El viaje de la reina Goto
Me invadió repentinamente una intensa e insensata añoranza de Gallaecia. Imagino, venerable hermano Gemondo, que tú también habrás sentido esa sensación alguna vez cuando te hallabas bregando en tus guerras lejanas. Creo que la evocación de nuestra amada tierra vino a mí por el resentimiento feroz, la rabia y la infinita pesadumbre de lo irremediable… Pero también por el recuerdo de aquellas mañanas vaporosas junto al río Miño, verdes, húmedas y dulces, aunque inevitablemente unidas a la torpeza de la juventud y a todo lo que la misma lleva aparejado: la despreocupación, el ardor y el alegre desentendimiento del transcurrir del tiempo.
Y asimismo porque, después del triste relato de la muerte de Paio, Córdoba se me hizo repentinamente ajena y hostil. No la comprendía ya y me resultaba ensordecedor y amenazante su gentío, sus aromas y aquel sol cegador que se adueñaba de todo a mediodía, haciéndome languidecer e impidiéndome pensar. Sentada en una terraza del monasterio de Santa Leocricia, mientras observaba la infinitud de aquel mar de tejados del que emergían los minaretes, esa realidad se me hizo demasiado oprimente y el corazón se me encogió de pura melancolía…
Una vez encontrado el lugar donde reposaban las reliquias del santo muchacho —y ya que conocía con certeza lo terrible y doloroso de su final—, nada me retenía allí, excepto esperar a que llegara el momento oportuno para abrir su tumba y llevarme conmigo sus restos, cuanto antes, pues ése era el verdadero motivo de mi peregrinaje. Pero no sabía cómo debía hacerlo y me lo preguntaba, como paralizada, dejando que mi vista se perdiera en la inmensidad de aquellos llanos pelados, que se extendían hacia el sur más allá de las murallas. ¡Qué aflicción sentí desgranarse en mis venas! ¡Con qué dolor respondía mi ser entero a las emociones de aquel día deslumbrante, saturado de luz, pero tristísimo no obstante! Después de una noche de insomnio, mis nervios se encontraban especialmente alterados; todo me causaba dolor: el incipiente verano, que me resultaba agresivo, la calima, el rumor del mercado, su muchedumbre rugiente, el agudo grito de los almuédanos llamando a la oración de la tarde… Todo en torno a mí estaba pesado y lechoso, por el olor a quemado que subía de las pálidas chimeneas, por el humo oscuro que ascendía en el aire inmóvil y por un enjambre de mosquitos que zurcía el aire por encima de una enredadera rebelde, mientras un bando de tordos muy negros, gritones, se posaba en la cúpula de la iglesia de los Tres Santos.
Estando sumida en mis pensamientos cambiantes y dejando que mis dudas me dominasen, oí detrás de mí el golpeteo del bastón de Columba. Venía ella jadeante después de subir por la empinada escalera y su respiración fatigosa me produjo una lástima que vino a sumarse a todo mi sufrimiento. Se sentó ella a mi lado y permaneció en silencio. No la miré, pero me dejé ayudar por la proximidad de su presencia bondadosa, y entonces tuve necesidad de hablar.
—Sólo Dios sabrá por qué la vida es a veces tan terrible —dije—. Creo que nunca antes había llorado tanto como esta noche… Pero las lágrimas no valen para nada…
—No debes padecer por las cosas de este mundo que ya no tienen remedio —observó Columba—. Dios sabrá remediar todos los males a su debido tiempo. En tanto sea eso, no podemos hacer otra cosa que cumplir con nuestro deber. Tú has hecho lo que debías hacer. Sé fuerte pues y no te vengas abajo ahora que has llegado al final.
Sentía el poder que encerraba el flujo de su voz. Era una mujer anciana, acostumbrada a sufrir, que sabía transformar cualquier circunstancia, por penosa que fuera, en esperanza.
—No me rebelo ante el dolor y el mal que hay en el mundo —dije—. He ido comprendiendo que es inútil buscarle explicación a eso, tratar de huir de ello o desesperarse… Pero me gustaría entender, sin embargo, de dónde viene toda esa felicidad que a veces puede vivirse; ese espasmo que es capaz de transformar repentinamente el mundo en algo transparente y precioso, y hacer que nuestra alma sea algo inmenso… Porque, no obstante tanto dolor, tanta contrariedad y tanta maldad como he visto a lo largo de mi vida, me niego a renunciar a los momentos en que fui feliz… Han sido pocos y cortos, pero intensos y verdaderos… ¡Gracias a Dios! Esos momentos felices me hacen soñar con un reino justo, con una vida nueva, diferente, realmente dichosa… ¿Cuándo vendrá el Rey verdadero? ¿Cuándo reinará al fin el Señor…?
Columba suspiró profundamente y me cogió la mano.
—Me alegra oírte decir eso —susurró con compasión—. Todo lo que dispone el Señor está bien y debe ser aceptado. Si no se es capaz de entender eso, siempre se acaba siendo esclavo de tristes ambiciones y ansias ruines: ser poderoso, temido, invulnerable… Los momentos de felicidad nos hablan de otra vida… Pero ésta debe ser vivida con todo lo que conlleva.
Me volví hacia ella, para encontrar en sus ojos la sinceridad de aquellas palabras, y la encontré extrañamente sonriente. Se rio de manera espontánea y exclamó como asombrada:
—¡Y qué otra cosa podemos hacer! Aquí estamos todos de paso; todos somos peregrinos…
—Lo sé y así siento la vida —afirmé de acuerdo, y añadí—: Esta noche, como no podía dormir, he estado pensando mucho… Lo que ayer nos contó Lindopelo es espantoso… ¡Horrible! Pero mi honda tristeza y mi dolor no provienen de ese relato, de la crueldad, de la brutalidad, del sinsentido… Porque comprendo que la maldad está ahí y, según creemos, es obra del diablo, del príncipe de todo mal… Sin embargo, mi queja es más bien una pregunta: ¿cómo un Dios que decimos que es amor guarda silencio ante algo así? ¿Por qué ese abandono? ¿Por qué esa ausencia?… Estamos inexorablemente separados de nuestros muertos… Hay entre nosotros y ellos un universo indiferente y frío…
—¡No digas eso! —gritó arrojándome una mirada cargada de sorpresa y a la vez de reproche—. ¡Así hablan quienes no tienen fe!
—Perdóname —repliqué protestando—, pero debo expresar lo que siento. No me prives de mi lamento…
—Tienes razón —contestó a modo de excusa—. Soy una vieja tonta. Y comprendo esa queja tuya con respecto a nuestros muertos, porque se parece a los reproches que todo creyente alguna vez le hace al Creador…
Después de decir estas palabras, se quedó pensativa, como extrañada por haberlas pronunciado. Luego se echó a reír de nuevo y se tapó la boca.
—¡Claro! —observé yo—. ¿Acaso no sufrimos todos por ese silencio? Rezamos, tratamos de hablar con Él; pero nuestros formularios recitados a veces parecen perderse en el abismo… Es inevitable llegar a sentir que se deshacen muy fácilmente todos los lazos, todos los momentos felices que hemos ido tejiendo en nuestra vida para defendernos de la soledad… He pensado en todo esto durante la noche y he recordado, he recordado mucho… He sentido mi alma sacudida como si fuese una barca expuesta a un temporal. Antes de emprender este viaje tenía el ánimo tranquilo, porque sentía con claridad que debía venir. Me impuse esa obligación tal vez para distraerme, para consolarme, para olvidar… Y ahora resulta que todo se me ha revuelto por dentro. Aquí, en vez de hallar al muchacho, no he encontrado otra cosa que el frío de la muerte, la soledad y el espanto de un sepulcro. Y la verdad, durante mi estancia en Córdoba, ha bastado para que flotase una idea o aflorasen recuerdos, o alguien pronunciase el nombre de Paio, para que empezase inevitablemente a pensar que hubiera sido mejor no venir, dejarlo todo como estaba y no remover esa sepultura. Acaso eso hubiera sido lo mejor para alcanzar el sosiego y la paz del corazón.
Mientras decía esto, me vino el recuerdo del monje Hermogio en su lecho de muerte, allá en el monasterio de Santo Estevo, y el de su hermana Aldara, la madre el muchacho; y me pareció que ambos habían sido mucho más sensatos que yo cuando trataban de disuadirme de que emprendiera esta aventura.
Columba me había escuchado con atención y empezaba a mover la cabeza de derecha a izquierda, luchando contra la confusión que la dominaba al oírme lamentarme de aquella manera. Noté que no sabía qué contestar y ello me infundió una lástima aún mayor. Así que añadí:
—Pero ahora estoy aquí, una vez cumplida mi peregrinación, sé que debo resolver esto lo mejor posible. Recogeré las reliquias y las llevaré conmigo a la Gallaecia. Seguramente los de allí se alegrarán por ello y algo de felicidad se alcanzará al menos después de tanta desgracia.
Columba se puso ahora muy seria, enarcó las cejas y clavó en mí una mirada llena de desasosiego.
—Ay, ay, Dios misericordioso… —rezó—. No sé cómo decirte esto…
—¿Qué sucede? —le pregunté extrañada—. ¿Qué tienes que decirme?
Apretó mi mano entre las suyas, frunció el ceño para concentrar su mente y permaneció en silencio, sin dejar de mirarme.
—No me asustes —le dije ansiosa.
—Te ruego que seas comprensiva —contestó en tono susurrante y lleno de súplica—. Lo que he de decirte debes aceptarlo; aceptarlo como si fuera la voluntad del Señor…
—¡Dímelo de una vez!
Se puso a acariciarme la mano cariñosamente, suspirando con nerviosismo, como tratando de infundirse ánimo, y respondió:
—Han surgido complicaciones… Precisamente venía a hablar contigo para decírtelo cuando te encontré sumida en tu tristeza y desalentada… Me da muchísima lástima, pero no me queda otro remedio que decirte lo que pasa.
Hizo un silencio y, con voz turbada y firme a la vez, prosiguió:
—Lo siento, pero no podrás llevarte a la Gallaecia las reliquias de san Paio.
—¡¿Qué?!
—El obispo de Córdoba lo ha prohibido terminantemente. El santo muchacho es venerado entre nuestros mártires como uno más de ellos; lo sentimos ya como parte de nuestra piedad… La gente cristiana de la ciudad se niega a que sus sagradas reliquias sean sacadas del túmulo y llevadas lejos. Lo sienten como una profanación, como un robo injusto. Ha habido una asamblea esta mañana y todos los clérigos, monjes y fieles se han manifestado dispuestos a no ceder. Ha sido promulgado un edicto de los jueces mozárabes, rubricado, sellado, sancionado… Siento tener que decírtelo, hermana, pero no hay marcha atrás posible. Si tratáis de llevaros las reliquias, surgirán problemas.
Me quedé tan estupefacta que no daba crédito a mis oídos. No me pude contener y clavé en ella una mirada furiosa; pero, al encontrarme con sus ojos doloridos, azules y penetrantes, me refugié en el silencio. Después lloré amargamente, desalentada del todo, aunque ya no me quedaran más lágrimas…