5

Miércoles

Llego a las oficinas de la fiscalía y veo que la señorita Secretaria Enamorada me mira fijamente. De hecho, es más preciso decir que me está escrutando. Creo adivinar que me evalúa como a una rival. El señor Wright entra apresuradamente, con un maletín en una mano y el periódico en la otra. Me sonríe abiertamente, con calidez; aún no ha desconectado de su vida privada a la profesional. Ahora sé a ciencia cierta que la señorita Secretaria Enamorada está estudiándome como a una rival, porque cuando el señor Wright me sonríe su expresión se transforma en hostilidad abierta. El señor Wright no repara en ello.

—Disculpe que la haya hecho esperar. Venga conmigo.

Mentalmente, aún está anudándose la corbata. Le sigo hasta su despacho y cierra la puerta. Noto los ojos de su secretaria al otro lado, aún observándole.

—¿Fue todo bien ayer noche? —pregunta—. Sé que esto debe ser terrible.

Antes de tu muerte, los adjetivos de mi vida eran de segunda: «estresante», «disgustado», «inquietante»; como mucho, «profundamente triste». Ahora tengo a los peces gordos: «terrible», «traumático», «devastador», y son los que forman parte del tesauro de mi yo.

—Habíamos llegado hasta el momento en que estaba en el dormitorio de Tess.

—Sí.

Ahora se ha anudado la corbata mental y nos ponemos manos a la obra de nuevo. Relee mis propias palabras: «¿Qué cojones está haciendo?».

* * *

El hombre se dio la vuelta. A pesar del frío que hacía en el piso, tenía una película de sudor en la frente. Hubo una pausa antes de que hablara. Su acento italiano era, intencionalmente o no, insinuante.

—Me llamo Emilio Codi. Siento si la he asustado.

Pero yo había sabido inmediatamente quien era. ¿Pensé que era una amenaza, a causa de las circunstancias, porque sospechaba que te había matado, o me habría parecido una amenaza igualmente? Porque a diferencia de ti, su sexualidad latina —esa masculinidad brutal, de mandíbula endurecida y físico moreno— a mi me parecía amenazadora, no atractiva.

—¿Sabe que está muerta? —pregunté, y las palabras sonaban ridiculas; un diálogo exagerado y teatral que no sabía cómo recitar. Luego recordé tu rostro sin color.

—Sí, lo vi en las noticias locales. Una tragedia terrible, terrible. —Su voz por defecto era encantadora, aunque inapropiada, y pensé que un encantamiento es una trampa—. Solo vine a buscar mis cosas. Sé que parece que tengo una prisa casi indecente, pero…

Le interrumpí.

—¿Sabe quién soy?

—Me imagino que una amiga.

—Soy su hermana.

—Lo siento. No pretendía molestar.

No podía ocultar la adrenalina que asomaba en su voz. Empezó a andar hacia la puerta pero yo le corté el paso.

—¿La mató?

Lo sé, muy directo, pero esto no era un momento Agatha Christie, cuidadosamente preparado.

—Obviamente, está muy afectada… —respondió, pero volví a cortarle.

—Usted intentó que abortara. ¿También quería que ella desapareciera?

Dejó lo que llevaba en la mano y vi que eran tus pinturas. Dijo:

—Eso no es racional, y es comprensible, pero…

—¡Fuera! ¡Fuera, joder!

Le arrojé mis gritos de feo dolor, chillándole una y otra vez hasta que se fue e incluso después. Amias llegó corriendo por la puerta abierta, con los ojos hinchados por el sueño.

—Escuché gritos.

En silencio me observó. Lo supo sin que yo le dijera nada. Su cuerpo cedió y entonces se giró, para evitarme ser testigo de su propio dolor.

Sonó el teléfono y dejé que el contestador grabara el mensaje.

—Hola, soy Tess.

Por un momento las reglas de la realidad se habían roto y estabas viva. Agarré el auricular.

—¿Cariño? ¿Estás ahí? —preguntó Todd. Lo que acababa de oír era, claro está, solo el mensaje grabado de tu contestador—. ¿Beatrice? ¿Has descolgado?

—La han encontrado en unos lavabos públicos. Llevaba allí cinco días. Completamente sola.

Hubo una pausa; la información no encajaba con sus suposiciones.

—Estaré ahí lo antes posible.

Todd era mi ancla de seguridad. Por eso le había elegido. Pasara lo que pasara, le tendría a él para sostenerme.

Miré la pila de pinturas que Emilio había dejado atrás. Todos eran desnudos tuyos. Jamás habías sido tímida como yo. Debió haberlos pintado él; en cada una de las pinturas, tu cara miraba hacia otro lado.

* * *

—¿A la mañana siguiente fue a ver al sargento detective Finborough para hablarle de sus sospechas? —pregunta el señor Wright.

—Sí. Dijo que el hecho de que Emilio se presentara de esa forma para recoger sus pinturas denotaba muy poca sensibilidad pero no tenía por qué significar nada más que eso. Me contó que el juez de instrucción iba a solicitar una autopsia y que teníamos que esperar a que llegase el informe forense, antes de formular ninguna acusación o alcanzar una conclusión.

Sus palabras eran tan ponderadas, tan controladas. Me enfurecieron. Quizá en mi volátil estado, tenía celos de su equilibrio.

—Pensé que al menos el sargento Finborough preguntaría a Emilio donde estaba el día en que Tess fue asesinada. Me dijo que hasta que no llegasen los resultados de la autopsia, no sabrían cómo había muerto.

La señorita Secretaria Enamorada entra con agua mineral, y me alegro de que nos interrumpa. Extrañamente deshidratada, me bebo el agua de golpe y me fijo en la laca de uñas rosada de sus dedos, y en que lleva una alianza. ¿Por qué solo miré la mano izquierda del señor Wright ayer? Lo siento por el señor Secretaria Enamorada que, pese a que no corre peligro de una traición sexual inminente, lleva cuernos emocionales desde las nueve de la mañana hasta las cinco y media, diariamente. El señor Wright sonríe y dice:

—Gracias, Stephanie.

Su sonrisa es inocente y no contiene ningún tono especial, pero el mero hecho de que sea tan abierta es incitante y puede malinterpretarse. Espero a que ella se vaya.

—De modo que fui a ver a Emilio Codi en persona.

Vuelvo hacia ese pasado escarpado; me aferro con más firmeza gracias a la laca de uñas rosa y a las alianzas matrimoniales.

* * *

Me fui de la comisaría con la furia chispeando a través de mi agotamiento. El sargento detective Finborough había dicho que aún no habían determinado con precisión cuál había sido el momento de tu muerte, pero yo sí lo sabía. Fue el jueves. Dejaste a Simon cerca del canal en Hyde Park ese día, tal y como dijo, pero nunca volviste a salir del parque. Ninguna otra posibilidad encajaba.

Llamé a tu facultad y una secretaria de acento seco me dijo que Emilio estaba en su casa, ocupado en la preparación de sus clases, y que no podía decirme nada más. Cuando le dije que era tu hermana, se ablandó y me dio su dirección.

Mientras conducía hacia allí recuerda nuestra conversación sobre dónde vivía Emilio.

—No tengo ni idea. Solo nos vemos en la facultad o en mi apartamento.

—¿Así que trata de ocultar algo?

—No, es que sencillamente no ha habido ocasión.

—Seguro que vive en un sitio como Hoxton. De clase media moderna, pero con el punto chic de tener gente pobre a su alrededor.

—¿Le odias, verdad?

—Con los bastantes graffitis como para que parezca una jungla urbana. Seguro que la gente como él sale de noche con aerosoles para que la zona esté bien decorada y no degenere en un feliz suburbio de clase media y de salarios medios.

—Me pregunto qué te ha hecho para merecer esto.

—Vaya, pues no caigo. Quizá sea el hecho de que se haya liado con mi hermana pequeña, la haya dejado embarazada y luego se niegue a asumir su responsabilidad.

—Por cómo lo dices, haces que yo parezca una incompetente, como si no supiera llevar mi vida.

Dejé que tus palabras flotaran en el hilo que unía nuestros dos teléfonos. Me llegó la risita de tu voz:

—Además, te has olvidado de decir que era mi profesor y que se ha propasado y abusado de su posición de autoridad.

Nunca pudiste tomarte en serio las cosas serias.

Bueno, pues descubrí el lugar donde vive, y no es Hoxton ni Brixton ni ningún otro lugar de moda donde la clase media aterriza en cuanto hay cafeterías con café con leche desnatada. Está en Richmond; en el hermoso y sensible Richmond. Y su casa no es un edificio a lo Richard Rogers, sino una joya de estilo Reina Ana, cuyo enorme jardín delantero debe costar lo que una calle o dos en Peckham. Avancé por ese impresionante jardín y llamé al aldabón de época de su puerta.

No puedes creer que lo hiciera, ¿verdad? Quizá mis acciones te parezcan extremas, pero el dolor puro y duro arrasa con la lógica y la moderación. Emilio abrió la puerta y pensé que los adjetivos que le describen son las frases al uso de la novela romántica: es endiabladamente atractivo, posee magnetismo animal. Todo adjetivos con una amenaza inscrita en ellos.

—¿La mató? —pregunté—. La última vez no contestó mi pregunta.

Trató de cerrarme la puerta, pero se lo impedí. Jamás había utilizado la fuerza física contra un hombre antes, y me sorprendí al descubrir mi propia fuerza. Todas esas clases con mi entrenador personal habían servido para algo, después de todo.

—Mi hermana le dijo a su casero que recibía llamadas amenazadoras. ¿Era usted quien la llamaba? —pregunté.

Entonces oí la voz de una mujer en el vestíbulo a sus espaldas:

—¿Emilio?

Su esposa apareció en el umbral. Aún conservo los correos electrónicos que cruzamos tú y yo sobre ella.

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

Hola. Bee, le pregunté por ella antes de que todo esto pasara, y me dijo que se casaron deprisa y corriendo y que están a gusto juntos, pero no se arrepienten. Disfrutan mutuamente de su compañía, pero la relación física entre ambos acabó hace tiempo. Ninguno de los dos tiene celos del otro, ¿estás satisfecha?

Besos, T.

De: iPhone de Beatrice Hemming

Para: tesshemming@hotmail.co.uk.

Querida T,

Qué práctico para él. Me imagino que su mujer debe tener unos cuarenta y que puesto que la naturaleza es mucho más cruel con las mujeres, ¿qué remedio le queda excepto aguantar? No me gusta.

Lol, te quiero.

Bee

PD: ¿Por qué estás utilizando la letra Coreys-Hand para los correos electrónicos? No es nada fácil de leer.

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

Querida Bee,

Avanzas por la estrecha y recia cuerda floja moral, ni siquiera vacilas, mientras yo me caigo al primer temblor. Pero sí creo en él. No hay motivo para que nadie resulte herido.

Besos,

T.

PD: Me pareció una tipografía muy amable.

PDD: ¿Sabías que Lol en inglés quiere decir que te estás riendo en voz alta?

De: iPhone de Beatrice Hemming

Para: tesshemming@hotmail.co.uk.

Querida Tess,

No me digas que eres tan inocente. ¡Espabila!

Lol y besos,

Bee

(Cuando yo pongo Lol quiere decir «lots of love» mucho amor)

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

«¿Espabila?». Lo próximo que me vas a decir es que ponga mis cosas en orden. Tienes que dejar América y volver a casa. Que tengas un día genial, cariño. Besos, T.

Había imaginado una mujer de cuarenta años cuya belleza se había marchitado mientras que su marido seguía conservando su atractivo. Había imaginado que a los veinticinco años eran iguales, pero que quince años después ya no estaban a la par. Pero la mujer del vestíbulo no tendría más de treinta años. Sus ojos eran de color azul pálido, inquietantes.

—¿Emilio, qué sucede?

Su voz era de cristal aristocrático; la casa debía ser de ella. No la miré, y dirigí mi pregunta a Emilio.

—¿Dónde estaba el pasado jueves, veintitrés de enero, el día en que asesinaron a mi hermana?

Emilio se giró hacia su mujer.

—Era una de mis estudiantes, Tess Hemming. Lo vimos ayer en las noticias, ¿recuerdas?

¿Dónde estaba yo cuando lo emitieron? ¿En la morgue todavía, contigo? ¿Arropando a mi madre? Emilio pasó el brazo alrededor de los hombros de su esposa, y su voz sonó controlada.

—Es la hermana mayor de Tess. Está pasando por momentos muy duros y ha venido… Está traumatizada.

Se disculpaba por mí, perdonándome la vida. Te estaba perdonando la vida.

—Por el amor de Dios, déjese de tonterías. Tess era su amante. Y usted me conoce porque ayer le interrumpí mientras se llevaba los cuadros que había pintado con ella como modelo del apartamento de mi hermana, ayer por la noche.

Su mujer se lo quedó mirando y su rostro de repente parecía muy frágil. Emilio la abrazó con más fuerza.

—Tess estaba encandilada conmigo, eso es todo. Solo eran fantasías suyas, y se descontroló. Sencillamente quise asegurarme que en ese apartamento no había nada que pudiera haberse inventado sobre mí.

Yo sabía lo que tú querías que dijera.

—¿Y el bebé también era una fantasía?

Su brazo seguía alrededor de su esposa, quieta y callada.

—No hay ningún bebé.

Lo siento. Y siento lo que viene ahora, también.

—¿Mamá?

Una niña bajó las escaleras. La mujer tomó a la niña de la mano y dijo:

—Es hora de ir a la cama, cariño.

Una vez te pregunté si tenía hijos, y me respondiste asombrada, como si no pudieras creer que lo hubiera preguntado.

—Por supuesto que no, Bee.

Querías decir: Por supuesto que no, porque si fuera así yo no tendría relaciones con él, ¿por quién me tomas? Tu cuerda floja moral quizá era más ancha que la mía, pero ésa era tu frontera y jamás la habrías cruzado. No después de lo de papá. Así que eso era lo que él había querido ocultar, no su casa.

Emilio me cerró la puerta en las narices y esta vez mi fuerza no pudo con él. Escuché como ponía la cadena y decía:

—Déjeme a mí y a mi familia en paz.

Me quedé en el porche, gritando al otro lado. De algún modo me había convertido en la mujer loca y obsesionada que estaba en la puerta de su casa, mientras él formaba parte de una pequeña familia asediada en su preciosa casa en un edificio de época. Lo sé, el día antes había pronunciado frases que parecían salidas de una serie de policías, y ahora me pasaba a Hollywood. Pero la vida real, al menos mi vida real, no me había dado ningún modelo de comportamiento para lo que sucedía.

Esperé en el jardín. Se hizo de noche y empezó a hacer un frío helado. En el jardín nevado de un extraño, sin nada que yo pudiera llamar mío, empecé a escuchar villancicos en mi cabeza. Siempre te gustaron los más alegres, como Ding Dong Merrily on High, We Three Kings from Orient Far y God Rest ye Merry Gentlemen, sobre gente que canta en fiestas y se da regalos y se lo pasa bien. A mí siempre me gustaron los más tranquilos y reflexivos, como Silent Night o It Carne Upon a Midnight Clear. Esta vez estaba en el verso «En medio del invierno / El viento helado gime / La tierra se yergue dura como el hierro / El agua como piedra». No me había dado cuenta de que era una canción que hablaba de los afligidos.

La esposa de Emilio salió de la casa, interrumpiendo mi solo silencioso. Una luz de seguridad se encendió, iluminando su camino hacia mí. Me imaginé que venía a apaciguar a la loca que tenía en el jardín, antes de que empezara a matar a sus conejitos.

—No nos hemos presentado antes. Me llamo Cynthia.

Quizá la sangre fría está en los genes de los aristócratas. Descubrí que reaccionaba correctamente a su extraña y formal educación, y le tendí la mano:

—Beatrice Hemming.

Ella la aceptó y la apretó, en lugar de dármela. Su corrección se hizo más cálida.

—Siento mucho lo de su hermana. Yo también tengo una hermana pequeña. —Su amabilidad parecía genuina. Prosiguió—: Ayer noche, justo después de las noticias, dijo que se había olvidado el ordenador en la facultad. Es caro, importante para su trabajo y es un mentiroso convincente. Pero yo lo había visto en su estudio, antes de la cena. Pensé que iba a salir para encontrarse con alguien. —Hablaba rápidamente, como si necesitara terminar de una vez—. Yo lo sabía, entiende, pero sencillamente no le había exigido explicaciones. Y pensaba que lo había dejado, hacía meses. Pero me está bien empleado. Ahora lo sé. Yo le hice lo mismo a su primera mujer. Nunca llegué a comprender lo que debió haber pasado.

No contesté, pero de repente me sentí más cerca de ella, en esa improbable situación. La luz de seguridad de la casa se apagó y casi nos quedamos a oscuras las dos. Parecía extrañamente íntimo.

—¿Qué pasó con el bebé de Emilio? —preguntó. Nunca había pensado en él como el bebé de nadie que no fueras tú. Dije—: Murió.

En la oscuridad, pensé que tenía lágrimas en los ojos. Me pregunté si eran por tu bebé muerto o por su matrimonio fracasado.

—¿Cuántos años tenía? —preguntó.

—Murió en el parto, así que no creo que tenga edad.

Le añade aún más quietud al hecho de morir nonato. Vi su mano acercándose inconscientemente a su vientre. No lo había notado antes; estaba un poco distendido. Quizá estaba de cinco meses. Bruscamente, se limpió las lágrimas.

—Probablemente, esto no es lo que quiere oír, pero Emilio trabajó desde casa el pasado jueves. Suele hacerlo un día a la semana. Yo estuve con él todo el día y luego fuimos a una fiesta. Emilio es débil, no tiene fibra moral digna de ese nombre, pero no le haría daño a nadie. Al menos, no físicamente.

Se giró para irse, pero yo tenía otra bomba que arrojar sobre su vida.

—El bebé de Tess tenía fibrosis quística. Eso significa que Emilio debe ser portador del gen.

Era como si le hubiera dado un puñetazo.

—Pero nuestra hija está bien.

Tú y yo hemos crecido rodeadas de genética, igual que los demás niños se saben de memoria la alineación del equipo de fútbol de su padre. Éste no era el momento apropiado para un curso acelerado, pero lo intenté.

—El gen de la fibrosis quística es recesivo. Eso significa que incluso si usted y Emilio son portadores, también tienen el gen sano. Así que su bebé tendría un cincuenta por ciento de posibilidades de tener fibrosis quística.

—¿Y si yo no soy portadora?

—Entonces no hay forma de que el bebé tenga fibrosis quística. Para que la tenga, los dos padres tienen que ser portadores.

Asintió, aún afectada.

—Entonces lo mejor es que lo comprobemos.

—Sí.

Quise calmar los nervios de su voz.

—Incluso en el peor de los casos, ahora hay un nuevo tratamiento.

Sentí su calidez en medio del jardín nevado.

—Es usted muy generosa por preocuparse tanto.

Emilio salió al porche y la llamó. Ella no se movió ni dio señales de reconocer su presencia de ninguna manera, y clavó su mirada en mí.

—Espero que encuentren a la persona que mató a su hermana.

Se dio la vuelta y regresó a la casa, andando lentamente. La luz de seguridad volvió a encenderse a su paso. Bajo su luz pude ver que Emilio intentaba abrazarla pero ella se zafaba, abrazándose a sí misma en lugar de a él. Emilio me vio mirándoles y se giró para volver al interior de la casa.

Esperé en la oscuridad y el viento hasta que todas las luces de la casa se apagaron.