62

La crónica de Justo Hebencio

El rey Radamiro —por no llamarlo ya más «caballero Bermudo»— nos recibió en el palacio del obispo Hermenegildo. Estaba él revestido con los signos de su poder: manto de armiño, diadema de oro y cetro. Nos atendió de pie al entrar, sin distancias, con aparente cordialidad. A simple vista, a pesar de la parafernalia, me pareció un simple muchacho disfrazado para una función teatral. Pero su inicial sonrisa desenfadada, pronto se fue disipando; sobre todo, después de que uno de sus alféreces alzara la voz para ordenarnos:

—¡Postraos ante el serenísimo y cristianísimo rey, embajadores de Abderramán de Córdoba!

Obedecimos sin titubear, comprendiendo que la cercanía cedía ante los formalismos de la negociación. Y nos hicieron permanecer de hinojos durante un largo rato, mientras un chambelán proclamaba los títulos del monarca:

—Estáis, dignísimos señores, en presencia de nuestro serenísimo y cristianísimo señor, magnus basileus del Regnum Imperium Legionensis.

Con esta solemne proclama, la ineludible soberbia del poder hacía su aparición en la escena. Y Radamiro, como el buen actor que había demostrado sobradamente que era, se entregaba a ella con la naturalidad que otorga la costumbre. A partir de ese momento empezó a ejercer de rey; su rostro se tornó serio y pareció esfumarse definitivamente la personalidad de Bermudo. Con lo que terminamos de darnos cuenta de que se había entregado a ese papel en cuerpo y alma, pero también de que el juego se había acabado. Con todo, en sus ojos asomaba un brillo irónico y, en cierto modo, divertido, que traslucía su regocijo interior por haber conseguido engañarnos. Y, sin dejar de mirarnos, aquel rey vigoroso se sentó con poderío en el trono que descansaba sobre un estrado.

Cuando se nos dio permiso para acercarnos a él, Hasday ben Saprut avanzó por delante, tranquilo y digno, hasta el centro del salón, que no era demasiado grande. Al fondo había un diván cubierto con una mullida tela azul, situado frente al trono. El rey giró la cabeza hacia ese lado y luego hizo un gesto con la mano indicándole que debía sentarse. El judío hizo lo mandado y permaneció sentado, con la espalda recta, pendiente de Radamiro. Los demás miembros de la embajada nos quedamos a veinte pasos, de pie, sin perder ripio de lo que sucedía.

Siguió un rato de silencio, que duró hasta que el chambelán que se ocupaba del ceremonial empezó a proclamar con voz cantarina una larga serie de salutaciones y fórmulas de pura cortesía. Después se descorrió un cortinaje rojo en un lateral y entraron tres ministros del rey, en perfecto orden, y se situaron a la izquierda del trono, bajo el estrado, mirando hacia Hasday. Cada uno de ellos pronunció un discurso breve; pero los tres versaron sobre lo mismo: manifestar la rotunda oposición del rey y todo su Consejo a considerarse vasallos del califa, a toda sujeción a Córdoba y al pago de parias o tributos de cualquier clase o género que fueran.

Hasday escuchó muy atento estas declaraciones, sin pestañear, grave y con dignidad. Luego esperó por si tenía que hablar alguien más y, viendo que los discursos se habían acabado, consideró que podía tomar la palabra. Se puso de pie y, dirigiéndose a los ministros, dijo:

—Antes de nada, queremos manifestar nuestro mayor respeto, consideración y sinceros deseos de paz al serenísimo rey Bermudo…

Y miró de reojo a Radamiro, observando el efecto que le causaba este saludo, para, a continuación, rectificar levemente irónico:

—¡Oh, pido disculpas! He querido decir «serenísimo rey Radamiro».

El rey no pudo ignorar que aquello lo había dicho intencionadamente y sonrió con visible asomo de suspicacia en el rostro, pero permaneció en silencio.

—Señor —prosiguió Hasday muy serio—, nuestra estancia durante dos largos meses en vuestro reino nos ha proporcionado una inestimable oportunidad para apreciar que tanto los nobles como el pueblo llano aman y siguen a su rey todos a una… Ciertamente, no hay fisuras que dividan a las gentes de vuestros dominios ni sombras que entorpezcan el liderazgo que ejercéis, como un guía o como un padre de todos… No hemos necesitado hablar personalmente con el rey para comprobar que todo el reino está unido y con él.

Esto último lo dijo con cierto tono irónico, y volvió a mirar de reojo hacia Radamiro mientras hacía silencio para dejarle meditar. Luego añadió:

—Igualmente, en Córdoba y todo el al-Ándalus la gente musulmana, cristiana o hebrea ama y sigue a su califa sin titubear. Todo el imperio del grande y glorioso Abderramán al Nasir, desde Onoba a Levante, desde Cádiz a Malaca y desde Isvilia a Zaragoza está unido, sin fisuras ni sombras… Somos muy conscientes pues de que dos grandes poderes, dos enormes reinos, están en lid, mirándose, como dos toros se enfrentan el uno al otro, dispuestos a embestirse. Y en medio, entre León y Córdoba, se extiende la oscura Tierra de Nadie… Nosotros hemos viajado desde el sur para venir hasta aquí y hemos recorrido los caminos que unen estas posesiones vuestras con las nuestras; en todas partes hemos encontrado ciudades, pueblos y aldeas, calzadas, labrantíos, prados, mieses, bosques, ganados… En todas partes, menos en una, en aquella Tierra de Nadie: donde todo está arrasado, quemado, desierto y baldío… ¡Qué lástima!

El rey ya no pudo aguantar más y se puso de pie diciendo con aire despechado:

—Eso, ¡qué lástima! ¿Y quién tiene la culpa? ¿Nosotros…? Esa Tierra de Nadie, agostada y triste, en efecto se extiende sombría y abandonada, con sus bosques quemados y todas sus antiguas ciudades, pueblos y aldeas en ruinas. Es lamentable ver tantos campos que antaño fueran fértiles a merced de los bandidos y de las fieras silvestres… Pero, repito, ¿quién tiene la culpa? Vuestro califa no debe olvidar que cada primavera, año tras año, sus tropas traspasan las fronteras y hacen aceifas crueles en nuestros dominios.

—Señor —replicó Hasday con calma—. Esos dominios que mencionáis fueron usurpados a los emires de al-Ándalus.

—¡Vaya! —exclamó Radamiro, alzando el tono de voz—. ¿Y antes de los emires de al-Ándalus quién los poseía en propiedad? ¿No eran de nuestros antepasados? ¿Quién usurpó a quién? ¿Quién usurpó primero?

Los intermediarios y las fórmulas del ceremonial habían dejado de funcionar. Hasday y Radamiro hablaban ya frente a frente. Al fin y al cabo, estaban acostumbrados a hacerlo, puesto que habían compartido incontables conversaciones durante el tiempo que el rey apareció ante nosotros bajo la engañosa apariencia de Bermudo. Durante aquellas comidas y tertulias, cada uno de ellos había manifestado con libertad y cordialidad sus pareceres. Sólo quedaba saber ahora si Radamiro había sido sincero cuando simulaba llamarse Bermudo o si, muy al contrario, fingía para sonsacar, como en el fondo sospechábamos.

Pero Hasday ben Saprut era suficientemente hábil e inteligente como para no ser capaz de reconducir la situación. Así que no se alteró lo más mínimo; permaneció en silencio, con serenidad, sosteniendo la dura mirada del rey. Y éste, dejándose dominar por su enfado, acabó diciendo:

—¿Te das cuenta, Hasday? ¿Te das cuenta de que yo necesitaba urdir esa artimaña? Tanto tú como esos prelados cristianos que han venido contigo os debéis a la obediencia a vuestro único amo, Abderramán al Nasir. Esto no es otra cosa que un juego de intereses, y por eso yo debía conocer bien vuestras verdaderas intenciones.

Hasday suspiró hondamente y luego se volvió hacia nosotros:

—Habladle vosotros —nos dijo—, y convencedle de que no tenía ninguna necesidad de urdir ese engaño. Porque, ciertamente, debemos obediencia al califa de Córdoba y por mandato suyo hemos venido hasta aquí; pero no tenemos nada que ocultar…

Y dicho esto, se giró de nuevo guiñando un ojo en dirección a Radamiro, para añadir sonriendo con picardía:

—Si no os habéis dado cuenta vos de eso después de tantas conversaciones, de poco os ha servido el enredo…

El rey soltó una carcajada, pero en sus ojos apareció el desconcierto:

—Me he dado cuenta de todo lo que debía darme cuenta —afirmó—. En ningún momento he dicho que desconfíe de vosotros; únicamente que, a fin de cuentas, haréis lo que pueda beneficiar más a Al Nasir.

—¡Naturalmente! —contestó con aplomo Hasday—. ¿No hemos venido a eso? ¿Qué esperabais? Pero no traemos intenciones ocultas… Durante dos meses hemos hablado vos y yo como verdaderos amigos, sin que yo adivinara que ese caballero llamado Bermudo erais vos. ¿Dónde estaban pues ocultas nuestras intenciones…?

—La finalidad de la treta no era otra que la de hacer relucir la verdad —repuso Radamiro.

Hasday se señaló a sí mismo, como diciendo: «Aquí me tienes». Luego sonrió ampliamente y dijo:

—Me habéis engañado, Radamiro, lo habéis conseguido… Entonces, ¿a qué viene esta discusión absurda y este empeño en no intentar el logro de un acuerdo? ¿No podemos hablar dejando de lado todo lo que nos separa? En efecto, unos usurparon las tierras antes que otros; todos usurparon… Por desgracia, siempre hubo invasiones. Pero lo que sucedió en el pasado ya es inevitable… Insisto: ¿podemos dejar todo eso de lado y hablar como si fuerais de nuevo Bermudo?

Al oír esto, Radamiro dio un respingo e hizo un gesto espontáneo de arrogancia; pero luego recapacitó, se esforzó para sonreír y contestó:

—Estoy de acuerdo. Puedes empezar tú. ¿Qué tienes que decir?

El judío se quedó pensativo, mirándolo durante un rato, quizá sorprendido por aquella inesperada reacción del monarca. En sus ojos apareció una sombra de duda y estuvo reconcentrado durante un rato, como si escogiera concienzudamente sus palabras.

Entonces el rey lo invitó a sentarse en el diván, y después de que lo hiciera se sentó también él en su trono, diciéndole:

—Estoy esperando para oírte.

Hasday suspiró de forma audible, como si lo que fuera a pronunciar lo hiciera a su pesar, se llevó la mano al pecho y dijo:

—Seré completamente sincero, el Eterno me castigue si no lo soy. Y lo que voy a decirte quizá no debiera decírtelo… No obstante, considero que será la única forma de llegar a un acuerdo. —Tragó saliva y prosiguió—: Tú, rey Radamiro, venciste en el barranco de Alhándega, eso es indiscutible. Aquella circunstancia resultó un doloroso golpe para nuestro califa Al Nasir, que verdaderamente no se lo esperaba. Allí perdió sus apreciados libros del Corán y otras pertenencias de gran valor; y allí fue hecho cautivo su querido amigo y siervo Muhamad al Tuyibí, señor de Zaragoza. Eso te coloca en una buena posición para negociar. Por eso hemos venido; bien lo sabes…, mejor que nadie, puesto que enviaste emisarios a Córdoba para solicitar conversaciones.

A esta declaración siguió un silencio, en el que todos allí respiramos con tranquilidad, después de la tensión pasada; y el rey sonrió lleno de satisfacción, paseando la mirada por los rostros de sus ministros. Luego, con aire de suficiencia, afirmó:

—Veo que podemos llegar a entendernos. Y bien, ¿qué me ofrece Abderramán?

—El asunto es sencillo —respondió Hasday—. Devolved los libros del Corán y conceded la libertad al emir de Zaragoza; el resto del botín podéis quedároslo. Y a cambio, mi señor Al Nasir os otorga un tratado de paz duradero.

Radamiro se echó hacia atrás, pegando la espalda al respaldo del trono, y alzó la mirada a lo alto, como dándole gracias a Dios. Pero seguidamente hizo un esfuerzo por ocultar sus sentimientos y, arrojando una mirada severa sobre Hasday, contestó:

—El asunto es sencillo, muy bien. Pero yo exijo una condición más para llegar al acuerdo. Ésta es que primeramente regrese la embajada que mandé a Córdoba y sepa yo por su testimonio cuál es la actitud de Abderramán hacia mí, la manera en que ha tratado a mis legados y las verdaderas intenciones que ha manifestado al recibirlos. Porque creo que es justo lo que pido, en un auténtico pacto de reciprocidad; ya que anteriormente, cuando partieron los embajadores, fue Al Nasir quien impuso sus condiciones y exigió la presencia de mis enviados en Córdoba antes de despachar a los suyos.

Hasday movió la cabeza negando y repuso:

—Eso alargará una vez más la negociación…

—No —contestó con tranquilidad el rey—. Porque esta misma mañana ha llegado a Santiago un veloz correo para comunicarme que mis embajadores salieron ya de Córdoba y deben de ir al día de hoy atravesando los montes de la frontera.

Dos semanas más permanecimos en Compostela, aguardando la llegada de los legados que regresaban de Córdoba. Durante este tiempo, las relaciones con el rey Radamiro y su gente no pudieron resultar más amistosas. Nos trataron con delicadeza y honor; nos cubrieron de presentes y nos proporcionaron la dicha de ir a contemplar el extremo del mundo, en la costa que llaman Finisterrae.

Hay allí un promontorio de pura roca elevado sobre el pavoroso océano, que rompe violentamente en olas cuajadas de espuma. Desde aquel lugar inquietante vimos ponerse el sol en el horizonte, en la infinita lejanía que se pierde en la nada que había antes de que Dios creara el orbe. No puede evitarse el estremecimiento al contemplar el astro precipitándose vertiginosamente en las aguas; y hasta se llega a sentir que estas hierven en contacto con la inextinguible llamarada que alumbra el universo.

De esta manera, mi señor Asbag aben Nabil, culminamos nuestra misión y nuestra peregrinación. Hoy, pasado el tiempo, recuerdo todo aquello emocionado. Porque no hay esfuerzo en este mundo, por abnegado y loable que sea, más hermoso que buscar la paz.

Así quedó sellado por cantos de ángeles hace ahora mil años al proclamarse la Buena Noticia, cuando se abrió el cielo para anunciarles a las gentes sencillas que la gloria empieza cuando hay paz entre los hombres de buena voluntad. ¿Y qué son mil años? ¡Nada! Bien lo sabéis vos en la hondura de vuestra gran sabiduría; porque un milenio es sólo un tiempo que se halla entre este tiempo de los hombres y la eternidad; un ayer que pasó, una sombra que se va. Ya que cuanto nos rodea es pasajero y esta vida supone sólo un camino por el que transitamos mientras todo se va quedando atrás…