Mientras conducía de vuelta a tu piso por carreteras heladas y precarias, Todd me llamó para decirme que iba a coger un vuelo para Heathrow, y que aterrizaba al día siguiente. La idea de que fuera a llegar hacía que la carretera fuera un poco más segura.
A la mañana siguiente, en la barrera de llegadas, no le reconocí cuando apareció, como si mis ojos estuvieran escaneando a los aterrizados en busca de otra persona, ¿de un Todd idealizado, quizá? Cuando le vi, parecía más delgado de lo que le recordaba, un poco más pequeño. Lo primero que le pregunté fue si había llegado alguna carta tuya, pero no había nada.
Trajo una maleta con ropa para mí con todo lo que él creyó que necesitaría, incluyendo un traje apropiado para tu funeral y la receta de mi médico para los somníferos. Esa primera mañana, y desde entonces en adelante, se aseguró de que comiera adecuadamente. Sé que esta descripción de él, de nosotros, parece algo desconectada, pero así me siento.
Era mi cuerda de seguridad. Pero no detenía mi caída, todavía.
* * *
He omitido la llegada de Todd pero le he contado al señor Wright mi enfrentamiento en el porche de Emilio y el rato que pasé hablando con su esposa en su jardín.
—Sabía que Emilio tenía un motivo para matar a Tess: si se descubría que había sido su amante, corría el riesgo de perder su trabajo y, posiblemente, su matrimonio. Ahora también sabía que era capaz de vivir con una mentira. Y de retorcer la verdad hasta darle la forma que quisiera. Incluso delante de mí, su hermana, había afirmado que Xavier solo era la fantasía de una estudiante obsesionada.
—¿Y usted creyó la coartada que la señora Codi le dio a su marido?
—En aquel momento sí. Ella me gustó. Pero más tarde, pensé que quizá había optado por mentir para protegerle a él, a su hija y a su futuro bebé. Pensé que antepondría el bienestar de sus hijos frente a todo, y que por ellos no querría que su padre fuera a la cárcel. Y también que la niña era el motivo por el cual no había dejado a Emilio al descubrir que él la engañaba.
El señor Wright estudia un documento que tiene delante.
—¿No le dijo a la policía que había hablado con el matrimonio Codi?
El papel que está mirando debe ser el registro de mis llamadas a comisaría.
—No. Dos días más tarde, el sargento detective Finborough me dijo que Emilio había presentado una denuncia formal a su jefe, el inspector Haines.
—¿Por qué cree que lo hizo? —pregunta.
—No estaba segura, y en ese momento no lo pensé, porque en la misma llamada telefónica el sargento detective Finborough dijo que habían llegado los resultados de la autopsia. Me sorprendió que los tuvieran tan rápido pero me dijo que siempre intentan terminar pronto para que la familia pueda celebrar el funeral.
Siento que tuvieran que cortar tu cuerpo de nuevo. El juez de instrucción lo solicitó, y no pudimos hacer nada al respecto. Pero no creo que te importe. Siempre has sido pragmática acerca de la muerte, no te ha importado nunca el cuerpo que queda atrás. Cuando Leo murió, mamá y yo nos abrazamos a su cuerpo sin vida, engañándonos con la ilusión de que aún estábamos aferradas a Leo. Con apenas seis años de edad, tú te apartaste. Siempre te compadecí por tu valentía.
En cambio yo, por el contrario, siempre he sido reverencial. Cuando encontramos a Thumbelina muerta en su caseta, tú la tocaste con tus esbeltos dedos de niña de cinco años, para descubrir qué tacto tenía la muerte, incluso mientras llorabas. En cambio, yo la envolví en un pañuelo de seda, creyendo con toda la solemnidad de mis diez años que un cuerpo muerto tiene un valor infinito. Aún puedo escuchar tu risa por cómo hablé de una conejita; el hecho es que siempre pensé que el cuerpo era algo más que un recipiente para el alma.
Pero la noche que te encontraron, esa noche sentí con fuerza que tú abandonabas tu cuerpo, como si un vórtice aspirara todo lo que tú eras. Era como si estuvieras siguiendo las nubes de gloria de Wordsworth, pero en la dirección opuesta. Quizá la imagen acudió a mi mente al ver el póster de la pintura de Chagall que tenías en la cocina, esa gente etérea elevándose hacia el cielo, pero fuera lo que fuera, yo sabía que tu cuerpo ya no contenía ningún fragmento de ti.
El señor Wright me está mirando y me pregunto cuánto tiempo me he quedado callada.
—¿Cuál fue su reacción ante la autopsia?
—Es extraño, pero no me importó lo que pasó con su cuerpo —digo, porque he decidido que no hablaré de Chagall y de las nubes de gloria. Pero sí confiaré un poco en él—: El cuerpo de un niño es gran parte de lo que son; quizá porque podemos abrazar una criatura. Podemos abarcarla completamente. Pero cuando nos hacemos mayores, somos demasiado grandes para que nos abracen completamente, y por eso nuestro cuerpo ya no nos define.
—Cuando le pregunté sobre su reacción a la autopsia, me refería al informe. A lo que descubrieron.
Me siento avergonzada, pero contenta de haberme guardado lo de Chagall para mí misma. Su rostro se suaviza cuando me mira.
—Me alegro de no haber sido claro.
Aún me siento bastante ridícula, pero le devuelvo la sonrisa, un primer paso tentativo para reírme de mí misma. Y creo que yo sabía, en realidad, lo que quería que comentara. Pero igual que opté por preguntarle al sargento detective Finborough por qué habían hecho la autopsia tan deprisa, también pospongo el resultado con el señor Wright. Ahora tengo que enfrentarme a ello.
Más tarde, ese mismo día, el sargento detective Finborough vino al apartamento con el informe de la autopsia, para darme los resultados personalmente.
Dijo que prefería hacerlo en persona y pensé que era muy amable.
* * *
Desde la ventana de tu saloncito observé al sargento detective Finborough bajar las escaleras hasta la puerta, y me pregunté si caminaba lentamente porque los peldaños estaban resbaladizos a causa del hilo o porque no tenía ganas del encuentro que se avecinaba. Detrás de él vi a la agente Vernon, que llevaba zapatos cómodos y le permitían bajar la escalera con seguridad, mientras con una mano enguantada se agarraba a la barandilla, por si acaso; una mujer sensata que tenía niños en casa a los que después iría a cuidar.
El sargento detective Finborough entró en tu saloncito pero no se sentó ni se quitó el abrigo. Yo había intentado sangrar tus radiadores, pero en tu apartamento aún hacía un frío incómodo.
—Estoy segura de que se sentirá aliviada al saber que el cuerpo de Tess no mostraba señales de agresión sexual.
Que te hubieran violado había sido una angustia sin articular, una corrosión abyecta que traté de mantener más allá de las fronteras de mi imaginación. Sentí alivio al escucharle, como si fuera una emoción física.
El sargento detective Finborough continuó:
—Ahora sabemos definitivamente que murió el jueves, veintitrés de enero.
Confirmó lo que yo ya sabía, que jamás habías salido del parque después de verte con Simon.
—La autopsia muestra que Tess murió a causa de la pérdida de sangre por las heridas de sus brazos —siguió el sargento Finborough—. No hay señales de lucha. No hay motivos para pensar en la participación de ninguna otra persona.
Tardé un momento en procesar el significado de sus palabras, como si estuviera traduciendo un idioma extranjero a mi propia lengua.
—El juez de instrucción ha emitido un veredicto de suicidio —dijo.
—No. Tess nunca se habría matado.
La expresión del sargento Finborough era amable.
—En circunstancias normales, estoy seguro de que tiene usted razón, pero éstas no eran circunstancias normales, ¿verdad? Tess no solo sufría el dolor natural a causa de lo sucedido, sino una profunda depresión…
Le interrumpí, furiosa porque se atreviera a decirme algo sobre ti, cuando en realidad no te conocía.
—¿Alguna vez ha visto morir a alguien de fibrosis quística? —pregunté. El sargento Finborough sacudió la cabeza, y parecía que iba a decir algo, pero intervine—: Fuimos testigos de cómo nuestro hermano luchaba por respirar, sin poder ayudarle. Trató de vivir denodadamente, pero se ahogaba en sus propios fluidos y nosotras no podíamos hacer nada. Cuando uno ha visto un ser querido luchar por vivir, tan duro, y sin lograrlo… Se aprende a valorar la vida, y nunca haríamos nada por desprendernos de ella.
—Como he dicho, en circunstancias normales, estoy seguro de que…
—En cualquier circunstancia.
Mi ataque emocional no había hecho mella en su certidumbre. Tendría que convencerle con lógica; con una argumentación fuerte y masculina.
—¿No cree que hay una conexión entre su muerte y las llamadas amenazadoras que estaba recibiendo?
—Su psiquiatra dijo que esas llamadas, con toda probabilidad, eran imaginaciones de su hermana.
Le miré, asombrada.
—¿Cómo?
—Nos dijo que estaba sufriendo una psicosis posparto.
—¿Que las llamadas eran fingidas y que mi hermana estaba loca? ¿Está diciendo eso?
—Beatrice…
—Antes habló de depresión posparto. ¿Desde cuando le diagnosticaron psicosis?
Frente a mi furia exigente, su tono era muy calmado.
—A partir de las pruebas de las que disponemos ahora, es la explicación más probable.
—Pero Amias dijo que las llamadas eran reales, cuando informó de su desaparición, ¿no es cierto?
—El nunca estuvo presente cuando recibió esas supuestas llamadas.
Pensé en si valía la pena contarle que tenías el teléfono desconectado cuando llegué. Pero eso no demostraba nada. Aún así era posible que las llamadas fueran imaginadas.
—El psiquiatra de Tess nos ha dicho que los síntomas de psicosis posparto incluyen paranoia y fantasías —continuó el sargento Finborough—. Desgraciadamente, muchas de las mujeres que pasan por eso suelen pensar en autolesionarse, y algunas lo hacen.
—Pero Tess no.
—Encontraron un cuchillo al lado de su cuerpo, Beatrice.
—¿Me está diciendo que llevaba un cuchillo?
—Uno de cocina, con sus huellas.
—¿Qué tipo de cuchillo de cocina?
No estoy segura de por qué se lo pregunté, quizá recordaba vagamente algún seminario sobre cómo el que pregunta se sitúa en una posición de autoridad. Hubo una breve vacilación antes de decir:
—Un cuchillo de cortar carne de la marca Sabatier, de unos doce centímetros.
Pero yo solo oí la palabra «Sabatier», quizá porque me distrajo de la desagradable violencia del resto de la descripción. O me llamó la atención, porque pensé lo absurdo que era que tú fueras dueña de un Sabatier.
—Tess no podía permitirse un Sabatier.
La conversación degeneraba en farsa, o a lo prosaico y trivial.
—Quizá se lo prestó una amiga —sugirió el sargento Finborough—. O fue un regalo.
—Me lo habría dicho.
La compasión suavizó su mirada de incredulidad. Yo quería hacerle entender que nosotras compartíamos todos los detalles de nuestras vidas, porque había hilos que nos entrelazaban estrechamente. Y que tú me habrías contado que tenías un cuchillo Sabatier, porque tendría el precioso valor de ser un detalle de tu vida que te conectaba directamente a la mía, nuestras vidas compartiendo útiles de cocina de primera calidad.
—Nos contábamos las pequeñas cosas, y por eso estábamos tan unidas, creo. Nos lo decíamos todo, y ella habría sabido lo mucho que me habría gustado saber que tenía un cuchillo Sabatier.
No, sé que no suena convincente.
El sargento detective Finborough me habla con voz amable pero firme, y por un breve momento me pregunto si, como los padres, la policía cree en la importancia de establecer límites.
—Comprendo lo duro que esto debe ser para usted. Y también que necesite culpar a alguien por la muerte su hermana, pero…
Le interrumpo con mi certeza sobre ti.
—La conocía desde nació. La conozco mejor que nadie. Y jamás se habría quitado la vida.
Me miró con compasión; no le gustaba hacer lo que estaba haciendo.
—Pero no le contó que su bebé había nacido muerto, ¿verdad?
No pude contestarle, su puñetazo me dobló en dos, una parte de mí que ya estaba dolida y frágil se partió. Ya me lo había dicho una vez, indirectamente, me había dado a entender que no estábamos tan unidas, pero en aquel momento también llegó la buena noticia de que quizá te habías escapado sin decírmelo. Si no estábamos unidas, si habías huido, es que estabas viva. La recompensa era inmensa. Pero esta vez ya no era así.
—Compró sellos, poco antes de morir, ¿verdad? En la oficina de correos de Exhibition Road. Así que debió escribirme una carta.
—¿Ha llegado algo?
Le había pedido a un vecino que fuera a mi apartamento cada día para comprobar el correo. Había telefoneado a nuestra oficina de correos en Nueva York y les había pedido que buscaran una carta. Pero no había nada; y para ese entonces, debería haber llegado.
—Quizá tuvo la intención de escribirme pero alguien se lo impidió.
Hasta yo me daba cuenta de lo débil que era mi argumento. El sargento detective Finborough seguía mirándome con expresión compasiva.
—Creo que Tess debió pasar por un infierno cuando su bebé murió —dijo—. Y no era un lugar donde usted pudiera acompañarla. Ni siquiera usted.
Fui hacia la cocina, saliendo disparada, como mamá solía decir, pero no fue una escapada, sino más bien la absoluta negación física de lo que me estaba diciendo. Unos minutos más tarde oí que se cerraba la puerta de la calle. No sabían que las palabras se filtraban por las rendijas de las ventanas.
La voz de la agente Vernon llegaba muy baja:
—¿No cree que eso ha sido un poco…?
No terminó la frase, o quizá yo no pude oírla.
Luego la voz del sargento detective Finborough, que sonaba triste, pensé.
—Cuanto antes acepte la verdad, antes comprenderá que no tiene la culpa de lo que ha sucedido.
Pero yo sabía la verdad, igual que la sé ahora: nos queremos, estamos unidas, no te habrías suicidado.
Un minuto después, más o menos, la agente Vernon bajó por las escaleras de nuevo, con tu mochila.
—Lo siento, Beatrice. Quería devolverle esto.
Abrí la mochila. Dentro estaba tu cartera con tu carnet de biblioteca, tu tarjeta de metro y tu carnet de estudiante; todo emblemas de tu pertenencia a una sociedad con bibliotecas y transporte público y facultades para estudiar arte, no una sociedad en la que una joven de veintiún años moría asesinada en unos lavabos abandonados, y pasaba cinco días sola antes de que su caso terminara clasificado como un suicidio.
Descosí el forro, pero no había ninguna carta para mí atrapada en su interior.
La agente Vernon se sentó en el sofá, a mi lado.
—También hay esto. —Sacó una fotografía de un sobre con el dorso de cartón, que había guardado también entre cartones. Me conmovió su cuidado, igual que cuando había doblado tu ropa para la reconstrucción—. Es una fotografía de su bebé. La encontramos en el bolsillo de su abrigo.
Tomé la Polaroid, sin comprender.
—Pero el bebé murió.
La agente Vernon asintió; como madre que era, ella sí comprendía.
—Entonces, la foto quizá era aún más importante para ella.
Para empezar, todo lo que vi en la foto al principio fueron tus brazos, mientras sostenías el bebé, con las muñecas aún sin heridas. En la foto no salía tu cara, y no me atreví a imaginarla. Aún no me atrevo.
Le miré. Sus ojos estaban cerrados, como si estuviera dormido. Tenía las cejas tan finas como si estuvieran dibujadas, una línea apenas formada e imposiblemente perfecta. Su rostro no había visto nada abyecto ni cruel ni feo en este mundo. Era hermoso, Tess. Impecable.
La foto está conmigo. La llevo a todas partes.
La agente Vernon se limpió las lágrimas para que no cayeran sobre la foto, manchándola. Su compasión no tenía dobleces. Me pregunté si alguien tan abierto podría seguir siendo policía. Trataba de pensar en otra cosa, no en tu bebé; en otra cosa que no fueras tú sosteniéndolo en tus brazos.
* * *
Tan pronto como le hablo al señor Wright de la Polaroid, me levanto abruptamente y digo que necesito ir al baño. Llego al baño de señoras y las lágrimas ruedan por mis mejillas tan pronto como la puerta se cierra tras de mí. Hay una mujer lavándose las manos, quizá una secretaria o una abogada. Quienquiera que sea, es lo bastante discreta como para no mencionar mis lágrimas, y se limita a esbozar una media sonrisa al irse, como gesto de cierta solidaridad. Tengo que decirte más cosas, pero no quiero que las oiga el señor Wright, así que mientras me quedo aquí sentada y lloro por Xavier, te contaré lo que sigue.
* * *
Una hora o así después de que la agente Vernon se fuera, mamá y Todd llegaron al apartamento. Había conducido hasta Little Hadston para recogerla en mi coche de alquiler, demostrando que era, como yo ya sabía, un perfecto y caballeroso yerno. Les conté a mamá y a Todd lo que el sargento detective Finborough me había dicho y el rostro de mamá pareció arrugarse de alivio.
—Pero yo creo que la policía se equivoca, mamá. —Vi que parpadeaba. Que no quería que siguiera hablando, pero lo hice—: No creo que se suicidara.
Mamá se encerró en su abrigo.
—¿Preferirías que la hubieran asesinado?
—Necesito saber lo que sucedió de verdad. Tú no…
Me interrumpió.
—Todos sabemos lo que sucedió. No estaba bien. El inspector nos lo dijo.
Acaba de ascender al sargento detective Finborough al rango de inspector, reforzando así su razonamiento. Detecté la nota de desesperación en su voz.
—Probablemente ni siquiera era consciente lo que estaba haciendo.
—Tu madre tiene toda la razón, cariño —intervino Todd—. La policía sabe lo que hace.
Se sentó al lado de mamá en el sofá, con ese gesto que hacen los hombres, de apartar las piernas al instalarse, ocupando el doble de espacio del necesario: en suma, siendo grande y masculino. Su sonrisa sobrevoló mi cara impenetrable y se posó en la expresión receptiva de mi madre. Sonaba incluso campechano.
—Lo mejor de todo es que ahora que han terminado con la autopsia, podremos organizar el funeral como es debido.
Mamá asintió, mirándolo agradecida, como si fuera una niña. Estaba claro que se había rendido a su actitud de hombre de la casa.
—¿Sabéis ya donde queréis que repose? —preguntó Todd.
«Que repose», como si se tratara de mandarte a la cama porque al día siguiente todo sería mejor. Pobre Todd, no era culpa suya pero sus eufemismos me irritaban. A mamá no le importaban.
—Me gustaría que la enterraran en el cementerio del pueblo. Cerca de Leo.
Por si no lo sabes ya, ahí es donde yace tu cuerpo. En mis momentos más vulnerables me imagino que tú y Leo estáis juntos en algún lugar, dondequiera que sea. La idea de que los dos os tenéis el uno al otro me hace sentir un poco menos desesperada. Pero por supuesto, si ese lugar existe, habrá una tercera persona contigo.
Quiero advertirte de que lo que viene ahora será doloroso. Saqué la foto de su protección de cartón y se la entregué a mamá.
—Es la fotografía del bebé de Tess.
Mamá no quería coger la foto; ni siquiera la miró.
—Pero si estaba muerto.
Lo siento.
—Era un niño.
—¿Por qué tenía una fotografía de él? Es macabro.
Todd trató de venir al rescate.
—Creo que ahora dejan a la gente que saque fotos de los niños como parte del proceso de duelo.
Mamá propinó a Todd una de las miradas que normalmente reserva solo para la familia. Él se encogió de hombros, como si quisiera distanciarse de una idea tan ajena y de mal gusto.
Seguí hablando, sola:
—Tess querría que enterraran a su bebé con ella.
En el apartamento, la voz de mamá sonó repentinamente alta.
—No. No pienso permitirlo.
—Es lo que ella hubiera querido.
—¿Crees que querría que todos supieran lo de su bebé ilegítimo? ¿Eso es lo que le gustaría? ¿Que su vergüenza se hiciera pública?
—Ella nunca le habría considerado una vergüenza.
—Pues debería haberlo hecho.
Era mamá con el piloto automático; cuarenta años de vida infectada por los prejuicios de la clase media inglesa.
—Si quieres, hasta podemos pedir que marquen su ataúd con la letra A de adúltera.
Todd intervino de nuevo.
—Querida, eso no es justo.
Me levanté.
—Voy a dar una vuelta.
—Está nevando.
Eran palabras dichas más bien en tono de crítica que de preocupación. Fue Todd quien así había hablado, pero podría haber sido mamá. Jamás había pasado tanto tiempo con los dos juntos antes de ese momento, y ahora empezaba a darme cuenta de lo mucho que se parecían. Me pregunté si iba a casarme con él por esa razón, en el fondo; quizá lo habitual, por negativo que sea, hace surgir sentimientos de seguridad, en lugar de desprecio. Miré a Todd. ¿Me acompañaba?
—Me quedaré aquí con tu madre, entonces.
Siempre había creído que sin importar lo que sucediera, por terrible que fuera, Todd estaría a mi lado, y yo podría aferrarme a él. Pero ahora comprendí que nadie podía ser mi cuerda de seguridad. Había caído desde que te encontraron —me había desplomado al vacío— demasiado rápido y profundamente como para que nadie pudiera detenerme. Y lo que en realidad necesitaba era alguien que se arriesgara a hundirse conmigo diez kilómetros en la sima más oscura.
* * *
El señor Wright se da cuenta de que tengo la cara hinchada, cuando entro de nuevo.
—¿Se encuentra lo bastante bien como para continuar?
—Claro que sí. —Mi voz suena animada.
Se da cuenta de que quiero seguir así y me pregunta:
—¿Le pidió al sargento detective Finborough una copia de la autopsia?
—No lo hice, en ese momento no. Acepté la palabra del sargento Finborough de que no habían encontrado ningún dato más de importancia en la autopsia, aparte de los cortes en los brazos.
—¿Y luego se dirigió al parque?
—Sí. Fui sola.
No sé porqué he añadido ese detalle. El sentimiento de que el comportamiento de Todd me había decepcionado debe seguir ahí, vivo incluso ahora, en toda su irrelevancia.
Echo un vistazo al reloj. Es casi la una.
—¿Le importaría si hacemos una pausa para comer? —digo—. He quedado con mi madre a la una y diez en un restaurante que hay aquí cerca.
—Por supuesto.
Dije que te contaría lo que había ido descubriendo a medida que avanzase —sin saltos hacia delante— pero no es justo para ti ni para mamá que me reserve lo que está sintiendo. Y como soy yo quien pone las reglas, me permito dejarlas a un lado de vez en cuando.
Llego al restaurante unos minutos antes de la hora a la que hemos quedado y por la ventana veo a mamá sentada en una mesa. Ya no lleva un peinado de peluquería y, sin el andamio de una permanente, el cabello cae lacio e inerte alrededor de su cara.
Cuando me ve, su rostro tenso se relaja. Me abraza en mitad del restaurante, sin preocuparse de que le impide el paso a un camarero que va camino de la cocina. Acaricia mi pelo (ahora está más largo) y lo aparta de mi cara. Lo sé, no parece propio de mamá en absoluto. Pero el dolor la ha despojado de todo lo que la caracterizaba, y ha dejado expuesto un ser que me resultaba muy familiar, relacionado con el rumor de un vestido en la oscuridad y con el tacto cálido de sus brazos antes de que yo aprendiera a hablar.
Pido media botella de Rioja y mamá me mirá preocupada.
—¿Estás segura de que es buena idea?
—Solo es media botella, mamá. Entre las dos.
—Es que incluso un poco de alcohol puede generar cierta depresión. Lo he leído en alguna parte.
Hay un momento de silencio y las dos nos echamos a reír, casi de verdad, porque tener depresión sería maravilloso, en comparación con el dolor de la pérdida que ambas sentimos.
—Debe ser difícil tener que recordarlo todo de nuevo —dice.
—En realidad no tanto. El abogado de la fiscalía, el señor Wright, es muy amable.
—¿Hasta dónde habéis llegado?
—Al parque. Justo después de la autopsia.
Estira la mano y coge la mía, igual que los amantes hacen por encima del mantel, sobre la mesa.
—Debería haberte impedido salir. Hacía mucho frío.
Su cálida mano encima de la mía me arranca las lágrimas. Por suerte, ahora mamá y yo vamos a todas partes con dos paquetes de Kleenex por lo menos, en los bolsillos y en el bolso, y pequeñas bolsitas de plástico para guardar los pañuelos usados. También llevo bálsamo labial y el fútil y esperanzador remedio de las flores de Bach, para cuando las lágrimas se apoderan de mí en un lugar inapropiado, como la carretera o el supermercado. Hay un montón de productos portátiles para el duelo.
—Todd debería haber ido contigo —dice, y su crítica hacia Todd es, en cierto modo, una afirmación de mi persona.
Me limpio la nariz con el pañuelo de hilo que me dio la semana pasada, uno de algodón con flores bordadas, como de niña pequeña. Dice que el algodón pica menos que los pañuelos de papel, y además es un poco más ecológico. Sé que tú apreciarías eso.
Me aprieta la mano.
—Te mereces que te amen. Que te amen como debe ser.
Si la frase viniera de alguien que no fuera mamá, sería un cliché, pero como mamá jamás ha hablado de estas cosas con nosotras, parece una idea fresca y nueva.
—Tú también —respondo.
—No estoy muy segura de valer la pena.
Esta conversación debe parecerte extraña, por lo directa que es. Yo me he acostumbrado ya, pero tú quizá no. Siempre hubo espectros en nuestras fiestas familiares, temas tabú que nadie se atrevía a nombrar, alrededor de los cuales nuestras conversaciones pasaban de puntillas, por callejones en donde no nos hablábamos. Bueno, pues ahora mamá y yo hemos desnudado por completo a estos invitados indeseables: Traición, Soledad, Pérdida, Rabia. Hablamos hasta hacer que sean invisibles, y ya no están sentados entre nosotras.
Hay una pregunta que jamás le he hecho, en parte porque estoy bastante segura de la respuesta y también porque creo que deliberadamente, jamás se ha dado la ocasión.
—¿Por qué siempre me habéis llamado por mi segundo nombre, y no por el primero? —digo.
Imagino que ella y papá, sobre todo papá, pensaron en que Arabella, un precioso nombre romántico, no encajaba conmigo desde el principio, así que optaron por un acartonado Beatrice. Pero tenía ganas de que me contara la razón.
—Pocas semanas después de que nacieras fuimos al teatro, a ver Mucho ruido y pocas nueces —responde mamá. Debe darse cuenta de mi sorpresa, porque añade—: Tu padre y yo hacíamos cosas así, antes de tener a los niños; nos íbamos durante todo el día a Londres, al cine o al teatro y volvíamos en el último tren. Beatrice es la heroína de esa obra. Es muy valiente, y habla y dice lo que le parece. Es dueña de su destino. Incluso de pequeña, el nombre te iba que ni pintado. Tu padre dijo que Arabella era demasiado flojo para ti.
La respuesta de mi madre es tan inesperada que me quedo callada, de repente. Me pregunto si, de haber sabido el motivo por el cual me llamaron Beatrice, habría intentado ser fiel al espíritu vivaz de mi tocaya, en lugar de ser una Arabella fallida, y si entonces sería hoy una valiente Beatrice. Pero aunque me gustaría, no puedo perder tiempo con esto. Solo se lo pregunté para poder formular la pregunta que de verdad quiero hacerle.
Te duele que mamá pudiera creer que eras capaz de suicidarte —después de lo de Leo— sabiendo el sufrimiento que tu muerte nos causaría. Intenté decirte, cuando te conté que se agarraba a la barandilla, que era un reflejo defensivo, pero tienes que oírlo de sus propios labios.
—¿Por qué creíste que Tess se había suicidado? —le pregunto.
Si le sorprende, no lo demuestra, y responde sin la menor vacilación:
—Porque prefiero sentirme culpable durante el resto de mi vida, que pensar ni por un instante que pasó un solo segundo de miedo.
Sus lágrimas caen sobre el mantel blanco de damasco pero no le importa la mirada curiosa del camarero, no le importan las «formas» ni el comportamiento socialmente aceptable. Es una madre, que lleva un vestido que cruje cuando se sienta en el borde de nuestra cama, y huele a crema hidratante en la oscuridad. Lo que vislumbré cuando se despojó de su vieja actitud está ahora expuesto, a la vista de todos.
Jamás supe que podía existir tanto amor, hasta que fui testigo del duelo y el dolor de mamá. Cuando sucedió lo de Leo yo estaba fuera en el internado y no pude ver lo que sucedía. Su dolor me resulta al mismo tiempo sorprendente y hermoso. Me hace tener miedo frente al hecho de ser madre, de arriesgarme a pasar por lo que ella está pasando ahora; lo que tú debiste sentir por Xavier.
Se produce un breve silencio, como una resaca procedente de un tiempo de silencios anteriores, y entonces mamá lo rompe.
—Ya sabes que el juicio no me importa demasiado. Mejor dicho, no me importa nada, en absoluto, para ser brutalmente honesta.
Me mira, para comprobar mi reacción, pero no digo nada. He escuchado lo mismo, formulado en una miríada de maneras diferentes, muchas veces. No le importan la justicia ni la venganza, solamente tú.
—Lleva ocupando los titulares varios días —anuncia orgullosa. (Creo que ya te he dicho que se siente orgullosa de la atención de los medios, ¿no?). Piensa que te mereces estar en primera página de todos los diarios, abriendo las noticias, y no solo por lo que te ha pasado sino porque todos deberían conocerte. Deberían saber de tu amabilidad, de tu calidez, de tu talento y de tu belleza. Para mamá no hay que pedir «Que se paren todos los relojes», sino «¡Adelante con las rotativas!», «¡Enciendan la televisión!», «¡Miren a mi hermosa hija!».
—¿Beatrice?
Se me nubla la visión. Solo puedo oír la voz de mamá.
—¿Cariño…? ¿Estás bien…?
La ansiedad en su voz me devuelve la conciencia. Veo su rostro preocupado y odio ser la causa de su angustia, pero el camarero aún está limpiando la mesa de al lado, así que no puede haber pasado mucho rato.
—Estoy bien. No debería haber tomado vino, eso es todo. Me marea.
En el exterior del restaurante, prometo ir a verla el fin de semana y la tranquilizo diciéndole que la llamaré esa noche, como hago todas las noches. Nos despedimos a la brillante luz del sol de primavera y la observo alejarse. Entre los oficinistas de pelo brillante y andares rápidos que vuelven de comer, el pelo gris y sin reflejos de mamá destaca por su color aburrido y su paso vacilante. Parece como si el peso del dolor la aplastara, y tuviera que encorvarse físicamente porque no es lo bastante fuerte como para soportarlo. Mientras contemplo su avance entre la multitud, me recuerda a una diminuta balsa salvavidas en medio de un mar enorme, todavía imposiblemente a flote.
Hay un límite a los golpes que puedo pedirle que soporte. Pero tú quieres saber si Xavier está enterrado contigo. Por supuesto que sí, Tess. Por supuesto. Está en tus brazos.