La crónica de Justo Hebencio
Pasaron cuatro semanas más sin que tuviéramos noticias del rey Radamiro. Andaba, según nos decían, muy ocupado viajando, visitando a los magnates del reino en sus territorios para festejar con ellos la batalla de Simancas. Mientras tanto, de vez en cuando, seguía viniendo el caballero Bermudo. Compartíamos el almuerzo o la cena amigablemente, departiendo con él, mientras el verano se echaba encima de León, regalándole a los cielos un azul más nítido y a las piedras de la ciudad un dorado admirable a la caída de la tarde. La vida proseguía con el apreciable encanto de la paz. Por primera vez desde hacía décadas, las huestes no habían salido al encuentro de la guerra, que permanecía en suspenso, pendiente de las embajadas. Los caballeros estaban pues ociosos y se dedicaban a sus mujeres, a sus halcones y al vino. Resultaba enternecedor ver a las damas en la calle, con el rostro descubierto, lozanas, felices por tener cerca a sus maridos: una circunstancia verdaderamente extraordinaria.
Cuando el mes de julio llegó a la mitad de sus días, don Bermudo vino a comunicarnos que de momento no vendría más al caserón, porque debía peregrinar al día siguiente con el resto de los nobles a Santiago de Compostela, para cumplir con la tradición de ofrecer el voto del Apóstol, máxime esta vez, cuando se cumplían apenas dos años después de la victoria. Nos dijo que iría el rey también, pero caminando anónimamente, como un peregrino más, solitario y mezclado entre el gentío que durante aquellos días acudiría en masa fluyendo como un río humano por todos los caminos.
—¿Entonces tendremos que esperar a que Radamiro regrese? —le preguntó Hasday, desalentado, dándose cuenta de que nuestra espera se dilataría todavía algunas semanas más.
—Podéis ir también vosotros a Santiago —propuso Bermudo cortésmente—. Yo me encargaré de que hagáis el viaje acompañados y que nada os falte por el camino. Una vez allí, tendréis una buena oportunidad para ver reunida a toda la corte y podréis haceros una idea más completa de los poderes y gentes del reino. ¿No os parece? Además, quizá el rey pueda recibiros mejor en Compostela.
—¡Maravilloso! —exclamó el obispo de Isvilia.
—¡Excelente idea! —añadió el de Pechina.
—Conformes —dijo asimismo el de Elvira.
Y también yo me manifesté encantado por la propuesta del caballero. Era mi gran oportunidad para venerar al Apóstol y orar ante su sepulcro; ¡el sueño de cualquier cristiano en estos tiempos!
Sin embargo, Hasday se quedó pensativo, dándole vueltas en su cabeza a aquella posibilidad. Hasta que murmuró escéptico:
—No sé… Me parece que si Radamiro no nos ha recibido aquí, donde tiene la sede del reino, ¿cómo va a hacerlo donde a buen seguro estará mucho más ocupado?
—Creo que deberíais ir —insistió Bermudo—. Tal vez allí se encuentre el rey más contento y accesible. Nada podéis perder intentándolo.
Se detuvo para sondear la impresión que causaban sus palabras en el judío y añadió:
—Además, en Santiago están los libros del califa y las pertenencias que le fueron tomadas como botín en la batalla.
Al oír estas palabras, la sonrisa apareció en los labios de Hasday, que miró muy fijamente al caballero preguntándole:
—¿Podremos ver todo eso? ¿Nos dejarán verlo?
—Yo me encargaré de ello —contestó con seguridad terminante Bermudo.
—Pues, entonces, iremos —asintió Hasday.
—¡Alabado sea Dios! —exclamé muy contento.
Dos días después, de madrugada, se presentó en el caserón don Gundesindo trayendo las mulas y todo lo necesario para emprender el camino hacia Santiago de Compostela. Según nos dijo, había unas diez jornadas de camino desde León, el tiempo justo para llegar en la fecha de la fiesta, que se celebraba el 25 de julio. El conde y el obispo Ero emprendieron el viaje con nosotros.
Salir del encierro de las murallas hacia la libertad de los campos fue muy agradable. El sol de julio brillaba y el oro de los trigos segados se extendía como una pacífica visión. El calor levantaba aromas herbáceos en la atmósfera limpia y los cardos exultaban de frescura, exhibiendo sus coronas moradas, entre el pasto que ya amarilleaba a la vera de la calzada. Más adelante, cuando dejábamos atrás los páramos, en la altura de los ribazos que caían sobre un arroyo limpio, pudimos contemplar una escena deleitosa: unos jóvenes lanzaban al vuelo, alegremente, sus halcones, para verlos volar sobre un prado. Resultaba hermoso ver a los hombres disfrutar del ocio que permitía la paz, estando guardadas las cosechas en los graneros y la uva aún verde pendiente de madurar durante el curso del verano. En las aldeas que encontrábamos a nuestro paso, salían las mujeres y los niños a saludarnos y nos pedían que, una vez que estuviéramos en el templo del Apóstol, orásemos por ellos. Podía apreciarse que aquel camino, con el flujo permanente de peregrinos, había prosperado durante el último siglo. Se encontraban mercados junto a la calzada que vendían alimentos, productos de las huertas, legumbres y verduras; y también gallinas, huevos, quesos, cecina y carne fresca de ciervo o jabalí.
La primera ciudad que se halla en estas primeras etapas es Astúrica, donde tuviera su sede santo Toribio, a quien Dios concedió el privilegio de visitar Jerusalén y ganarse el aprecio del patriarca Juvenal, el cual le dio aquellos sagrados pedazos de la cruz del Señor que se veneran en el monasterio de Turieno, allá en las montañas. Esta piadosa ciudad, que tan célebre fue en el pasado, fue destruida por los ismaelitas en su primera invasión y estuvo desierta, en estado ruinoso, hasta que el floreciente camino de Santiago la hizo resucitar y en las últimas décadas renacía pletórica de vida.
Más adelante, ya en el corazón de la Gallaecia, se llega ante las arcaicas murallas de Lugo, que fueron reconstruidas por el obispo Odoario, devolviéndole a la antigua sede metropolitana el esplendor que tuviera antaño, en los tiempos que precedieron al dominio agareno. Allí fuimos tratados mejor que en ninguna otra parte, por ir en compañía de su obispo Ero. Nos alojamos en el palacio episcopal y pudimos descansar durante dos jornadas, que aproveché para seguir indagando sobre las profecías.
En Lugo tuve la oportunidad de tener entre mis manos un manuscrito muy antiguo que don Ero guardaba con celo en su biblioteca, en el cual se hablaba de un rey, de nombre Constancio, del que se decía que gobernaría sobre romanos y griegos, después de vencer sobre los paganos e infieles y alzar la cruz de Cristo sobre todos, en Oriente y Occidente; que a continuación marcharía hacia Jerusalén y allí, después de despojarse de su corona y desvestirse de todos los ornamentos reales, entregaría el reino del orbe a Dios Padre y a Jesucristo su Hijo…
Comprendí que seguramente el califa se refirió a esa leyenda cuando me habló de lo que le contó cuando era niño su abuela, la cristiana princesa Durr, sobre un cierto emperador llamado Constante que reinaría en el fin de los tiempos. El nombre de Constancio y Constante tienen la misma raíz. Don Ero me dijo que esa historia antigua provenía seguramente de los tiempos anteriores a la invasión musulmana, cuando el reino godo iba camino de su decadencia y las gentes estaban desasosegadas y tristes, aguardando el advenimiento de un monarca que fuera verdaderamente justo y piadoso.
Me alegré mucho al dar con una explicación que podría satisfacer al califa a mi regreso a Córdoba, y le pedí al obispo de Lugo que me encargara una copia del manuscrito que guardaba en su biblioteca para llevarla conmigo.