3

Por un instante, el timbre de la puerta formó parte de mi sueño de color rojo. Luego me levanté y corrí a abrir la puerta, segura de eras tú. El sargento detective Finborough sabía que no era la persona que yo esperaba. Tuvo la decencia de parecer azorado y de mirarme con compasión. Y sabía cuál sería mi siguiente emoción.

—No hay novedades, Beatrice. No la hemos encontrado.

Entró en tu salón. Detrás de él apareció también la agente Vernon.

—Emilio Codi vio la reconstrucción —dijo mientras se sentaba en tu sofá—. Tess ya había dado a luz.

Pero tú me lo habrías dicho.

—Debe haber un error.

—El hospital de St. Anne ha confirmado que Tess dio a luz allí el pasado martes, y que salió por su propio pie el mismo día. —Esperó un momento, aún compasivo mientras le quitaba el seguro a su siguiente granada de mano—. El niño nació muerto.

Solía pensar que la expresión inglesa, «stillborn» era una palabra pacífica. Still. Aguas tranquilas. Calma, corazón. La tranquila voz de la calma. Ahora creo que es desesperado, en su falta de vida; un eufemismo cruel que pone de manifiesto el mismo hecho que trata de disimular. Pero entonces ni siquiera pensé en tu bebé. Lo siento. Todo lo que podía pensar era que habías dado a luz hacía una semana y que no me habías dicho nada.

—Hemos hablado con el departamento psiquiátrico de St. Anne —prosiguió el sargento detective Finborough—. Tess fue transferida automáticamente a esa unidad después de la muerte de su bebé. Un tal doctor Nichols la está supervisando. Le llamé a su casa y hablé con él y me dijo que Tess sufre una depresión posparto.

Los pedacitos de metralla siguieron esparciéndose y destrozando nuestra relación. No me habías dicho que tu bebé había muerto. Estabas deprimida, pero no me pediste ayuda. Conocía todas y cada una de las pinturas en las que estabas trabajando, cada amigo, incluso el libro que estabas leyendo y el nombre de tu gato. (Pudding, lo recordé al día siguiente). Me sabía los detalles más nimios de tu vida. Pero no sabía lo más importante. No sabía quién eras tú.

Así que el diablo me había ofrecido un pacto, después de todo. Si aceptaba que no te conocía tan bien, a cambio tal vez tú no fueras víctima de un secuestro. No te habían asesinado. Aún estabas viva. Acepté el pacto sin pestañear.

—Por supuesto, nos sigue preocupando su bienestar —dijo el sargento detective Finborough—. Pero no hay motivos para pensar que haya nadie implicado en su desaparición.

Hice una breve pausa, por mor de la formalidad, para comprobar la letra pequeña del pacto.

—¿Qué hay de las llamadas amenazadoras?

—El doctor Nichols opina que lo más probable es que Tess reaccionara exageradamente a causa de su frágil estado emocional.

—¿Y la ventana rota? Había pedazos de cristal en el suelo de su dormitorio cuando llegué.

—Investigamos ese detalle cuando se informó de su desaparición. La noche del martes hubo un hooligan que rompió los cristales de cinco coches aparcados en esa calle. Seguramente uno de los ladrillos que arrojó debió terminar en la ventana de Tess.

El alivio se llevó la tensión de mi cuerpo, dejando tras de sí espacio para un cansancio insuperable.

Después de que se fueran subí a ver a Amias.

—Usted sabía que el bebé había muerto, ¿verdad? —le pregunté—. Por eso me dijo que podía regalar toda la ropita que Tess había acumulado.

Me miró, angustiado.

—Lo siento. Pensaba que usted ya lo sabía.

No quería seguir ese camino, aún no.

—¿Por qué no le dijo nada a la policía del niño?

—No estaba casada. —Vio en mi rostro que yo no le entendía—. No quería que pensaran que era una cualquiera. Entonces no se preocuparían de buscarla.

Quizá tenía razón, aunque no exactamente como pensaba. Una vez la policía supo que te habían diagnosticado una depresión posparto, tu búsqueda dejó de ser urgente. Pero en aquel momento no me di cuenta.

—Tess me dijo que habían curado a su bebé —dije.

—Sí, la fibrosis quística. Pero había algo más que no sabían, y que no estaba bien en el bebé. Los riñones, creo.

Me fui a casa de mamá para darle las buenas noticias. Sí, las buenas noticias porque estabas viva. No pensé en tu bebé, lo siento. Ya te he dicho que había pactado con el diablo.

Y era un diablo falso. Mientras conducía, pensé que había sido una tonta al dejarme engañar tan fácilmente. Tenía tantas ganas de aceptar el trato que había cerrado los ojos a la verdad. Te conozco desde que naciste. Estuve contigo cuando papá se fue. Cuando Leo murió. Sé qué es lo más importante. Me habrías contado lo de tu bebé. Y si fueras a irte, me lo habrías dicho.

Mamá reaccionó con el mismo alivio que yo. Me sentí cruel al aplastarlo.

—No creo que tengan razón, mamá. Ella no se iría así, de improviso, sin decírmelo.

Pero mamá se aferraba a las buenas noticias y no pensaba dar su brazo a torcer fácilmente.

—Cariño, tú nunca has sido madre. Ni siquiera te puedes imaginar lo que estará sintiendo. Esa melancolía que te invade después de dar a luz ya es lo bastante mala sin que encima te pase lo que a tu hermana, y en sus circunstancias. —Mamá siempre ha sido hábil con los eufemismos. Continuó—: No estoy diciendo que me alegre de que el bebé haya muerto, pero al menos ahora tendrá una segunda oportunidad. No hay muchos hombres por ahí dispuestos a quedarse el crío de otro.

Buscándote un futuro esperanzador, al más puro estilo de mamá.

—De verdad, mamá, no creo que haya sido una desaparición voluntaria.

Pero mamá no quería escucharme.

—Ya tendrá más niños, otro día, en circunstancias mucho más halagüeñas.

Pero su voz temblaba mientras se esforzaba por crear ese futuro más seguro para ti.

—Mamá…

Me interrumpió, negándose a escucharme.

—¿Tú sabías que estaba embarazada, verdad?

Ahora, en lugar de proyectarte hacia el futuro, mamá miraba hacia atrás, al pasado. A cualquier parte, en lugar del ahora que estuvieras viviendo.

—¿Pensabas que no pasaba nada porque fuera madre soltera?

—Tú lo hiciste sola. Nos demostraste que era posible salir adelante.

Mi intención era ser amable, pero eso la puso aún más furiosa.

—El comportamiento de Tess y el mío no se pueden comparar. De ninguna de las maneras. Yo estaba casada antes de quedarme embarazada. Y quizá es cierto, mi marido me dejó, pero eso no fue porque yo quisiera, ni mucho menos.

Jamás la había oído llamar a papá «mi marido», ¿y tú? Siempre era «vuestro padre».

—Y tengo sentido de la vergüenza —prosiguió mamá—. A Tess no le iría mal aprender un poco.

Como dije, la furia quita el mordiente del terror, al menos por un tiempo.

Empezó a nevar mientras conducía desde Little Hadston de vuelta a Londres, convirtiendo la M11 en un globo de nieve que temblaba con violencia. Millones de copos caían frenéticos hacia el suelo, golpeando el parabrisas, demasiados y demasiado rápido como para que se limpiasen del cristal. En la carretera, los carteles emitían señales luminosas que avisaban de condiciones de circulación peligrosas y reducían los límites de velocidad para proteger a los motoristas. Una ambulancia se nos adelantó, con la sirena a todo volumen.

—No es tan ruidoso, Bee.

—Bueno, pues un escándalo.

—Una sirena es el sonido de la caballería del siglo XXI de camino.

Acababas de empezar en la facultad de Bellas Artes y estabas llena de ideas que-a-nadie-se-le-habían-ocu-rrido-antes. Y también poseías otro rasgo estudiantil algo irritante: creías que los que no estudiábamos en la universidad no éramos capaces de comprender nada.

—Cuando digo caballería me refiero a los bomberos, o un coche de policía, o una ambulancia que corre al rescate.

—Te he entendido cuando lo has dicho, Tess.

—Pero te pareció demasiado tonto como para comentarlo, ¿no?

—Ajá.

Te reíste.

—En serio, para mí la sirena de un coche es el sonido de una sociedad que cuida de sus ciudadanos.

La ambulancia ha desaparecido de mi vista, y tampoco oigo su sirena. ¿Hubo caballería para ti? Me obligué a dejar de pensar así. No podía permitirme seguir preguntándome qué te había pasado. Pero mi cuerpo estaba frío y asustado y solo.

No han echado sal y gravilla en las calles cercanas a tu apartamento, y el hielo las convierte en un peligro resbaladizo. El coche oscila cuando aparco y casi derribo una moto que hay delante de tu piso. Un hombre joven, de unos veinte años, está sentado al pie de tus escaleras, sosteniendo un ramo de flores absurdamente grande, mientras los copos de nieve se derriten encima del envoltorio de celofán. Le reconocí por tu descripción. Era Simon, el hijo del parlamentario. Tenías razón: el piercing de sus labios hace que su rostro de crío parezca torturado. Su ropa de motorista estaba empapada y tenía los dedos blancos a causa del frío. A pesar del aire helado, me llegaba el olor de su loción para después del afeitado. Recordé que me hablaste de sus torpes avances y de cómo le rechazaste. Debes ser una de las pocas personas de este mundo que cumple la promesa del premio de consolación, ser amigos.

Le dije que habías desaparecido y que aún no te habían encontrado y abrazó el ramo contra su pecho, aplastando las flores que había en el interior del celofán. Habló con voz baja, educada en Eton.

—¿Cuánto hace?

—Desde el pasado jueves.

Pensé que palidecía.

—Yo estuve con ella el jueves.

—¿Dónde?

—En Hyde Park. Estuvimos juntos hasta las cuatro más o menos.

Eso fue dos horas después de que te vieran en la oficina de correos. Si era cierto lo que decía, debió ser la última persona que te vio.

—Me llamó esa mañana y me pidió que quedáramos para vernos —prosiguió Simon—. Dijo que nos encontráramos en la Serpentine Gallery, en los jardines de Kensington. A veces nos veíamos ahí, tomábamos un café para charlar.

Ahora su acento había cambiado y era del norte de Londres. Me pregunté cuál era el suyo de verdad.

—Después le pregunté si quería que la acompañara a casa —continuó Simon—. Pero dijo que no. —Su voz rebosaba autocompasión—. Desde entonces no la he llamado, ni tampoco había venido a verla. Y sí, ya sé que no es muy generoso por mi parte, pero quería que supiera cómo se siente uno cuando no le hacen caso.

Su ego debía ser monstruoso, si creía que sus sentimientos heridos iban a importarte un ápice después de perder a tu bebé, o que iban a importarme a mí, ahora que habías desaparecido.

—¿Dónde la dejaste? —pregunté.

—Fue ella quien me dejó, ¿de acuerdo? La acompañé por Hyde Park. Luego se fue. No la dejé en ninguna parte.

Estaba segura de que mentía. El acento del norte de Londres era el falso.

—¿Dónde?

No respondió.

Chillé mi pregunta de nuevo:

—¿¡Dónde!?

—Cerca del estanque.

Jamás le había gritado a nadie antes.

Llamé al sargento detective Finborough y le dejé un mensaje urgente. Simon estaba en tu baño, calentando sus frías manos blancas bajo un chorro de agua caliente. Más tarde, el baño conservó el olor de su loción y yo me enfadé con él, porque después de su visita ya no pude olerte a ti, tu champú o tu jabón.

—¿Qué dijo la policía? —preguntó cuando volvió.

—Que lo comprobarán.

—Vaya americanada.

Solo tú tienes permiso para burlarte así de mí. Lo que el policía había dicho en realidad era: «Me pondré a ello de inmediato».

—¿Así que buscarán por Hyde Park? —preguntó Simon.

Pero yo intentaba no pensar en lo que el policía quería decir con la expresión «a ello». Reemplacé su eufemismo inglés por otro, norteamericano, envolviendo en papel de burbujas la cruda realidad que sus palabras dejaban entrever.

—¿Y nos avisarán? —siguió preguntando Simon.

Soy tu hermana. El sargento detective Finborough me llamará a mí.

—El sargento Finborough me informará de si hay novedades, en efecto.

Simon se estiró en tu sofá, ensuciando tu manta india con sus botas manchadas de nieve. Pero tenía que preguntarle más cosas, así que oculté mi enfado.

—La policía piensa que está pasando por una depresión posparto. ¿Cómo te pareció que estaba cuando la viste por última vez?

Durante unos instantes no me contestó y me pregunté si estaba intentando recordarte o fabricando una mentira.

—Estaba desesperada —dijo—. Tenía que tomarse unas pastillas especiales, para detener la leche materna. Me dijo que eso era una de las peores cosas, que su cuerpo seguía produciendo toda esa comida para el bebé pero ella ya no podría dársela.

La muerte de tu bebé empezó a abrirse paso, poco a poco. Siento que tardase tanto. Mi única defensa es que en mi preocupación por ti, apenas había espacio para tu bebé.

Algo de lo había dicho Simon me inquietaba. Localicé la fuente.

—Has dicho «estaba».

Me miró, sorprendido.

—Has dicho que estaba desesperada.

Pareció acorralado por un instante, luego recobró la compostura. Su voz volvía a tener el falso acento del norte de Londres.

—Quería decir que cuando la vi el pasado jueves estaba desesperada. ¿Cómo voy a saber lo que está haciendo ahora y cómo le va?

Su rostro ya no me parecía infantil, sino cruel; los piercings no eran señales de rebeldía adolescente, sino del goce del masoquismo. Tenía que hacerle otra pregunta.

—Tess me dijo que el bebé estaba curado.

—Sí, no tuvo nada que ver con la fibrosis quística.

—¿Fue porque era prematuro, porque nació con tres semanas de antelación?

—No. Me dijo que era algo que le habría matado incluso si hubiera nacido cuando estaba previsto.

Eran sus riñones. Algo no funcionaba bien en sus riñones y no tenía remedio médico.

Me preparé.

—¿Sabes por qué no me contó que su bebé había muerto?

—Pensé que sí te lo había dicho. —Me miró con expresión triunfante—. ¿Sabías que yo iba a ser el padrino del niño?

Se fue de mala gana cuando, después de darle sutiles indicaciones de que quería que se fuera, tuve que pedírselo expresamente a pesar de que mi carácter no era así.

Esperé dos horas y media a que el sargento detective Finborough me llamara, y luego telefoneé a la comisaría. Una mujer policía me dijo que el sargento Finborough no podía ponerse. Decidí ir a Hyde Park. Esperaba que no encontraran al sargento porque estuviera ocupado con un caso más urgente, ahora que el tuyo habría quedado relegado al de personas desaparecidas, de las que vuelven a encontrarse a su debido tiempo. Esperaba equivocarme y que él tuviera razón; que después de la muerte de tu bebé, te hubieras ido a llorarle a alguna parte. Cerré la puerta del piso y coloqué la llave bajo la maceta de ciclámenes rosa, por si volvías a casa mientras yo estaba fuera.

Cuando me acerqué a Hyde Park oí la sirena de un coche patrulla que me adelantó. Sentí pánico al escuchar ese sonido. Apreté el acelerador. Cuando llegué a la entrada de Lancaster Gate el coche policía, el que me había adelantado, se unió a otros que estaban esperándole, aparcados y con las sirenas electrónicas aullando.

Entré en el parque, mientras la suave nieve caía a mi alrededor. Deseé haber esperado un poco más, para disponer de una hora o así adicional de mi vida. A mucha gente eso le parecería egoísta pero tú has vivido con el dolor, o para ser más precisos, una parte de ti ha muerto con dolor así que sé que tú lo entenderás.

A cierta distancia, en el parque, divisé a los policías, más o menos una docena. Los coches patrulla se acercaban hacia ellos, entrando también en el parque. Los curiosos empezaban a congregarse a ambos lados de la escena, como atraídos por un reality show fuera de la pequeña pantalla.

En la nieve, había tantas huellas de pisadas y neumáticos.

Caminé lentamente hacia ellos. Mi mente estaba extrañamente calmada, aunque noté en un recodo que mi corazón latía de forma irregular, golpeando mis costillas, que me faltaba el aliento y temblaba con violencia. De algún modo, mi cabeza sabía conservar la distancia, y no formaba parte aún de la reacción de mi cuerpo.

Dejé atrás a un guardia del parque con uniforme marrón que hablaba con un hombre con un perro labrador al lado.

—Nos preguntaron por el estanque y por el canal, y pensé que iban a dragarlos, pero el tipo ese, el jefe decidió registrar los edificios vacíos antes. Desde los recortes tenemos muchos. —Los demás paseantes y corredores del parque se sumaron a su público—. En el edificio de ahí solían estar los lavabos de caballeros, pero fue más barato construir un módulo nuevo que remozar la antigua construcción.

Pasé de largo y dejé atrás su público, dirigiéndome hacia la policía. Estaban montando un cordón de seguridad alrededor de una pequeña edificación victoriana abandonada, oculta entre los arbustos.

Un poco más allá del cordón estaba la agente Vernon. Sus mejillas, habitualmente sonrosadas, estaban pálidas y tenía los ojos rojos e hinchados de llorar. Estaba temblando. Un policía la abrazaba. Ninguno de ellos me vio. La agente Vernon estaba hablando entrecortadamente y con voz alterada.

—Sí, pero solamente en el hospital, y nunca nadie tan joven. Ni nadie tan solo.

Más tarde la amé por su compasión física. En ese momento sus palabras quemaron mi conciencia, obligando a mi mente a implicarse en lo que estaba sucediendo.

Llegué al cordón policial. El sargento Finborough me vio. Por un instante, me di cuenta de que estaba asombrado al verme allí, y entonces la compasión se dibujó en su rostro. Caminó hacia mí.

—Beatrice, lo siento mucho…

Le interrumpí. Si podía impedir que lo dijera, entonces no sería verdad.

—Se equivoca.

Quería echar a correr y alejarme de él. Me tomó de la mano. Pensé que me estaba reteniendo. Ahora creo que su intención era ofrecerme un tierno gesto de amabilidad.

—Hemos encontrado a Tess.

Traté de soltarme.

—No pueden estar seguros.

Me miró, detenidamente, clavando sus ojos en los míos; incluso entonces, comprendí que hacía falta valor para hacerlo.

—Tess llevaba su carnet de estudiante encima. Me temo que no hay ningún error. Lo siento mucho, Beatrice. Su hermana está muerta.

Soltó mi mano. Me alejé de él. La agente Vernon vino tras de mí.

—Beatrice…

Oí al sargento detective Finborough llamándola:

—Quiere estar sola.

Se lo agradecí.

Me senté bajo un bosquecillo de árboles de troncos negros, sin hojas y sin vida, bajo la nieve silenciosa.

¿En qué momento supe que estabas muerta? ¿Fue cuando me lo dijo el sargento detective Finborough? ¿Cuándo vi la cara pálida y llorosa de la agente Vernon? ¿O fue cuando vi tus cosas, tu cepillo de dientes y tu jabón, aún en el baño? ¿O cuando mamá me llamó para decirme que habías desaparecido? ¿Cuándo lo supe?

Vi una camilla saliendo del edificio abandonado. Encima había una bolsa para cadáveres. Me acerqué.

Uno de tus cabellos se había quedado enredado en la cremallera.

Y entonces lo supe.