1. La Gallaecia
Desde los primeros años de presencia romana en Hispania, se establecieron dos provincias: la Citerior [cercana], al norte y este, y la Ulterior [lejana], al sur y al oeste peninsular. Pero el sometimiento a los romanos de los galaicos, astures y cántabros fue tardío debido a la fuerte resistencia que opusieron estos pueblos del área atlántica. Ya en el año 27 a. C., tras la conquista efectiva de la mayor parte de la Península, Augusto divide Hispania en tres provincias, llamadas Baetica, Lusitania y Tarraconensis. Tres ciudades encabezaban los tres conventus o subprovincias romanas en el extremo noroccidental: Lucus Augusti (Lugo), Bracara Augusta (Braga) y Asturica Augusta (Astorga), que con la reforma de Diocleciano del año 298 quedarían unificados bajo una única provincia segregada de la Tarraconensis: la Gallaecia.
Tras la conquista musulmana de la península ibérica en el año 711 y la disolución del reino visigodo, este amplio territorio quedó convertido en espacio fronterizo y fue escenario durante la segunda mitad del siglo VIII de la expansión del reino de Asturias en tiempos de Alfonso I en oposición al dominio de los omeyas, conformando una entidad política propia conocida durante varios siglos como «reino de Gallaecia».
2. El rey de Gallaecia Sancho Ordóñez y la reina Goto Núñez
Sancho Ordóñez (895-929) fue rey de Galicia, aunque subordinado al rey de León, desde el año 926 hasta su muerte. Era hijo del rey Ordoño II de León y de la reina Elvira Menéndez. A la muerte de su padre en el año 924, su tío Fruela II «el Leproso» ocupó el trono leonés, pero murió apenas un año después, siendo sucedido por su hijo Alfonso Froilaz, que inició un enfrentamiento con sus primos, los hijos del difunto Ordoño II de León. En el año 926, con la ayuda del rey Sancho Garcés I de Navarra, éstos consiguieron expulsar a Alfonso Froilaz del trono y lo obligaron a refugiarse primero en Galicia y posteriormente en Asturias.
Sancho Ordóñez, a quien por su condición de hijo primogénito correspondía la corona, renunció en favor del mediano, Alfonso, quien fue coronado como Alfonso IV de León. Los tres hermanos se repartieron el reino de León, correspondiéndole a Sancho el reino de Galicia, que se extendía desde la costa cantábrica hasta el río Miño; al menor de los hermanos, el infante Ramiro, le correspondió el territorio portocalense, con capital en Viseo. Tanto Sancho como Ramiro gobernaron de manera subordinada a Alfonso en su condición de rey de León. Sancho Ordóñez fue ungido como rey de Galicia por Hermenegildo, obispo de Santiago de Compostela, y durante los tres años que duró su reinado, mantuvo buenas relaciones con su hermano menor, Alfonso IV, como prueba el hecho de que visitara en varias ocasiones el reino de Galicia.
Sancho Ordóñez murió en el año 929 sin dejar descendencia. Recibió sepultura en el monasterio de Castrelo de Miño, municipio gallego localizado en la provincia de Orense. En dicho monasterio profesó como religiosa su viuda, la reina Goto, según se desprende del documento que consigna una donación realizada por el rey Ramiro II de León al monasterio de Castrelo de Miño en el año 947, siendo Goto en esas fechas abadesa del mismo.
El origen de la reina Goto es confuso. Según una genealogía legendaria, Goto Núñez descendería de un don Osorio que acompañó al rey don Pelayo en los inicios de la restauración de España, o de un Osorio Gutiérrez que se halló en la batalla de Clavijo por lo que fue hecho canónigo de León, en el año 844. La rama familiar Osorio tenía la mayor parte de sus bienes en la región gallega de Mondoñedo. A la misma genealogía pertenece el conde Osorio Gutiérrez, celebre personaje de la España medieval del siglo X, fundador del monasterio de San Salvador de Villanueva de Lorenzana (Lugo), donde ingresó como monje en los últimos años de su vida. Sus contemporáneos le consideraron un hombre santo, atribuyéndole diversos milagros que fueron más numerosos después de su muerte, con lo que siempre fue conocido como «el Conde Santo».
3. El monacato gallego en el siglo X
San Fructuoso de Braga, inspirador de reglas monásticas de clara influencia oriental, fundó varios monasterios partiendo de la Regula Monachorum, ocupó la sede de la abadía-obispado de Dumio y llegó a ser nombrado en el año 656 arzobispo de Braga. Con su Regula Communis propagó por Galicia la fórmula del compromiso por pactos, ya extendido entre los monjes visigóticos, llevando a los monasterios el concepto jerárquico del abad. Los pactos monacales unificaron la vida monacal, como contrato entre monje y abad, o bien entre una comunidad, comprometiéndose a una vida en observancia y obediencia, que perduró hasta que se fue imponiendo la regla de san Benito.
A partir del último tercio del siglo IX, nos encontramos con monasterios de propiedad eclesiástica y monasterios familiares o de tradición hereditaria, como el de San Rosendo en Celanova, cediendo en usufructo comunidades dúplices de monjes y monjas (las comunidades sólo de mujeres están menos documentadas). Fueron los siguientes algunos de los monasterios más importantes: Sobrado-Presaras, Paterne, Lorenzana-Conde Osorio Gutiérrez, Xubia, Cambre, Carboeiro…, todos ellos fundados por familias relevantes, como por ejemplo, Celanova en el año 942. Hasta que fueron prohibidos por la bula papal de Pascual II en 1103. Y todos acabarán por convertirse en casas fundadoras de otras reglas; Lourenzá pasará a los benedictinos, Sobrado será donado al Císter y Celanova se sumará al modelo benedictino.
Existe documentación de la existencia del monasterio de Ribas de Sil desde el siglo X, aunque los indicios apuntan a que fue fundado por san Martín Dumiense entre los años 550 y 555. Su etapa de esplendor se inicia en el siglo X, bajo la autoridad del abad Franquila. Este abad recibió un traje de piel regalo de la reina doña Goto en memoria de su difunto esposo, Sancho Ordóñez. Una noticia de la época cuenta que una tarde el rey muerto se le presentó a la viuda para que viese a los demonios castigándole por los pecados que había cometido. La reina rezó y ayunó cuarenta días, tras los cuales recibió de nuevo la visita de su difunto esposo, libre ya de los demonios con una túnica blanca y el traje de piel regalado a Franquila. Al intentar abrazarlo sólo pudo atrapar un trozo del traje que llevó al monasterio y comprobó que coincidía con un roto aparecido recientemente en el traje. Puede que relatos de este tipo fuesen los que atrajesen a nueve obispos durante este siglo y el posterior, presencia reflejada en el escudo del monasterio donde figuran las nueve mitras.
El antiguo monasterio de San Pedro de Rocas (Orense) pertenece en sus comienzos a la tradición eremítica extendida por los escondidos parajes de la Ribera Sacra. Se cree que el origen del monasterio se remonta al siglo VI, por una lápida con inscripción en la que figuran los nombres de siete varones que se refugiaron en él para consagrarse a la vida monástica. La inscripción está fechada en el año 573, lo cual supone una prueba de la existencia de la vida cenobítica en Galicia con anterioridad a los monasterios mozárabes y a los fundados por san Fructuoso.
El primitivo monasterio del siglo VI desapareció, quedando abandonada su iglesia, hasta que a comienzos del X, un caballero gallego llamado Gemondo o Gemondus descubre el lugar por casualidad durante una cacería, abandonado y escondido en la maleza. Impresionado, se retira en él para hacer vida de oración y penitencia, rehabilitándolo y convirtiéndose en su primer abad. A Gemondo se le unen otros monjes más y se crea una pequeña comunidad. San Pedro de Rocas será después muy favorecido por los monarcas, que lo dotan de grandes donaciones que son confirmadas por Alfonso V, a las que siguieron las de otros reyes como Alfonso VII, Fernando IV y Enrique III.
Hoy constituye un lugar de extraordinario encanto y apreciable espiritualidad, perdido en los bosques, entre peñedos, con su pequeña iglesia levantada en la pura roca.
4. El reino de León
Muerto el rey Alfonso III el Magno, el reino de Asturias quedó repartido entre sus hijos: García I recibió León, Álava y Castilla; Ordoño II, Galicia; y Fruela II, Asturias. Al morir García I en 914 sin descendientes, Ordoño II se trasladó a León, donde fue aclamado rey de León y de Galicia, y trasladaría definitivamente la capital y el solio real desde Oviedo a León, con lo que se crea un nuevo reino. En todas las crónicas y escritos musulmanes, este reino será conocido como Yilliqiyya (Galicia o Gallaecia).
El reino de León comenzaría pronto su expansión por el Duero y el Sistema Central hasta la actual Extremadura (Extremodouri o extremo del Duero), pero la falta de repobladores hace que los amplios territorios más allá de la frontera sean una «tierra de nadie». Durante el reinado de Ramiro II se producen enfrentamientos internos que causarán que el conde Fernán González separe en 929 el condado de Castilla del reino de León, originando un proceso que culminará en el posterior reino de Castilla.
5. El rey Ramiro II de León
Ramiro II de León, llamado el Grande, nació en León el año 898, llegando a ser coronado como el sexto rey de León entre 931 y 951. Hijo de Ordoño II, a la muerte de éste, y tras ayudar a su hermano Alfonso a ocupar el trono (Alfonso IV de León) deponiendo a su primo Alfonso Froilaz, hijo de su tío Fruela II, se hizo con el dominio del norte de Portugal (926), al que añadió el de Galicia cuando murió su hermano Sancho (segundo rey de Galicia) en 929.
Ramiro II fue el monarca leonés más temido por los musulmanes. Se le apodó «el Diablo» porque llevó el reino a su máxima extensión territorial, llegando a conquistar Madrid y a poner sitio a Talavera de la Reina. Su figura histórica es una de las más destacadas e interesantes de toda la Edad Media. Se nos presenta en las crónicas siempre bajo el signo de un incesante quehacer. Según la Historia Silense, compartía el mismo rasgo que había caracterizado a Ordoño II, su padre: labori nescius cedere, es decir, «no sabía descansar». Ramiro II fue un hombre de una profunda religiosidad, que quedó puesta de manifiesto en un documento de 21 de febrero de 934, con ocasión de confirmar a la sede compostelana los privilegios otorgados por sus predecesores:
De qué modo el amor de Dios y de su santo Apóstol me abrasa el pecho es preciso pregonarlo a plena voz ante todo el pueblo católico.
El último acto público de su vida fue su abdicación voluntaria del trono la tarde del día 5 de enero de 951, en León, cuando debía de contar unos cincuenta y tres años. Considerándose próximo a la muerte, rogó que lo trasladaran a la iglesia de San Salvador, contigua al palacio, y en presencia de todos se despojó de sus vestiduras y vertió sobre su cabeza la ceniza ritual, uniendo en el mismo acto la renuncia solemne al trono y la práctica de la penitencia pública in extremis, con la misma fórmula que ideara san Isidoro de Sevilla. Falleció ese mismo mes, reinando ya su hijo Ordoño III de León.
6. La batalla de Simancas
En el año 939 el califa Abderramán III decidió aplicar a los cristianos del reino de León un castigo definitivo y ejemplar para vengar los ataques de Ramiro II contra Madrid, Zaragoza y otras plazas al sur del Duero y de Extremadura.
Se llamó a la guerra santa, la yihad, desde los minaretes del califato y del norte de África. Miles de hombres acudieron para alistarse en el ejército y aportar dinero, comida, armas, caballos con los que combatir a los infieles del norte. El califa juntó un descomunal ejército de casi cien mil hombres, formado por mercenarios andalusíes, militares profesionales, soldados de las provincias militarizadas (yunds), tribus beréberes, destacamentos de las marcas y un buen número de voluntarios. Como era costumbre antes de partir, tuvo lugar el alarde o revista de todo el ejército concentrado, antes de que saliese el sol.
Y las tropas, formando una enorme mesnada y una imponente cabalgata, partieron de la capital en dirección a Toledo el sábado 29 de junio, después de que se hubieran incorporado al alarde los ribaties o voluntarios norteafricanos y los de las provincias venidos de todo el al-Ándalus. Y desde ese día, el califa ordenó que diariamente se entonara en la mezquita mayor de Córdoba la oración de campaña, incluyendo una acción de gracias por lo que suponía iba a ser un éxito total sobre los infieles.
El primer objetivo de Abderramán III era Zamora, la ciudad reconquistada por Alfonso III en 901, que por su posición era la marca de protección del reino cristiano y el punto de partida para la reconquista en el Duero. Porque si Zamora se ganaba, los cristianos perderían sus esfuerzos repobladores del último medio siglo. Y debía empezarse por la fortaleza de Simancas, que era la plaza más fuerte de todo el Duero medio.
Las crónicas, tanto árabes como cristianas, señalan que hubo un eclipse de sol unos días antes de la batalla. Según Kitab ar Rawd:
Encontrándose el ejército cerca de Simancas, hubo un espantoso eclipse de sol, que en medio del día cubrió la tierra de una amarillez oscura y llenó de terror a los nuestros y a los infieles, que tampoco habían visto en su vida cosa semejante. Dos días pasaron sin que unos y otros hicieran movimiento alguno.
Manuel Bachiller, en Antigüedades de Simancas, dice:
El sol padeció terrible eclipse, en el día en el que en España, Abderramán, rey de los sarracenos, fue vencido en una batalla por el cristianísimo rey Ramiro.
Una breve noticia del año 956 de un monje del monasterio de Saint Gall en los Alpes bávaros, al escribir sobre el descalabro musulmán de Simancas, atribuye erróneamente la victoria a la reina Toda de Navarra:
Un eclipse de sol se produjo alrededor de la hora tercia del día 19 de julio, en el año cuarto del rey Otón, viernes, luna 29. El mismo día, en la región de Galicia, un ejército innumerable de sarracenos fue casi aniquilado, menos su rey y cuarenta y nueve guerreros suyos, por cierta reina llamada Toda.
Basándose en este dato, el eclipse previo a los días de batalla sucedió el 19 de julio de 939. Porque, aunque se ha perdido parte del texto con el mes y el día del acontecimiento y se ha leído o reconstruido mal el día de la semana, podemos calcular indirectamente la fecha. Y además es muy posible que este eclipse del 19 de julio sea el fundamento real de la prodigiosa noticia recogida en el Cronicón Burgense:
El año 939, el sábado 1 de junio, hacia las tres de la tarde salió del mar una llama que abrasó muchas villas y ciudades y hombres y bestias; y en el mismo mar incendió muchas embarcaciones y en Zamora un barrio, y muchas villas en Carrión, en Castrogeriz, en Burgos, en Briviesca, en Calzada, en Pancorbo y en Buradón y en otras muchas villas.
Los mismos hechos extraordinarios se describen en los Annales Compostellani y el llamado Cronicón de Cardeña, ya del siglo XIV, precisando únicamente que fueron cien las casas incendiadas en Burgos, y sustituyendo Buradón por Belorado.
El viernes 2 de agosto las huestes califales dieron comienzo al asalto de la fortaleza de Portillo, a unos veintitrés kilómetros de Simancas. El rey Ramiro y su ejército se encontraban en actitud de espera tras el río Pisuerga. Pero el califa envió por delante a Muhamad ibn Hashim al Tuyibí, señor de Zaragoza, con un destacamento de caballería que logró cruzar el río, encontrando al enemigo congregado en la llanura que hay entre la ciudad y la orilla. Allí se trabó el primer combate y los cristianos acabaron prefiriendo replegarse al amparo de los muros de la fortaleza.
Los Anales castellanos primeros datan la llegada del ejército cordobés con su califa a las cercanías de Simancas:
Después del eclipse, a los 19 días, que fue el martes 6 de agosto, el día que los cristianos celebran la festividad de los santos Justo y Pastor, llegaron los cordobeses a Simancas con su nefandísimo rey Abd al Rahman y todo su ejército y clavaron allí sus tiendas.
Los mismos Anales especifican que las huestes musulmanas:
Encontraron allí al rey Ramiro con sus condes, a saber Fernán González y Asur Fernández, que se habían reunido con él acompañados de sus huestes, y a otras muchas unidades de combatientes.
Abd al Rahman clavó su tienda sobre un elevado montículo, desde donde podía contemplar su ejército y dirigir los movimientos. Muhamad ibn Hashim al Tuyibí, señor de Zaragoza, salió inicialmente al frente de la caballería, ocupando la vanguardia. Pero inesperadamente, en medio del combate, cayó de su montura sin que los suyos se dieran cuenta, y al no poder recuperar ya el caballo fue apresado por los cristianos. En los mencionados Anales castellanos primeros el suceso se narra así:
Con la ayuda de Dios [los cristianos] se lanzaron contra los moros matando con la espada a casi tres mil o más de ellos; allí fue apresado el moro Abayahia [Abu Yahya].
Se trataba de una pérdida significativa para el ejército de Abd al Rahman, pero que no mermaba sustancialmente la inmensa fuerza del ejército califal, así que los combates prosiguieron junto a la fortaleza durante el jueves 8 y el viernes 9 de agosto.
En el parte enviado a Córdoba por uno de los secretarios del califa se narra de esta manera:
[…] al tercer día de acampada, el califa ordenó al jefe del ejército atacarles de mañana, cuando había recibido refuerzo de los confines de Pamplona, Álava, al-Qila y gentes de Castilla, además de los infieles de Coimbra, pues con ellos había toda clase de cristianos. Dio, pues, la llamada a los musulmanes para salir bajo sus estandartes…, con lo que los musulmanes llevaban la mejor parte de la refriega, que fue muy violenta, como si la muerte sólo se cebara en los nobles y condes infieles, de los que cayeron el conde de Gormaz, el sobrino del puerco, el hijo de Fernando y el decano y patrono de la cristiandad, el hijo de Ramiro, con muchos otros valientes caballeros, concluyendo la lucha en su derrota…; y los musulmanes se retiraron victoriosos y a salvo del encuentro, pernoctando con la mayor tranquilidad.
Esta concentración de las huestes del reino leonés nos da una idea de la importancia que se dio a la defensa de Simancas. Y la batalla continuará el viernes 9 de agosto, como queda reflejado en el mismo parte oficial:
Los enemigos de Allah, creyéndolos cansados de lucha, y habiendo recibido nuevos refuerzos, se pusieron en marcha, con las cruces por delante, saliendo jinetes y peones y lanzando su caballería ligera contra la parte más inmediata del ejército, mas los musulmanes se les abalanzaron como fieros leones, repitiendo la gesta y combatiendo con las espadas hasta terminar el lance con muchas bajas entre sus principales, que hubieron de lamentar, volviéndose y retirándose, humillados por Dios, que los golpeó e hizo valer poco su número, haciendo que los musulmanes parecieran más a su vista…
Isa ibn Ahmad al Razi resume así los dos días que ambos ejércitos combatieron a las puertas de Simancas:
El ejército pasó a las puertas de Simancas el día siguiente, miércoles, y presentó combate en la mañana que siguió a la noche del jueves, quedando 11 de swaal [8 agosto], en un violentísimo encuentro, y nuevamente el viernes, siguiente día, encontrando los musulmanes gran entereza, pues aunque en un momento fueron rotas las líneas cristianas, se rehicieron y los rechazaron en vergonzosa desbandada, con enormes pérdidas.
Habiendo comprobado la firmeza del ejército cristiano y las poderosas defensas de Simancas, el califa temió que se alargara la guerra y faltaran los bastimentos, prefiriendo regresar hacia el sur, para presentar lo que en realidad había sido un resultado en tablas como una gran victoria. En definitiva, una retirada estratégica en busca de nuevos objetivos, como refleja el parte oficial:
El califa, sus tropas, reclutas y personas de experiencia y honor seguían atacando y reduciendo a los enemigos de Dios cuando se les iban acabando el grano y los pertrechos, habiendo ya alcanzado su objetivo extremo de humillar a los infieles, ocupándoles el campo, mientras su tirano se refugiaba en un alto monte, en cuya cima esperaba librarse, por lo que ordenó partir, redoblando la atención y el número para protección de la retaguardia del ejército, puesto que esperaba que los infieles salieran en su rastro, y empezó la marcha, sin que los enemigos de Dios se atrevieran a observar el paso del ejército sino desde lejos y desde las alturas, mientras él recorría su país lentamente…
La versión cristiana de los hechos es mucho más resumida, según el texto de la Crónica Silense:
A continuación Abd al Rahman, rey de Córdoba, vino con gran ejército a Simancas. Sabedor de esto nuestro católico rey dispuso acudir al mismo lugar también con gran ejército, y habiéndose enfrentado allí el Señor dio la victoria al rey católico el lunes 5 de agosto, víspera de las fiestas de los santos Justo y Pastor; fueron eliminados ochenta mil enemigos. También fue apresado allí por los nuestros Abayahia [Abu Yahya Muhamad ibn Hashim al Tuyibí], rey agareno, conducido a León fue recluido en un calabozo; porque había mentido a nuestro rey fue apresado por justo juicio de Dios.
Los supervivientes, tomando el camino se dieron a la fuga, persiguiéndolos nuestro rey, hasta que llegaron a la ciudad llamada Alhándega, donde fueron alcanzados y exterminados por los nuestros.
Como se ve, las fuentes musulmanas y cristianas están de acuerdo en lo sucedido en torno a Simancas en lo esencial, con las naturales exageraciones interesadas de una y otra parte. El segundo combate, desastroso para la hueste califal, tuvo lugar, según la crónica árabe, en Al Jandaq, que puede traducirse como «foso, zanja o barranco».
Por el tomo V de Al Muqtabis, conocemos la ruta seguida por el califa en su retirada siguiendo el alto Duero y la localización del desastre de Alhándega o Al Jandaq en un barranco de las tierras sorianas.
El mismo parte oficial remitido a Córdoba nos describe la marcha del ejército después de abandonar Simancas:
[…] hasta alejarse hacia el nahr Duyayra [río Duero] y llegar a su campo del hisn Mamls [castillo de Mamblas], lo cual fue unido a la devastación [sufrida] por su población. Pues no dejó, en Yilliqiyya castillo que no destruyese, ni medio de vida que narrarse, hasta llegar a la maldinat Rawda [ciudad de Roa] cuyas moradas estaban abandonas. Se dedicó a destruirla, así como al hisn Rbyls [castillo de Rubiales] durante dos días que se les hicieron, a los enemigos de Allah, más largos que dos años, ya que trastocaron su prosperidad, destrozaron sus moradas y talaron sus árboles.
No sabemos si durante el trayecto hacia Atienza hubo enfrentamientos entre ambos ejércitos. Pero la gran batalla, que se convertirá en un auténtico desastre para Abd al Rahman, tendrá lugar más adelante, en la misma jornada, saliendo de la comarca del río Aza. Los Anales castellanos primeros dan la fecha del combate con una total exactitud:
[…] el 21 de agosto, a los dieciséis días de la prisión de Abu Yahya [Muhamad ibn Hashim al Tuyibí], cuando proseguían los moros su fuga (o retirada) y trataban de salir de la tierra de los cristianos, le salieron éstos al encuentro en el lugar llamado Leocaput y el río de nombre Verbera, siendo allí dispersados, muertos y despojados en gran número.
Al Muqtabis lo cuenta así:
[…] y en la retirada el enemigo los empujó hacia un profundo barranco, que dio nombre al encuentro [Alhándega], del que no pudieron escapar, despeñándose muchos y pisoteándose de puro hacinamiento: el califa, que se vio forzado a entrar allí con ellos, consiguió pasar con sus soldados, abandonando su real y su contenido, del que se apoderó el enemigo…
Abd al Rahman «escapó semivivo», de puro milagro, dejando en poder de los cristianos su precioso ejemplar del Corán, venido de Oriente, con sus valiosas guardas y su maravillosa encuadernación en doce tomos, y hasta su cota de malla, tejida con hilos de oro, que por el repentino e inesperado ataque no le dio tiempo a vestir. Dice la crónica que del campamento mahometano «trajeron los cristianos muchas riquezas con las que medraron Galicia, Castilla y Álava, así como Pamplona y su rey García Sánchez».
La gran victoria permitió avanzar la frontera leonesa del Duero al Tormes, repoblando lugares como Ledesma, Salamanca, Peñaranda de Bracamonte, Sepúlveda y Guadramiro.
7. Consecuencias de la batalla de Simancas
El califa Abd al Rahman regresaba después de la derrota profundamente afectado por el fracaso de su campaña del Poder Supremo, que supuso además un gran número de pérdidas humanas y materiales. El viaje fue lento, pesaroso, y con largas paradas de descanso. Y mientras, toda Córdoba esperaba ansiosa para poder festejar lo que se creía que había sido una gran victoria musulmana.
En el Muqtabis, V, se detalla que a su llegada a la capital califal, el día 14 de septiembre, el califa encontró ya crucificado por orden suya al traidor Fortún ibn Muhamad, en una puerta de la alcazaba. Su lengua había sido cortada. El califa detuvo su caballo ante el condenado para insultarle y recriminar su traición. Y Fortún, en su cruz, movía la mandíbula emitiendo sonidos ininteligibles en un desesperado intento de responder a Abderramán; pero, sin poder articular palabra, llegó a juntar sangre y saliva suficientes para escupirle y casi estuvo a punto de alcanzar al califa. La animosidad del desgraciado militar asombró a los presentes y Abderramán, ofendido, ordenó alancearlo y rematarlo al instante.
Trece días después de aquello, con ocasión de la celebración de una fiesta religiosa, Abderramán preparó un alarde con su ejército junto a la puerta de Azuda, frente a una terraza recientemente construida como ampliación del palacio desde donde el califa presidiría la concentración de las tropas. Antes de comenzar el alarde, fueron preparadas diez cruces bajo el edificio. Y en presencia de todo el ejército y de numeroso público, la guardia personal del califa sacó de la formación a diez de los oficiales que habían identificado entre los que huyeron en la batalla para su crucifixión inmediata. Las súplicas de socorro y perdón resultaron inútiles. Mientras comenzaban a ser crucificados, los condenados recordaban a gritos las hazañas protagonizadas en otras ocasiones al servicio del califa. Pero no hubo perdón.
La multitud que había asistido a celebrar un festejo contempló horrorizada el inesperado espectáculo. El califa pronunció luego un breve discurso en el que advertía de las consecuencias de la cobardía. Y a continuación ordenó alancear a los crucificados y se retiró de la terraza.
Un testigo presencial dejó así escrito su recuerdo:
[…] perdido el sentido ante el horror que veían mis ojos me senté en el suelo, recogí mis vestidos y los puse junto al saco en el que llevaba los objetos propios de mi profesión para comerciar en la feria que se celebraría con motivo de la fiesta. Cuando me recuperé y quise levantarme, advertí que un ladrón carente de sentimientos me había robado el saco. Fue un día terrible que dejó espantada a la gente durante algún tiempo.
Tras la desastrosa campaña del Poder Supremo, Abderramán III no volvió a salir a guerrear personalmente con su ejército. Desde entonces permaneció ya siempre en las inmediaciones de Córdoba, entregado a engrandecer su capital y especialmente Medina Azahara. No obstante, encargó a sus generales que no dieran tregua a los cristianos. Las instrucciones se siguieron de inmediato y pronto comenzaron a llegar a Córdoba los partes enviados por los cadíes de las plazas fronterizas. En noviembre se había realizado ya una primera incursión en Coca (Segovia), y el éxito de la aceifa fue hecho público en las lecturas de todas las mezquitas del califato, para mitigar los efectos del fracaso de la campaña de la Omnipotencia.
Las incursiones fronterizas ordenadas por el califa se consideraban prácticamente inevitables; pero el rey Ramiro, tal vez aconsejado por sus ministros, quiso evitar una guerra a gran escala y decidió enviar a Córdoba emisarios para solicitar un intercambio de embajadores. Y los mensajeros se dirigieron primeramente a uno de los cadíes que estuvo al frente del ejército en Simancas, Najda ben Husayn, el cual los recibió y se puso en contacto con Abderramán para decidir qué debía hacerse.
En Córdoba la petición de intercambio de embajadas no cayó del todo mal. Se recibió con agrado la iniciativa, sobre todo con la esperanza de recuperar el Corán del califa, y envió un embajador a León durante el verano de 940. Comenzaron así unas conversaciones de paz destinadas a presionar a Ramiro para la aceptación de condiciones más ventajosas para el califato.
Las consecuencias de Simancas en el aspecto de la extensión territorial del reino cristiano se concretaron con las repoblaciones llevadas a cabo tanto en la zona sur de León y las correspondientes en el condado de Castilla. En la zona más occidental, el avance territorial se produjo en la zona del río Tormes, repoblándose su valle y asentándose nuevos pobladores en las antiguas villas de origen romano de Bletisa y Helmántica (Ledesma y Salamanca). Al sur la repoblación avanzó en la zona de Íscar y Olmedo. Los condes de Castilla y Monzón, Fernán González y Asur Fernández, intentaron ampliar sus territorios hacia el Sistema Central con la repoblación de villas como Sepúlveda, Cuéllar y Peñafiel.
8. Las embajadas
Ibn Hayyan nos da su versión de la embajada enviada a León por el califa:
Hasday ben Ishaq fue enviado a la corte de León, por ser una persona sin par en su tiempo entre los servidores de los reyes por su cultura, habilidad y sutileza. Hasday fue al tirano Ramiro, lo sondeó, incitó y se lo ganó con halago, hasta hacerse querer extraordinariamente y escuchar de éste, que departía con él a menudo en una prolongada permanencia de siete meses y días, pues agradaba a Ramiro escuchar su conversación y se fiaba de él y le hacía caso, sin que Hasday manifestara la angustia que le causaba tan larga estancia y la nostalgia de su patria, sino que, por el contrario, fingía serle ventajoso prolongarla, hasta que logró conocer sus secretos y objetivos y pudo dar un tiro certero en su blanco lejano y difícil, pudiendo tocar el asunto del cautivo, Muhamad ben Hashim, y el remoto objetivo de su liberación, con tan buen resultado que la consiguió prestamente.
Ramiro II había exigido como negociadores a los obispos cristianos de al-Ándalus. Abderramán aceptó y llegaron a León los prelados andalusíes, Abas ben al Mundir de Sevilla, Yakub aben Mahran de Pechina y Abdalmalik aben Hasan de Elvira, todos ellos acompañados y convenientemente instruidos por algunos sabios monjes. Parece que la presencia en León de los tres obispos, junto con las habilidades del judío Hasday, resultó decisiva, pues antes de tres meses se cerraba finalmente un acuerdo, que debería ratificarse en Córdoba en un acto solemne, del mismo modo que había hecho el rey Ramiro en su capital.
A su vez, a Córdoba partieron en primer lugar los emisarios leoneses Hermenegildo y Hryz de Zamora. Y unos meses después una gran embajada formada por el ministro Musa aben Rakayis, el obispo Julián de Palencia y algunos destacados prelados y nobles del reino.
El cadí Najda ibn Husayn, que gozaba de la proximidad e intimidad del califa, se mostró receptivo, e hizo llegar al califa la misiva y a su portador Musa aben Rakayis, interesándose ante Al Nasir por este negocio hasta que el califa accedió a comenzar las negociaciones para obtener una tregua. Sin duda, en esta decisión de Abderramán había pesado mucho el deseo de recuperar sus valiosos libros del Corán y obtener la liberación del gobernador de Zaragoza y cabeza de la estirpe de tuyibíes, Muhamad ibn Hashim al Tuyibí, que se hallaba bien custodiado en León.
La segunda ronda de conversaciones tendrá ahora lugar en Córdoba entre el califa y los plenipotenciarios de Ramiro II:
Al Nasir se informó de los deseos de los mensajeros de Ramiro acerca de la paz, no aceptó algunas excepciones que hacían a las condiciones e hizo volver a los mensajeros del tirano para dar cumplimiento a su fórmula sobre el particular y concluir la paz, si quería, enviando con ellos a su hombre de confianza Ahmad ibn Yala, para ser observador y corroborador, partiendo todos juntos de vuelta a Yilliqiyya, que Dios destruya, a fines de du l-qada [6 de septiembre de 940].
Al regresar desde León a Córdoba en el mes de octubre, Ahmad ibn Yala ibn Wahb lo hizo acompañado de una importante delegación compuesta de colaboradores del rey Ramiro, en su mayoría mozárabes, en la que figuraban entre otros Abd Allah ibn Umar, Asad al Abbadi, Said ibn Ubayda al Abbadi Gitar, además de los dos embajadores del rey leonés, que estuvieron en Córdoba para el asunto de la paz, Musa ibn Rakayis y Aglab aben Mazahir. Rindieron visita a Al Nasir y se volvieron todos a Ramiro con la excepción de Musa y su secretario Aglab, que quedaron retenidos en Córdoba.
El mejor libro para ir siguiendo con orden y estructura este complejo juego de negociaciones es obra del historiador Gonzalo Martínez Díez: El condado de Castilla (711-1038): la historia frente a la leyenda [Madrid, Marcial Pons, 2005]. En él expresa su convicción de que:
[…] esta numerosa delegación y la comparecencia en Córdoba ante el califa tenía como objeto ratificar formalmente y dar vigencia al acuerdo al que se había llegado en León, para salvar formalmente los tratados de paz o tregua, según las doctrinas coránicas, que debían revestir formas de sumisión, no de pactos entre iguales. Pero parece que las exigencias de Ramiro II admitidas en el acuerdo logrado en León no fueron ratificadas en Córdoba.
La crónica musulmana dice:
En du l-qada [28 de julio - 26 de agosto de 941] de este año quedó completa la paz con el tirano Ramiro hijo de Ordoño, a quien Dios maldiga, concluyéndola Al Nasir con la delegación enviada por entonces por Ramiro a su capital, con las cláusulas que al califa plugo imponerle en solemne acto, como había hecho el tirano Ramiro en su propia capital, habiéndose encargado de su delimitación y ratificación el judío Hasday b. Ishaq que estaba en ésta.
La paz suscrita se extendía a todas las comunidades fronterizas entre el reino de León y el de Pamplona, desde Santarem a Huesca, pues Ramiro había tenido gran interés en asociar a la paz a García Sánchez I, rey que regía los destinos de la monarquía pirenaica, y no abandonarlo en manos de Abderramán como único gobernante cristiano que se mantuviera en estado de guerra con el califato cordobés. Y además el rey Ramiro quiso que figurasen en el pacto los condes fronterizos de su reino, comenzando por Fernán González:
Todo concluyó excelentemente, poniéndose fin a la guerra entre las dos comunidades desde Santarén a Huesca, pues Ramiro asoció en el tratado al señor de Pamplona, Sancho hijo de García, a Fernán González, conde de Castilla, a los Banú Gómez y Banú Ansur, y otros importantes condes leoneses, figurando en la paz del tirano Ramiro los nombres de los condes alcaides de su nación que fueron testigos: el presbítero Ayyub, Ma.s.r. soldado, D.nyl soldado, Said b. Ubayda, Álvar soldado, …on soldado, Martín soldado, Salmón soldado, el obispo Julián, el juez Abu Said y otros muchos, a todos los cuales alcance Dios con su maldición e ira.
Por estas fechas recuperó asimismo el califa los libros que completaban el preciado Corán dividido en doceavos perdido en la emboscada del barranco. Hasta entonces, había estado manifestando Abderramán su arrepentimiento por haber llevado el libro al territorio enemigo en contra de su costumbre y de la ley de guerra, que lo prohibía, y pidiendo perdón a Dios por la falta cometida. El rey Ramiro envió las páginas del libro sagrado junto con otros regalos preciosos y treinta prisioneros musulmanes liberados.
En safar de este año [26 de octubre - 23 de noviembre de 941] le fue entregado a Al Nasir el Corán perdido en Yilliqiyya en la derrota del barranco, dividido en doceavos y muy estimado por él, siendo grande su quebranto y arrepentimiento porque constantemente pedía perdón a Dios, su creador, por aquella falta y ofrecía cualquier cosa por su rescate. Las más de sus partes le habían sido entregadas, salvo unas pocas que los musulmanes no pudieron hallar en Yilliqiyya, lo que redobló su cuita, siguiendo empeñado en buscarlas y revolver todos los rincones tras ellas, hasta que el tirano Ramiro las halló en un rincón de Yilliqiyya y se las mandó, siendo entonces completa su alegría, tras haber gastado una suma en el rescate de su Corán.
La paz se firmó, y con esta diplomática fórmula se anunció en Córdoba: «En el verano de este año [941] quedó completa la paz con el tirano Ramiro, hijo de Ordoño, a quien Dios maldiga…».
El señor de Zaragoza, Abu Yahya Muhamad ben Hashim al Tuyibí, que tras su captura en la batalla de Simancas había permanecido cautivo en León durante más de dos años, fue liberado tras el pago por parte del califa de un alto rescate y volvió a Córdoba en octubre de 941.
La paz firmada entre León y Córdoba fue efímera. El reino de Pamplona no fue incluido en el pacto, y las hostilidades continuaron en esa zona. Esto llevó a Ramiro a prestar ayuda a su cuñado y aliado García Sánchez, enviando a Tudela en 942, como refuerzo para el ejército del rey navarro, al conde castellano Fernán González al frente de sus huestes. Este hecho hizo que la tregua se considerase rota.
9. El califa Abderramán III
En el año 929 el emir de Córdoba Abderramán III toma la decisión de proclamarse califa y emir de los creyentes, títulos que ya habían adoptado los omeyas de Damasco y ahora utilizaban los abasíes de Bagdad y los fatimíes del norte de África. De esta manera rompía los débiles lazos religiosos que aún unían al estado cordobés con el Oriente musulmán. Se inaugura así en la España musulmana una etapa de florecimiento inigualable, que la colocó al nivel de los países más prósperos del momento, y la fama de su capital, Córdoba, llegará a extenderse por todo el mundo.
Según nos cuentan sus cronistas, Abderramán III nació el día 7 de enero del año 891. El nombre de Abd al-Rahman significa «siervo de Dios» y se lo pusieron por su antepasado que siglo y medio antes había instaurado en Córdoba el poder de la familia omeya. Su padre, Muhamad, primogénito del emir de al-Ándalus Abd Allah, murió de forma trágica sólo unos días después de su nacimiento, asesinado por su hermano Al Mutarrif. Lo que no se sabe es si fue esa desgraciada circunstancia la que empujó al emir Abd Allah a convertir a Abderramán III en su nieto predilecto cuando aún no había cumplido un mes.
La descripción de Abderramán III que se hace en los textos conservados de aquella época es la siguiente:
Era de tez blanca, ojos azul oscuro algo rojizos, rostro atractivo, corpulento. Sus piernas eran cortas, hasta el punto de que su estribo, por esta razón, bajaba apenas un palmo de la silla. Cuando montaba a caballo parecía de talla aventajada; pero a pie resultaba bastante bajo.
Aun siendo de la estirpe de Arabia, tanto su madre como su abuela eran princesas cristianas del norte, debido a la práctica entre los omeyas de tomar esposas vascas o francas. La madre, llamada Muzna o Muzayna (que significa «lluvia» o «nube»), era una concubina que pasó a ser considerada una umm walad o «madre de príncipe» por haber dado a su señor un hijo. Y la abuela, la princesa Oncea, era biznieta de Íñigo Arista; por lo tanto, la reina Toda de Navarra era tía carnal del primer califa. Se sabe fehacientemente que Abderramán III era rubio de ojos azules y que se teñía puntualmente de color negro el cabello, como reflejan abundantes testimonios de los biógrafos árabes.
Lo más significativo de este primer califa cordobés fue la portentosa obra que fue capaz de desarrollar en el transcurso de su largo gobierno. Fue fundador del califato de Córdoba; apoyándose en un ejército poderoso y en una administración eficaz, logró restablecer la autoridad en el conjunto del territorio de al-Ándalus, poniendo fin de esa manera a la descomposición en que se encontraba cuando él comenzó su etapa como emir. Se enfrentó a la influencia ejercida por los fatimíes en el norte de África y a la vez supo mantener a raya a los cristianos del norte de la Península. Su reinado, además, se caracterizó por una indiscutible prosperidad económica de al-Ándalus.
El cronista árabe Ibn al Jatib, en unos laudatorios párrafos dedicados al primer califa cordobés, resumió la obra llevada a cabo por Abderramán III:
Pacificó a los rebeldes, edificó palacios, dio ímpetu a la agricultura, inmortalizó antiguas hazañas y monumentos, infligió grandes daños a los infieles, hasta el punto de que no quedó en al-Ándalus ni un solo enemigo o contendiente. Las gentes le obedecieron en masa y desearon vivir con él en paz.
Es destacable asimismo la manera en que se acrecentó el volumen de las obras públicas y ello dio ocasión al califa para dar a conocer al mundo su gran capacidad creadora. La agricultura, la industria, el comercio y las ciencias florecen con gran esplendor en todo el califato, y los extranjeros que cruzaban por sus caminos al-Ándalus admiraron la abundancia de cultivos, la suntuosidad de los edificios y la comodidad y limpieza de los baños públicos.
No obstante los múltiples elogios de los cronistas, tampoco se le ahorraron críticas, algunas muy severas. Del califa se dijo que, aun teniendo grandes virtudes, también adolecía de graves defectos. Fue apasionado por el lujo, la pompa y el boato, lo que propició que fuera censurado públicamente por el cadí Mundir ibn Said al Balluti, porque dejó de cumplir sus deberes religiosos como Comendador de los Creyentes en la mezquita Aljama tres viernes seguidos cuando dirigía con entusiasmo las obras de Medina Azahara, cuyos muros quiso revestir de oro y plata. Se decía también que abusaba de la bebida y que su fuerte temperamento a veces resultaba temible. En ocasiones disfrutaba azuzando a sus visires y criados unos contra otros, y que cuando se le antojaba algo no le importaba pisotear los derechos de sus súbditos hasta lograr su capricho. Las mismas fuentes árabes se hacen eco de su crueldad más allá de todo límite, dado que llegaba a ser frío y sanguinario. Quiso ver con sus propios ojos la muerte de su hijo sublevado Abd Allah, y lo mandó ejecutar en el salón del trono, en presencia de toda la corte, para escarmiento general. Cuenta Ibn Hayyan que hizo colgar a los hijos de unos negros en la noria de su palacio como si fueran arcaduces hasta que murieron ahogados, y que obligó a cabalgar a la «vieja y desvergonzada bufona Rasis» en su cortejo, con espada y gorro para deshonrar a su gente. Con las mujeres del harén era brutal. Estando un día borracho a solas con una de sus concubinas, quiso besarla y morderla, pero ella hizo un mal gesto para esquivarle. Entonces Abderramán montó en cólera y ordenó a los eunucos que la sujetaran y le quemaran la cara en su presencia, de manera que perdiera su belleza. Cuenta el cronista Ibn Hayyan que la hermosa joven pedía clemencia mientras el califa le contestaba con desprecio e insultos. Después el verdugo decapitó a la joven y recibió en recompensa las valiosas perlas que se desparramaron del magnífico collar que llevaba la concubina al cuello, con las cuales se compró una casa. También que el califa utilizaba los leones que le habían regalado unos súbditos de África para castigar con saña a los condenados a muerte; pero que al final de su vida se deshizo de ellos mandándolos matar.
Según Ibn Idari, Abderramán III redactó una especie de diario en el que hacía constar los días felices y placenteros, marcando el día, mes y año. Pero, en su larga vida, tan sólo quedaron reflejados en ese diario catorce días felices.
10. San Pelayo
Como se ha visto, era muy corriente entre los musulmanes raptar cristianos de ambos sexos, incluyendo a los niños. Un muchacho gallego llamado Pelagio, Paio o Pelayo fue llevado a Córdoba como rehén de su tío el obispo de Tuy Hermogio y el de Salamanca, Dulcidio, presos por los moros en la batalla de Valdejunquera (año 920). Probablemente naciera en Alveos el año 911 (Pontevedra), donde dice la tradición que estuvo la casa de sus padres. Lo que no se discute es que sea uno de los santos más populares del noroeste de España, y sobrino de Hermogio, obispo de Tuy, por lo que seguramente era de una familia acomodada y profundamente cristiana, y recibió una sólida formación.
Parece ser que por entonces el califa de Córdoba organizó una correría por tierras castellanas: saqueando Osma, pasando a cuchillo a la población y reconquistando San Esteban de Gormaz. El ejército navarro-leonés que le salió al paso fue derrotado en la tristemente célebre batalla de Valdejunquera, y entre los muchos prisioneros célebres que fueron llevados a Córdoba figuraban dos obispos: Dulcidio de Salamanca y Hermogio de Tuy, con quien estaba su sobrino Paio. El niño tendría unos diez años de edad, según atestigua su primer biógrafo, el presbítero cordobés Raguel, a quien se debe también la redacción del acta de su martirio después de hablar con testigos oculares del suceso. Según este testimonio, Paio pasó tres años en prisión, donde creció y se convirtió en un adolescente muy hermoso y de agradable presencia. La fama de su hermosura llegó hasta el califa, que ordenó que lo trajeran a su presencia. He aquí el sencillo testimonio, literario, de su muerte:
Tan pronto como Abderramán vio a Pelayo, quedó fuera de sí, cautivo por su belleza; lo miró con ojos lascivos y entabló con él un diálogo, para conquistarle el corazón. Le ofreció honores y cargos importantes si renegaba de su fe, pero Pelayo los rechazó: «Todo eso, oh rey, es nada. Yo soy cristiano, lo fui y lo seré: nunca negaré a Cristo, pues cuanto prometes acaba, y Cristo, a quien yo adoro, no tiene fin, como no tiene principio». Mientras hablaba, el rey se le acercó e intentó violentar su castidad. Pelayo le empujó con fuerza, gritándole: «¡Quita allá, perro! ¿Crees que soy yo como uno de esos afeminados que rodean tu harén?». Abderramán, viendo que no conseguía nada, ordenó que se le torturara; y como tampoco esto diera resultado, encolerizado, decretó para él una muerte sumamente cruel: que le cortaran uno a uno sus miembros y que lo arrojaran al Guadalquivir. Pelayo no se resistió ni se quejó durante la macabra ejecución, que duró seis horas. Finalmente pusieron fin a su vida, cortándole la cabeza.
Otro testimonio dice:
Solicitado torpemente por este Soberano, el niño Pelayo, que durante el largo tiempo de su estancia en Córdoba había admirado a todos por sus virtudes, dando ejemplo a los cristianos de aquella ciudad, se resistió con tanta entereza, que irritado el bárbaro y brutal Monarca le mandó degollar. Murió San Pelayo el domingo 26 de Junio del año 925, a la edad de trece años y medio, dando ante los musulmanes un testimonio insigne y glorioso de la pureza de la moral cristiana. Los mozárabes de Córdoba recogieron con veneración sus santos restos, colocando su cabeza en el monasterio de San Cipriano, y su cuerpo en el de San Ginés: de este modo aquella ciudad, madre de tantos mártires, se enriqueció con las reliquias de este santo forastero natural de Galicia.
Escribió también Raguel: «Quatenus te coram Deo habeat patronum quem gallætia oriundum, sed martyrii sanguine Corduba tenet gloriosum». Y la celebración propia del que enseguida fue considerado santo fue incluida en el oficio o misa que los cristianos de las iglesias de Tuy en Galicia compusieron a su compatriota desde 930, tributándole culto, como ya lo habían hecho los de Córdoba desde el momento de su martirio.
Sólo en Galicia, este mártir tiene dedicadas más de cuarenta iglesias, monasterios y capillas. Su fama trascendió las fronteras de España, llegando incluso a Sajonia, donde cierta abadesa Roswitha escribió una semblanza poética de su vida, pocos años después.
El cuerpo de San Pelayo se conservó en Córdoba venerado por los mozárabes hasta el año 967, en que fue llevado a León reinando Ramiro III.
11. La Córdoba del califato
En la segunda mitad del siglo X, momento álgido de la ciudad, Córdoba contaba con una población de medio millón de habitantes, y en ella, según los historiadores árabes, había ciento treinta mil casas, setecientas mezquitas, trescientos baños públicos, setenta bibliotecas y un montón de librerías. Y todo aquello cuando en todo Occidente no había ni una sola ciudad cuya población superara los cien mil habitantes.
La metrópoli, en gloriosa emulación con las metrópolis árabes de Oriente, gozaba entonces, tanto en el exterior como en el propio califato, de una reputación estudiosa que ninguna otra ciudad de la península podía soñar en disputarle.
12. Los mozárabes
Como es sabido, la doctrina coránica ordena a los musulmanes respetar, bajo ciertas condiciones, las creencias religiosas de la «gente del Libro», es decir, de judíos y cristianos. Al producirse la conquista de la península ibérica, los vencedores permitieron a las poblaciones que se habían sometido mediante pactos —la mayoría del país— el libre ejercicio de la religión cristiana y la plena posesión de sus iglesias y propiedades.
Más tarde, incluso después de las conversiones en masa de muchos mozárabes deseosos de gozar de un estatuto fiscal preferencial, puesto que los cristianos habían de pagar el jaray o impuesto, pervivía una considerable proporción de súbditos cristianos que formaban florecientes comunidades en las ciudades de al-Ándalus. En ninguna otra parte del mundo musulmán fueron tan necesarias las relaciones permanentes entre las diversas comunidades religiosas; porque una parte de la población había conservado su religión, leyes y costumbres anteriores a la conquista por los árabes de la España visigoda. A estas comunidades de cristianos se las llamó «mozárabes».
La voz procede del árabe mustarib, «arabizado», «el que quiere hacerse árabe o se arabiza», y bajo diversas formas (muztárabe, muzárabe, mosárabe, etcétera) aparece en los documentos hispanolatinos de la Alta Edad Media con la misma acepción que actualmente le damos. El término es inusitado en la literatura hispanoárabe, en la que los mozárabes son llamados con los nombres generales de ayamíes, nasraníes, rumíes, dimmíes, etcétera. Hoy también se aplica el adjetivo mozárabe a la liturgia hispanovisigótica, a la escritura visigótica y al arte hispanocristiano de los siglos IX al XI.
En el siglo X los mozárabes formaban un minoritario grupo religioso, jurídico, étnico y lingüístico, dentro de la sociedad hispanomusulmana, vivían en barrios propios y poseían sus cementerios. Tres autoridades civiles elegidas entre ellos eran encargadas de la administración y el gobierno de cada comunidad: un comes, personaje notorio, que ejercía las funciones de gobierno civil, siendo el más destacado el de Córdoba; un judex, llamado por los musulmanes cadí de los cristianos; y un exceptor o recaudador de tributos. En el nombramiento de estas tres autoridades influyó por lo general el gobierno musulmán, bien designándolos directamente, bien aprobando la propuesta presentada por los nobles mozárabes.
A esta minoría el califa le garantizó sin restricciones el libre ejercicio de su religión y culto. Los templos anteriores a la invasión, salvo aquéllos que fueron convertidos en mezquitas tras la conquista, fueron respetados, y los mozárabes tenían derecho a repararlos, pero no a construir otros nuevos. Se tiene noticia, por ejemplo, de la existencia en Córdoba de más de diez iglesias, nueve en Toledo, cuatro en Mérida, etcétera. Las campanas podían ser utilizadas, aunque con moderación para no escandalizar a los buenos musulmanes. Abundaron las comunidades monásticas. En los alrededores de Córdoba llegaron a existir más de quince monasterios.
En el reinado de Abderramán III y Alhakén II, tenemos algunas noticias sobre importantes personajes mozárabes: el juez Walid ibn Jaizuran, que sirvió de intérprete a Ordoño IV cuando éste visitó, en el año 962 (351), al soberano cordobés en su capital, por ejemplo. Pero hemos de señalar especialmente la labor destacada de los dignatarios eclesiásticos como embajadores en países cristianos. Así, la misión que se encomendó, luego de su elevación al episcopado, a Rabí ben Zayd, el renombrado Recemundo, como embajador ante el emperador Otón I de Alemania y más tarde en Constantinopla. Era un cristiano de Córdoba, buen conocedor del árabe y del latín, y celoso de la práctica de su religión, que estaba empleado en las oficinas de la cancillería califal, antes de ser nombrado obispo de la diócesis andaluza de Iliberis (Elvira). Se puso en camino en la primavera de 955 y, al cabo de diez semanas, arribó al convento de Gorze, donde fue bien recibido por el abad, así como luego por el obispo de Metz. Unos meses más tarde llegaba a Fráncfort, corte del emperador, donde tuvo ocasión de conocer al prelado lombardo Luitprando, a quien decidió a componer su historia, la Antapodosis, que el autor le dedicó. Más tarde, Rabí ben Zayd siguió desempeñando un buen papel en la corte califal de Alhakén II, quien tenía en gran estima sus conocimientos filosóficos y astronómicos, y para quien redactó, hacia el año 961, el celebre kitab al-anwa, más conocido como «calendario de Córdoba».
Como vemos, los miembros más influyentes de la Iglesia mozárabe estuvieron próximos al califa, realizando funciones de consejeros, intermediarios, intérpretes y embajadores. Conocemos el nombre de un arzobispo de Toledo, Juan, muerto en 956 (344), al que sucedió un prelado del que sólo sabemos el nombre árabe, Ubaid Allah ibn Qasim, y que parece haber sido trasladado poco después a la sede metropolitana de Sevilla. Como obispo de Córdoba conocemos a un Asbag ibn Abd Allah ibn Nabil.
En los siglos IX y X los mozárabes de al-Ándalus tradujeron el Salterio y los Evangelios a la lengua árabe. Se conservan algunos manuscritos de dichas traducciones. Igualmente, se conserva en latín y en árabe el calendario publicado en 961 por el obispo de Elvira, Recemundo; y glosarios latino-árabes como el guardado en Leiden (Holanda) se remontan, según todas las probabilidades, al siglo X mozárabe.
Fueron también los mozárabes los que procuraron a los historiadores islámicos de Occidente el conocimiento —lleno de lagunas— de la historia romana, a través de una traducción árabe de las Historias contra los paganos compuestas antaño en latín, a principios del siglo V, por el galaico Orosio, discípulo de san Agustín.
13. La Córdoba mozárabe
En efecto, como se ve, la Iglesia mozárabe española, en todo el resto del siglo X, no sufrió nuevos males y mantuvo sus comunidades dentro de las ciudades gobernadas por los musulmanes. Aunque por falta de documentos desconocemos los detalles, sabemos que perseveraban las antiguas diócesis y poblaciones cristianas, con sus obispos y clero, pues se han conservado los nombres de algunos prelados, condes, jueces y magistrados mozárabes en todo este tiempo. La silla metropolitana y primada de Toledo mantenía su importancia y autoridad.
Por los cronistas árabes tenemos noticias detalladas de las embajadas cristianas recibidas por el califa, en las que intervenían como intérpretes y mediadores los obispos mozárabes. El despacho de estas embajadas era muy lento y difícil. Un ejemplo de ello es la embajada enviada por el emperador Otón I a la Córdoba de Abderramán III entre los años 954 y 956 en la que venía como embajador principal el santo abad Juan de Gorze. En su Historia de los mozárabes de España, Francisco Javier Simonet y Baca nos da un relato completo del asunto. Al parecer, Abderramán le envió a un obispo mozárabe llamado Juan, el cual justificó su sujeción al poder del califa arguyendo al abad con la sentencia de san Pablo, de que no debemos resistir a la potestad:
Nosotros, añadió, somos más condescendientes con estos musulmanes. En el medio de la gran calamidad que sufrimos por nuestro pecados. Les debemos aún el consuelo de que nos permitan usar nuestras propias leyes, y de que viéndonos, como nos ven, muy adictos y diligentes en el culto y fe cristiana, todavía nos consideran y atienden, y cultivan nuestro trato con agrado y placer, cuando, por el contrario, aborrecen del todo a los judíos, en las circunstancias en las que nos hallamos, nuestras conducta para con ellos consiste en obedecerles y darles gusto en todo aquello en que no redunda en detrimento de nuestra creencia y religión.
Provocado en su ánimo con estas razones, Juan de Gorze repuso:
A otro cualquiera, y no a un obispo como tú, le sería lícito usar de ese lenguaje. Tú, ministro de la verdadera fe, y que por razón de tu alto cargo debes ser su defensor, no ya por respetos y temores humanos, habías de contener a todos en la predicación de la verdad; pero ni aun sustraerte tú mismo de esta obligación. ¿Pues cuánto mejor es absolutamente para un varón cristiano sufrir los rigores del hambre que participar de los manjares de los paganos para destruir la fe de los otros? Además, y esto es cosa detestable y repugnante para toda la Iglesia católica, he oído que os circuncidáis a usanza de los musulmanes, estimando no bastante la enérgica sentencia del Apóstol: «Si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo». También advierto que por el trato de ellos desecháis ciertos manjares, cuando todas las cosas son limpias y puras para los de corazón limpio… y la santificación no se alcanza por la abstención de comestibles que Dios crio, sino por la palabra divina y por la oración.
La necesidad, replicó el obispo mozárabe, nos constriñe a hacerle así, pues de otro modo no podríamos habitar entre ellos. Además, que esto es ya para nosotros una práctica tradicional, observada por nuestro mayores desde tiempo inmemorial y conservada hasta nosotros.
De manera ninguna, insistió el santo, yo aprobaré que por miedo, afición o favor de los mortales se quebranten los estatutos de nuestra santa religión.
Prosigue narrando Simonet que, en tan complicada situación, pareció a Abderramán que lo más provechoso sería enviar al emperador Otón un embajador que allanase las dificultades. No encontrándose quien se atreviera a desempeñar una misión tan larga y peligrosa, el clérigo Recemundo se ofreció a llevarla a cabo, y en premio de lego fue elevado, de repente y per saltum, a la dignidad episcopal, siendo luego consagrado obispo de Iliberis.
Por varios documentos de aquella época, sabemos que en el siglo X poseían los mozárabes de Córdoba no pocas iglesias, monasterios y santuarios. Se conserva en el museo provincial de Córdoba la pequeña campana mozárabe del abad Sansón. Ambrosio de Morales se refiere en su Crónica general de España, lib. XIV, cap. I, y en sus escolios a las obras de san Eulogio a ella, cuando escribía: «Ipsa templa, etiam intra urbe, suas turres, anea sua cymbala habuere. Et druat adhuc Cordubæ exiguani unum ab illis usque temporibus… conservatum…». Y el P. Flórez en su España sagrada, tomo X, trat. XXXIII, cap. VII, detalla el estado de la cristiandad en Córdoba durante el cautiverio.
Debemos advertir que siendo poco probable la erección de nuevos templos cristianos desde el siglo IX en adelante, no dudamos reconocer como existentes a mitad de dicho siglo los que se hallan mencionados en autores de época posterior, y especialmente en el curioso calendario de Recemundo, escrito en Córdoba, año 961. Según los cuales, estaban dentro de Córdoba las basílicas o iglesias de San Acisclo, San Zoilo, los Tres Santos, San Cipriano, San Ginés y Santa Eulalia, y además, según el P. Flórez, la Basilica S. Mariæ.
La antigua sede episcopal de época visigoda, consagrada a san Sebastián, fue destruida durante la invasión musulmana y sepultada bajo los cimientos de la mezquita mayor. El templo principal conservado por aquellos mozárabes era la famosa basílica llamada de los Tres Mártires o de los Tres Santos (Basilica Sanctorum Trium), donde se veneraban las cenizas de los bienaventurados mártires cordobeses san Fausto, san Januario y san Marcial, sacrificados en aquella ciudad por el pretor Eufenio, que los hizo morir en un hoguera. Adscrita a esa basílica, había una congregación o especie de cabildo eclesiástico. Según Morales y el padre Flórez, este templo estaba dentro de la ciudad y es la misma que hoy se conoce con la advocación de San Pedro.
También dentro de la ciudad de Córdoba había una iglesia, servida por clérigos dedicada al mártir cartaginés san Cipriano, donde fueron depositadas reliquias de varios mártires. En un edificio inmediato hubo una escuela episcopal en la que se educaron durante décadas santos y doctores ilustres. A ambas iglesias situadas en el recinto de Córdoba puede agregarse con verosimilitud una basílica consagrada especialmente a la Reina de los Ángeles (Basilica Santæ Mariæ), y que posiblemente fue la conservada cerca de la plaza llamada de la Corredera, con la advocación de Nuestra Señora del Socorro.
Extramuros de Córdoba, en su parte occidental, saliendo por la puerta de Sevilla, se hallaba la afamada iglesia de San Acisclo, donde se veneraba el cuerpo del santo martirizado con su hermana santa Victoria por Dion, prefecto de Córdoba, a fines del siglo III. Muchos autores, tanto musulmanes como cristianos, nos dan referencias de esta iglesia, que existía ya a mitad del siglo VI. Los árabes le pusieron el nombre de Canisatalharca o iglesia de los Quemados, y Canisatalasra o iglesia de los Prisioneros, en memoria de los cristianos que fueron abrasados dentro en el año 711.
La monja cisterciense sira Carrasquer en su libro Madres mozárabes hace una extraordinaria relación de aquellos monasterios que tanto amara san Eulogio, y que sufrieron a partir del año 854 las violencias de Abderramán II, que hicieron huir a sus moradores, emigrando al entonces seguro norte cristiano, donde fundaron luego en la Gallaecia numerosos monasterios e iglesias. A pesar de la diáspora, todavía en el siglo X permanecía la tradición monástica en la sierra de Córdoba. Los numerosos epitafios hallados entre la maleza y junto algún resto de desmochados muros nos hablan de monjes y monjas, abades y madres que moraron y murieron allí en el siglo X. Hacia el sur de la ciudad, seguía en pie el monasterio de Santa Eulalia; en él fue abadesa una gran monja, cuya losa sepulcral reza:
Murió la anciana Ikilo el trece de las calendas de diciembre del año 936. Madre de monjas, vivió para Dios, cubierta con el velo sagrado.
También subsistió, treinta millas al sur de Córdoba, en medio de una vastísima soledad, tal como lo describiera san Eulogio, el famoso cenobio Armilatense. En él reza el epitafio de un padre del monasterio:
El presbítero e ínclito abad Daniel, humilde para los monjes y buen soldado. Este siervo de Dios, este padre y rector de monjes, descansó en lunes, el día de las nonas de marzo, era 968.
Córdoba ha amado y venerado a su santos y gloriosos mártires a lo largo de la historia, y ha pedido su intercesión en tiempos de peligros, guerras, epidemias y fenómenos meteorológicos y ha paseado sus reliquias por sus calles en multitudinarias procesiones. Por ejemplo, en la epidemia del año 1601, las sequías de los años 1605, 1622, 1737 y 1750; en las epidemias de 1630, 1649, 1677 y 1684; y también en las grandes tormentas y lluvias torrenciales de los años 1626 y 1684, como atestiguan numerosos documentos.
En un arrabal o aldea llamado Cuteclara, situado al este de Córdoba, y según Morales en los montes vecinos, había un antiguo santuario y monasterio de monjas con la advocación de la gloriosa Virgen María.
El monasterio mozárabe de Tábanos, dúplice, construido hacia el año 840 a pocos kilómetros al norte, tuvo como fundadores a los virtuosos esposos Jeremías e Isabel, siendo uno de los lugares preferidos de san Eulogio para sus desiertos de oración y descanso.
14. El tesoro de las reliquias cordobesas en Europa
Durante toda la Edad Media hubo gran interés y afición de los fieles por adquirir reliquias de los mártires. Y en la «lejana» Europa de entonces se conoció el testimonio de los martirios cordobeses. Dos monjes, Usardo y Odialdo, del famoso monasterio de Saint-Germain-des-Prés de París, llegan a la Península con el fin de adquirir alguna reliquia del famoso mártir Vicente, diácono zaragozano, ejecutado en Valencia. Pero fue inútil, porque los mozárabes, para librar las reliquias de la profanación musulmana, las trasladaban constantemente de sitio y en aquel momento se ignoraba el paradero de las mismas. Desilusionados, no quisieron regresar con las manos vacías de tan preciado tesoro y pidieron algunas reliquias de los mártires. Cuando llegaron a Córdoba pidieron a san Eulogio algunas de los mártires de allí. Y éste les entregó generosamente los cuerpos de los mártires Jorge, Aurelio y Natalia. Por este medio, se introdujo en Europa el culto a los mártires de Córdoba. Años más tarde, Carlos «el Calvo» encargará a Usuardo redactar su famoso martirologio.
Es curiosa la historia que cuenta el P. José Santiago Crespo sobre Trahamunda; él cree que nació a fines del siglo VII, en tierras de Galicia, en una aldehuela llamada San Martín, de la parroquia de San Juan de Poyo, de padres muy pobres. Ingresó de monja en el antiguo monasterio simple de San Martín y fue raptada y llevada a Córdoba como preciado botín porque era muy hermosa. Según el relato en gallego, el mismo emir Abderramán II se enamora de ella, la asedia con halagos, pero la joven se mantiene firme en la fe, rezando sin cesar el credo; torturada no cederá jamás y los verdugos, con sumo despecho, la encarcelan. Once años permanece en dura reclusión, entre consuelos divinos y los flagelos de las soledades áridas y dolientes. Llegada la vigila de san Juan, le vienen recuerdos de su vida en Galicia y da cuenta al Señor de su inmenso dolor. «¡Oh, Dios mío! —dice en su angustia—, ¡quién pudiera hallarse allí mañana para gozar de las dulces festividades de tu casa y alabar con tus santos tu bendito nombre!». Y Dios, conmovido, decidió poner fin a su quebranto. Con la suavidad de la brisa, se vio arrebatada a las alturas, y los mismos ángeles la trasladaron a Poyo. Para que quedara constancia del milagro, un ángel le dio una palma de una de las palmeras cordobesas y la invitó a plantarla en Poyo. Así lo hizo, pronto echó raíces y con el tiempo llegó a ser una bella palmera, que según la tradición vivió hasta el año 1578. Los niños, en sus cantos infantiles, dejaron constancia de tal hecho.
Esta inocente leyenda da cuenta de la curiosa relación espiritual entre dos mundos tan diferentes y lejanos, el al-Ándalus y la Gallaecia, que en el fondo se atraían y, salvando las grandes distancias, compartían elementos comunes.
15. Los judíos
La etnia judía estuvo presente en la península ibérica desde tiempos muy antiguos, ejerciendo actividades comerciales y artesanales, viviendo en barrios especiales y formando una población aparte, según se desprende de la abundante legislación romana destinada a regular sus prácticas religiosas. Los judíos gozarían de un estatus parecido al del resto de los ciudadanos del Imperio romano, especialmente a partir de la promulgación del Edicto de Caracalla en el año 202. Como era normal en época romana, gozarían de tolerancia en materia religiosa, conviviendo con la religión oficial, las indígenas y otros cultos orientales atestiguados por la arqueología. A pesar del Edicto de Constantino en el año 313 d. C., el paganismo siguió dominando el ambiente religioso hasta el final del Imperio.
Tras las invasiones de los bárbaros, se dio un proceso de fusión entre la antigua población hispanorromana y los recién llegados, incluyendo las comunidades de judíos. Y durante el periodo anterior a la conversión de los visigodos al cristianismo, la monarquía los toleró y reconoció su culto, respetando el descanso del sabbat. Pero, a partir del III Concilio de Toledo (589), se iniciaron las persecuciones contra los seguidores de la ley mosaica, por razones religiosas y por la codicia que despertaba la posesión de sus bienes. «Que no sea lícito a los judíos tener mujeres propias [uxores] ni concubinas cristianas, ni comprar esclavos para usos domésticos…, que no se les permita ejercer oficio público…», rezan las actas del mencionado concilio.
Un edicto del rey Sisebuto mandaba expulsar de sus casas y del reino a todos los infieles de raza judía, excepto los que abrazaran la religión católica, recibiendo el bautismo. Chintila y Recesvinto recrudecieron esta dureza contra la «perfidia judaica». Y durante el reinado de Chindasvinto (642-653), se prohibió a los bautizados que retornasen a la religión hebraica so pena de muerte y confiscación de sus bienes. A lo largo del siglo VII se desarrolla un verdadero clima de antisemitismo. No obstante, siempre hubo judíos en las ciudades que conservaron su religión, su forma de vida y sus barrios propios. Pese a la prohibición de matrimonios mixtos, éstos se celebraban, e incluso en los momentos más difíciles no dejaron de existir. Hay constancia de ello en el reinado de Witiza, que en cierto modo fue tolerante con la población hebrea.
Cuando en el año 711 tropas musulmanas mandadas por Tariq atraviesan el estrecho de Gibraltar e inician la conquista de la península, los judíos reciben a los árabes como libertadores y les ayudan en sus campañas. Durante los primeros siglos de dominación musulmana se da un notable desarrollo de las comunidades judías, que se administraban de manera autónoma. Y durante el emirato omeya de Córdoba (756-952) se consolidó esta situación y se favoreció el crecimiento de aljamas, como las de Mérida y Córdoba. Al igual que sucedía con los cristianos, esta minoría fue respetada, aunque sometida a tributos especiales, como dimmíes, gozando de libertad religiosa y relativo bienestar.
16. Hasday ben Saprut
Werner Keller cuenta en su Historia del pueblo judío (I) que el patriarca hebreo Isaac, cabeza de una importante familia de la comunidad judía de Córdoba, no hubiera podido ni siquiera soñar el destino que le estaba reservado al hijo que le nació hacia el año 915. Sintiendo inclinación por las ciencias, ayudaba a los estudiantes necesitados y a los sabios y artistas que carecían de medios económicos; era una especie de mecenas en Córdoba. Y deseaba Isaac que también su hijo Hasday fuese un sabio. Y así fue, pues su hijo estudió la profesión de médico y la ciencia de los medios curativos; dominó la Torá y el Talmud y brillaba también en filosofía; estudió idiomas hasta dominar el latín, la lengua del mundo cristiano, igual que el hebreo y el árabe. Hacia el año 940 el califa se fijó en él y Hasday llegó a lo más alto, lo que más adelante un contemporáneo cantó así:
Con el fin del siglo IX… el sol de la fama brilló en el cielo principesco: Chasdai, el príncipe, hijo de Isaac… Entonces le elevaron a lo alto las olas de la ciencia. Y hacia donde se dirigiera la voz, hacia Edom y Arabia, hacia Este y Oeste, allí se reunían con él todos los poetas y maestros de rango… y él les estimulaba… a trabajar para la ciencia, a despertar pensamientos que dormían. Desde entonces la ciencia tomó un gran incremento en España y se abrió camino en todo el mundo… Entonces la poesía recibió el primer alimento, y también los estudiantes y los conocedores de la ciencia, pues tenían en Chasdai su protector y mecenas.
Abderramán III había llamado a Hasday ben Isaac ibn Saprut a su corte para que fuera su médico personal. Pero pronto el califa se dio cuenta de sus cualidades y le confió asuntos de gobierno y de Estado de gran importancia. Hasday se convirtió en ministro y prestó servicios incalculables de diplomático al califa, interviniendo en las visitas de dos embajadores de los Estados más poderosos de Europa y dando siempre pruebas de su inteligencia y capacidad.
Para enfrentarse con el peligro que amenazaba a España en el Mediterráneo por parte del califato de los fatimíes de África, consiguió la ayuda del reino bizantino. El emperador Constantino VII envió una embajada a Córdoba en el año 949, en la que el califa recibió valiosos presentes, como un libro ilustrado del tratado de Dioscórides, la célebre compilación de medicamentos antiguos.
El inteligente Hasday logró también la paz con los reyes cristianos de León y Navarra, que intranquilizaba continuamente el califato con sus ataques, consiguió incluso convencer a los príncipes para que fueran personalmente a Córdoba para entablar negociaciones.
La crónica de la época lo relata así:
La España musulmana fue espectadora de una extraña comitiva: rodeada de los Grandes y los sacerdotes de su séquito, la reina de Navarra se dirigió a Córdoba con gran dignidad, acompañando a su hijo García y al desgraciado [rey] Sancho, que debido a su debilidad se apoyaba en el brazo de Chasdai. Abderramán recibió a los Señores cristianos en su residencia de verano, de una magnificencia fabulosa, y ratificó las condiciones favorables de un tratado que Chasdai había discutido de antemano con gran éxito diplomático: «Un dignatario del califa le condujo [a Sancho]… hasta el pueblo que era su enemigo. Y también… a su abuela Tota, que llevaba la corona real como un hombre… conquistó con su hábil discurso… Él tomó a los extranjeros… diez fortalezas… En el Este y en el Oeste su nombre es igualmente grande…».
17. Santiago de Compostela
Desde el siglo IX Santiago de Compostela se había convertido en el foco de peregrinación más renombrado de la Europa occidental. El «camino de Santiago» era recorrido, como debía serlo aun durante todo el resto de la Edad Media, por innumerables peregrinos, venidos a menudo de muy lejos. Es sabido que, según una tradición piadosa que ha encontrado eco hasta en ciertos autores musulmanes, el apóstol Santiago el Mayor, al venir a evangelizar la península ibérica, había desembarcado en Galicia, en Iria, la actual Padrón. Un obispo de Iria, Teodomiro, había descubierto milagrosamente la tumba del apóstol y trasladado sus restos al lugar en que más tarde había de elevarse la ciudad de Santiago sobre el «campo de las estrellas» (Compostela). La modesta iglesia construida en el siglo IX por el rey asturleonés Alfonso II fue transformada por uno de sus sucesores, Alfonso III el Grande, el año 910, en una rica basílica que fue destruida a finales del siglo por Almanzor.
18. La profecía legendaria del fin del mundo y el emperador Constante
La apocalíptica del judaísmo helenístico antiguo incluía algunos libros que, como los famosos libros sibilinos conservados en Roma, aseguraban contener las visiones de profetisas inspiradas. Esta literatura oracular escrita originariamente en griego estaba destinada a los numerosos paganos que en este periodo se interesaron por el judaísmo.
Las profecías solían reflejar las esperanzas de un Mesías rey que vendría a gobernar el mundo. Más adelante el proselitismo cristiano comenzó a imitarlas. Y a partir del momento en que el cristianismo unió su destino al del Imperio, comenzaron a proliferar oráculos que presentaban al emperador Constantino como aquel rey mesiánico.
En la transformación de estos textos, aunque predominó la tradición judeocristiana, también intervino la tradición grecolatina; en la que habían existido reyes helenísticos que llevaron el título de salvador, soter, y emperadores romanos que ya habían sido divinizados. Evidentemente, la muerte de Constantino y los acontecimientos que a partir de ese momento se desenvolvieron influyeron bastante en el desarrollo posterior de la leyenda. Los tres hijos de Constantino, Constantino II, Constancio II y Constante I, se enfrentaron, intentando hacerse con todo el poder y perdurar en él. Derrotado y muerto Constantino II, los otros dos hermanos continuaron batallando durante toda una década. Constancio II defendía en Oriente el arrianismo, más por razones políticas que por convicción. Mientras que Constante I defendía en Occidente la ortodoxia nicena católica, según la cual, el Verbo, Hijo de Dios, es verdaderamente Dios, lo mismo que el Padre; para los arrianos sólo poseía una divinidad secundaria y subordinada. Este debate teológico, la fratricida guerra que tenía lugar y el recuerdo del desaparecido Constantino con la época de paz que los cristianos habían vivido con él, fue estimulando en la imaginación popular el perfil de un emperador de los últimos días que debía venir a instaurar el Reino. El más antiguo de estos oráculos sibilinos se conocía como la sabina tiburtina, escrito precisamente a mediados del siglo IV de nuestra era.
Al amparo de la profecía-leyenda surge la visión del emperador Constante:
De imponente presencia, alto, bien proporcionado, con un rostro radiante y hermoso, Constante reina ciento doce o ciento veinte años. Es un tiempo de abundancia: el aceite, el vino y el trigo son copiosos y baratos. Es también el tiempo del éxito definitivo del cristianismo. El emperador devasta las ciudades de los paganos y destruye los templos de los dioses falsos, ordena a los gentiles que se bauticen, y los que se niegan a convertirse son ajusticiados. Al fin del largo reinado, incluso los judíos se convierten y cuando esto sucede el Santo Sepulcro resplandece de gloria. Los veintidós pueblos de Gog y Magog atacan furiosamente, numerosos como las arenas del mar; pero el emperador reúne su ejército y los aniquila.
Una vez cumplida su tarea, el emperador se dirige hacia Jerusalén para ceñirse la Corona y revestirse con el manto imperial en el Gólgota para así gobernar a la cristiandad por la gracia de Dios. La Edad de Oro, y con ella el Imperio romano, han llegado a su fin; pero antes del fin de todas la cosas todavía queda un breve periodo de tribulación. Ahora, en efecto, aparece el Anticristo y reina en el ejemplo de Jerusalén, engañando a muchos con sus milagros y persiguiendo a los que no puede embaucar. Por el bien de los elegidos, el Señor acorta esos días y envía al arcángel Miguel, quien destruye al Anticristo. Y, por fin, queda abierto el camino para que se produzca la Segunda Venida.
El pueblo se encontró siempre a la espera de señales que, según la tradición profética, debían predecir y acompañar un tiempo último de tribulaciones; y dado que las señales incluían malos gobernantes, discordia civil, guerra, seguías, hambres, pestes, cometas, muertes repentinas de personajes importantes y un aumento creciente del pecado, no había ninguna dificultad en identificarlas. La invasión o la amenaza de invasión de hunos, francos, normandos, magiares, mogoles, sarracenos o turcos siempre avivaba recuerdos de las hordas del Anticristo, los pueblos de Gog y Magog.
19. Las peregrinaciones mozárabes al sepulcro de Santiago
Ya en el primer tercio del siglo IX comienza a vislumbrarse el carácter de los diferentes núcleos de resistencia en las montañas septentrionales. Asturias nace como una prolongación de la monarquía visigoda, que tiene la aspiración de restaurar el orden anterior a la invasión musulmana, y que será el inicio de la fuerza reconquistadora. De ahí el papel dirigente que procuran ostentar sus reyes en relación con los otros núcleos cristianos en momentos posteriores. El núcleo de los vascones es una continuación de la actitud de independencia de este pueblo montaraz, mantenida ya antaño contra romanos y godos. Y la Marca Hispánica, a su vez, nace como una expansión el Imperio carolingio, lo que imprime su matiz especial a la futura Cataluña, cuyas instituciones revelan un mayor contacto con las de Europa central que las del resto de la península. Añaden los cronistas arábigos que, «ocupadas en el asedio de Mérida las armas del emir Alhakén I, los cristianos del norte habían crecido en pujanza y fortalecido su poder, invadiendo el territorio musulmán por diversos puntos de la frontera con grande exterminio y despojo de sus moradores». En efecto, los reinos cristianos del norte supieron aprovecharse de las sucesivas revueltas surgidas en Toledo y Mérida. Y, mientras los cristianos sometidos en estas ciudades esperaban con tesón la llegada de las huestes liberadoras, los francos proseguían la conquista de Cataluña, y, por su parte, Asturias se consolidaba bajo el largo y venturoso reinado de Alfonso II el Casto. Pero la ayuda prometida a los rebeldes que resistían esperanzados en una reconquista cristiana no llegaría hasta muchos siglos después.
A partir de este momento, podemos considerar la existencia de lo que se ha dado en llamar «el camino mozárabe», que sería el conjunto de itinerarios que utilizaban los cristianos que vivían en territorio sometido al dominio musulmán para peregrinar hacia Santiago de Compostela. Desde el siglo IX, los peregrinos mozárabes empezarían a fluir desde ciudades como Almería, Granada, Málaga o Jaén hacia Córdoba para desde allí transitar en dirección a Mérida y seguir la ruta hacia el norte. Sin duda, el resto del viaje transcurría por la que se conoce como Vía de la Plata; la antigua calzada romana que unía Mérida con Astorga y que se denominaba Iter ab Emerita Asturicam. El nombre probablemente provenga del árabe, del término balath, que significa camino enlosado. Otros investigadores creen que viene del término latino lapidata.
En la novela El mozárabe siempre tuve presente esta realidad y me pareció que, si bien había numerosas novelas históricas que hablaban del camino a Santiago en territorios cristianos, no había ningún relato que tuviera en cuenta la afluencia de peregrinos desde al-Ándalus; cuando, sin duda, el fenómeno fue tan extendido o más entre los cristianos mozárabes.
Y ésa es la finalidad de esta nueva novela: presentar una realidad tal vez desconocida para muchos, pero que representa sin duda el fenómeno humano y cultural más notable y genuino de la Edad Media en España.