Regreso a la sesión de la tarde con el señor Wright con unos minutos de retraso. Mi cabeza aún no está bien del todo, no consigo concentrarme. Le pido a la señorita Secretaria Enamorada que me traiga un café cargado. Tengo que contar tu historia con reflejos rápidos, con las neuronas cargadas de recuerdos y listas para disparar, no medio dormidas. Quiero decir lo que tengo que decir e irme a casa y llamar a mamá y asegurarme de que está bien.
El señor Wright me recuerda hasta dónde habíamos llegado.
—¿Entonces usted fue a Hyde Park?
* * *
Dejé atrás a mamá y a Todd, y subí deprisa los escalones de tu apartamento del sótano, subiéndome el cuello del abrigo. Pensaba que tenía los guantes en el bolsillo, pero solo encontré uno. Era media tarde y las aceras estaban casi desiertas; hacía demasiado frío como para estar fuera sin motivo. Avancé rápidamente hacia Hyde Park, como si tuviera que respetar una fecha límite, como si llegara tarde. ¿Qué estaba haciendo? ¿Era un arranque de mal humor que había aprovechado la primera excusa? «¡No estoy enfadada! ¡Quiero encontrar mi juego de té!». Recuerdo mi indignación, a los seis años, cuando subí corriendo las escaleras de casa. Esta vez sí tenía un objetivo real, incluso si en parte me había impulsado la necesidad de alejarme de mamá y de Todd. Necesitaba ver dónde había acabado tu vida.
Crucé las puertas de hierro forjado. El frío y la nieve eran tan calcados al día en que te encontraron, que me pareció como si viajara hacia atrás en el tiempo hasta esa tarde. Empecé a caminar hacia el edificio abandonado de los baños, hundiendo mi mano desnuda en el fondo del bolsillo de mi abrigo. Vi a unos niños erigiendo un muñeco de nieve con voluntariosa energía, mientras su madre les observaba y daba patadas en el suelo nevado para conservar el calor en los pies. Les llamó para que terminaran de una vez. Los niños y su muñeco eran lo único distinto en el paisaje, quizá por eso los miré con atención, o tal vez fue porque ignoraban lo que allí había sucedido, eran inocentes y por esa razón yo quería mirarlos. Caminé hacia el lugar donde te encontraron, y mi mano sin guante empezó a doler de frío. Notaba el crujir de la nieve amontonada bajo las delgadas suelas de mis zapatos. No estaban diseñados para un parque nevado, sino para una fiesta, para pasear un domingo en Nueva York, en otra vida diferente.
Llegué al edificio abandonado, y no estaba preparada para los ramos de flores. Había cientos de ellos. No era un océano de duelo floral como el que surgió cuando murió la princesa Diana, pero aún así había muchísimos. Algunos estaban medio enterrados en la nieve, porque debían llevar días allí, mientras que otros eran más nuevos y aún prístinos, envueltos en celofán. También había ositos, y por un instante los contemplé, perpleja, hasta comprender que los habían traído por Xavier. Había un cordón policial alrededor de toda la pequeña edificación, como si fuera el lazo negro y amarillo que atara la escena de tu muerte. Me pareció extraño que la policía quisiera marcar allí su presencia tanto tiempo después de que tú ya no necesitaras su ayuda. El lazo y las flores eran los únicos colores que destacaban en el parque completamente blanco.
Comprobé que no hubiera nadie a mi alrededor y crucé la frontera de plástico amarillo y negro. No me pareció raro, en aquel momento, que no hubiera ningún policía vigilando. Ahora ya sé, porque la agente Vernon me lo dijo después, que siempre tiene que haber un policía en la escena del crimen. Tienen que permanecer de pie al lado del cordón, pase lo que pase, llueva o haga sol. Dice que a ella le cuesta mucho, porque le entran ganas de ir al baño. Eso es lo que le costará la carrera de policía, me dijo; eso, en lugar de su empatía. Sí, estoy andándome con rodeos.
Entré. No necesito describirte qué aspecto tenía. No me importa cómo llegaste ahí, seguro que te habrías fijado en los detalles que te rodeaban. Tienes la mirada de una artista, y desearía que el último sitio que viste no estuviera tan manchado y sucio y feo. Entré en un cubículo y vi manchas de sangre en el suelo de cemento y sangre salpicada en la pared. Vomité en una taza, antes de darme cuenta de que no había desagüe. Sabía que nadie escogería entrar voluntariamente en un sitio como aquél. Nadie escogería morir allí.
Intenté no pensar en que te pasaste cinco noches allí, sola. Intenté aferrarme a la imagen de Chagall, de ti abandonando tu cuerpo, pero no estaba segura de la escala temporal. ¿Dejaste tu cuerpo atrás, como yo esperaba con fervor, en el preciso instante en que moriste? ¿O quizá fue más tarde, cuando te encontraron, cuando alguien más aparte de tu asesino vio tu cuerpo? ¿O en la morgue, cuando el sargento apartó la manta y yo te identifiqué? ¿Fue mi dolor lo que te liberó?
Salí del edificio apestoso y vil y respiré profundamente hasta que el frío hirió mis pulmones; me sentí agradecida por el aire helado y blanco. Ahora, comprendí los ramos. Era gente honesta y decente que trataba de luchar contra el mal con flores; la buena lucha, bajo el estandarte de los ramos. Recordé el camino a Dunblane, cubierto de juguetes de peluche. Jamás hasta entonces había entendido por qué alguien creería que la familia de un niño que ha muerto a causa de los disparos de otra persona querría ver un peluche en el lugar en que había caído. Ahora sí lo entendí; contra el sonido de los disparos, mil peluches llenos de compasión apagaban un poco la reverberación del horror. «La humanidad no es así, no somos así. El mundo no es solo así», decían las ofrendas.
Empecé a leer las tarjetas. Algunas de ellas eran ilegibles, porque estaban empapadas de nieve y la tinta se deshacía sobre el papel mojado. Reconocí el nombre de Kasia en una de ellas; había dejado un osito con el nombre de «Xavier» escrito con letra infantil y enorme, y un corazón puntuando la i, cruces en lugar de besos, círculos para los abrazos. La esnob que aún vivía en mí reparó en su mal gusto, pero también me conmoví, y me sentí culpable por mi reacción. Decidí buscar su número de teléfono cuando llegase a casa para agradecerle el detalle.
Recogí algunas tarjetas y notas, las que todavía podían leerse, y me las llevé. Nadie sino mamá o yo querría leerlas. Mientras las guardaba en mis bolsillos vi a un hombre de mediana edad con un perro labrador a poca distancia; el perro llevaba correa. Sostenía en su mano un ramillete de crisantemos. Le recordé, de la tarde en que te encontraron, observando la actividad policial; el perro también pugnaba por huir, entonces. Estaba vacilando; quizá esperaba que yo me alejase del edificio para acercarse y depositar su ramo. Me acerqué a él. Llevaba un sombrero de tweed y una chaqueta Barbour, como un caballero inglés que debería estar paseando por su propiedad en el campo y no en un parque de Londres.
—¿Era usted amigo de Tess? —pregunté.
—No, ni siquiera sabía cuál era su nombre hasta que lo vi por televisión —respondió—. Solamente solíamos saludarnos al pasar, eso es todo. Cuando uno se cruza con alguien frecuentemente, se empieza a formar algún tipo de conexión. Pequeña, por supuesto, más parecido a reconocerse mutuamente. —Se sonó la nariz—. En realidad, no tengo ningún derecho a sentirme mal, es absurdo, lo sé. ¿Y usted, la conocía?
—Sí.
No me importaba lo que dijera el sargento detective Finborough. Yo sí te conocía. El Caballero Inglés vaciló, inseguro de la etiqueta que uno debe seguir cuando mantiene una conversación al lado de un montón de homenajes florales.
—¿Se ha ido el policía ya? Dijo que pronto quitarían el cordón, ahora que ya no es una escena del crimen.
Por supuesto que ya no lo era, porque la policía había decidido que te habías suicidado. El Caballero Inglés parecía estar esperando una reacción; insistió un poco más.
—Bueno, si la conocía usted entonces ya sabrá lo que tienen previsto, mucho mejor que yo.
Quizá le gustaba hablar de esto. La sensación de las lágrimas asomando en los ojos no es desagradable. El terror y la tragedia a una distancia prudencial son sensaciones estimulantes, incluso excitantes, porque te permiten sentir un dolor y una tragedia que no son los tuyos. El Caballero Inglés podía decirle a la gente, y sin duda lo hacía, que estaba implicado en todo aquello, un poco, como un actor secundario del drama principal.
—Soy su hermana.
Sí, utilicé el presente. El mero hecho de que estés muerta no hace que deje de ser tu hermana, nuestra relación no ha quedado atrapada en el pasado, o de otro modo ahora no estaría sintiendo tanto dolor, en tiempo presente. El caballero me miró, atónito. Creo que esperaba que yo también estuviera a una distancia emocional prudencial.
Me alejé.
La nieve, que caía aleatoriamente, con enormes y suaves copos, se volvió más densa y furiosa. Vi que el muñeco de nieve de los niños estaba desapareciendo, devorado por la nueva capa de nieve. Decidí salir por otra puerta, porque el recuerdo de cómo había salido la primera vez estaba demasiado en carne viva como para volver a recorrer el mismo trecho.
Cuando me acerqué a la Serpentine Gallery, empezó a nevar aún con más fuerza, asfixiando a los árboles y a la hierba con un manto blanco. Pronto tus flores y los ositos de Xavier quedarían cubiertos de nieve, invisibles. Tenía los pies húmedos y casi sin sensibilidad, y la mano que no estaba protegida por un guante me dolía de frío. El acre sabor del vómito permanecía en mi boca. Pensé en entrar en la galería para ver si había una cafetería dentro donde beber un poco de agua. Pero cuando me acerqué al edificio vi que estaba a oscuras, y que las puertas estaban cerradas con cadenas. Había una nota en la ventana que decía que la galería no volvería a abrir hasta el próximo mes de abril. Simon no podía haberse reunido contigo allí. Era la última persona que te había visto viva, y había mentido. Su mentira siguió entonando una melodía en mi cabeza, como acúfenos, el único sonido que la nieve no conseguía apagar.
Recorrí Chepstow Road de vuelta a tu piso, con el móvil en la mano llamando al sargento detective Finborough, con mis bolsillos llenos de las tarjetas que te habían puesto al lado de los ramos y los peluches. De lejos vi a Todd fuera, paseando en cortas y ansiosas zancadas. Mamá ya había cogido el tren de regreso a su casa. Me siguió al interior del apartamento, alternando su ansiedad entre el alivio y el enojo.
—Intenté llamarte pero estaba comunicando.
—Simon mintió sobre Tess y la Serpentine Gallery. Tengo que decírselo al sargento detective Finborough.
La reacción de Todd, o mejor dicho su falta de ella, debería haberme preparado para la del sargento Finborough. Pero justo entonces se puso al teléfono, y le conté lo de Simon.
Su voz sonaba paciente, incluso amable.
—Quizá Simon solo quería quedar bien.
—¿Mintiendo?
—Diciendo que habían quedado en la galería. —No podía creer que el sargento detective Finborough estuviera excusándole. Continuó—: Hablamos con Simon, cuando descubrimos que había estado con ella ese día. Y no tenemos motivos para pensar que estuviera implicado en su muerte.
—Pero mintió sobre el lugar en que se encontraron.
—Beatrice, creo que debería intentar…
Repasé todos los clichés que imaginaba estaba a punto de utilizar: tenía que «salir adelante», «pasar página», «dejarlo atrás», incluso tal vez un toque de subordinadas florituras como «aceptar la realidad y seguir con mi vida». Le interrumpí antes de que ninguno de esos clichés cobrara forma verbal.
—¿Usted vio el lugar dónde murió, verdad?
—Sí, lo vi.
—¿Cree que alguien desearía morir allí?
—No creo que se trata de una cuestión de deseo.
Por un momento, pensé que había empezado a creerme, pero luego comprendí que estaba culpando a tu estado mental de tu muerte. Como un obsesivo compulsivo, al que no le queda más remedio sino repetir la misma tarea cientos veces, una mujer con depresión posparto se deja llevar por la marea mental de su locura hasta una autodestrucción inevitable. Una mujer joven con amigos, familia, talento y belleza que es encontrada muerta despierta sospechas. Incluso a pesar de la muerte de su bebé, el final de su vida está marcado con un punto de interrogación. Pero con la psicosis en la lista de adjetivos supervivientes, se borra ese punto de interrogación. El asesino goza de una coartada mental, y la víctima es acusada de su propia muerte.
—Alguien la obligó a ir a ese lugar horrible y allí la mató.
El sargento detective Finborough aún era paciente conmigo.
—Pero es que no había nadie que tuviera motivos para matarla. Sabemos que no fue un crimen sexual, gracias a Dios, y no hay señales de robo. Y cuando investigamos su desaparición, no pudimos encontrar a nadie que quisiera hacerle daño; de hecho fue más bien al revés.
—¿Me promete que al menos volverán a hablar con Simon?
—No veo qué sacaríamos con eso.
—¿Es porque Simon es hijo de un ministro?
Le arrojé la sospecha, en un intento de hacer que cambiara de opinión, de avergonzarle para que hiciera lo que yo quería.
—Mi decisión de no interrogar de nuevo a Simon Greenly se debe a que no será de ninguna utilidad.
Ahora que le conozco mejor, sé que utiliza un lenguaje formal cuando se siente presionado emocionalmente.
—Pero sabe que el padre de Simon es el parlamentario y ministro Richard Greenly, ¿verdad?
—No creo que esta conversación nos lleve a ninguna parte. Quizá…
—No vale la pena correr ese riesgo por Tess, ¿no es cierto?
* * *
El señor Wright me ha servido un vaso de agua. Cuando le he descrito los lavabos, me han venido náuseas. Le he contado lo de la mentira de Simon, y mi llamada al sargento detective Finborough. Pero no le he dicho que mientras hablaba con él, Todd colgó mi abrigo, sacó las tarjetas de los bolsillos y las puso a secar cuidadosamente; y que en lugar de pensar que era un gesto amable, cada tarjeta húmeda que alisaba se me antojaba una crítica; y que sabía que estaba de parte del sargento detective Finborough, aunque solo oía mi parte de la conversación.
—Entonces, después de que el sargento detective Finborough le dijera que no pensaba interrogar de nuevo a Simon, ¿decidió hablar con él usted misma? —pregunta el señor Wright. Creo detectar una sombra de diversión en su voz; no me sorprendería.
—Sí, empezaba a acostumbrarme.
Y pensar que solamente ocho días antes, mientras aterrizaba en Londres, había sido una persona que siempre evitaba las confrontaciones. Pero comparadas con la sangrienta brutalidad de tu muerte, los enfrentamientos con palabras parecían inofensivos y un poco triviales. ¿Por qué habían logrado intimidarme, asustado incluso, antes? Parecía tan cobarde, tan ridículo, ahora.
* * *
Todd salió a por una tostadora. («No puedo creer que tu hermana pusiera las tostadas en el horno»). Nuestra tostadora en Nueva York tenía función de descongelado y un modo de calentamiento de croissants que utilizábamos de vez en cuando. En la puerta, se giró hacia mí.
—Pareces agotada.
¿Estaba preocupado por mí o me criticaba?
—Ayer noche te dije que deberías tomar las pastillas para dormir que te compré.
Me criticaba.
Se fue a por la tostadora.
No le había explicado por qué no podía tomar pastillas para dormir; porque me hubiera sentido como si te estuviera borrando cobardemente, incluso durante unas pocas horas. Tampoco pensaba decirle que ahora iría a ver a Simon, porque se habría sentido obligado a detenerme por actuar de forma tan «impulsiva y ridícula».
Conduje hasta el barrio donde vivía Simon; encontré su dirección en un post-it en tu libreta de direcciones, y aparqué frente a una mansión de tres pisos en Kensington. Simon me abrió y subí hasta el ático. Cuando abrió la puerta, apenas le reconocí. Su suave carita de adolescente estaba tensada y rígida; su barba de diseño había empezado a convertirse en palabras mayores.
—Me gustaría que hablásemos de Tess.
—¿Por qué? Pensaba que la conocía mejor que nadie.
Su voz rebosaba celos.
—Tú también estabas unido a ella, ¿verdad?
—Ajá.
—Entonces, ¿puedo pasar?
Dejó la puerta entreabierta y le seguí hasta un salón enorme y opulento. Debía ser la residencia londinense de su padre cuando no estaba en su circunscripción. En una pared, a lo largo de toda la sala de estar, había una inmensa pintura de una prisión. Al fijarme, me di cuenta de que en realidad era un collage; una prisión hecha de miles de fotografías del tamaño del pasaporte de caritas de bebé. Era fascinante y repulsivo.
—La galería está cerrada hasta abril. No es verdad que te reunieras allí con Tess.
Se encogió de hombros; al parecer, no estaba preocupado.
—¿Por qué me mentiste? —dije.
—Simplemente me gustaba la idea, eso es todo —replicó—. Hacía que nuestro encuentro pareciera una cita. La Serpentine Gallery es el tipo de sitio que Tess escogería para una cita.
—Pero no lo fue, ¿verdad?
—¿Qué importa ahora, si reescribo un poco nuestra historia? ¿Si lo convierto en lo que me hubiera gustado que fuera? Le pongo un toque de fantasía, no hay nada malo en ello.
Tenía ganas de gritarle, pero no sería de utilidad, excepto por la gratificación instantánea de poder expresar mi ira hacia él.
—¿Entonces, por qué quedaste con ella en el parque? Debía hacer un frío de mil demonios.
—Fue Tess quien quiso ir al parque. Dijo que necesitaba salir al exterior. Que se estaba volviendo loca encerrada entre cuatro paredes.
—¿«Loca»? ¿Utilizó esa palabra?
Jamás te había oído decir algo así. Aunque no paras de hablar, escoges con cuidado tus palabras, y eres patrióticamente inglesa acerca del vocabulario que utilizas. Siempre te metes conmigo porque suelto americanadas.
Simon cogió una bolsita de terciopelo de una armario con puertas de cristal.
—Quizá mencionó que se sentía encerrada, o claustrofóbica. No me acuerdo.
Eso era más probable.
—¿Te dijo por qué quería verte? —pregunté.
Jugueteó con el papel de liar tabaco sin decir nada.
—¿Simon…?
—Solamente quería pasar un rato conmigo. Jesús, ¿tanto le cuesta entender eso?
—¿Cómo descubriste que había muerto? —pregunté—. ¿Te lo dijo algún amigo? ¿Te contaron que tenía cortes en el interior de los brazos, en las muñecas?
Quería empujarle a las lágrimas, porque sé que el llanto disuelve en humedad salada las defensas que construimos alrededor de las cosas que queremos callar.
—¿Te dijeron que se pasó allí cinco noches, sola, en un edificio asqueroso de viejos lavabos abandonados?
Las lágrimas acudieron a sus ojos y cuando habló su voz sonaba más baja de lo habitual.
—El día que me encontró frente a su apartamento. Esperé, al otro lado de la esquina, hasta que usted se fue. Luego la seguí, con mi moto.
Recordé vagamente el sonido de una moto acelerando cuando me fui hacia Hyde Park. No había reparado más en ello.
—Esperé, durante horas, frente a las puertas del parque. Estaba nevando —continuó Simon—. ¿Se acuerda de que yo ya estaba prácticamente helado? La vi salir con esa mujer policía. Vi la camioneta con cristales tintados. Nadie me dijo nada. Yo no era familiar de Tess.
Ahora lloraba sin disimulos, ni hacer ningún esfuerzo por detener las lágrimas. Me pareció repulsivo, como su arte.
—Más tarde, salió en las noticias de la noche —prosiguió—. Muy corto, solo dijeron que habían encontrado a una mujer joven muerta en unos lavabos en Hyde Park. Enseñaron la foto de su carnet de estudiante. Así me enteré de que había muerto.
Tuvo que limpiarse la nariz y los ojos, y entonces pensé que había llegado el momento de interrogarlo.
—Entonces, ¿por qué quería verte, en realidad?
—Dijo que estaba asustada y que quería que la ayudara.
Las lágrimas habían funcionado como yo pensaba; desde esa primera noche en el internado, cuando me vine abajo y admití a la profesora responsable del turno de noche que no echaba de menos mi casa ni a mi madre, sino a mi papá.
—¿Te contó por qué estaba asustada? —pregunté.
—Dijo que recibía amenazas telefónicas.
—¿Dijo quién la llamaba?
Sacudió la cabeza negativamente. Y de repente, me pregunté si sus lágrimas eran verdaderas o si, como las del proverbial cocodrilo, eran despiadadas y sin el menor remordimiento.
—¿Por qué crees que te escogió, Simon? ¿Por qué no llamó a algún otro amigo? —pregunté.
Ya no lloraba. Se encerró en sí mismo.
—Estábamos muy unidos.
Quizá percibió mi escepticismo, porque su tono se transformó, herido y furioso.
—Es más fácil para usted, es su hermana, tiene derecho a llorarla. La gente espera que esté destrozada. Pero yo ni siquiera puedo decir que era mi novia.
—No te llamó, ¿verdad? —pregunté.
Guardó silencio.
—Tess jamás se habría aprovechado de lo que sentías por ella.
Trató de encender su porro pero le temblaban los dedos y no pudo hacer funcionar el encendedor.
—¿Qué pasó realmente?
—La llamé un montón de veces, pero siempre tenía el contestador puesto, o comunicaba. Pero esta vez sí contestó. Dijo que necesitaba salir del apartamento. Le sugerí el parque y aceptó. No sabía que la Serpentine Gallery estaría cerrada. Me había imaginado que podríamos vernos allí. Cuando nos encontramos en el parque, me preguntó si podía quedarse en mi apartamento. Dijo que necesitaba estar con alguien las veinticuatro horas del día. —Hizo una pausa, enfadado—. Dijo que era la única persona de la facultad que no tenía un empleo a tiempo parcial.
—¿Las veinticuatro horas del día?
—A todas horas. No recuerdo su expresión exacta. Jesús, ¿qué importa eso ahora? —Importaba porque eran los sellos que autentificaban lo que él me estaba contando—. Estaba asustada y me pidió ayuda, porque le convenía.
—Entonces, ¿por qué la dejaste sola?
Pareció sentirse atacado por la pregunta.
—¿Qué?
—Dices que ella quería quedarse contigo, ¿no? Entonces, ¿por qué no aceptaste?
Finalmente había logrado encenderlo y le dio una larga calada.
—De acuerdo. Le dije lo que sentía por ella. Cuánto la quería. Se lo dije todo.
—¿Le hiciste proposiciones?
—No fue así.
—¿Y ella te rechazó?
—Enseguida. No me doró la píldora. Dijo que esta vez no se veía capaz de ofrecerme que fuéramos amigos «de forma creíble».
Su monstruoso ego había arrasado con el menor atisbo de piedad por ti, por tu dolor, y le había convertido en la víctima. Pero mi furia era más fuerte que su ego.
—Te pidió ayuda y tú trataste de aprovecharte de que necesitaba protección.
—Era ella la que quería aprovecharse de mí; fue al revés.
—Así que aceptó quedarse contigo.
No contestó, pero yo podía adivinar lo que venía después.
—Pero sin condiciones ni compromisos, ¿verdad?
Siguió sin decir nada.
—Y tú no pensabas permitir eso.
—¿Para que me castrara?
Por un instante solo me quedé mirándole, demasiado asombrada por su crudo egoísmo como para contestarle. Pensó que no le entendía.
—El único motivo por el que aceptó estar conmigo fue porque estaba aterrorizada. ¿Cómo cree que me hizo sentir eso?
—¿Aterrorizada?
—Bueno, exagero, quería decir…
—Antes era «asustada», ¿y ahora «aterrorizada»?
—Vale, de acuerdo. Dijo que creía que un hombre la había seguido hasta el parque.
Me obligué a que mi voz sonara neutral.
—¿Te dijo si le conocía?
—No, y lo busqué. Incluso fui hacia los arbustos, y me manché de nieve y de mierda de perro. No había nadie.
—Tienes que ir a la policía. Habla con un oficial, el sargento detective Finborough. Está en la comisaría de Notting Hill, te daré su número.
—No tiene sentido. Ella se suicidó. Lo dieron en las noticias.
—Pero tú estabas ahí. Sabes más que la tele, ¿no es cierto? —Le estaba hablando como lo haría con un niño, tratando de halagarle, convencerle, ocultar mi desesperación—. Ella te habló de un hombre que la seguía. Tú sabes que estaba asustada.
—Probablemente lo del hombre que la seguía no era más que una ilusión paranoica. Dijeron que la psicosis posparto hace que las mujeres se vuelvan locas de atar.
—¿Quién dijo eso?
—Seguramente la tele.
Debió darse cuenta de lo débil que sonaba eso. Me miró, despreocupado.
—Bueno, vale. Papá lo averiguó para mí. Casi nunca le pido nada, así que cuando lo hago…
No siguió, como si ya no le importara completar la frase. Dio un paso hacia mí y el olor de su loción para después del afeitado me llegó, acre en aquel piso abiertamente cálido. Volví a recordar con precisión la primera vez que le había visto, sentado en los peldaños y en la nieve frente a tu apartamento, sosteniendo un ramo, oliendo igual a pesar del aire helado. Entonces no me había fijado, pero ¿por qué traía flores y se había puesto loción, si tú solo le habías ofrecido el premio de consolación de tu amistad? ¿Y por qué ahora, cuando yo sabía que tú le habías rechazado sin tapujos?
—El día que te encontré esperándola llevabas un ramo en la mano. Y olías a loción para después del afeitado.
—¿Y qué?
—Pensaste: vuelvo a intentarlo. ¿No es cierto? Quizá para entonces ya estaría lo bastante desesperada como para aceptar tus condiciones.
Se encogió de hombros, sin que sus acciones le parecieran mal. Había sido un niño mimado desde que nació; le habían dado tanto que se había convertido en lo que era, en lugar de la persona que una vez tuvo el potencial de ser.
Le di la espalda y observé el enorme collage de caras de bebé que formaban la imagen de una prisión. Parpadeé, asqueada, y me dirigí a la puerta.
Cuando la abrí, sentí lágrimas en mis mejillas antes de comprender que estaba llorando.
—¿Cómo pudiste dejarla allí?
—No fue culpa mía que se matara.
—¿Hay algo que sea culpa tuya, alguna vez?
* * *
Vuelvo a estar con el señor Wright, todavía con el olor de Simon y su apartamento grabados en mi memoria. Agradezco las ventanas abiertas, el ligero aroma de la hierba recién cortada que nos llega desde el parque.
—¿Le contó a la policía lo que Simon le había dicho? —pregunta el señor Wright.
—Sí, hablé con un subordinado del sargento Finborough. Fue muy educado pero supe que no serviría de nada. El hombre que la seguía era su asesino, pero también podía haber sido fruto de su supuesta paranoia. Los hechos que señalaban un asesinato también podían respaldar el diagnóstico de psicosis.
El señor Wright mira su reloj. Las cinco y cuarto.
—¿Le parece si lo dejamos por hoy?
Asiento. En el fondo de mi garganta y de mi nariz permanece el recuerdo de las partículas de marihuana y loción, así que me siento agradecida cuando salgo al exterior y respiro aire fresco y puro.
Cruzo el parque de St. James y me subo a un autobús hasta el Coyote. Sé que sientes curiosidad por saber cómo he llegado a trabajar aquí. Al principio fui para hacerle preguntas a tus compañeras de trabajo, esperando encontrar alguien que me diera una pista sobre tu muerte. Pero nadie podía ayudarme, porque no te habían visto desde el domingo antes de que tuvieras a Xavier, y no sabían mucho de tu vida fuera del Coyote. Mientras, mi jefe en Estados Unidos había tenido, lamentándolo mucho, que «dejarme marchar» y yo no tenía ni idea de cuándo volvería a trabajar. Sabía que la parte que me tocaba de la hipoteca del piso de Nueva York pronto acabaría con todos mis ahorros. Necesitaba ganarme la vida, así que regresé al Coyote y le pedí trabajo a Bettina.
* * *
Llevaba mi único traje limpio, un exquisito conjunto MaxMara con pantalones, y Bettina pensó que estaba bromeando cuando se lo dije, pero luego comprendió que lo decía en serio.
—Está bien. Me hace falta una persona más, dos turnos los fines de semana, y tres durante la semana. Puedes empezar esta noche. Seis libras la hora, más cena gratis, que cocinaré yo, si haces un turno que dure más de tres horas.
Debí poner cara de sorpresa, al ver que me ofrecía trabajo tan rápido.
—La verdad es que me gustas —dijo Bettina. Se echó a reír al ver mi expresión de horror—. Lo siento, no he podido resistirlo.
Su risa ante mi facilidad para escandalizarme me recordó a ti; no había crueldad en ello.
Mientras terminaba mi turno esa noche, pensé que la razón de que necesitara una persona adicional para varios turnos era que tú habías muerto, claro. Pero hace poco descubrí que otra persona ya te había sustituido; es decir, que me contrató por lealtad hacia ti y porque se apiadó de mí.
* * *
Llego a casa desde el Coyote casi a medianoche, y para entonces no espero que haya casi periodistas. Es demasiado tarde y en cualquier caso, después del frenesí de los últimos días, seguramente ya habían conseguido todas las fotografías y fragmentos de vídeo que necesitaban. Pero me había equivocado: al acercarme, veo una nube de gente, con enormes focos brillando, y en el centro está Kasia. Se ha quedado en casa de una amiga durante dos días, hasta que pensé que el ataque de los periodistas se reduciría lo suficiente como para que pudiera volver. Ahora vive conmigo, y creo que eso te gustaría aunque sientas curiosidad por saber cómo hemos logrado instalarnos en tu diminuto apartamento.
Bueno, pues ella se ha quedado con tu cama y yo el sofá del salón, un futón que abro cada noche; así nos las arreglamos.
A medida que me acerco más, contemplo su expresión tímida, ansiosa frente a la atención que despierta y también cansada. Siento que me invade una poderosa ola de sentimiento protector hacia ella, y espanto a los fotógrafos y periodistas.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando? —le pregunto.
—Horas.
Para Kasia, eso quizá quiere decir un poco más de diez minutos.
—¿Qué ha pasado con tu llave?
Se encoge de hombros, avergonzada.
—Lo siento.
Siempre anda perdiendo cosas, y en esto me recuerda a ti. A veces su despiste me parece enternecedor. Esta noche, tengo que admitir que me siento algo irritada. (Las viejas costumbres tardan en cambiar, y para ser justos, estoy muy cansada después de una larga sesión en la fiscalía y un turno de camarera; ahora tengo a la prensa enfocándome con sus cámaras para lo que imagino debe ser una fotografía de un momento conmovedor).
—Venga, tienes que comer algo.
Dará a luz en una semana, y no debe pasar mucho tiempo sin comer. Se marea, y estoy segura de que eso no es bueno para el bebé.
Le paso el brazo por los hombros y la acompaño al interior del apartamento; el coro de cámaras entona su melodía de clics al unísono.
Mañana, los artículos que se publicarán con mi foto abrazando a Kasia hablarán de cómo la he «salvado». Utilizan palabras así cuando escriben, como «salvar» o «deberle la vida»; son palabras de cómic, que corren el riesgo de convertirme en alguien que lleva mallas bajo la ropa de civil y cambia de traje y de personalidad en una cabina telefónica, y a quien le salen telarañas de las muñecas. Escribirán que no llegué a tiempo de salvarte a ti (no me cambié de ropa lo bastante rápido en esa dichosa cabina) pero que, gracias a mí, Kasia y su bebé vivirán. Como todos nosotros, los lectores quieren un final feliz. Pero ésa no es mi historia. Y mi final fue un cabello atrapado en una cremallera.