí.
Me sonrió; un gesto de capitulación frente a mi certidumbre, marcada por un vínculo de sangre.
—Te agradezco tu ayuda, Christina, de veras.
Era la primera persona que me había prestado ayuda de forma práctica. Sin ella no habría sabido lo del sedante y el alucinógeno. Pero también le agradecí que respetara lo suficiente mi punto de vista como para guardarse sus opiniones para sí. Durante seis años compartimos la misma clase y fuimos adolescentes juntas, pero nunca nos tocamos; en la puerta del restaurante, nos dimos un firme abrazo de despedida.
* * *
—¿Le dijo algo más acerca del PCP? —pregunta el señor Wright.
—No, pero fue relativamente fácil investigarla por la red. Descubrí que causa toxicidad en el comportamiento, y que vuelve paranoica a la víctima y le provoca visiones aterradoras.
¿Llegaste a darte cuenta de que te estaban torturando mentalmente? Si no, ¿qué pensaste que te estaba ocurriendo?
—Es especialmente destructiva para los individuos que ya sufren un trauma psicológico.
Utilizó tu dolor contra ti, sabiendo que agravaría todavía más el efecto de la droga.
—En algunas páginas web se acusó al Ejército norteamericano de utilizar PCP en la cárcel de Abu Ghraib y también con prisioneros que se habían rendido. Estaba claro que los viajes que causaban en los sujetos eran terroríficos.
¿Qué era peor para ti, los viajes o creer que te estabas volviendo loca?
—¿Y se lo dijo a la policía? —pregunta el señor Wright.
—Sí, dejé un mensaje para el sargento Finborough. Ya era tarde, pasado el horario de oficina. Me llamó de nuevo a la mañana siguiente, para decir que vendría a verme al apartamento.
* * *
—Cariño, no puedo creer que obligues al pobre hombre a venir aquí de nuevo —dijo Todd mientras preparaba el té y las pastas, como si así pudiera compensar al sargento detective Finborough por la incomodidad a la que iba a someterle.
—Tiene que saber lo de las drogas.
—La policía ya estará informada, querida.
—No puede ser.
Todd espolvoreó las galletas de crema de la bandeja, disponiéndolas en dos limpias filas de color amarillo y marrón; su irritación se expresaba mediante la colocación simétrica de las galletas.
—Claro que sí. Y habrán llegado exactamente a la misma conclusión que yo.
Se volvió y quitó el cazo de agua del fuego. La noche pasada, cuando le conté lo de las drogas, se quedó callado y luego preguntó porqué no le había contado el verdadero motivo de mi cita con Christina.
—No puedo creer que tu hermana ni siquiera se comprara una tetera.
Sonó el timbre.
Todd saludó al sargento detective Finborough y luego se fue a buscar a mamá. El plan era que mamá y yo guardáramos tus cosas juntas. Creo que esperaba que guardar tus pertenencias me obligara a pasar página. Sí, lo sé, una expresión americana, pero desconozco la equivalencia británica: «hacer frente a los hechos», supongo que diría mamá.
El sargento detective Finborough se instaló en tu sofá y mordisqueó educadamente una galleta, mientras yo le contaba lo que Christina me había dicho acerca de las drogas.
—Ya sabíamos lo del sedante y el PCP.
Me quedé de piedra. Todd tenía razón, después de todo.
—¿Por qué no me lo dijo?
—Pensé que usted y que su madre ya tenían bastante. No quería añadir lo que a mí me parecía un dolor adicional. Y las drogas simplemente confirmaban lo que creíamos, que Tess se quitó la vida.
—¿Usted cree que las tomó deliberadamente?
—No había indicios de lucha. Y la gente que tiene intención de suicidarse suele tomar un sedante antes.
—Pero no fue suficiente para matarla, ¿verdad?
—No, pero quizá Tess no lo sabía. Después de todo, no había intentado nunca algo así antes, ¿no es cierto?
—No. Nunca. Y esta vez tampoco. Debieron engañarla para que se lo tomara.
Traté de borrar la expresión compasiva que se había apoderado de su rostro.
—¿Es que no te das cuenta? La drogó con el sedante para poder matarla sin tener que forcejear con ella. Por eso no había marcas de lucha en su cuerpo.
Pero aún no conseguía modificar su expresión ni tampoco su opinión.
—O simplemente se tomó una sobredosis que no fue suficiente.
Era como si yo tuviera nueve años y estuviera en una clase de comprensión lectora, y un amable profesor me guiara para poder extraer las respuestas correctas del texto que teníamos delante.
—¿Y el PCP? —pregunté, pensando que el sargento Finborough no podría darme ninguna respuesta que explicara la presencia de esa droga en tu cuerpo.
—Hablé con un inspector de Narcóticos —replicó—. Me dijo que los traficantes la han estado vendiendo como si fuera LSD durante años. Hay un montón de alias: mierda, ozono, hostia, polvo de ángel. El camello de Tess probablemente…
—¿Cree que Tess tenía un «camello»?
—Lo siento. Quería decir la persona que le dio o le vendió el PCP. Él o ella no le habrían dicho a Tess lo que estaba tomando realmente. También hablé con el psiquiatra de Tess, el doctor Nichols, y…
Le interrumpí de inmediato.
—Tess no habría tomado ninguna droga, cualquiera que fuera. No las habría tocado ni con un palo. Las odiaba. Incluso en el instituto, cuando sus amigos se hartaban de fumar marihuana y porros, siempre decía que no. Tess estaba convencida de que la salud era un regalo, del que Leo no había podido gozar nunca, y creía que no tenía derecho a destruir ese regalo.
El sargento detective Finborough hizo una breve pausa como si de verdad estuviera reflexionando sobre lo que le había dicho.
—Pero su hermana ya no era una colegiala, ¿verdad? Ya no tenía las preocupaciones propias de una colegiala. No digo que quisiera tomar drogas, o que lo hubiera hecho anteriormente, pero sí creo que sería completamente comprensible que quisiera huir de su dolor.
Recordé que me dijo que después de tener a Xavier tú estabas en el infierno, en un lugar donde yo no podía reunirme contigo. Ni siquiera yo. Y pensé en lo mucho que deseaba tomarme pastillas para dormir, en busca de unas horas de pausa en medio del dolor.
Pero al final no me había tomado ninguna.
—¿Sabía que el PCP se puede fumar? —pregunté—. ¿O esnifar, o inyectar, o sencillamente tragarlo? Alguien pudo introducirlo en su bebida sin que se diera cuenta.
—Beatrice…
—El doctor Nichols se equivocó acerca de la causa de sus alucinaciones. No procedían de la psicosis puerperal, en absoluto.
—No. Pero como trataba de decirle, sí hablé con el doctor Nichols del PCP. Me dijo que aunque el motivo de las alucinaciones era claramente otro, su estado mental era el mismo. Y desgraciadamente, también el resultado. Al parecer no es extraño que la gente que consume PCP se autolesione o se mate. El inspector de Narcóticos me dijo prácticamente lo mismo. —Traté de hablar pero él siguió hasta su final lógico—. Todas las flechas de lo sucedido siguen apuntando en la misma dirección.
—¿Y el juez de instrucción se lo creyó? ¿Que alguien que jamás ha consumido drogas se tomó voluntariamente un potente alucinógeno? ¿Ni siquiera dudó sobre eso?
—No. De hecho me dijo que ella… —Aquí el sargento Finborough se calló de repente, como si lo pensara mejor.
—¿Qué le dijo? ¿Qué dijo exactamente acerca de mi hermana?
El sargento guardó silencio.
—¿No cree que tengo derecho a saberlo?
—Sí, es cierto. Dijo que Tess era una estudiante, que aspiraba a ser pintora y que vivía en Londres, en fin, que le hubiera sorprendido que estuviera…
Se quedó callado y yo terminé su frase por él.
—¿Limpia?
—Algo así.
Así que estabas sucia, con toda la asquerosa carga connotativa que la palabra aún acarrea en el siglo XXI. Saqué la factura de teléfono del sobre.
—Se equivocó; Tess si intentó decirme que su bebé había muerto. Lo intentó, una y otra y otra vez, pero no pudo. Incluso si le parece que estas llamadas son «gritos en busca de ayuda», estaba gritándome a mí. Porque sí estábamos muy unidas. Sí la conocía. Y ella jamás se habría drogado. Y tampoco se habría matado.
Siguió callado.
—Me buscó y yo no estuve allí para ayudarla. Pero sí que me buscó.
—Sí, es cierto.
Creí ver un relámpago de emoción cruzar su rostro, una emoción que no era simplemente compasión.