La unidad de filmación de la policía se instaló cerca de la estación de metro de South Kensington. Yo —la estrella de la pequeña película— recibí instrucciones de un joven policía que llevaba gorra, en lugar de casco. El moderno director-policía dijo:
—De acuerdo, adelante.
Y empecé a alejarme de la oficina de correos y seguí por Exhibition Road.
Tú jamás necesitaste la inyección de confianza que dan unos zapatos de tacón alto, así que me había quitado los míos y me había puesto tus bailarinas planas, aunque no me gustaban. Me iban grandes y metí pañuelos de papel arrugados en la punta del zapato. ¿Te acuerdas de cuando hacíamos lo mismo con los zapatos de mamá? Sus zapatos taconeaban de forma excitante, era el sonido de ser mayor. Tus suaves bailarinas se movían en silencio, con discreción, su piel suave de interior se hundía en los charcos recubiertos de hielo y absorbían completamente el agua fría. A la puertas del Museo de Historia Natural había una larga y quisquillosa cola de niños y padres agobiados. Los niños observaron a los policías y a los técnicos, mientras los padres me miraban a mí. Yo era un entretenimiento gratuito hasta que pudieran entrar a ver el Tyrannosaurus Rex de animatrónica y la gran ballena blanca. Pero no me importaba. Solo esperaba que uno de ellos hubiera estado ahí el jueves anterior, y que se hubiera fijado en ti alejándote de la oficina de correos. ¿Y luego, qué? ¿En qué más se habrían fijado? Me preguntaba cómo era posible que te hubiera sucedido algo siniestro con tantos testigos.
Empezó a caer aguanieve otra vez, y el agua helada martilleaba la acera. Un policía me dijo que siguiera andando. Aunque el día que desapareciste nevaba, el aguanieve se le parecía lo suficiente para la grabación. Miré de reojo la cola frente al Museo de Historia Natural. De los cochecitos y las sillitas habían brotado caparazones de plástico. Los padres se protegían con paraguas y con las capuchas de los chubasqueros y las gabardinas. El aguanieve los convertía en miopes. Nadie me miraba. Nadie te hubiera mirado. Nadie se habría fijado en nada.
El aguanieve empapó la larga peluca que llevaba y un hilillo de agua se escurrió por mi espalda. Bajo la chaqueta abierta, tu fino vestido de algodón, empapado de agua helada, se aferraba a mi cuerpo. Todas mis curvas quedaban resaltadas. Te habría parecido gracioso, una reconstrucción policial convertida en una película erótica. Un coche ralentizó su marcha mientras pasaba a mi lado. El conductor, un hombre de mediana edad, me miró desde el interior cálido y seco a través del parabrisas. Me pregunté si alguien se habría detenido y te habría ofrecido llevarte a alguna parte. ¿Era eso lo que había pasado? Pero no podía permitirme pensar en lo que te había pasado. Eso me llevaría a un laberinto de posibilidades horrendas donde me volvería loca y yo tenía que conservar la cordura, o no podría ayudarte.
De regreso a la comisaría, mamá fue a buscarme al vestuario. Estaba empapada, temblaba sin control a causa del frío y del cansancio. No había dormido en veinticuatro horas. Empecé a desnudarme.
—¿Sabes que el olor está hecho de fragmentos diminutos de las cosas que se han desprendido? —le pregunté—. Una vez nos lo contaron en la escuela.
Mamá sacudió la cabeza, sin prestar atención. Pero mientras caminaba bajo el aguanieve, me había acordado, y comprendí que el olor de tu vestido procedía de las diminutas partículas de ti atrapadas en las finas hebras de algodón. No había sido irracional pensar que estabas cerca, después de todo. Bueno, sí, quizá de una forma un poco macabra.
Le di tu vestido a mamá y empecé a ponerme mi traje de marca.
—¿Teníais que vestirla como si fuera una pordiosera? —dijo.
—Es lo que parecía, mamá. No sirve de nada si no la reconocen.
Mamá siempre nos arreglaba cuando iban a sacarnos una foto. Incluso durante las fiestas de cumpleaños de los demás niños, limpiaba con presteza nuestros labios teñidos de chocolate, y tiraba de nuestro pelo con un peine de bolso en cuanto veía una cámara. Ya entonces te decía que estarías mucho más guapa si tan solo «te esforzaras un poco, como Beatrice». Pero a mí me alegraba, y a la vez me daba vergüenza esa alegría, porque si tú decidieras «esforzarte», la obvia diferencia entre las dos se haría patente para todos, y porque la crítica de mamá era un cumplido ambiguo hacia mí, y sus alabanzas siempre eran más bien escasas.
Mamá me devolvió mi anillo de compromiso y me lo puse. El peso de la joya alrededor de mi dedo me resultó reconfortante, como si Todd me estuviera sosteniendo la mano.
La agente Vernon entró, con la piel húmeda a causa del aguanieve. Tiene las mejillas aún más sonrosadas.
—Gracias, Beatrice. Lo ha hecho muy bien. —Me sentí extrañamente halagada. Continuó—. Empezarán a retransmitirlo esta noche por la cadena de noticias locales de Londres. El sargento detective Finborough les informará de inmediato si hay novedades.
Me preocupaba que un amigo de papá viera la grabación por la tele y le llamara. La agente Vernon, emocionalmente astuta, sugirió que la policía francesa le dijera a papá lo de tu desaparición «cara a cara», como si eso fuera mejor que nuestra llamada telefónica, y yo acepté su ofrecimiento.
El señor Wright se afloja su corbata de poliéster; los primeros rayos de sol primaveral siempre toman por sorpresa a las oficinas como ésa, que tienen la calefacción centralizada. Pero yo me siento agradecida por ese calor.
—¿Volvió a hablar con el sargento detective Finborough ese día?
—Solamente para confirmar el número de teléfono en el que podía localizarme.
—¿A qué hora se fue de la comisaría?
—Me fui a las seis y media. Mamá se había ido a su casa una hora antes.
En la comisaría nadie se había dado cuenta de que mamá no sabía conducir ni tampoco de que no tenía coche ni mucho menos. La agente Vernon se disculpó y me dijo que ella la habría acompañado personalmente a casa si lo hubiera sabido. En retrospectiva, creo que la agente Vernon fue lo bastante compasiva como para darse cuenta de la frágil persona que había bajo la cáscara de la falda plisada de color azul oscuro y la indignación de clase media.
* * *
Las puertas de la comisaría de policía se cerraron a mis espaldas. El aire oscuro y congelado abofeteó mi cara. Las farolas y las luces de las tiendas me desorientaban, y la gente que caminaba apresurada por la acera me intimidaba. Por un momento, entre el gentío, te vi. Desde entonces he descubierto que es muy corriente que la gente que está separada de un ser amado lo siga viendo entre un puñado de extraños; tiene que ver con las unidades de reconocimiento que hay en nuestro cerebro, que están constantemente activadas y saltan con demasiada facilidad. Fue un cruel truco de mi mente que duró apenas unos instantes, pero lo suficientemente largos como para sentir, físicamente, lo mucho que te necesitaba.
Aparqué delante de los peldaños de la escalera que conducía a tu apartamento. Al lado de los edificios vecinos, altos y prístinos, el tuyo parecía un pariente pobre que no se había podido permitir un nuevo abrigo de pintura en muchos años. Con la maleta de tu ropa a cuestas, bajé los empinados peldaños helados hacia el sótano. Una farola naranja apenas iluminaba mis pasos. ¿Cómo lograste no romperte el tobillo durante los últimos tres años?
Llamé al timbre, con los dedos congelados de frío. Durante unos segundos, esperé que abrieras la puerta. Luego empecé a buscar bajo tus macetas de flores. Sabía que escondías tu llave bajo una de ellas, y me habías contado incluso el nombre de la planta que había en esa maceta, pero no lograba acordarme. Tú y mamá habéis sido las jardineras de la familia. Además, entonces yo estaba demasiado ocupada sermoneándote acerca de tu falta de seguridad. ¿Cómo es posible que dejaras la llave de tu casa bajo una maceta justo delante de tu puerta? Y en Londres. Era ridículamente irresponsable. Era como invitar a los ladrones a que pasaran.
—¿Qué cree que está haciendo? —me preguntó una voz desde arriba. Miré y vi a tu casero. La última vez que lo había visto era un abuelo de cuento de hadas. Con una barba blanca, sería clavado a Santa Claus. Ahora, su boca estaba torcida en una mueca dura, no se había afeitado y sus ojos me miraban furiosos con la ferocidad de un hombre más joven.
—Me llamo Beatrice Hemming, soy la hermana de Tess. Nos vimos una vez hace tiempo.
Su expresión se suavizó y sus ojos envejecieron.
—Amias Thornton. Lo siento. Mi memoria ya no es la que era.
Bajó con cuidado los resbaladizos peldaños hacia el apartamento del sótano.
—Tess ya no guardaba su llave debajo de los ciclámenes rosas. Me la dio a mí. —Sacó su cartera y abrió la cremallera del bolsillo de las monedas, del cual extrajo un llavín. Habías ignorado completamente mis advertencias en el pasado, ¿qué te había impulsado a prestarle más atención a tu seguridad, de repente?
—Dejé entrar a la policía hace dos días —continuó Amias— para que pudieran buscar pistas. ¿Hay alguna novedad?
Estaba al borde de las lágrimas.
—No, me temo que no.
Sonó mi móvil. Los dos nos sobresaltamos, y me apresuré a contestarlo. Me observó, esperanzado.
—¿Diga?
—Hola, cariño. —Era la voz de Todd.
Sacudí la cabeza mirando a Amias.
—Nadie la ha visto, y había recibido llamadas extrañas —dije, sorprendida por el temblor de mi propia voz—. Van a emitir una reconstrucción de sus actos, de la última vez que la vieron, por varios canales de televisión local. Tuve que hacer de ella.
—Pero si no os parecéis en nada —replicó Todd. Su pragmatismo me tranquilizó. Estaba más interesado en una decisión de cásting que en la propia filmación. Obviamente pensaba que la reconstrucción era una exageración absurda.
—Puedo parecerme a ella. Más o menos.
Amias volvía a subir con cuidado la escalera hacia su propia puerta.
—¿Ha llegado alguna carta de ella? La policía dice que compró sellos justo antes de desaparecer.
—No, no ha llegado nada.
Pero quizá una carta aún no había tenido tiempo de viajar hasta Nueva York.
—¿Te puedo volver a llamar más tarde? Quiero dejar esta línea libre por si intenta contactarme.
—De acuerdo, si lo prefieres así. —Parecía enfadado y me alegré de que aún fueras capaz de irritarle. Estaba claro que pensaba que ibas a aparecer sana y salva, y él sería el primero en la fila de gente que te regañaría.
Abrí la puerta de tu piso y entré. Solo había ido, qué, dos o tres veces antes, y nunca me había quedado a dormir. A todos nos aliviaba, creo, que no hubiera sitio para Todd y para mí, de modo que la única opción era quedarnos en un hotel. Jamás me había fijado en lo mal que cerraban tus ventanas. Por las rendijas llegaban ráfagas de aire helado. Las paredes de tu apartamento estaban impregnadas de humedad, fría al tacto. Tus bombillas de bajo consumo tardaban años en iluminar decentemente la habitación. Puse la calefacción al máximo, pero los radiadores solo se calentaban por la parte superior, apenas dos centímetros de hierro tibio. ¿Es que simplemente no te fijas en estos detalles, o es que eres más estoica que yo?
Vi que tenías el teléfono desconectado. ¿Fue por eso que tu línea comunicaba continuamente cuando traté de llamarte los últimos días? Pero sin duda no lo habrías dejado desconectado todo el tiempo. Traté de calmar mi creciente ansiedad. A menudo desconectas el teléfono cuando pintas o escuchas música, porque te molesta su exigente demanda de atención inmerecida; de modo que la última vez que estuviste en tu apartamento, debiste olvidarte de volver a conectarlo.
Empecé a guardar tu ropa en el armario, y di la bienvenida a mi habitual oleada de irritación.
—¿Por qué no puedes poner tu armario en la habitación, como tiene que ser? Aquí en medio parece ridículo.
Durante mi primera visita, preguntándome por qué tenías un enorme armario en medio de tu pequeña sala de estar.
—He convertido mi dormitorio en un estudio —replicaste, y te echaste a reír incluso antes de terminar la frase. «Estudio» era una palabra grandilocuente para describir la diminuta habitación donde dormías en tu apartamento del sótano.
Una de las cosas que más me gusta de ti es que no tardas en considerar una ridiculez todo lo que haces, mucho antes que los demás, y precisamente por eso, eres la primera en reírte de ti misma. Eres la única persona que conozco a la que le divierte genuinamente su propia absurdidad. Por desgracia no es una característica de nuestra familia.
Mientras colgaba tu ropa vi un cajón al fondo del armario y lo abrí. Dentro tenías la ropita del bebé. Todo lo que había en tu piso era barato. Tu ropa procedía de los mercadillos, de las organizaciones de caridad, tus muebles los encontrabas en la calle y en cambio la ropa de bebé que había en ese cajón era nueva y cara. Saqué una mantita de bebé de cachemira de color azul pálido, y un gorrito: eran tan suaves que mi piel parecía rugosa a su lado. Eran preciosos. Como encontrar una silla Eames en una parada de autobús. No te los podías permitir: ¿quién te había dado el dinero para comprarlos? Pensaba que Emilio Codi te había intentado obligar a abortar. ¿Qué estaba pasando, Tess?
Sonó el timbre de la puerta y corrí hacia ella. «Tess» estaba en mis labios, cuando abrí la puerta. Había una mujer joven en el umbral. Me tragué tu nombre. Hay palabras que tienen sabor. Comprendí que estaba temblando a causa de la adrenalina.
La mujer estaba embarazada de seis meses pero a pesar del frío su top de lycra se subía y mostraba su barriga hinchada y un ombligo con un piercing. Su embarazo impúdico me pareció tan barato como el tono amarillo de su pelo teñido.
—¿Está Tess? —preguntó.
—¿Eres amiga suya?
—Sí. Amiga. Soy Kasia.
Recordé que me habías hablado de Kasia, tu amiga polaca, pero tu descripción no encajaba con la realidad que estaba de pie en la puerta. Habías sido amable hasta el punto de distorsionarla, dotándola de un resplandor que sencillamente no poseía. De pie allí, con su absurda minifalda, con las piernas surcadas por los escalofríos y las venas hinchadas del embarazo, pensé que no se parecía demasiado a un «dibujo de Donatello».
—Tess y yo conocer en clínica. No novio, tampoco.
Reparé en su escaso dominio del idioma, más que en lo que decía. Señaló un Ford Escort aparcado frente a las escaleras.
—Él volvió luego. Tres semanas.
Esperaba que mi rostro demostrara mi total falta de interés por el estado de su vida personal.
—¿Tess cuándo en casa?
—No lo sé. Nadie sabe dónde está. —Mi voz empezó a temblar, pero no pensaba demostrar mis emociones frente a esa chica. El esnobismo de mamá había arraigado con fuerza en mí. Proseguí más animada—: No la han visto desde el pasado jueves. ¿Tienes idea de dónde puede estar?
Kasia sacudió la cabeza.
—Vacaciones. Mallorca. Reconciliados.
El hombre que había al volante en el Ford Escort se inclinó y tocó la bocina. Kasia le saludó con la mano y vi que estaba nerviosa. Me pidió que te dijera que había pasado a verte, con su inglés roto y fracturado, y luego se apresuró a subir las escaleras.
Sí, señorita Freud, me enfadé porque no eras tú. No era culpa suya.
Subí hasta la puerta de Amias y llamé al timbre. Respondió, con un ruido de cadenitas.
—¿Sabe cómo consiguió Tess la ropa para su bebé?
—Fue de compras a Brompton Road —replicó él—. Estaba muy contenta y…
Le interrumpí con impaciencia.
—Me refería a cómo pudo pagarla.
—No me gustaba preguntar.
Era una reprimenda; él tenía modales, pero yo no.
—¿Por qué denunció su desaparición?
—No vino a cenar conmigo y habíamos quedado. Me prometió que vendría y nunca rompía una promesa, incluso a un anciano como yo.
Abrió la cadenita de su puerta. A pesar de su edad, aún era muy alto y no estaba encorvado como un hombre mayor. De hecho, me sacaba varios centímetros.
—Quizá debería regalar la ropita de bebé —dijo.
Me repelió su sugerencia y me puso furiosa.
—Es un poco pronto para darse por vencido, ¿no cree?
Le di la espalda y bajé corriendo las escaleras. Me gritó algo pero no quise darme la vuelta y escucharle. Me metí en tu piso.
* * *
—Otros diez minutos, y bastará por hoy —dice el señor Wright, y me siento agradecida. No sabía lo agotador que iba a ser esto.
—¿Fue a su baño? —pregunta.
—Sí.
—¿Miró en el armarito del baño?
Sacudo la cabeza.
—¿De modo que no vio nada fuera de lo normal?
—Sí, vi algo.
* * *
Me sentía exhausta, sucia y helada hasta el tuétano. Me moría por una ducha caliente. Aún faltaban dos horas para que emitieran la reconstrucción por televisión, así que tenía mucho tiempo por delante pero me preocupaba no oír el teléfono si llamabas. Así que pensé que sería buena idea ducharme, siguiendo esa lógica que dice que el amor de tu vida aparecerá en tu puerta en cuanto te hayas puesto una mascarilla relajante y tu pijama más viejo. De acuerdo, está bien, la lógica no tiene nada que ver en esto, pero lo cierto es que esperaba que durante mi ducha me llamaras. Además, también sabía que el contestador de mi móvil estaba encendido.
Fui a tu baño. Por supuesto, no había ducha. Solo tu bañera, con su esmalte barato y moho alrededor del desagüe. Me sorprendió el contraste con mi propio baño en Nueva York, un homenaje al chic modernista, en cromo y piedra caliza. Me pregunté cómo podías sentirte limpia después de bañarte ahí. Durante un breve instante volví a sentirme superior y entonces la vi: una repisa con tu pasta de dientes, tu cepillo, una botella de líquido para las lentillas y un cepillo de pelo, con tus largos cabellos atrapados entre sus cerdas.
Comprendí que había albergado la esperanza de que hubieras hecho algo estúpido y típico de una estudiante, como largarte al festival o la manifestación de turno; que te hubieras comportado como de costumbre, irresponsablemente, y mandado al diablo el hecho de que estabas embarazada de ocho meses, para acampar en algún prado helado. Fantaseaba sobre la regañina que tendrías que soportar a tu regreso, por tu irreflexiva falta de consideración. Tu repisa llena de productos de higiene personal hizo estallar mi fantasía en mil pedazos. No había refugio para la esperanza. Dondequiera que estuvieras, no fue por decisión tuya.
* * *
El señor Wright apaga la grabadora.
—Por hoy hemos terminado.
Asiento y parpadeo, tratando de apartar la imagen de tus largos cabellos atrapados en tu cepillo.
Una secretaria con aspecto de matrona entra y nos dice que la prensa que está esperando frente a tu piso ha crecido alarmantemente. El señor Wright me pregunta, solícito, si quiero que busque un lugar distinto y más tranquilo donde alojarme.
—No, gracias. Quiero estar en casa.
Ahora tu piso es mi casa, si no te importa. Llevo viviendo ahí dos meses, y es así como me siento.
—¿Quiere que la acompañe? —pregunta. Debe darse cuenta de mi sorpresa porque sonríe y dice—: No es ninguna molestia. Y estoy seguro de que hoy ha sido un día duro para usted.
La corbata de poliéster sí es un regalo. El señor Wright sí es un hombre bueno.
Rechazo su ofrecimiento cortésmente y me acompaña hasta el ascensor.
—Tardaremos unos días en tomarle declaración. Espero que no sea un inconveniente.
—Claro que no, por supuesto.
—El motivo es que usted fue el investigador principal, además de nuestro testigo más importante.
«Investigador» suena demasiado profesional para lo que hice. Llega el ascensor y el señor Wright mantiene las puertas abiertas hasta que subo dentro, asegurándose de que no me hago daño.
—Su testimonio será esencial para que blindemos nuestro caso —me dice, y cuando bajo por el ascensor, me imagino mis palabras como una capa de cemento, como brea forrando el casco del barco de la fiscalía, haciendo que resista a cualquier vía de agua.
En el exterior, el sol de primavera calienta el aire del atardecer y cerca de las cafeterías, los parasoles blancos brotan de las aceras grises. La oficina de la comisaría está solo a unas calles del parque de St. James y decido andar un poco de camino a casa.
Trato de seguir un atajo hacia el parque pero solo doy con un callejón sin salida. Rehago mis pasos y oigo otros a mis espaldas; no es el tranquilizador taconeo de unos zapatos de mujer, sino el más silencioso y amenazador avance de un hombre. Incluso mientras siento miedo, me doy cuenta de que es un cliché, una mujer perseguida por el mal y tratando de expulsarlo, pero los pasos siguen ahí, más cerca, y el ruido llega más alto. Seguramente pasará de largo, caminará a mi lado y me demostrará que no tiene malas intenciones. En lugar de eso, se acerca. Noto su frío aliento en mi cuello. Echo a correr, moviéndome como una marioneta a causa del miedo. Llego al final del callejón y veo a un puñado de gente andando al otro lado, avanzando por una acera concurrida. Me uno a ellos y me sumerjo en el metro, sin mirar atrás.
Me digo que no es posible. Él está en prisión, encerrado, sin fianza. Después del juicio irá a la cárcel durante el resto de su vida. Debo habérmelo imaginado.
Me meto en un vagón y me arriesgo a mirar a mi alrededor. Inmediatamente, veo una fotografía tuya. Está en la primera página del Evening Standard, es la que te saqué en Vermont cuando viniste de visita hace dos veranos, con el viento revolviéndote el pelo como si fuera una vela brillante, y tu rostro resplandecía. Estás demoledoramente hermosa. No me extraña que la hayan escogido para la primera página. En el interior está la que te hice cuando tenías seis años, abrazando a Leo. Sé que acababas de llorar entonces, aunque no des muestras de ello. Tu cara volvió a la normalidad tan pronto como sonreíste para mí. Al lado de esa foto hay otra, mía, que me hicieron ayer.
Mi cara no vuelve a la normalidad. Por fortuna, ya no me importa qué aspecto tengo en las fotografías.
Me bajo en la estación de Ladbroke Grove, no sin notar la habilidad con la que circulan los londinenses, por las escaleras mecánicas o a través de las barreras de control, sin tocarse unos a otros. Cuando alcanzo la salida noto de nuevo a alguien demasiado cerca, un aliento frío en mi cuello, el picor de la amenaza. Me apresuro a alejarme, chocando con las prisas con varias personas, intentando convencerme de que es la corriente que producen los trenes de la estación.
Quizá una vez se experimentan el terror y el miedo, estos quedan grabados en tu interior incluso después de que la causa haya desaparecido. Quizá dejan atrás un horror durmiente, que se despierta con facilidad.
Llego a Chepstow Road y me sorprende la masa de gente y de vehículos. Hay equipos de cámaras y filmación venidos de todas las cadenas del Reino Unido y por su aspecto, también del extranjero. La colección de prensa de ayer ahora parece una fiesta campesina que se ha transformado en un frenético parque de atracciones.
Estoy a diez puertas de tu piso cuando el técnico que me trajo los crisantemos me ve. Me preparo, pero se da la vuelta y se va en otra dirección; de nuevo, su amabilidad me desconcierta. Dos puertas más tarde, un periodista me ve. Empieza a caminar hacia mí y entonces todos le imitan. Corro hasta las escaleras, logro entrar en tu piso y cierro la puerta.
En el exterior, micrófonos con jirafas de sonido llenan el espacio como trífidos; lentes de obscena longitud se arrojan contra el cristal de las ventanas. Corro las cortinas, pero sus focos siguen cegadores tras el endeble tejido. Como ayer, me retiro a la cocina pero ahí tampoco encuentro un santuario. Alguien aporrea la puerta trasera y el timbre de la entrada no deja de sonar. El teléfono se calla durante un segundo, como mucho, y vuelve a sonar. Mi móvil se une a la cacofonía. ¿Cómo han conseguido el número? Los sonidos son insistentes, exigentes, piden una respuesta. Pienso en la primera noche que pasé en tu piso. Entonces creía que no había nada más solitario que un teléfono que no suena.
* * *
A las 10:20 vi la reconstrucción que emitieron por televisión sentada en tu sofá, cubriéndome con tu manta india en un esfuerzo fútil por conservar el calor. De lejos, yo era un tú muy convincente. Al final había un teléfono donde se solicitaba la colaboración ciudadana.
A las 11:30 cogí el teléfono para comprobar que funcionaba. Luego me entró el pánico y pensé que justo cuando había descolgado el auricular alguien podía haber intentado llamar: tú, o la policía, para decirme que te habían encontrado.
12:30 de la noche. Nada.
1:00 de la madrugada. La tranquilidad que me rodea me asfixia.
1:30 de la madrugada. Me oigo gritar tu nombre. ¿O era tu nombre, enterrado en el silencio?
2:00 de la madrugada. Oigo un ruido cerca de la puerta. Me abalanzo a abrirla pero solo es un gato, el gato callejero que habías adoptado hacía unos meses. La leche que hay en la nevera lleva una semana ahí y está podrida. No tengo nada para calmar sus maullidos.
A las 4:30 me fui a tu baño, más allá de tu caballete y del montón de telas apiladas. Me corté en el pie y al mirar hacia abajo vi un montón de pedacitos de cristal. Retiré las cortinas del dormitorio y vi un trozo de plástico tapando una ventana rota, sujeto con celo. No me extraña que el piso estuviera helado.
Me metí en tu cama. El plástico ondeaba al viento, un ruido inhumano e irregular tan intranquilizador como el frío. Debajo de tu cojín encontré tu pijama. Olía igual que tu vestido. Me abracé a él, porque tenía demasiado frío y demasiado miedo como para dormir. De algún modo debí conciliar el sueño, al final.
Soñé con el color rojo: los números de Pantone PMS 1788 a PMS 1807; el color de los cardenales y de las prostitutas; de la pasión y de la pompa; del tinte de cochinilla que se extrae de los cuerpos aplastados de los insectos; el carmesí y el escarlata; el color de la vida; el color de la sangre.
El timbre me despertó.
* * *
Martes
Llego a la fiscalía, donde la primavera ha empezado ya oficialmente. El sutil olor de la hierba recién cortada sube desde el parque y se cuela con cada empujón de la puerta giratoria. Las recepcionistas de la entrada se han puesto vestidos veraniegos y sus rostros y piernas morenas deben ser fruto de la crema autobronceadora que se pusieron la noche anterior. A pesar de que hace más calor, sigo llevando ropa de abrigo. Voy muy tapada y mi piel es pálida, como si formara parte de las sobras del invierno.
Mientras avanzo hacia el despacho del señor Wright, me digo que quiero confiar en él y contarle lo de mi perseguidor imaginario de ayer. Solo necesito escuchar una vez más que está encerrado, en prisión, y que después del juicio se quedará ahí por el resto de su vida. Pero cuando entro, el sol de primavera inunda la estancia y la luz eléctrica golpea con fuerza, y el resplandor combinado de ambas reducen a la nada el fantasma de miedo que quedó de ayer.
El señor Wright enciende la grabadora y volvemos a empezar.
—Me gustaría que hoy habláramos del embarazo de Tess —dice, y noto una sutil reprimenda. Ayer me pidió que empezara a contarle cuando «comprendí que algo iba mal» y yo mencioné la llamada teléfonica de mamá durante nuestra comida del domingo. Pero ahora sé que ese no fue el verdadero principio. Y también sé que si hubiera pasado más tiempo contigo, si me hubiera preocupado menos de mí y prestado más atención a lo que decías, quizá habría comprendido que algo iba mal muchos meses antes.
—Tess se quedó embarazada seis semanas después de empezar su relación con Emilio Codi —dije, borrando toda la emoción que podía acompañar a la noticia.
—¿Cómo se sintió? —pregunta.
—Decía que había descubierto que su cuerpo era un milagro.
Recuerdo nuestra conversación telefónica.
—Casi siete mil millones de milagros caminando sobre la faz de la tierra, Bee, y ni siquiera creemos en ellos.
—¿Se lo dijo a Emilio Codi? —pregunta el señor Wright.
—Sí.
—¿Cuál fue su reacción?
—Él quería que pusiera fin al embarazo. Tess le dijo que el bebé no era un tren, que no podía parar en una estación.
El señor Wright sonríe y rápidamente trata de ocultarlo, pero me gusta porque ha sonreído.
—Cuando ella se negó, le dijo que tendría que abandonar la facultad antes de que se le notara el embarazo.
—¿Y lo hizo?
—Sí. Emilio le dijo a las autoridades académicas que a Tess le habían ofrecido un año sabático en alguna otra institución. Incluso creo que utilizó el nombre de una de verdad.
—¿Quién más lo sabía?
—Los amigos de Tess, incluyendo otros estudiantes de la facultad. Pero Tess les pidió que fueran discretos, que no lo dijeran en la universidad.
Yo no podía comprender porqué querías proteger a Emilio. No se lo había ganado. No había hecho nada para merecérselo.
—¿Le ofreció ayuda de algún tipo a Tess? —pregunta el señor Wright.
—No. La acusó de intentar atraparlo con un embarazo, y dijo que no se sentía presionado para ayudarla a ella o al bebé, de ninguna manera.
—¿Es cierto? ¿Intentó «atraparlo»? —pregunta el señor Wright.
Me sorprende el número de detalles que me pide, pero luego me acuerdo que quiere que se lo cuente todo, y más tarde decidirá lo que es relevante y lo que no.
—No. El embarazo no fue intencionado.
Recuerdo el resto de nuestra conversación telefónica. Yo me encontraba en mi despacho, supervisando las propuestas de diseño de una nueva imagen corporativa para una cadena de restaurantes, y al mismo tiempo, estaba dedicada a mis funciones como hermana mayor multitareas.
* * *
—¿Pero cómo es posible que haya sido un accidente, Tess?
El equipo de diseñadores había escogido la letra Bernard MT condensada para la propuesta; era una letra que parecía más bien anticuada, en lugar del aspecto retro que yo les había pedido.
—Accidente suena un poco negativo, Bee. Sorpresa es mejor.
—De acuerdo pues, ¿cómo es posible que haya sido una «sorpresa» cuando hay un Boots en cada esquina, y farmacias por doquier en donde comprar condones?
Te reíste con afecto, tomándome el pelo mientras te regañaba.
—Hay gente que se deja llevar por el momento.
Me di cuenta de la crítica implícita.
—¿Y qué vas a hacer?
—Me pondré más y más gorda y luego tendré un bebé.
Parecías tan infantil; actuabas como una niña, ¿cómo ibas a ser una madre?
—Son buenas noticias, no te enfades.
* * *
—¿Sabe si Tess llegó a plantearse un aborto? —pregunta el señor Wright.
—No.
—¿Recibieron una educación católica?
—Sí, pero no es por eso. El único sacramento católico en el que Tess creyó jamás es el sacramento del momento presente.
—Lo siento, me temo que no…
Sé que no le servirá para el juicio, pero me gustaría que supiera más de ti que los meros hechos contenidos en un archivador de carpetas.
—Significa vivir el aquí y el ahora —explico—. Experimentar el presente sin preocuparse del futuro ni cargar con el lastre del pasado.
Jamás me creí ese sacramento; es demasiado irresponsable y hedonista. Probablemente lo añadieron los griegos: Dionisio, entrando de tapadillo en la fiesta de los católicos y asegurándose de que al menos se montaba una buena parranda.
También hay otra cosa que quiero que sepa.
—Incluso al principio, cuando el bebé no era más que un conjunto de células, ella lo quería. Por eso pensaba que su cuerpo era un milagro. Por eso jamás habría abortado.
Él asiente, y concede a tu amor por tu hijo una pausa lo suficientemente respetuosa.
—¿Cuándo supo que el bebé tenía fibrosis quística? —pregunta.
Me alegro de que lo haya llamado bebé, y no feto. Ahora sé que tú y tu hijo empezáis a parecerle más humanos.
—A las doce semanas —repliqué—. A causa de nuestros antecedentes familiares con la fibrosis quística, se hizo unas pruebas genéticas.
* * *
—Soy yo. —Supe que al otro lado del hilo telefónico estabas luchando por no llorar. Añadiste—. Es un chico. —Entonces, también supe lo que ibas a decir—. Tiene fibrosis quística.
Parecías tan joven. No sabía qué decirte. Tú y yo sabíamos demasiado sobre la fibrosis quística como para que te ofreciera pésames tópicos.
—Tendrá que pasar por todo eso, Bee, por la enfermedad, igual que Leo.
* * *
—¿Eso sucedió en agosto? —pregunta el señor Wright.
—Sí, el día diez. Cuatro semanas más tarde me llamó por teléfono para decirme que le habían ofrecido la posibilidad de participar en una nueva terapia genética para su bebé.
—¿Qué sabía Tess de esa terapia? —pregunta el señor Wright.
—Dijo que le inyectarían un gen sano al bebé para reemplazar el gen de la fibrosis quística. Y que lo harían mientras aún estuviera en su útero. A medida que el bebé se desarrollase y creciera, el nuevo gen iría reemplazando el gen defectuoso de la fibrosis quística.
—¿Cuál fue su reacción?
—Tenía miedo de los riesgos que estaba dispuesta a correr. En primer lugar con el vector y luego…
El señor Wright me interrumpe.
—¿El vector? Lo siento, pero no…
—Es la forma en que se introduce un nuevo gen en el cuerpo. Como un taxi, para entendernos. Los virus suelen utilizarse como vectores porque son rápidos infectando las células del cuerpo, y también introducen el nuevo gen a la vez.
—Es usted toda una experta en el tema.
—En mi familia somos todos expertos aficionados en temas genéticos, a causa de Leo.
* * *
—Pero la gente muere en estas pruebas de terapia genética, Tess. Todos sus órganos fallan.
—¿Me dejas acabar, por favor? No van a utilizar un virus como vector. Eso es lo más brillante de la idea. Alguien ha logrado crear un cromosoma artificial para introducir el gen en las células del bebé. Así que no corre ningún riesgo. ¿Es increíble, verdad?
Era increíble. Pero eso no impidió que yo me preocupara. Recuerdo el resto de nuestra conversación telefónica. Yo iba ataviada con mi armadura completa de hermana mayor.
—De acuerdo, así que no habrá problema con el vector. ¿Y el propio gen modificado? ¿Qué pasa si no solo cura la fibrosis quística, sino también hace algo más que no está previsto?
—¿Podrías dejar de preocuparte? —Quizá tenga efectos secundarios graves. Podría perjudicar algo más en su cuerpo de lo que ni siquiera sabemos nada.
—Bee…
—Sí, quizá parece un riesgo pequeño, pero…
Me interrumpiste, echándome a codazos de mi tarima.
—Sin esta terapia, tendrá fibrosis quística. Eso sí que es seguro al cien por cien. Así que un pequeño riesgo es algo que estoy dispuesta a asumir.
—¿Dices que lo van a inyectar en tu barriga? Noté por tu voz que sonreías.
—¿Cómo iban a llegar al bebé, si no?
—Así que esta terapia genética también podría afectarte a ti.
Suspiraste. Era tu suspiro de «por favor, déjame tranquila», el suspiro que una hermana pequeña le dedica a su hermana mayor.
—Soy tu hermana. Tengo derecho a preocuparme por ti.
—Y yo soy la madre de mi bebé.
Tu respuesta me dejó sin habla.
—Te escribiré, Bee.
Colgaste.
* * *
—¿Solía escribirle muy a menudo? —preguntó el señor Wright.
No sé si está interesado de verdad o si lo pregunta por algo.
—Sí. Normalmente cuando sabía que desaprobaría algo de lo que hacía. A veces, cuando necesitaba aclarar sus ideas y quería que le hiciera de frontón.
No estoy segura de si lo sabías, pero siempre disfruté de nuestras conversaciones unidireccionales. Aunque a menudo me exasperaban, también me liberaba el hecho de no tener que desempeñar mi sempiterno papel de crítico.
—La policía me dio una copia de su carta —dice el señor Wright.
Lo siento. Tuve que dar tus cartas a la policía. Sonríe.
—La carta de los ángeles humanos.
Me alegra que haya destacado lo que te importaba a ti, y no lo que es importante para su investigación. Y no necesito la carta para acordarme de esa parte.
«Toda esta gente, a los que no conozco, de los que nada sabía, trabajan hora tras hora, día tras día, años enteros para encontrar una cura. La propia investigación se financió gracias a los donativos. Son verdaderos ángeles, ángeles humanos con batas blancas de laboratorio y señoras de faldas plisadas que organizan fiestas y venden pasteles y agitan huchas para que algún día, el bebé de alguien a quien jamás conocerán se cure».
—¿Fue esa carta la que disipó su preocupación acerca de la terapia? —pregunta el señor Wright.
—No. El día antes de recibirla, las pruebas de esa terapia genética en concreto se publicaron en la prensa norteamericana. La cura genética para la fibrosis quística de Chrom-Med apareció en todos los periódicos y en la televisión no hablaban de otra cosa. Había fotografías de bebés curados por doquier, pero muy pocos detalles científicos. Incluso los periódicos más serios utilizaban la expresión «bebés milagro» con más veces que la de «tratamiento genético».
El señor Wright asiente.
—Sí. Aquí sucedió lo mismo.
—Pero también se publicó en internet, lo que significaba que yo podía investigar a fondo. Descubrí que las pruebas genéticas se habían sometido a todos los requisitos exigidos por las autoridades sanitarias, más que eso, de hecho. En el Reino Unido, de momento había veinte bebés que habían nacido sanos y sin fibrosis quística. Las madres no sufrían efectos secundarios dañinos. Las mujeres embarazadas de Estados Unidos cuyos fetos tenían fibrosis quística estaban prácticamente suplicando someterse al tratamiento. Comprendí lo afortunada que había sido Tess al haber recibido el ofrecimiento de la compañía.
—¿Qué sabía de Chrom-Med?
—Que era una empresa respetable y que llevaban muchos años dedicados a la investigación genética.
Que habían comprado el cromosoma que el profesor Rosen había identificado y que luego le habían contratado para que siguiera adelante con su investigación.
Y con su gesto, permitieron que las damas de faldas plisadas pudieran dejar de agitar las huchas.
—También vi una media docena de entrevistas televisadas con el profesor Rosen, el hombre que había inventado el nuevo tratamiento.
Sabía que no debería haber influido, pero fue el profesor Rosen quien me hizo cambiar de opinión acerca de la terapia, o al menos hizo que me replanteara mis dudas. Recuerdo la primera vez que lo vi por televisión, en una entrevista.
* * *
La presentadora del programa matinal ronroneó su pregunta.
—¿Cómo se siente, profesor Rosen, al ser «el hombre detrás del milagro», tal y como algunos ya le llaman?
Frente a ella, el profesor Rosen parecía un absurdo cliché, con sus gafas de montura metálica, hombros estrechos y ceño fruncido; sin duda tenía una bata blanca colgando fuera de cámara.
—No es precisamente un milagro. Ha llevado décadas de investigación y…
Ella le interrumpió.
—¿De veras?
La intención de la presentadora era detener su perorata pero el profesor lo malinterpretó y se lo tomó como una invitación para seguir adelante.
—El gen de la fibrosis quística está en el cromosoma siete. Fabrica una proteína llamada regulador de la conducción de la transmembrana de la fibrosis quística, o proteína CFTR según sus siglas en inglés.
La presentadora se alisó la estrecha falda de pitillo que cubría sus torneadas piernas, sonriéndole.
—La versión sencilla, por favor, profesor Rosen.
—Ésta es la versión sencilla. Yo creé un microcromosoma artificial…
—La verdad es que no creo que nuestros telespectadores… —dijo ella, agitando su mano como si eso quedara más allá de la comprensión humana. Me irritaba y me alegró ver que el profesor Rosen, obviamente, sentía lo mismo.
—Sus telespectadores también están dotados de cerebro, ¿no es cierto? Mi cromosoma artificial puede transportar un nuevo gen sano hacia las células sin ningún riesgo.
Pensé que probablemente alguien debía explicarle cómo transmitir lo que había logrado en el campo de la ciencia para todos los públicos. Era como si el propio profesor Rosen no pudiera más y no lograra ser más escueto.
—El cromosoma artificial humano es capaz de introducir y mantener estabilizados los genes de la terapia. Los centrómeros sintéticos eran…
Ella le interrumpió, apresuradamente.
—Me temo que tendremos que saltarnos la lección de ciencia por hoy, profesor, porque tengo alguien aquí que quiere darle las gracias de una manera muy especial.
Se volvió hacia una enorme pantalla que conectó en directo con un hospital. Una madre con los ojos arrasados de lágrimas, y el orgulloso padre de un recién nacido, abrazando a su vástago sano, le dieron las gracias al profesor Rosen por curar a su precioso bebé. Claramente, al profesor Rosen le pareció de mal gusto, y estaba incómodo. No se regodeaba en su éxito, y me gustó más por eso.
* * *
—¿Así que confiaba usted en el profesor Rosen? —pregunta el señor Wright, sin dejar traslucir sus propias impresiones, pero también debió haberle visto en televisión durante la semana en que los medios solo hablaban de eso.
—Sí. En todas las entrevistas que pude ver parecía un científico comprometido, sin ganas de estar en el candelero. Parecía modesto, abrumado por los elogios, y no daba la impresión de disfrutar de su momento de gloria televisiva.
No se lo digo al señor Wright, pero también me recordó al señor Normans (¿fue mi profesor de matemáticas, verdad?), un hombre amable pero que no soportaba la estupidez de las adolescentes y solía ladrar ecuaciones como si fueran ráfagas de disparos. No eran razones lógicas para aceptar que el tratamiento genético fuera seguro: su torpeza en los medios, las gafas metálicas y un cierto parecido con un viejo profesor. Pero era el impulso personal que me faltaba para superar mis dudas.
—¿Tess le describió en qué consistía la terapia cuando empezó? —pregunta el señor Wright.
—No, no en detalle. Solo dijo que ya le habían dado la inyección y que ahora tendría que esperar.
* * *
Me llamaste en medio de la noche, te olvidaste de la diferencia horaria o no te importó. Todd se despertó y cogió la llamada. Enfadado, me pasó el teléfono, murmurando:
—Son las cuatro y media de la mañana, por el amor de Dios.
—Ha funcionado, Bee. Está curado.
Lloré, con sollozos y grandes lagrimones húmedos. Me había preocupado tanto, no solo por tu bebé, sino por lo que sería tu vida cuidando y amando a un bebé con fibrosis quística. Todd pensó que había pasado algo terrible.
—Eso es jodidamente maravilloso.
No sé qué le sorprendió más, el hecho de que estuviera llorando por algo maravilloso, o que utilizara lenguaje malsonante.
—Me gustaría llamarle Xavier. Si a mamá no le importa.
Recordé que Leo había estado muy orgulloso de su segundo nombre; cómo había deseado que fuera el primero.
—A Leo le parecería genial —dije, y pensé en lo triste que es cuando muere alguien lo suficientemente joven como para decir cosas como «genial».
—Sí que le gustaría, ¿verdad?
* * *
La secretaria madura del señor Wright entra con agua mineral y de repente me invade una repentina sed. Vacío mi endeble vaso de papel de golpe y me mira con ligera desaprobación. Cuando se lleva el vaso vacío me fijo en que tiene manchas naranjas en el interior de las manos. La pasada noche debió aplicarse crema autobronceadora. Me conmueve que esta mujer robusta haya intentado ponerse guapa para la primavera. Le sonrío, pero ella no me ve. Está mirando al señor Wright. Comprendo, por esa mirada, que está enamorada de él, que se bronceó los brazos y la cara ayer noche para él, que compró el vestido que lleva pensando en él.
El señor Wright interrumpe mi cotilleo mental.
—Así que hasta donde usted sabía, no había ningún problema con el bebé o el embarazo.
—Pensaba que todo iba bien. Mi única duda consistía en cómo llevaría Tess lo de ser madre soltera. En aquel momento me parecía algo muy preocupante.
La señorita Secretaria Enamorada se va, sin que el señor Wright apenas lo note, porque está mirando al otro de la mesa, fijando su vista en mí. Lanzo una rápida mirada hacia su mano, en nombre de ella: no hay alianza de matrimonio. Sí, mi mente está divagando de nuevo, no quiere avanzar. Sabes lo que viene ahora. Lo siento.