El viaje de la reina Goto
Acababa de concluir el rezo de la hora sexta en el monasterio de Santa Leocricia cuando se oyó la estridente llamada de la campanilla en la portería. Un momento después supe que la visita era para mí. Venía el maestro Isacio a verme, agradable y digno, pero muy serio.
Le inspeccioné, atónita, impacientemente, a la mortecina luz que entraba por la puerta entreabierta. Él avanzó unos pasos hacia mí y me dijo circunspecto:
—Te prometí que trataría de convencer a la única persona que podría contarte cómo fue el final de Paio.
Suspiré hondamente y, con aire sumiso, como implorando su buena voluntad para que comprendiera mi impaciencia, le pregunté:
—¿Me lo contará?
El maestro reflexionó un momento que se me hizo eterno, se esforzó para sonreír y respondió:
—Me ha costado convencerle… Pero creo que te lo contará.
Suspiré nuevamente, esta vez invadida por una súbita alegría, y pregunté nerviosamente.
—¿Dónde está? ¿Cuándo podré verle?
—Hoy, esta misma tarde —se apresuró a contestar él—. Si tanto lo deseas, no tenemos por qué esperar más.
Mi corazón se puso a latir violentamente y exclamé:
—¡Vamos!
Tardamos en salir el tiempo que necesité para recoger mi capa y pedirle a Columba que nos acompañara. Un momento después íbamos los tres por el barrio, apresurando el paso todo lo que nos permitía la edad del maestro y la cojera de la abadesa de Santa Leocricia. Por el camino mi imaginación urdió fabulosos sueños. Imaginaba que la persona con la que iba a hablar sería alguien importante; algún funcionario, el cadí o alguno de sus subalternos; alguien que por su rango hubiera estado presente el día del martirio y que por ese motivo se había manifestado renuente y desconfiado. Estos pensamientos me confundían, a la vez que reforzaban mis sospechas de que tal vez no me contarían todo como realmente había sido, sino que conseguiría obtener sólo una versión sesgada, interesada y posiblemente dulcificada. Algo dentro de mí me impulsaba a suponer que no descubriría nada extraordinario o sustancialmente diferente a lo que ya sabía. Pero, aun así, caminaba con alegría y esperanza.
La acogedora tibieza primaveral se había adueñado de Córdoba. Los mercados estaban desiertos y los puestos cerrados por ser la hora de la siesta. Sólo algunos gatos hambrientos merodeaban rebuscando por los rincones con la audacia que les permitía toda aquella soledad. Íbamos en silencio, paseando la mirada por los diferentes callejones: el de los panaderos, el de los curtidores, el de los carniceros… Unos mendigos recogían huesos medio podridos a la puerta de un sucio matadero de ovejas. Más adelante, en la calle de los perfumistas tampoco había gente, a pesar de lo cual todavía se desprendían los olores de las medicinas y las esencias, confiriéndole al aire inmóvil una vida propia y personal. Allí nos detuvimos, delante de un establecimiento en cuya fachada estrecha, a ambos lados de la puerta, llamaban la atención unas largas madejas de lana curiosamente teñidas con diversos colores.
—Aquí es —indicó Isacio.
A pesar de que los ruidos del día se habían disipado, en aquel lugar se oían algunos susurros dispersos, conversaciones apagadas y una vocecilla que canturreaba de vez en cuando; sonidos tenues que brotaban del interior de los edificios cuyos postigos estaban cerrados para protegerse del calor de la hora.
El maestro llamó a la puerta del establecimiento. Después de los golpes, se hizo un completo silencio y nadie contestó durante un largo rato. Al cabo, alguien dijo desde dentro:
—Podéis pasar.
Isacio empujó la puerta, que estaba simplemente entornada, y entramos. En el interior apareció un espacio cuadrado, con las paredes totalmente cubiertas con estantes abarrotados de frascos y recipientes de todos los tamaños. En el centro había una mesa con los instrumentos propios del oficio de perfumista: morteros, diversas medidas, líquidos, polvos, tinturas… Un penetrante olor a mejunjes, drogas y alcanfores resultaba casi insoportable. En el muro opuesto a la puerta había otra más pequeña, irregular, tapada con una cortina.
—¿Hay alguien? —preguntó el maestro, aun a sabiendas de que allí nos esperaba alguien.
—Pasad —contestó una voz aguda y nerviosa.
Cuando Isacio descorrió la cortina, apareció una estancia más amplia, a cuyo fondo, sentada sobre una piel, estaba una mujer que se levantó y se nos quedó mirando en silencio. Cuando mi vista se acostumbró a la penumbra pude verla: su rostro era redondo y pequeño; sus ojos menudos, almendrados, con una expresión aguda, poco femenina, insensible; su estatura media y su cuerpo delgado y grácil. Pero llamaba sobre todo la atención su pelo largo, lustroso, negro con reflejos extrañamente azulados; un pelo rarísimo, en suma, como nunca antes había visto otro siquiera semejante.
—Ya sabes a qué venimos —le dijo Isacio.
La mujer pareció asustarse y dio un paso hacia atrás. Y he escrito «mujer» porque, en verdad, eso es lo que me parecía que era aquella persona. Sin embargo, el bozo que ensombrecía su bigote me desconcertó. Y definitivamente advertí que se trataba de un hombre cuando el maestro lo presentó diciendo:
—Éste es Estebanus al Sabbag, el teñidor de cabellos, a quien todo el mundo conoce en el barrio cariñosamente como Lindopelo.
El que no era mujer sino hombre movió las cejas y exclamó, acompañándose de un guiño, al poner sus ojos en mí:
—¡Ah, la reina de la Gallaecia…! Supongo…
—En efecto, ella es —confirmó su conjetura el maestro—. Y ya sabes a qué ha venido a tu casa. ¿Le contarás todo eso que sabes?
Lindopelo me miró de arriba abajo, suspiró y contestó de mala manera:
—¿Por qué he de contarlo?
—Porque me diste tu palabra —respondió Isacio—. Y porque yo te juré a mi vez que no te causaríamos ninguna complicación.
Él se quedó pensativo, con expresión reservada. Luego se acercó a un ventanuco que daba al callejón y entornó los postigos hasta dejar sólo un estrecho hueco por el que mirar. Pegado a él, recorrió receloso la mirada por el exterior, mientras comentaba con disgusto:
—Eso es fácil de decir… Pero… ¿puedo fiarme del todo? Os habrán visto entrar… ¡No sabéis cómo es la gente! Nada puedo hacer sin que me sienta espiado…
A lo que Columba, yendo hacia él, replicó:
—¡Sé un hombre, Lindopelo! Alguna vez tendrá que ser el día… El momento ha llegado. ¡Por Dios, dinos qué sucedió! ¡Cuenta todo lo que sabes!
Él se apartó bruscamente de la ventana, se encaró conmigo y me gritó:
—¡Siempre supe que al final alguien vendría a traerme la ruina! ¿Por qué has venido? ¿Quieres mi muerte? ¿Queréis hundirme? ¡Dejadme en paz!
Aquella actitud suya, displicente y hosca, acabó por desconcertarme del todo. Me derrumbé y mis labios invocaron a Dios con voz imperceptible. Luego me cubrí el rostro con las manos y me eché a llorar sin poder evitarlo.
Reinó un silencio cargado de tensión, en torno a mi llanto, hasta que el maestro, muy enojado, le recriminó al tintor:
—¿Has visto lo que has hecho? ¡Eres un maldito egoísta! Me prometiste que hablarías y ella se hizo ilusiones… ¡Y ahora te niegas a contarlo! No sé por qué actúas de esta manera; pero me temo que Dios te castigará por ello.
Columba también se encaró con él:
—Si relataras lo que sabes, aliviarías tu alma y le harías un gran beneficio a esta hermana nuestra. ¿Es que no tienes corazón?
De nuevo se hizo el silencio. Levanté los ojos fortalecida y me encontré con los de Lindopelo, buscando su compasión. Y él no tuvo más remedio que decir con brevedad, parpadeando confuso:
—No me miréis así, ¡por Dios! Ni que yo hubiera sido el que mató al muchacho…
Escuché aquellas palabras silenciosa e inmóvil, sintiendo que se clavaban en mí, sin apartar los ojos de él. Su rostro entonces dejó traslucir que se debatía en su interior. Aproveché esa debilidad para suplicarle:
—¡Habla, por el amor de Dios! Juro que no le contaré nada a nadie aquí en Córdoba. ¡Nadie sabrá nunca de dónde vino el relato! Todo lo que me digas me lo llevare a la Gallaecia.
Había llegado el momento crucial y la suerte estaba echada. Escudriñé con precaución su mirada y vi que iba a hablar. Tragó su reseca saliva, se dejó caer sobre la piel y dijo al fin:
—Sentaos.
Mi corazón palpitó inquieto en el silencio que siguió. Entonces el tintor bajó la cabeza con humildad, le dominó la emoción, se le saltaron dos lagrimones y apretó los labios para sofocar el llanto. Luego murmuró con voz temblorosa:
—Resulta muy difícil no sentir miedo… cuando se han visto cosas terribles…
Estuvo callado unos instantes, aguantándose para no llorar. Luego se enjugó las lágrimas, pareció cobrar fuerzas y prosiguió con sumisión y abatimiento:
—Todo sucedió hace muchos años, más de quince; pero, aunque hubieran pasado cincuenta, no podría olvidarlo… ¡Oh, Dios, ojalá pudiera olvidarlo! Por entonces yo era muy joven y todo me afectaba mucho más que ahora… Mi corazón era capaz de presentir el miedo y la desgracia, pero no me quedaba más remedio que seguir hacia delante y hacer lo que me mandaban. ¿Qué otra cosa podía hacer? —Se golpeó el pecho con la mano y añadió con resignación—. Si me hubiera negado a ir a Medina Azahara cuando vinieron a buscarme ahora no viviría. Tuve que vencer mi cobardía e ir a cumplir con mi oficio… ¡Oh, Dios, cómo no iba a ir!
Sus ojos volvieron a inundarse de lágrimas y lloriqueó esta vez durante un largo rato, ante nuestra atenta e impaciente mirada. Luego prosiguió, sin preocuparse ya de disimular el tono lacrimoso:
—Yo tiño los cabellos del califa desde hace más de veinte años. Al Nasir es rubicundo y odia el color de su pelo. Yo consigo que su abundante cabellera, de tono ceniciento, sea negra como el azabache y eso le hace feliz cuando se mira al espejo. Por entonces, cuando aquello sucedió, yo ya estaba acostumbrado a entrar y salir en el palacio, pues durante cinco años había ido a cumplir puntualmente con mi oficio una vez al mes. Todo el mundo allí me conocía, incluso en el harén, en las dependencias más privadas, porque también teñía a las mujeres y a los eunucos. Por aquel tiempo el califa vivía en los Alcázares, dentro de las murallas de Córdoba, puesto que todavía no había sido construido el palacio de Zahara. Muy pocos tenían permiso para entrar. Allí, en los Alcázares, es donde murió el muchacho…
Él se detuvo unos instantes mirándome, en los que estuvo por encima de mis fuerzas seguir callada; así que murmuré, empujada por la ansiedad:
—¿Lo conociste? ¿Llegaste a ver a Paio?
Los ojos pequeños de Lindopelo se abrieron desmesuradamente y brillaron emocionados. Respondió:
—¡Naturalmente! Lo conocí en persona y pude tratar con él, porque resultaba que el muchacho tenía piojos…
—¿Piojos? —pregunté—. ¿Tenía piojos el pequeño Paio?
Lindopelo se llevó las manos a la cabeza y, haciendo como si se peinara el cabello, respondió:
—Sí, como te digo, tenía piojos. Los eunucos le habían pasado un peine y encontraron algunos. Al parecer el muchacho los había cogido cuando estuvo entre los cautivos, antes de ser llevado a los Alcázares. Precisamente por eso, porque tenía piojos, lo conocí. Yo sabía la fórmula de un ungüento capaz de matar esos molestos bichos y los eunucos me pidieron que se lo aplicara…
Dejó escapar un suspiro. Sonrió levemente, con tristeza, y añadió con voz trémula:
—Paio era bellísimo… ¡Si no lo hubiera sido tanto…! Si no lo hubiera sido, no habría acabado así… Era muy rubio; con aquellos ojos grandes, de un azul puro y profundo… ¡Como un ángel!
Mi corazón latió con violencia y agaché la cabeza, angustiada, murmurando con el aliento entrecortado:
—Ay, Paio, mi pequeño Paio… ¡Mi ángel!
Entonces Lindopelo continuó hablando, ahora con una terrorífica calma, dispuesto a contarlo todo.
—Al Nasir se quedó completamente prendado del chico; lo miraba embobado, como si estuviera hipnotizado… Todos allí nos dábamos cuenta de que no sería capaz ya de renunciar a él… Por aquel tiempo Al Nasir era así; cuando alguien, ya fuera hembra o varón, le robaba el alma, enloquecía. Y todos deseaban robarle el alma, porque aquél que lo conseguía podía obtener todo de él… Ahora, pasados los años, las cosas han cambiado mucho. El ardor de su fuego se ha ido apagando… Dicen que ya no es capaz de enamorarse… Sí, eso dicen. Porque al parecer el califa se ha desengañado… Pero por entonces ardía vivo de pura pasión y era capaz de abrasar con sus llamas la primera belleza que se cruzase en su camino.
En ese instante se hizo un profundo silencio, en el que todos nos quedamos meditando en esas palabras con horror y desolación. Luego el tintor agitó la cabeza con ímpetu, haciendo que su cabello suave y brillante se extendiera en torno como una aureola, y añadió entre dientes, con rabia:
—Abderramán es así: puede pasar del amor al odio en menos que canta un gallo; hacer que su ternura se convierta en crueldad… Dicen que amando es como una suave paloma; pero que odiando… ¡es una bestia!
Sin poder contenerme, extendí las palmas de las manos con pánico y dolor y le rogué desalentada:
—¡Dime de una vez qué pasó! ¡Por Dios te lo pido!
Se me quedó mirando a los ojos, con infinita tristeza, y respondió:
—Puedes imaginarlo… Algo terrible…
—¡¿Qué?! —exclamé destrozada—. ¡Debo saberlo! ¡Dímelo de una vez!
Su voz reveló la profundidad de su tristeza cuando contó:
—El demonio se le metió en el cuerpo al califa. Yo no lo vi, pero me lo contaron los eunucos y las mujeres, poco después de la desgracia, cuando hablaban de ello horrorizados… Al Nasir quiso tener al muchacho, pero éste se negaba a sus solicitaciones, una y otra vez… Entonces ese bruto se encolerizó y… ¡lo mató!, así, sin más, delante de todo el mundo, con sus propias manos… Igual que un niño mimado destroza su juguete preferido en miedo de una rabieta; ¡lo despedazó! Y luego, cuando reparó en lo que había hecho, estuvo llorando desconsolado durante horas… Yo vi el cuerpo del muchacho, envuelto en su sangre, cuando lo sacaban de allí…
Aunque estas frases eran concisas y vagas, capté en la mirada desesperada del tintor y, en su tono quejumbroso, las escenas tan negras que había presenciado; y me pareció verlas yo misma. Aquello hizo estallar mi dolor y rompí a llorar con amargura.
Columba me abrazó y me estuvo consolando con palabras que no lograban atenuar lo punzante de mi pena.
—Eso pasó hace muchos años —decía—. Paio ahora goza en la casa de Dios y de la compañía de los santos… ¡En el paraíso! Míralo a la luz de la fe, hermana. Sé valiente, Nuestro Señor está con todos nosotros…
Pasado un rato, cuando conseguí recuperar el aliento y tranquilizarme algo, quise saber cómo habían recogido el cuerpo. Entonces Isacio y Columba me contaron que el propio Lindopelo les avisó de que los despojos del muchacho iban flotando por las aguas del Guadalquivir. Unas mujeres piadosas lavaron los miembros y los envolvieron en sábanas. Después Paio fue sepultado en la tierra, en el cementerio que hay junto a una de las iglesias de las afueras. Con el tiempo, cuando la comunidad mozárabe tuvo conciencia de que había sido un verdadero martirio, lo desenterraron y lo depositaron en la cripta de la iglesia de los Tres Santos, junto al resto de los mártires.