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El viaje de la reina Goto

Cuando yo era niña solía tener un sueño vagamente extraño, que transcurría en un lugar y un cierto entorno que nunca he podido reconocer después. Yo tenía entonces unos seis o siete años, pero no identifico aquello como el caserón familiar de Vilanova de Mondoñedo, ni con los campos que lo rodeaban, ni con ninguno de los palacios donde he habitado a lo largo de mi vida. Sucedía entre las ruinas de un edificio impreciso de varios pisos, en el que me movía con dificultad, ascendiendo por una escalera de piedra, con los peldaños irregulares, derruidos en parte, que me infundían desasosiego y sensación de inestabilidad. Y todo envuelto en una atmósfera de bruma y escasa luz. Lo molesto de aquel sueño consistía en que yo tenía que ir de un piso a otro para estar con mis seres queridos, de forma necesaria y sin especial significado. Cuando llegaba al punto más alto, tenía que bajar, porque allí arriba no había nadie; me encontraba sola, sentía miedo y volvía a los peligrosos escalones que me obligaban a sujetarme a la pared. Abajo había animales: terneros, cerdos, gallinas y perros, con los cuales permanecía sólo el tiempo necesario para echarles de comer. Y enseguida estaba impaciente y excitada y volvía a sentir la necesidad de subir. Únicamente en los espacios intermedios encontraba a los míos: mis padres, mis abuelos, mis tíos, mis hermanos, los criados… Quería permanecer allí, en su compañía, pero algo indeterminado, amenazante y sin sentido, me impulsaba de nuevo a la escalera, a la ascensión y a la soledad. Y así una y otra vez. Hasta que despertaba llorando, con la angustiosa y desagradable sensación de tener que entregarme al absurdo ritual.

Aquel sueño se repitió durante años, cada vez con menos frecuencia, espaciadamente, y aparecían en él los seres queridos que iban muriendo, junto a los vivos, siempre los mismos, cada uno en su propio piso, reconocibles, pero distantes. Y con el tiempo no volvió más, y me olvidé de aquello, por esa natural tendencia que nos ayuda a desprendernos de lo que nos resulta desagradable.

Pero el sueño retornó durante mi estancia en Córdoba. Seguramente a causa de mi estado de frustración y desasosiego. Como cuando era niña, me vi esforzada, subiendo y bajando por el edificio ruinoso, procurando no caer y rodar escaleras abajo golpeándome con los irregulares peldaños. Y en mi deambular sin sentido, me encontré con mis padres, con mi tío Osorio, el conde santo, con mi suegro el rey Ordoño y con mi esposo. Todos estaban tranquilos, pero ausentes; nada decían, nada expresaban sus rostros impasibles. En una de las estancias, la más iluminada de todas, apareció de repente el monje Hermogio, revestido con las indumentarias y los atributos episcopales: capa pluvial, mitra y báculo. Me miraba sin hablar, y en sus ojos y su rostro yo podía adivinar lo que él trataba de comunicarme: «Ya te dije que nuestro santo muchacho no quería que sus huesos regresaran a la Gallaecia; que deseaba seguir reposando allí, en Córdoba, donde recibió la gloria del martirio. ¿Por qué te empeñaste en ir a buscarlo?».

Esta interpelación, que sentí como un reproche, me hizo llorar con profunda aflicción; y con mi dolor a cuestas y mis lágrimas proseguí mi obstinado empeño de recorrer aquellas inestables ruinas. Mi tío el conde santo también me salió al paso y procuré que me diera alguna explicación para consolarme; y él, asimismo, sin pronunciar palabra, me dijo con la mirada: «Has perdido un esposo, has perdido un reino, pero ganarás el cielo». Esto me reconfortó y seguí subiendo. Hasta que, en el piso más alto, estaba esperándome Paio, sentado en su trono, envuelto en el manto de nutria y tocado con la corona que yo le mandé hacer; sonreía, parecía feliz, y con sus ojos azulísimos, brillantes de alegría, me decía: «Para siempre, para siempre, para siempre, para siempre…». Entonces sentí como si una fuerza ajena me dominara y creció dentro de mí una suerte de ansia que pronto se desbordó en lágrimas, pero estas lágrimas eran diferentes a las anteriores: éstas eran de pura dicha.

Cuando desperté, descubrí asombrada que había dormido profundamente durante toda la noche, por fin, después de tantos días de insomnio. Un retazo de sol matutino entró por el ventanuco y pasó por encima de mi cara, filtrándose a través de mis párpados. Amanecía Córdoba una jornada más, bulliciosamente. En el frescor del alba, el jolgorio de los pájaros, el canto de los gallos y la llamada de los almuédanos se unían para intensificar la explosión de gozo que inflamaba mi ser después del sueño. Parecía seguir viendo el encantador rostro de Paio y por eso no quería abrir los ojos. ¿Qué había sucedido? Comprendí que los ángeles me habían regalado una visión, en la que la sabiduría había sido liberada en la inmensidad del alma, despojándome de muchos temores y soledades.

Permanecí de esta manera muy quieta, saboreando aquel instante pleno de paz, temiendo que se esfumara si hacía el más mínimo movimiento. Hasta que, de improviso, me sobresalté cuando se escucharon voces en la calle; voces exaltadas y cargadas de violencia. Di un respingo y me asusté todavía más cuando a esas voces se unieron otras, autoritarias, amenazantes. Sin duda, algo grave estaba sucediendo afuera. Así que me vestí a toda prisa y salí corriendo, con el alma en vilo, a ver a qué se debía tanto escándalo.

Y en el claustro del monasterio encontré reunidas a las monjas con algunas mujeres; todas ellas gritando y manoteando.

Se volvieron hacia mí y sus rostros me dijeron que se trataba de una gran desgracia. Entre ellas estaba Columba, con la cara desquiciada, apoyándose en su bastón, vencida y temblorosa.

—¡Nos roban a nuestros mártires! —exclamó con voz rota.

Le arrojé una mirada de perplejidad y ella añadió:

—¡Han venido a llevarse las santas reliquias!

—¿Quiénes? —pregunté angustiada.

—Los tuyos, los de la Gallaecia.

Luego estalló en sollozos. Y el resto de las mujeres se pusieron a gritar y a gemir:

—¡Los santos mártires! ¡Nuestras sagradas reliquias! ¡Dios no lo permita!

Corrí en dirección a la puerta con el corazón oprimido, temiéndome lo peor. Salí a lo alto del atrio y me asomé por encima del pretil que daba a la plazuela donde estaba la iglesia de los Tres Santos. Se hallaba congregada allí una gran multitud que se agitaba furiosa y vociferante; se veía venir a la gente, apresurada, por los callejones adyacentes, y me sobrecogí al ver hombres de aspecto rudo que llevaban en alto palos, horcas y azadones, de manera amenazadora, y clérigos con manifiesta indignación que crispaban los dedos por encima de las cabezas. Unos y otros gritaban a voz en cuello:

—¡Las reliquias! ¡Los mártires! ¡Nuestros santos! ¡Impediremos que los roben! ¡A por ellos!…

Descendí por las gradas y me adentré en la muchedumbre, insensatamente, para buscar a los responsables del tumulto; y enseguida me di cuenta del verdadero peligro que anidaba entre aquella masa irracional cuando alguien empezó a gritar:

—¡Mirad! ¡Mirad, es su reina! ¡A por ella…!

Todas las miradas se clavaron en mí, feroces, llenas de rencor. Me rodeaban aquellas caras hoscas, cercándome por todos lados. Confundida, temerosa, no supe qué hacer. Y entonces decenas de manos, como duros garfios, me agarraron por los brazos y por el hábito. Forcejeé, protesté tratando de zafarme, pero era inútil; me arrastraban rugiendo a mi alrededor.

—¡Ella es su reina! ¡Ella es la culpable! ¡Llevémosla ante nuestros jefes! ¡Maldita! ¡Ladrona! ¡Llevémosla ante las autoridades!

Un momento después estaba ante la puerta de la iglesia, sintiendo los fuertes empujones en la espalda; y me vi arrojada a los pies de los magnates mozárabes: el obispo, los jueces y sacerdotes, que me traspasaban con sus ojos severos e inquietantes.

El obispo de Córdoba avanzó hacia mí; un hombre anciano de largas barbas canosas, que me señalaba con un dedo acusador inquiriendo:

—¿Por qué, dómina? ¿Por qué esta injusticia? ¿Por qué esta maldad? ¿Por qué nos hacéis esto?

Acongojada y con una inquietud que me tenía paralizada, sólo pude murmurar:

—No sé nada…, no sé nada…

Se había hecho un gran silencio en derredor, en el que sentía todas aquellas miradas exigentes y agraviadas.

—¿Por qué habéis venido? —repetía el obispo—. ¡Habla de una vez! ¿Por qué nos robáis a nuestros santos mártires?

Estas preguntas, reprobatorias y desafiantes, me herían profundamente. Nada comprendía de lo que me estaba pasando y no acertaba a explicarme. Así que me cubrí el rostro con las manos y me eché a llorar angustiada.

En ese instante se oyó la voz de Columba, fuerte y llena de autoridad, que gritaba:

—¡Por el amor de Dios, dejadla en paz! ¡Estáis cometiendo una grandísima injusticia! ¡Ella no sabe nada! ¡Ella no es culpable!

Alcé la mirada y la vi allí, encarándose con las potestades, y sentí un alivio inmenso al tener aquella inesperada abogada de mi parte. Entonces me puse de pie y busqué protección entre las monjas que venían acompañándola.

—¡Creedme! —supliqué—. ¡Creed lo que dice Columba! ¡Nada sé de lo que sucede! ¡Y os ruego que me digáis lo que ha pasado!

La multitud empezó a gritar de nuevo, agitándose, y temí que volvieran a echarme mano. Pero los magnates pidieron calma y silencio para que el obispo pudiese tomar otra vez la palabra. Y él, con su dedo largo y seco, señaló ahora la puerta de la iglesia diciendo con dolor:

—¡Mirad! ¡Las puertas de los Tres Santos están cerradas! Dentro se han refugiado los prelados y los condes de vuestra embajada… ¡Mirad! Esta madrugada, antes de que amaneciera, los tuyos vinieron como ladrones, amparándose en la oscuridad, para profanar nuestro santo templo; para abrir los sepulcros y llevarse las reliquias de nuestros mártires. Cuando fuimos advertidos por los guardianes de la puerta de lo que trataban de hacer, vinimos apresuradamente para impedirlo; pero nos rechazaron de mala manera, violentamente, a empujones… La gente entonces acudió en masa, ¡toda esta gente cristiana de Córdoba!, con el fin de evitar tamaño sacrilegio… Y ellos, esos ladrones, viendo que éramos muchos y que les superábamos con creces en número, cerraron las puertas. ¡Mirad! Ahí dentro están los vuestros encerrados… ¡Oh, Dios sabe qué barbaridades estarán haciendo con los huesos de nuestros santos!

—¡Echemos la puerta abajo! —gritó alguien entre el gentío.

Y otras voces contestaron:

—¡Eso, echemos la puerta abajo! ¡Entremos y démosles su merecido! ¡A por ellos!

—¡Quietos! —gritó el obispo—. ¡Este lugar es sagrado! ¡Si ellos son unos endiablados sacrílegos, dejémosles que paguen ellos por su pecado! ¡Pero no violentemos nosotros las puertas de la casa de Dios!

Yo asistía a todo aquello estupefacta e inmóvil, cada vez más convencida de que quien estaba detrás no era otro que don Julián de Palencia. Y en un instante determinado avancé con decisión hacia el obispo de Córdoba, rogándole:

—¡Dejadme hablar, por Dios bendito! Ya os he dicho que nada tengo que ver con lo que sucede ahí. Dadme la oportunidad de hacer algo…

Los magnates intercambiaron entre ellos miradas sorprendidas e incrédulas. Pero el obispo tuvo misericordia y otorgó:

—Habla, dómina. Declara todo lo que sabes.

Temblorosa, empujada por la desesperación, dije:

—Soy una mujer consagrada a Dios y bien sabéis que no puedo mentir. Os suplico que deis crédito a mi palabra de abadesa y de reina. No sé nada de lo que ha sucedido, ya lo he manifestado; no sé quienes son los hombres que han entrado en la iglesia ni cuáles sus propósitos. Pero creo adivinar que se está produciendo un grave malentendido. Nadie en nuestra embajada ha pretendido nunca llevarse las reliquias de vuestros mártires. Sólo queríamos, si fuera posible, reclamar los restos de san Paio. Pero nunca obtenerlos por la fuerza.

El obispo agitó la cabeza con vehemencia y replicó:

—¿Por qué vinieron entonces amparándose en la oscuridad? ¿Y por qué se han encerrado?

—No lo sé —respondí—. Dios es testigo de que no sé el motivo. Ni siquiera tenía idea de que fueran a venir.

—¡No puedo creerlo! —contestó el obispo muy excitado—, ¡no puedo creerlo! Es vuestra gente…

Entonces Columba no pudo quedarse callada y terció en mi favor gritando:

—¡Pues creedme a mí, que nada tengo que ver! Yo he estado con la reina Goto en todo momento. Ella dormía plácidamente en nuestro monasterio, ajena a lo que sucedía de madrugada en la iglesia, y el escándalo de las voces la despertó…

Estando en esta porfía, se presentó de improvisó el ministro Musa aben Rakayis, que venía deprisa, abriéndose paso entre la gente como podía, seguido por sus secretarios y por Didaca.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamé—. ¡Ministro, ved qué desastre!

Fui hacia él y le conté lo que estaba pasando, ante las atentas miradas de la muchedumbre.

Dejó escapar un suspiro y, con el rostro desencajado, dijo:

—¡Ha sido don Julián! ¡Maldito impaciente!

Detrás del ministro llegó el cadí de la ciudad con otros prohombres sarracenos y numerosos guardias armados. El obispo y los magnates mozárabes les explicaron detalladamente qué había sucedido, enojados, desesperados, reclamando justicia.

El cadí se quedó circunspecto, con aire ensombrecido. Luego señaló hacia la iglesia y sentenció:

—Hay que derribar esa puerta inmediatamente. Nadie tiene derecho a venir a usurpar con violencia nada de lo que se custodia en esta ciudad.

La gente al oír estas palabras empezó a aplaudir y a lanzar albórbolas de satisfacción.

—¡Eso, echad la puerta abajo! ¡Defendednos! ¡Dadles su merecido a esos infames!

—¡No! —gritó el obispo alzando las manos—. ¡Por Dios, no! ¡Esas puertas tienen más de dos siglos! ¡Nadie debe violentarlas!

El gentío entonces empezó a porfiar sobre si deberían derribarse las puertas o hacer caso al obispo. Pero éste los hizo callar con un gesto de su mano y añadió:

—Antes de hacer un desatino peor aún, intentemos que entren en razón esos salvajes.

—¡Bien dicho! —exclamé yo—. Os ruego que nos permitáis al ministro Musa y a mí hablar con ellos. Dejadnos que lo solucionemos entre nosotros.

El cadí meditó y luego dijo:

—Sea. Que todo el mundo guarde absoluto silencio. Llamemos a la puerta y esperemos a ver qué contestan.

Así se hizo. La gente se calló obediente, se esperó durante un rato y, cuando el ambiente estuvo calmado, se dieron fuertes golpes en la puerta.

Nadie contestó de momento. Todos allí nos mirábamos impacientes. Se volvió a llamar y luego Musa exhortó a voz en cuello:

—¡Abrid, don Julián, por todos los santos! ¡Estamos aquí aguardando para solucionar esto de una vez!

Pasó otro rato e, inesperadamente, la puerta se abrió de par en par. Aparecieron detrás del arco, en la penumbra del interior, el obispo de Palencia, el conde Fruela y varios caballeros; todos pertrechados con sus armaduras, mostrando las espadas en las manos, amenazantes. No me pude aguantar y corrí hacia ellos, conteniendo las lágrimas, suplicando:

—¡Por Dios, qué habéis hecho! ¡Qué locura es ésta! ¿No os dais cuenta del lío que habéis formado? ¡Menudo desatino! Acabarán encarcelándoos…

Don Julián me miró con severidad y contestó en tono de advertencia:

—¡Que a nadie se le ocurra ponernos la mano encima, dómina! Hemos venido a por lo que nos pertenece y estamos dispuestos a morir por ello.

—¡Virgen Santísima! —exclamé—. No había necesidad…

—El califa nos dio permiso —replicó él—. Vos misma sois testigo de ello. Cuando nos recibió en Medina Azahara, dijo que podíamos llevarnos los huesos a la Gallaecia.

—Oh, no, no, no… —supliqué—. No había necesidad de forzar las cosas de esta manera. Soltad esas armas y entrad en razón. Podemos hablar como hermanos… No hemos venido a Córdoba para hacer violencia. Dejadme entrar y hablemos como Dios manda.

Ellos intentaron oponerse con su actitud desafiante, pero yo avancé y entré para echarme de rodillas a sus pies.

—¡Hablemos! —insistí—. ¡Entremos en razón! Hagamos esto de la mejor manera.

Me dejaron pasar y cerraron las puertas detrás de mí. Sentí entonces que mis lágrimas pugnaban por salir y me abstuve por el momento de decir nada más, pues me rendiría al llanto que había decidido contener. Entonces habló el conde Fruela:

—Dómina —dijo a modo de excusa—, debéis comprender que no nos ha quedado más remedio… Vinimos con la intención de reclamar las reliquias, amparándonos en el permiso que nos dio el califa; pero esta gente cristiana de Córdoba empezó a dar gritos, tratando de echarnos de aquí. Enloquecieron suponiendo que abriríamos los sepulcros para robar los restos de todos los santos. ¡Un disparate! ¿De dónde han sacado eso?

—¡Oh, Dios, Dios, Dios…! —exclamé echándome al fin a llorar—. ¿Por qué, por qué, por qué…?

El obispo de Palencia intervino entonces, diciendo:

—Toda la culpa es del ministro Musa. Si hubiera actuado con decisión desde el principio, no habríamos llegado a este punto…

Me encaré con él y le grité, llena de determinación:

—¡Callaos, por el amor de Dios! ¡No empecemos! Ahora lo único que procede es solucionar este embrollo. ¡Dejadme a mí!

En ese instante volvieron a golpear fuertemente la puerta los de fuera.

—¿Veis? —dije—. Se impacientan. Si no nos apresuramos, echaran abajo la puerta.

—¡Pues que la echen! —contestó don Julián—. No les tenemos miedo. Las reliquias del santo muchacho nos pertenecen.

—¿Os habéis vuelto loco? —protesté—. ¡Vamos, soltad ahora mismo esas armas y salid de la iglesia!

Se miraron entre ellos, dudando. Pero el obispo de Palencia, muy seguro de que los demás harían todo lo que les mandase, repuso:

—Nadie saldrá de aquí sin que antes nos entreguen las reliquias de san Paio.

—Está bien —dije, agotada—. Saldré yo y veré qué puede hacerse.

Afuera me encontré con los rostros severos y anhelantes de los que estaban esperando. Hablé con el obispo, con el cadí y con los magnates y les juré que todos los sepulcros de los mártires estaban intactos. Gracias a Dios me creyeron y se tranquilizaron bastante. Entonces, aprovechando la situación, les expuse las exigencias de los de dentro.

—¡Nada de eso! —contestó el obispo—. Ni un solo hueso de nuestros mártires saldrá de Córdoba.

Al oír esta negativa, terció el cadí:

—El califa ha ordenado que se les entreguen a los embajadores sólo los restos del muchacho gallego. No podéis desobedecer a nuestro amo Al Nasir o tendréis que comparecer ante los jueces.

El anciano obispo permaneció hierático, perplejo y dubitativo; mientras, reinaba el silencio y la tristeza entre todos los presentes durante un largo rato, y el cadí, haciéndose consciente de lo que pasaba a su alrededor, añadió:

—Lo importante ahora es que esos embajadores salgan de la iglesia pacíficamente y retorne la tranquilidad al barrio. Mis guardias se encargarán de que no se produzca ningún altercado más.

El obispo reflexionó con tristeza y desolación, luego sentenció:

—Hágase como dices. Pero que ninguno de los que entraron de mala manera en el templo toque siquiera una sola de las tumbas. Nosotros abriremos el túmulo de san Paio y les entregaremos los sagrados huesos.

Al oírle decir aquello, la multitud se agitó en torno; algunas mujeres se llevaron las manos a la cabeza y empezaron a gemir, pero nadie osó replicar ni enfrentarse a la autoridad del obispo.

Entonces entré yo en la iglesia y le comuniqué a los de dentro la decisión que se había tomado. A lo que don Julián contestó:

—Muy bien. Pues que vengan y saquen las reliquias cuanto antes.

—No —repuse—. La gente está ansiosa y desesperada. Temo que pueda formarse un tumulto. Mejor será que salgáis todos y regreséis a vuestras fondas. Así verán que habéis acatado la decisión del cadí. Después, cuando todo esté más tranquilo, yo me encargaré de que el obispo haga cumplir lo mandado.

Esta propuesta les pareció a todos adecuada y convincente, a juzgar por la aprobación que encontré en sus rostros, y don Julián, al fin conforme, manifestó:

—Está bien. Pero exijo que se haga todo con la mayor presteza, sin más dilaciones ni titubeos. Mañana, antes del amanecer, vendremos a la puerta para recoger las reliquias. A continuación, emprenderemos el viaje de regreso a León. Nada nos retiene aquí ya, excepto cumplir con ese sagrado menester.

—Confiad en mí —dije, llevándome la mano al pecho—. Me encargaré de que todo se haga delante de mis ojos. Y mañana partiremos…