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¿Por qué te escribo estas líneas? Esquivé la pregunta la última vez, dije que necesitaba que todo tuviera sentido, hablé de conectar los puntos y los detalles hasta revelar una pintura puntillista. Evité la parte real de la cuestión: ¿por qué a ti? ¿Es esto un juego de fantasía para los que están a punto de enloquecer? Las sábanas y las mantas hacen las veces de tiendas, barcos piratas o castillos. Tú eres el caballero sin miedo, Leo el príncipe deslumbrante y yo soy la princesa y la narradora, contando la historia, como quiero. Siempre fui la narradora, después de todo, ¿verdad?

¿Creo que estás oyendo lo que te digo? Por supuesto que sí / Definitivamente no. Escoge; yo lo hago cada hora.

Para resumir, necesito hablar contigo. Mamá me dijo que no hablé mucho hasta que tú naciste, y que una vez tuve una hermana con la que hablar, no paré.

Y ahora tampoco quiero parar. Si lo hiciera, perdería una parte de mí, una que echaría de menos. Sé que no puedes opinar ni comentar esta carta que te escribo, pero eso no significa que no sepa lo que piensas o adivine tus comentarios, igual que tú solías saber qué pensaba o iba a decir yo. Es una conversación unidireccional, pero eres la única persona con quien podría mantenerla.

Y es para decirte por qué te asesinaron. Podría empezar por el final, darte la respuesta, la última página, pero tú me harías una pregunta que nos haría remontar algunas páginas, luego otra más atrás, y retrocederíamos hasta donde nos encontramos ahora. Así que te lo diré poco a poco, igual que yo lo descubrí, sin el beneficio de la visión retrospectiva.

* * *

—Un policía que no había visto nunca me pidió que la identificara.

Le he contado al señor Wright lo mismo que a ti, excepto mis pactos con el diablo y otros detalles que no son esenciales; todo está en mi declaración.

—¿A qué hora sucedió? —pregunta, y su voz es amable, igual que lo ha sido durante toda la entrevista, pero no puedo contestarle. El día que te descubrieron, el tiempo se volvió loco; un minuto duró medio día, media hora transcurrió en unos segundos. Como en los cuentos infantiles, volé por entre las semanas y a través de los años; la segunda estrella a la derecha y recto hacia una mañana que nunca llegaría. Me encontraba dentro de una pintura de Dalí con relojes yacientes, en la fiesta del té del Sombrerero Loco. No me extraña que Auden pidiera que se detuvieran todos los relojes; era una forma desesperada de aferrarse a la cordura.

—No sé qué hora era —respondo. Decido aventurarme con un poco de mi verdad—. El tiempo ya no significaba nada para mí. Normalmente el tiempo lo altera y lo afecta todo, pero cuando alguien que amas muere, el tiempo ya no puede cambiar eso, ninguna cantidad de tiempo lo hará, así que el tiempo deja de tener sentido.

Cuando vi tu cabello supe que el dolor es amor que se convierte en una nostalgia eterna. Quizá algo excesivo para el señor Wright, estoy de acuerdo, pero quiero que sepa más acerca de la realidad de tu muerte. No se puede encajar en horas o días o minutos. ¿Recuerdas las cucharillas de café de los años treinta, cada una igual que un caramelo derretido? Así había estado viviendo mi vida, en pequeñas y medidas dosis. Pero tu muerte era un vasto océano y yo me estaba ahogando. ¿Sabías que un océano puede tener más de diez kilómetros de profundidad? Ningún rayo de sol llega tan hondo. En la oscuridad más profunda solo sobreviven criaturas irreconocibles, contrahechas; emociones mutantes que ni siquiera sabía que existían, hasta que moriste.

—¿Lo dejamos aquí? —dice el señor Wright y por un instante me pregunto me pregunto si he hablado en voz alta y ahora teme que esté loca. Estoy casi segura de que he logrado no decir lo que pienso en alto, y que sencillamente es considerado. Pero no quiero tener que revisitar de nuevo ese día.

—Prefiero continuar.

Se yergue, casi imperceptiblemente, y me doy cuenta de que se está armando de valor. No se me había ocurrido que esto fuera difícil para él. Al Viejo Marino le costó contar su historia, pero también le resultó duro escucharla al pobre invitado de la boda. Asiente, y yo sigo.

—La policía trajo a mamá a Londres pero ella no podía enfrentarse a lo que significaba identificar a Tess, así que yo fui a la morgue sola. Un sargento me acompañó. Tendría unos cincuenta años, o quizá más. No recuerdo su nombre. Se portó muy bien y fue muy amable conmigo.

* * *

Cuando entramos en la morgue el sargento me sostuvo la mano, y lo hizo durante el resto del tiempo que estuvimos allí. Pasamos delante de una sala, que es donde llevan a cabo las autopsias. Las superficies metálicas y brillantes, los azulejos blancos y la iluminación dura le daban un aspecto de cocina de diseño de alta tecnología llevada al extremo. Me condujo a otra salita, donde estabas tú. El olor a antiséptico era muy fuerte. El sargento me preguntó si estaba lista. Nunca iba a estarlo. Asentí. Apartó la manta.

Llevabas tu grueso abrigo de invierno, el regalo que te había hecho por Navidad. Quería asegurarme de que no pasabas frío. Me sentí estúpidamente feliz de que lo llevaras puesto. No puedo describir el color de la muerte, no hay número de pantone que valga para tu cara. Era lo opuesto del color; lo opuesto de la vida. Toqué tu pelo, aún brillante como el satén.

—Era tan hermosa.

El sargento apretó sus dedos alrededor de los míos.

—Sí que lo es.

Utilizó el presente y yo pensé que no me había oído bien. Pero ahora creo que intentaba hacerme sentir mejor; la muerte no te lo había robado todo aún. Tenía razón; eras hermosa, igual que las heroínas trágicas de Shakespeare. Te habías convertido en una Desdémona, en Ofelia, en Cordelia; pálida y rígida; una heroína injustamente tratada, una víctima pasiva. Pero tú nunca fuiste trágica, ni pasiva ni una víctima. Eras alegre, apasionada e independiente.

Vi que las gruesas mangas de tu abrigo estaban empapadas de sangre, ahora ya seca, y la lana se había endurecido por eso. Había cortes en el interior de tus brazos, por donde tu vida había sangrado.

No recuerdo lo que dijo ni si yo respondí. Solo recuerdo su mano sosteniendo la mía.

Cuando abandonamos el edificio, el sargento me preguntó si quería que la policía francesa se lo comunicase a papá, y le dije que sí y que se lo agradecía.

Mamá me esperaba fuera.

—Lo siento. No podía soportar verlo.

Me pregunto si pensaba que yo sí.

—Nadie debería tener que hacer algo así —prosiguió—. Deberían utilizar el ADN, o una técnica cualquiera. Es pura barbarie.

Yo no estaba de acuerdo. Aunque fuese duro, yo necesitaba ver la realidad brutal de tu cara sin color para creer que estabas muerta.

—¿Pudiste hacerlo sola? —me preguntó mamá.

—Había un policía conmigo. Ha sido muy amable.

—Todos lo son. —Necesitaba sacar algo bueno de todo aquello—. No es justa la forma en que la prensa les ataca, ¿verdad? Quiero decir que se han portado maravillosamente y… —Se quedó sin saber qué decir. No había nada bueno que añadir—. ¿Su cara…? Quiero decir, ¿estaba…?

—Sin un rasguño. Perfecta.

—Una cara tan bonita.

—Sí.

—Siempre lo ha sido. Pero no se le podía ver bien con todo ese pelo. Le dije que tenía que recogérselo, o cortárselo como Dios manda. Es que así todo el mundo hubiera podido ver lo bonita que era, no es que no me gustara la forma en que llevaba el pelo.

Se derrumbó y yo la abracé. Mientras se aferraba a mí, ambas alcanzamos la cercanía física que necesitábamos desde que me había bajado del avión. Yo aún no había llorado y mamá me daba envidia, como si un pedacito de la agonía pudiera salir a través de las lágrimas.

Llevé a mamá a su casa y la metí en la cama. Me senté a su lado hasta que finalmente se durmió.

En mitad de la noche, conduje de vuelta a Londres. En la M11 bajé las ventanillas y grité, grité por encima del ruido del motor, por encima del rugido de la carretera; grité hacia la oscuridad hasta que me dolió la garganta y mi voz enronqueció. Cuando llegué a Londres las calles estaban vacías y tranquilas y las aceras silenciosas y desiertas. Era inimaginable que la ciudad abandonada y oscura volviera a recobrar la luz y la gente a la mañana siguiente. No había pensado en quién te había matado; tu muerte había destrozado todos los pensamientos. Solo quería volver a tu piso, como si allí estuviera más cerca de ti.

El reloj del coche marcaba las 3:40 de la madrugada cuando llegué. Me acuerdo porque ya no era el día en que te encontraron, sino el día después. Ya empezabas a formar parte del pasado. La gente piensa que es reconfortante decir que «la vida sigue», ¿es que no entienden que es precisamente el hecho de que tu vida sigue, mientras que la vida de la persona que amas se ha detenido, es una de las angustias más terribles del duelo? Pronto llegarían días y más días que ya no serían el día en que te encontraron; esa esperanza, y con ella mi vida con mi hermana, habían acabado.

En la oscuridad, bajé los peldaños hacia tu piso y me agarré a la barandilla helada. La subida de adrenalina y de frío me obligó a comprender el hecho de tu muerte. Busqué la llave que había colocado bajo la maceta de ciclámenes, me arañé los nudillos con el cemento congelado. La llave ya no estaba ahí. Vi que la puerta estaba entreabierta. Di un paso adelante.

Alguien estaba en tu dormitorio. El dolor había asfixiado todas las demás emociones, y no sentí ningún miedo al empujar la puerta. Había un hombre registrando tus cosas. La furia rasgó mi dolor.

—¿Qué cojones está haciendo?

En el nuevo paisaje de mi profundo duelo, hondo como el mar, hasta mis palabras eran irreconocibles para mí. El hombre se dio la vuelta.

* * *

—¿Le parece que acabemos aquí por hoy? —pregunta el señor Wright. Echo un vistazo al reloj; son casi las siete. Le agradezco que me haya dejado terminar de contar el día en que te encontraron.

—Lo siento, no me había dado cuenta de lo tarde que se ha hecho.

—Como dijo, el tiempo deja de tener sentido cuando alguien a quien amas ha muerto.

Me pregunto si seguirá por esa vía. La desigualdad de nuestras respectivas situaciones es palpable. Él ha sido testigo de cómo desnudaba mis sentimientos durante las últimas cinco horas. Se produce un breve silencio y por un instante pienso en pedirle que él también desnude sus pensamientos.

—Mi esposa murió hace dos años, en un accidente de coche.

Nuestros ojos se cruzan; hay camaradería entre los dos, porque somos veteranos de la misma guerra, cansados de batallar y emocionalmente ensangrentados. Dylan Thomas se equivocaba; la muerte sí lo domina todo. La muerte vence en la guerra y el daño colateral es el duelo. Nunca pensé, cuando estudiaba literatura inglesa, que le llevaría la contraria a los poetas, en lugar de aprenderme de memoria sus palabras.

El señor Wright me escolta por el pasillo hasta el ascensor. Se oye el ruido de una aspiradora; los demás despachos están a oscuras. Aprieta el botón del ascensor y espera a que llegue. Entro en su interior, sola.

Mientras el ascensor baja, noto el gusto de la bilis en mi boca. Mi cuerpo ha jugado al recuerdo físico, al mismo tiempo que mis palabras recordaban, y de nuevo siento la náusea que asciende por la boca de mi estómago, como si estuviera tratando de expulsar, físicamente, lo que sé. De nuevo, mi corazón está golpeándome las costillas, aspirando el aire de mis pulmones. Salgo del ascensor con un agudo dolor de cabeza, como el día en que te encontraron. Luego el hecho de que has muerto vuelve a explotar en mi cabeza, una y otra y otra vez. Cuando hablaba con el señor Wright, volvía a cruzar un campo de minas con los ojos vendados. Tu muerte jamás se desarmará hasta convertirse en un recuerdo, pero algunos días, los días buenos, ya he aprendido a vadearla. Pero hoy no.

Abandono el edificio y la noche me recibe calurosa. Todavía tiemblo y tengo la piel de gallina, y mi cuerpo lucha por mantener el calor corporal. No sé si fue el amargo frío o el shock lo que me hizo temblar tan violentamente aquél día.

A diferencia de ayer, no siento ninguna presencia amenazadora a mis espaldas, quizá porque después de describir el día en que te encontraron ya no me queda energía emocional para el miedo. Decido caminar, en lugar de ir en metro. Mi cuerpo necesita pistas del mundo real exterior, no solo vivir en el clima de la memoria. Mi turno en el Coyote empieza en menos de una hora, así que tengo tiempo de llegar andando.

Estás asombrada y sí, soy una hipócrita. Aún recuerdo la forma en que te sermoneé.

—¿Camarera? ¿No podrías haber encontrado un trabajo un poco menos…?

Busqué las palabras pero tú sabías lo que quería decir: «encefalograma plano», «degradante», «callejón sin salida».

—Solo quiero pagar las facturas, no es mi profesión.

—¿Por qué no buscas un trabajo de verdad en el que puedas progresar?

—No es un trabajo de verdad, es un trabajo nocturno.

Había un tono crispado bajo tus bromas. Habías visto la puñalada oculta; mi falta de fe en tu futuro como artista.

Bueno, pues ahora es más que un trabajo de día o nocturno para mí, es el único que tengo. Después de tres semanas de baja, la compasión de mi jefe se terminó. Tuve que decirle que o lo uno o lo otro, Beatrice, iba a hacer lo que iba a hacer, así que al quedarme en Londres dimití. Eso hace que yo parezca una persona que se adapta a los cambios con facilidad y puede pasar de un puesto de alta dirección en una compañía dedicada al diseño de identidades corporativas a un empleo de camarera a tiempo parcial sin apenas pestañear. Pero tú sabes que no soy así, en absoluto. Y que mi trabajo en Nueva York, con su salario estable y su pensión y los horarios fijos era lo último que me ataba a una vida predecible y segura. Sorprendentemente, me gusta trabajar en el Coyote.

Caminar ayuda, y después de cuarenta minutos mi respiración se ralentiza; el latido de mi corazón vuelve a un ritmo reconocible. Por fin me doy cuenta de que me estás diciendo que al menos debería haber llamado a papá. Pero pensé que su nueva novia le habría consolado mucho mejor que yo. Sí, llevaban ocho años casados, pero yo aún pensaba en ella como su nueva novia, fresca y blanca y resplandeciente con su juventud y su falsa diadema de diamantes, sin la mancha de la pérdida. No me extraña que papá la escogiera y nos dejara.

Llego al Coyote y veo que Bettina ha subido el toldo verde y está poniendo las viejas mesas de madera en la terraza exterior. Me da la bienvenida acogiéndome en sus brazos, un abrazo en el que me adentro. Unos meses antes me habría causado repulsión. Afortunadamente, me he vuelto un poco menos estirada y tengo menos prejuicios. Nos abrazamos con fuerza y agradezco su gesto de cariño físico. Por fin dejo de temblar.

Me mira preocupada.

—¿Te encuentras lo bastante bien como para trabajar?

—Estoy bien, de verdad.

—Lo hemos visto por la tele. Dijeron que el juicio sería en verano.

—Así es.

—¿Cuándo crees que tendré mi ordenador? —me pregunta, sonriendo—. Mi escritura es ilegible y nadie puede leer los menús.

La policía se llevó su ordenador, sabiendo que tú lo utilizabas a menudo, por si había algún dato en él que pudiera ser útil en la investigación. Tiene una sonrisa verdaderamente hermosa y siempre me asombra. Me pasa el brazo por los hombros para acompañarme al interior y comprendo que me estaba esperando.

Trabajo durante mi turno, todavía con náuseas y un ligero dolor de cabeza, pero si alguien se fija en mi silencio, no lo comentan. Siempre fui buena con las matemáticas, así que esa parte del trabajo de una camarera no me cuesta, pero la charla con los clientes sí me resulta difícil. Por suerte, Bettina puede hablar por las dos y esta noche dejo que lo haga, como solía hacer yo contigo. Los clientes son todos parroquianos habituales, y me muestran la misma cortesía que las demás trabajadoras, sin preguntarme nada ni comentar lo que está pasando. Su tacto es conmovedor.

Para cuando llego a casa es tarde y estoy físicamente agotada después del largo día; solo quiero dormir. Solo quedan, por fortuna, tres periodistas acampados que esquivar. Quizá son free-lance, y necesitan el dinero. Ya no forman parte de una banda, no gritan preguntas ni meten objetivos frente a mi cara. En lugar de eso, se trata de una escena más propia de un cóctel; en la que al menos son conscientes de que no quiero hablar con ellos.

—¿Señorita Hemming?

Ayer era «Beatrice» y no me gustó la falsa intimidad. (O «Arabella», para los que eran demasiado perezosos como para hacer los deberes). La periodista prosigue, a una distancia educada.

—¿Puedo hacerle unas preguntas?

Es la que oí al otro lado de la ventana el domingo por la noche, hablando por su móvil.

—¿No preferiría estar en su casa, leyéndole cuentos a su hijo?

Se queda de piedra.

—El otro día la oí hablar.

—Mi hijo está con su tía esta noche. Y por desgracia, no me pagan por leer cuentos. ¿Hay algo que le gustaría que la gente supiera acerca de su hermana?

—Le había comprado pintura de dedos a su bebé.

No estoy segura de por qué lo he dicho. Quizá porque por primera vez, no estabas viviendo en el presente, sino planeando tu futuro. Comprensiblemente, la periodista quiere algo más. Está esperando.

Intento resumirte en una frase. Pienso en tus virtudes pero en mi cabeza empieza a convertirse en un anuncio clasificado. «Chica hermosa, con talento, 21 años, popular y divertida busca…». Oigo tu risa. No he mencionado tu sentido del humor, pero en tu caso es totalmente cierto. Pienso en la gente que te quiere y en sus motivos. Pero mientras hago una lista de esas razones, me acerco tambaleando peligrosamente al obituario, y tú eres demasiado joven para eso. Un periodista, más mayor, que estaba callado hasta ahora, interviene:

—¿Es cierto que la habían expulsado de la universidad?

—Sí. Odiaba las reglas, especialmente las ridículas.

Anota algo en su libreta y sigo en mi búsqueda por una frase que contenga tu esencia. ¿Cuántas subordinadas caben en una sola frase?

—¿Señorita Hemming?

La miro a los ojos.

—Ella debería estar aquí. Ahora. Viva.

Ése es mi resumen de seis palabras sobre ti.

Entro en el apartamento, cierro la puerta y te oigo diciéndome que fui demasiado dura con papá, un poco antes. Tienes razón, pero entonces estaba muy enfadada con él. Eras demasiado joven como para entender lo que mamá y Leo pasaron cuando se fue, apenas tres meses antes de la muerte de Leo. Yo sabía, racionalmente, que se fue a causa de la fibrosis quística; hizo que Leo se pusiera tan enfermo que papá no soportaba ni verlo; hizo que mamá se tensara tanto que su corazón se convirtió en una pequeña pelota rígida, que casi no podía bombear la sangre de su cuerpo, y menos latir para nadie más. Así que yo sabía, en el fondo de mi cerebro, que papá tuvo sus razones para irse. Pero también tenía hijos, así que pensé que no tenía razón. (Sí, tenía, porque dos de sus hijos habían muerto y la tercera ya no era una niña).

Tú le creíste cuando dijo que iba a volver. Yo tenía cinco años más, pero no era más sabia, y durante años abrigué la fantasía de un final feliz para siempre jamás. La primera noche que pasé en la universidad, mi fantasía terminó, porque pensé que un final feliz para siempre ya no tenía sentido. Porque con mi padre, ya no quería esperar un final feliz, sino que hubiéramos tenido un principio feliz. Quería que mi papá me hubiera cuidado durante mi infancia, no quería solucionar las cosas con mi padre como un adulto. Pero ahora ya no estoy tan segura de eso.

En el exterior, veo que los periodistas se han ido. Pudding flexiona su cuerpo ronroneante alrededor de mis tobillos, chantajeándome para que le dé más comida. Después de alimentarla, lleno un bol con agua y salgo por la puerta de la cocina.

—¿Esto es tu patio trasero? —te pregunté en mi primera visita a tu apartamento, sorprendida porque no habías utilizado la expresión «trasero» en el sentido norteamericano con que se conciben allí los jardines, sino con la intención literal, unos pocos metros de tierra llena de escombros y un par de cubos de basura. Sonreíste. «Quedará precioso, Bee, ya verás».

Debes haber trabajado como una esclava. Todos los cascotes han desaparecido, has arado la tierra y has plantado semillas. La jardinería siempre te ha apasionado, ¿verdad? Me acuerdo de que cuando eras pequeña como una pulga ibas detrás de mamá por todo el jardín, con tu paleta infantil, de colores brillantes, y tu delantal especial. Pero a mí jamás me gustó. No me importaba la larga espera entre el momento en que se plantaba la semilla y el instante en que florecía (a ti sí te importaba, eras muy impaciente), pero sí que la planta resultante durara tan poco. Las plantas eran demasiado efímeras y pasajeras. Yo prefería coleccionar piezas de porcelana, sólidas y duraderas, objetos inanimados que no cambiarían ni morirían al día siguiente.

Pero desde que estoy en tu piso he intentado de verdad, te lo prometo, cuidar del pedacito de jardín que hay detrás de la puerta de tu cocina. (Por suerte, Amias se encarga de tu jardín de macetas de Babilonia, en las escaleras que llevan a tu apartamento). He regado las plantas cada día, incluso les he puesto abono. No, no estoy del todo segura de por qué. Quizá porque creo que a ti te importa; ¿quizá quiero cuidar de tu jardín porque no logré cuidar de ti? Bueno, sea cual fuere el motivo, me temo que he fracasado terriblemente. Todas las plantas que hay ahí fuera han muerto. Tienen los tallos marrones y unas pocas hojas secas y quebradizas. Nada crece de los pedazos de tierra desnuda. Vacío las últimas gotas de la regadera. ¿Por qué sigo regando plantas muertas y tierra yerma, sin sentido?

—Será precioso, Bee, ya verás.

Voy a llenar de nuevo la regadera de agua, y esperaré un poco más.